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junio, 1995:

Pelegrina, un pueblo, una iglesia y un castillo

Iglesia de Pelegrina (Guadalajara)

 

Si hay lugares a los que uno nunca se aburre de ir en el entorno de nuestra provincia, uno de ellos es Pelegrina, cuya belleza es (lo dice la palabra medieval con que fue nombrada) peregrina y desorbitada: tanto que para los humanos habituados a pulular por la árida meseta y las altiplanicies de la Castilla mediada, este era un espacio fuera del orbe, algo inaudito en su opulencia de contrastes, en su alzada silueta de hermosuras. 

Lo traigo hoy a recuerdo público, y le brindo una vez homenaje a este conjunto de casas, iglesia y castillo, porque acaba de aparecer un libro que habla de Pelegrina, que la explica. Su autor es un conocido arquitecto, académico ilustre, e investigador de las formas y las causas de los edificios históricos de España. Luis Cervera Vera ha visto publicado su libro sobre «Pelegrina (Guadalajara), su castillo, el caserío y la iglesia románica embellecida por el prelado Fadrique de Portugal» gracias a la generosidad de Luis de Moreno de Cala y Torres, propietario de la fortaleza episcopal, y director de la Escuela de Jardinería y paisajismo del Castillo de Batres, que aparece en los créditos como editora de este libro singular, precioso e imprescindible. 

Nada puede haber más gozoso, para este próximo fin de semana que se anuncia ya caluroso con las perspectivas propias del pleno verano, que acudir a Pelegrina y trepar sus callejas, su cerro enhiesto, hasta las almenas casi. El lugar se encuentra a escasos kilómetros desde Sigüenza, aunque si se sube por la Autovía de Aragón hasta Torremocha del Campo, girando a la izquierda rumbo a Sigüenza se pasa antes por Pelegrina, y, por supuesto, se cruza entre curvas y desfiladeros el hondo barranco del río Dulce, en cuya orilla derecha se alza el poblado. 

Tres cosas destacan en Pelegrina que merecen ser degustadas con parsimonia. En el pueblo me refiero, porque los alrededores están garantizados de espectacularidad, desde la altura del mirador dedicado a la memoria de Félix Rodríguez de la Fuente, a la hondura del río entre alamedas y ricas. En el pueblo, repito, tres cosas destacan y se ofrecen. Justo las que Cervera Vera estudia en su libro con la delectación y minuciosidad de un entomólogo: el caserío de un lado, que está fresco y virgen en sus esencias medievales; la iglesia por otro, que es románica en sus orígenes y sufrió luego en el siglo XVI una ampliación y reformas por parte del obispo don Fadrique de Portugal, enamorado al parecer de este entorno; el castillo, en fin, coronando como si un racimo de velas lo hiciera en una tarta, la silueta y los campos. No se puede pedir más. Hay que andarlo. Ir hasta allí y andar las calles, las estrechas plazuelas, los empinados perfiles. Mirar el templo por sus cuatro costados, mirarle la puerta, adentrarse en su oscura frescura y paladear los colores (que los tiene, aunque oscuros) del retablo mayor, o aniquilarse de estupefacción ante el artesonado de trazos mudéjares del presbiterio. Subir, en última instancia, hasta las ruinas del castillo, y allí recordar cómo aquel espacio que hoy está abierto al viento y al sol, derruidos los altos murallones y amenazando uno de ellos con precipitarse hacia el barranco, fue sede de residencia de los obispos seguntinos, que eran señores del lugar, magnates temporales de los campos y los impuestos, y caballeros sobre grandes mulas en la subida de la cuesta… 

Con el libro de Cervera Vera en la mano uno puede comprender mejor aún la esencia de Pelegrina. Saber de su historia, de cómo desde 1143 al menos pertenece al señorío temporal de los obispos de Sigüenza por donación del rey Alfonso VII. Es muy posible que ya los árabes tuvieran sobre la alta roca de Pelegrina una torre vigía o un castillete: el lugar lo pedía a voces, y era necesario en el control estratégico del valle del Dulce. 

