En busca de El Doncel de Malta

viernes, 17 noviembre 1995 0 Por Herrera Casado

 

En el centro mismo del Mediterráneo, a una distancia similar de Gibraltar y de Estambul, a poco más de 200 kilómetros desde la costa africana, y a un centenar de kilómetros de Sicilia, se alza plana y suave, despejada de árboles y densa de historias la isla de Malta. La celebración en la capital de Túnez del 6º Congreso de la Organización Mediterránea de Escritores de Turismo, en la que tuve ocasión de presentar una ponencia sobre el tema oficial «Los Legados arqueológicos como nexo de unión entre los países mediterráneos», y el posterior viaje, en barco, por diversas islas y puertos del Mare Nostrum, me permitió arribar un día luminoso a La Valeta, la mítica ciudad que resultó invicta ante los ataques turcos durante siglos. Los caballeros de la Orden de Malta, extraídos durante varios siglos de lo más granado de la aristocracia europea, establecieron en la isla un estado soberano, y pusieron su capital en un puerto natural de la costa norte, que aún hoy, como hace varios siglos, permanece a cubierto de cualquier ataque rodeado de altas murallas sobre el mar, albergando en su interior infinidad de palacios, iglesias y monumentales perspectivas propias de una ciudad que parece anclada en el siglo XVIII.

El objetivo al desembarcar era bien claro: había que encontrar, donde fuera y como fuera, la estatua del «Doncel de Malta», que aquí en Guadalajara todos hemos oído nombrar pero hasta ahora nadie, al menos en el círculo de las amistades más cercanas, había conseguido ver. Sabíamos que estaba en una iglesia de La Valeta, y que se trataba de la estatua de un joven caballero, recostado, apoyada su cabeza en una mano y con un libro en las manos, todo ello tallado en mármol y con sus correspondientes explicaciones y/o epitafios.

Después de subir cuestas sin fin, bajar otras tantas, entrar en un par de suntuosos templos barrocos y preguntar a viandantes y porteros, la aparición (yo diría que milagrosa) de un personaje menudo y parlanchín nos dio la clave inmediata del misterio. -«¿Un caballero tallado en mármol, recostado y meditabundo?… por supuesto. Está en Saint John, y se trata del enterramiento del vizconde de Beaujolais, un caballero francés que murió aquí, en Malta, en 1808»-. La explicación venía de boca de quien luego enseguida, y en un perfecto castellano, se presentó como Spiro Cauchi e Imbroll, cónsul del Soberano Estado de Malta por diversos países del mundo, y ahora a la fuerza varado en su palacio de la Old Bakery Street. A la fuerza porque su madre, Carmen de Imbroll, de origen aragonés y descendiente directa de uno de los maestres de la Orden maltesa, con 94 años necesitaba de su permanente atención y ayuda. Ella había conseguido, por los años veinte, el doctorado en Literatura y Ciencias por la Universidad de Saint Andrew de Edimburgo, y su hijo, con quien tenía yo la suerte de estar hablando, se había hecho gran amigo de monseñor Suquía y había alcanzado el grado de Caballero de Santiago. Listo y menudo, Spiro Cauchi me llevó, como un pájaro alegre y sabio, por las calles de La Valeta.

Entramos en la catedral de San Juan. Un murmullo de historia recorre el pavimento, los abovedados cielos cuajados de pinturas, los muros sembrados de impresionantes túmulos de arrebatado barroquismo donde solemnes caballeros pregonan su constante afán por defender el ombligo del Mediterráneo frente al turco. El suelo de este templo está totalmente cubierto por cientos de grandes lápidas realizadas en taracea de mármoles de colores donde se pintan los escudos, las leyendas y aún retratos de los grandes maestres de Malta. Tras pasar las capillas de los castellanos, de los aragoneses y navarros, llegamos a la de la lengua de Francia.

Allí está, bello y pálido, el retrato yacente del príncipe Luis Carlos Aurelio. Es una estatua de mármol blanco que representa a un militar francés en vestimenta de principios del siglo XIX, acostado sobre su lado izquierdo, apoyando su cabeza de cerrados ojos durmientes sobre la mano izquierda, mientras la derecha, indolente, sostiene un pergamino en el que aparece, tallado, un plano. Tras de él, una talla en medio relieve que representa la virtud del muerto. En el mármol gris del sepulcro, aparecen estas frases en latín decadente:

PRINCIPI ILLUSTRISSIMO ET SERENISSIMO

LUDOVICO CAROLO AURELIANENSI,

COMITI DE BEAUJOLAIS

IN MELITA INSULA

QUO SE AD REFICIENDAM VALETUDINEM CONTULERANT,

ANNO DOMINI MDCCCVIII.

DIE MAII VIGESIMA NONA

DEPEXCTO

ET IN HAEC SANCTI JOANNIS AEDE.

= = = = = =

INTER SUMMOS MILITENSIS ORDINIS MAGISTROS

CONSEPULTO

HOC MARMOR

PIAE RECORDATIONES MONIMENTUM

DICAVIT.

FRATER AMANTISSIMUS ET DILECTISSIMUS

LUDOVICUS PHILIPUS, FRANCORUM REX.

ANNO DOMINI MDCCCXLIII.

Esto es todo lo que sabemos de este magnífico y emocionante «Doncel de Malta». Hermano del rey Luís Felipe de Francia, murió el 29 de mayo de 1808, siendo allí mismo enterrado y construido luego el monumento y estatua a costa de su real hermano en 1843. Según Cauchi, que de Malta se lo sabe todo, este individuo formaba parte del ejército francés puesto por Napoleón en 1798, cuando de paso hacia Egipto conquistó y se anexionó la isla de Malta, expulsando a sus maestres y caballeros. Aunque finalmente los ingleses se harían con el poder en la isla desde 1815 por el tratado de París, durante unos años se sucedieron las revueltas de los nativos contra los ocupantes franceses,  muriendo en estas trifulcas el caballero hoy tallado en mármol. De su estatua sabemos que la talló Jacques Pradier (1794-1852), en 1843, y que la placa al estilo de Cánova que cubre su espaldar es de mano de Augustin-Felix Fortin (1736-1832).

«El Doncel de Malta» está ya, pues, localizado y definido. Su imagen acompaña estas líneas, y el arrebatado romanticismo de su estampa no tiene comparación con la serenidad clasicista de la estatua de Martín Vázquez de Arce en Sigüenza. Pero la similitud de actitudes ante la vida, la sorpresa de la muerte en batalla, en plena juventud, y el aire de resignada espera que la dureza del mármol impregna a su actitud le hace familiar y querido. Mereció la pena el viaje a tan lejana isla (por la que pasaron, a lo largo de la historia, muchos otros alcarreños de los que otro día hablaré) y la búsqueda de esta fúnebre constancia del vizconde Beaujolais se vio recompensada no solo con su hallazgo y admiración directa, sino con la afortunada adquisición de una nueva amistad: la del cónsul y entrañable Spiro Cauchi, todo un símbolo de lo que la cultura mediterránea ha ido dejando en cada una de las mil esquinas de sus secas tierras.