Saber, también de la estructura e historia del castillo. De cómo es un núcleo central con dos entradas, rodeado a su vez de una barbacana que le protegía y permitía su acceso desde el pueblo, con torres de planta circular en las esquinas y otras semicirculares de refuerzo. Unos cuantos mapas y dibujos de alzados dan perfecta idea de lo que es, y de lo que fue este castillo. 

Saber, luego, de cómo y porqué es como es el pueblo. Las zonas en que se desenvuelve la vida. La arquitectura típica y popular del conjunto, hecha con piedra y madera, a base de mamposterías muy simples y vigas bastas, más la distribución de los interiores y las funciones de sus espacios: plantas bajas con portal, cocina y cuadras; plantas altas con salas de estar y alcobas de dormir; plantas altas, más reducidas, para graneros y almacenamientos. Algunos detalles artísticos (una cruz aquí, tallada sobre la piedra clave de una puerta, y una frase de salutación angélica allá, en expresión de fe secular) componen la certeza de este pequeño pueblo que se nos aparece más hermoso a fuerza de ser más sencillo. 

Saber, todavía, de la iglesia parroquial. Un ejemplar simple pero muy hermoso de la arquitectura románica del siglo XIII. Cervera aporta aquí una visión nueva, superinteresante, de lo que sólo un arquitecto podía comprobar con sus mediciones exactas: que el eje de la nave forma un leve ángulo con el del ábside. Y que no es casual, o forzado por el terreno, ni siquiera por la poca experiencia constructiva de los albañiles medievales. Es una cuestión que surge de la más pura teología. Lo vemos junto a estas líneas representado con un dibujo del propio Vera: esa inclinación está aludiendo a la de la cabeza de Cristo sobre su cuerpo en el momento crucial de su muerte. Si en el acometimiento microcósmico de la simbología románica la planta de los templos, como lugares sagrados, está reproduciendo idealmente el cuerpo de Cristo, y pone las campanas a sus pies y el ábside en su cabeza, y aun el altar a la altura aproximada de su corazón, no es extraño que se quiera representar de forma evidente la inclinación de la cabeza cuando Cristo es muerto. Simple y hermosa la explicación. Por todos lados, y a lo largo de muchas hojas, acuden los elementos constructivos con su imagen: la portada semicircular, la espadaña triangular, las basamentas de las columnas, los muros del ábside, su ventana, etc. Incluso se ofrece, aquí por primera vez, un exquisito dibujo del artesonado del presbiterio, que con infinita paciencia ha realizado Enrique Nuere, también arquitecto, y especialista de la «carpintería de lo blanco». No le falta detalle, y yo espero que tampoco se lo pierda el viajero que acuda, ya, lo antes posible, a Pelegrina junto a Sigüenza, a disfrutar de tanta maravilla como por allí anda suelta. Si lo hace con el libro que sobre este lugar acaba de publicar Luis Cervera Vera, el viaje estará aún mejor aprovechado. Cuántas cosas ¿verdad? tenemos cerca, y qué poco trabajo cuesta ir a verlas, a disfrutarlas, a coger fuerzas para defenderlas luego como merecen. Porque todas están, en este mundo loco y despreocupado, amenazadas de perecer por la patada de un loco.

Oseira: Un monasterio gallego con resonancias alcarreñas

Fuente del claustro del monasterio gallego de Oseira

 

Aunque no es habitual, ni siquiera ocurre todos los años en lo más crudo del invierno, la llegada a Oseira, en medio de las verdes y frondosas montañas de Orense, está sumida en la blancura cegadora de la nieve. Es pleno mes de mayo, pero la meteorología gallega tiene estas sorpresas, y el frío más intenso se ha adueñado de los norteños ribetes de la Península, dejando una fuerte y cuajada nevada sobre los entornos medievales de Oseira.No fue hecha al «buen tuntún» esta excursión, en el seno del Congreso Nacional de Escritores de Turismo, que desde el balneario de Mondariz nos habría de llevar hasta Ribadavia. El paso por la provincia de Orense, todavía desconocida en su íntima grandeza, y alejada de forma inexplicable de las rutas habituales del turismo nacional, está cuajado de sorpresas: un castillo soberbio sobre la peña verde, el de Vilasobroso; ‑una ciudad encantada prendida como en un cuento sobre los límites de ‘una judería perfectamente conservada, Ribadavia. Y un monasterio cisterciense, lejos de todo, en lo profundo de valle cuajado de bosques de roble, la mole pétrea confundida con el entorno, los líquenes invadiendo cada milímetro de sus muros severos y sonoros.  

Un monasterio cisterciense en Galicia

Oseira lleva un nombre que alude a ser, en tiempos, lugar donde ‑abundaban los osos. En aquellas apartadas soledades se fijaron los renovadores monjes de San Bernardo (cuatro eran: García, Diego, Juan y Pedro), que en 1137 fundaron la casa primitiva dedicada a Dios Nuestro Señora y a Santa María de Ursaria, y enseguida recibieron del rey Alfonso VH la gracia de todos los terrenos circundantes, poniéndose a construir, con la piedra del lugar, a la orilla del río Osera en plena sierra de Martiñá, un monasterio y su templo anejo que iría recibiendo, a lo largo de los, siglos, todo tipo de ampliaciones, destrucciones, abandonos y reconstrucciones, hasta llegar al día de hoy, en el que luce espléndido, en toda su grandeza, este monumental conjunto al que con justeza denominan «el Escorial de Galicia».Guiados del hermano portero, malagueño afincado con su hábito pardo y blanco en Oseira desde hace muchos decenios, visitamos este portento del arte hispánico. Galicia se hace aquí monumental y asombrosa. Merece la pena hacer el viaje para disfrutar tanta maravilla. La iglesia primero nos’ ofrece su arquitectura primitiva románica, con los cánones cistercienses bien madurados. Escueta decoración sobre los muros de lastres naves y sobre los capiteles que rematan las columnas, gruesas y de corto fuste, que, limitan el presbiterio con la girola, en la que se abren capillas, algunas de ellas luciendo altares, ya barrocos, que dejan al visitante sorprendido cuando le, dicen que no son de madera, sino de pura piedra de la zona.  

Es verdaderamente impresionante la sala capitular de Oseira. Ocupando el lugar tradicional de los antiguos monasterios, al extremo del crucero del templo, esta fue construida en el siglo XV, y nos deleitan sus formas y detalles con las cuatro columnas centrales cuyos fustes torneados se decoran con estrías y de él arrancan profusión de nervios que se extienden y entrecruzan en el abovedamiento, de tal forma que al espectador le da la sensación casi real de encontrarse bajo un bosque de palmeras pétreas. Junto a estas líneas aparece una imagen de esa Sala Capitular de Oseira increíble.  

Pero es destacable también el conjunto de los patios. Hasta tres tiene: el de los caballeros, el de los pináculos y el de los medallones. En todos ellos, de proporciones desmesuradas, los muros perforados de altos vanos arqueados son de piedra granítica, y en ellos destacan tallados medallones con imágenes de santos y prelados, o bien se levantan sobre el alero los pináculos gotizantes que le dan esbeltez al segundo.  

La portada del templo y la del convento forman un ángulo y están renovadas en el siglo XVIII en un estilo barroco gallego, en el que destaca el paramento con almohadi­llado severo, y la portada escoltada de columnas salomónicas, más complicadas cenefas entre las que se incluyen escudos, imágenes de San Benito y San Bernardo, y la parafernalia típica de un monasterio riquísimo, como lo era Oseira en esa época.  

En cualquier caso, una, excursión que satisface plenamente. Más aún, creo yo, si como en el caso que cuento el frío es recio, la nevada de esas que dejan hundir los pies en el blanco hielo impoluto, y al final los aldeanos tienen a punto un buen caldo gallego, humeante y sabroso, de los que resucitan a un muerto.  

Noticias de la Alcarria en la Galicia profunda

Pero eso no es todo. Rastreando siempre la huella de la Alcarria por cualquier rincón del mundo, hete aquí qué Oseira reserva una sorpresa al alcarreño que hasta allí llegue. Fray Damián. Yáñez es el bibliotecario de la casa, regenta un salón magnífico, de altísimos techos oscuras estanterías de madera de castaño, cuajada hasta arriba de viejos libros y polvorientos legajos. Uno de esos es el tumbo de Ovila. El monasterio que junto al río Tajo aguas arriba de Trillo compró William R. Hears en 1931 y desmontado se lo llevó a California. La suerte hizo que se salvara, (tras grave incendio en siglo XVIII, el correspondiente pillaje de la Desamortización en el XIX, y la locura vendedora del XX) este fabuloso documento en el que está entera, alzada y vibrante, la historia de aquel monasterio alcarreño, también de la Orden del Cister.Fray Damián, que es un venerable anciano de 78 años colmado de sabiduría, bondad y generosidad, me lo enseña calmoso: en mis manos está el tumbo de Ovila: se trata de una verdadera joya, de una riqueza incalculable. Es un volumen de 25 x 34 cm. de 328 folios, algunos de ellos en blanco, forrado en pergamino de la época. Lleva este título Libro Tumbo del Monasterio RI. de Nuestra Señora Santa María de Ovila orden de Nro.Pe.Sn.Bdo. Año de 1729. Fráter Hyerotheus Vallisparadissi filius laboravit et scripsit. La portada es sencillísima, sin ningún, distintivo especial, sin dibujo alguno.  

La historia de la llegada a Oseira de este impresionante manuscrito es también como un relato de aventuras: consta allí ser donativo de una señora que lo había heredado de su abuelo, muy amante del monasterio de Monfero (La Coruña), fallecido hacia 1925, y que se lo dejó para devolverlo a la orden, en el momento que hubiera monjes en Galicia. Este señor intentó restaurar dicho monasterio, y hasta logró que se instaurara allí vida cisterciense hacia 1882, pero al fin fracasó al cabo de ocho o diez años, por falta de una persona equilibrada que guiara al grupo de muchachos que logró reunir el monje que se comprometió a tomar a su cargo la empresa un tal fray Manuel Díez, que pertenecía al monasterio segoviano de Sacramenia, y debió andar por tierras alcarreñas tras la Desamortización ¿Sería un conventual de Ovila? Al monasterio de Monfero debió llegar en 1882, en las manos del referido Manuel Díez, o quizás de fray Atilano Melguizo, monje de Sobrado, aunque natural de Gárgoles, quien al jubilarse se retiró a Betanzos, donde falleció. Como este era Vicario general de la Congregación de Castilla y anduvo por los monasterios, a lo mejor lo encontró en alguno y lo recogió, llevándolo a Betanzos y entregándolo antes de morir a quienes intentaban volver a abrir Monfero. El caso es que allí está, en las honduras de la Galicia más recóndita, un pedazo, un hermoso pedazo, de la historia de la Alcarria. Al igual que el propio monasterio de Ovila, hoy desperdigado entre los parterres del Golden Gate Park de San Francisco, se fueron muy lejos de su solar primitivo, pero en cualquier caso han pervivido. Porque, como tantas veces pasa en la vida, aunque la luz no esté siempre con nosotros, sabernos que, al menos, existe. Y algunas veces, incluso, la vemos… con eso simplemente nos conformamos algunos.

Una nube de cuentos se acerca a Guadalajara

El patio del palacio del Infantado en una Jornada del Maraton de Cuentos

 

Guadalajara va a vivir es fin de semana un nuevo Maratón de Cuentos. Ya el cuarto. Si se mantiene el nivel y la tónica de los años precedentes, este ha de ser mejor que ellos: más colorista, más variado, más nutrido en participación, y más largo. Así lo tienen dispuesto los organizadores, que cada día son más, contagiados ya sin vacuna posible por la irresistible ilusión que Blanca Calvo pone en ello, puso desde que lo imaginó. 

Pero ésto de los cuentos tiene muchas lecturas. Tiene, al menos, dos principales lecturas: la primera es la superficial, el plexiglás con que todo en la vida se adorna, y que para muchos es lo único que existe de las cosas: piensan que el alma es brillante, y te rodea como una nube. Este Maratón anual, primaveral, que trata de batirse a sí mismo en duración, y que consiste en que cientos de personas, de toda edad y condición, se suba a un estrado y cuente un cuento, puede aparecer ante los ojos de muchos como un divertimento insustancial de una sociedad que no tiene más meta que la de «vivir del cuento…». Hay una segunda lectura, para mí la más cierta, porque soy en esencia (y hasta que algún enzima se me tuerza) optimista y de natural alegre, de que Guadalajara es capaz de superar amarguras, enconos, crispaciones y alelamientos, y sabe poner sobre un escenario a sus gentes, vestidas de sonrisa natural, a contactar con los demás mediante la palabra, la fábula y el gesto. De una visión despectiva de la vida, a otra optimista y vital. ¿Para qué sirve, en esencia, este Maratón de Cuentos? Yo creo, sinceramente, que para mucho: por lo menos para hacer una cura de espíritus arrugados y enclenques. Sería como un régimen, pero no de adelgazar, sino todo lo contrario, de ensanchar el espíritu y hacerlo más joven, más entusiasta. Una recarga de baterías. 

Hay muchísima gente que está en la organización de este encuentro ciudadano desde hace tiempo. Si Blanca Calvo es la cabeza visible, no pueden ser olvidadas tantas y tantos como, desde la Biblioteca Provincial sobre todo, y a través de otras organizaciones, se están moviendo para que todo resulte un éxito. La propia Calvo lo contaba hace poco en unas páginas amigas: «Contar la historia del Maratón es rela­tar la pequeña cróni­ca de un milagro». Todo empezó en la primavera de 1992, cuando la Feria del Libro salió por primera vez a la calle, y la Plaza Mayor se llenó de telas transparentes, de flores y niños sentados por el suelo. En aquella ocasión fueron altas figuras de la literatura española las que abrieron el fuego: Antonio Buero Vallejo, Ramón de Garciasol, Andrés Berlanga o José Luis Sampedro contaron sus cuentos, sus anécdotas, y le pusieron la sonrisa a la ciudad, que ya no paró en toda la tarde, en toda la noche. Se estuvo 24 horas seguidas oyéndose (los muros de la Plaza Mayor se hicieron también de cristal y papeles, y todo retumbaba como campanillas) el desgranar de las fábulas y los dichos. Fue después en el Palacio del Infantado, acogedor y misterioso, el que en años sucesivos ha albergado esta reunión: en 1993 se alcanzó ya el record y se entró con todos los honores en el «Guinness», para llegar a 1994 en que durante veintinueve horas y media hubo gente que se subió al estrado a contar su historia, a relatar cuentos, a interpretarlos, a cantarlos, a llorarlos y a susurrarlos. Nadie a leerlos. Porque esa es la condición que se ha establecido, además, como un elemento capaz de levantar por los aires este castillo: la voz gobernada por la pasión es lo único que cuenta. Dice Blanca Calvo cuando nos presenta el Maratón de este año que «Cada cuento es un regalo de ida y vuelta, que va y vuelve por el aire desde el que lo da al que lo recibe; y va formando, cuando se junta con otros, esa nube…» Una nube de moros y moras, de trasgos y tesoros, de humos de todos los colores, de aromas y sonidos de cristal y bronce, y mármol, y afilados aceros, y cosquillas. La posibilidad de olvidarse, por unas horas, de que esto es España, y de que unos cuantos imbéciles están empeñados en amargarnos la vida. 

Quieren estas palabras ser anuncio, uno más, y bien grande, del cuarto Maratón de Cuentos de Guadalajara. No puedo por menos de utilizar otra vez las palabras de Blanca Calvo cuando ha querido presentarlo: «Se pretende que inter­vengan más personas y más colectivos de la ciudad, y que se convierta en un fiesta imprescindible del calendario de festejos locales, …se están cur­sando invitaciones a narradores de to­das las demás Comunidades Autóno­mas y de otros países, sobre todo los más próximos por lengua o geografía… con ello se quiere abrir el Maratón al mundo, recoger tradiciones narrativas cercanas y lejanas, convertir a Guadala­jara en la Capital Mundial de los Cuen­tos». 

Como pastores iremos los alcarreños a este encuentro, el alma (que no es, repito, un plexiglás que nos envuelve) dispuesta a diluirla con otras, los oídos a sorprenderse con historias de princesas y enanos, los ojos a maravillarse por ver algunas manos volar entre los leones de piedra, y al fin sacar conciencia de que esto que Guadalajara va a vivir el próximo fin de semana, es algo más que un «vivir del cuento». Es, en definitiva, reivindicar la humanidad cierta de una ciudad, y de sus gentes. Sólo así podremos sobrevivir a tantas bajezas.

Villas y Señores: Una exposición itinerante con el Cardenal Mendoza

Un aspecto de la fachada del palacio del Infantado, en grabado de Pérez Villamil

 

El Centenario  del Cardenal Mendoza ha tenido ‑­está teniendo- muchas perspectivas de celebración. Ya decíamos no hace mucho cómo la Casa de Guadalajara en Madrid desarrolla un ciclo de conferencias y un peregrinaje sentimental por los lugares en los que, hace más de cinco siglos, el Cardenal y jefe de, los Mendoza, don Pedro González, había ido escribiendo las más señaladas páginas de su biografía. 

Ahora acaba de inaugurarse, y de clausurarse muy pocos días después, una Exposición sobre su época que ha sido titulada «Villas y Señores», puesta en escena por la Diputación Provincial y su órgano cultural la Institución Provincial «Marqués de Santillana». En el salón de exposiciones del palacio provincial, ha abierto su periplo esta muestra singular y hermosa. Va a seguir haciéndolo por otros pueblos, hasta llegar a Sigüenza en pleno verano, coincidiendo con la celebración de un curso que la Universidad de Alcalá dedicará monográficamente al personaje y su época. El subtítulo de la exposición ha sido el de «La provincia de Guadalajara en la época del Cardenal Mendoza, a través de la documentación conservada en sus Archivos Municipales». Los responsables (en funciones de comisarios clásicos de exposición) han sido los archiveros de la Diputación Provincial Paloma Rodríguez y Plácido Ballesteros, secundados por el arte y la técnica fotográfica de Alfonso Romo, también funcionario gráfico de la institución provincial. 

La exposición ha sido, sin duda, la única que podía hacerse. No tiene tacha, ni permite un pero, aunque el Cardenal y el Centenario hubieran merecido otra exposición más amplia. Se ha hecho lo único que se podía hacer, y se ha hecho muy bien: ha quedado perfecta. Es por ello que recomiendo ir a verla, en el pueblo en que, cada quince días cambiante, reciba albergue durante esta primavera y verano. En la Sala de Arte de la Diputación Provincial no cabe duda que estaba muy bonita, pidiendo desde el primer panel al último su lectura, su reposada admiración, su disfrute ante tanta historia, tantas imágenes y tanta meticulosidad desarrollada. 

Centraba el salón la brillante mezcla de colores medievales que Hernando Rincón de Figueroa utilizó para retratar a don Pedro rodeado de cuatro de sus «familiares»: el Cardenal, orante, revestido de su hábito purpúreo, tiene a sus espaldas cuatro eclesiásticos que le atienden y acompañan. Todos ellos con mitras cubiertos y de capas arropados, y muy ricas, el cíngulo sacerdotal, la mitra episcopal, el capelo cardenalicio y la cruz patriarcal, en un orden jerárquico que se refleja incluso porque cada uno de  dichos, elementos está más alto que el anterior. Están todos en un ámbito eclesiástico, a la entrada de una capilla con arco escarzano e interior cubierto de bóveda de crucería, iluminada por estrechas ventanas cuyas cristaleras altas, plomadas, dejan ver grabado el escudo de armas de la familia Mendoza. Ante el Cardenal, que a pesar de no aparentar más de 40 años, está completamente calvo, reposa un libro de horas miniado con profusión. La serenidad del momento parece trascender cualquier, ámbito desde el que, cinco siglos después, se mire. Este cuadro, que originalmente fue pintado para el retablo mayor de la iglesia conventual de San Francisco de Guadalajara, y luego descompuesto apareció muy deteriorado sirviendo de tabla de mesa de altar en la iglesia de San Ginés, hoy se conserva habitualmente en la Sala de Comisiones del Ayuntamiento de Guadalajara. Su salida a esta exposición es un paseo que merece aplaudir, y no perder la ocasión para admirarlo. 

Pero la muestra sobre «Villas y Señores» tiene otros muchos elementos de interés. El mayor es, sin duda, la gran colección de documentos medievales, casi todos ellos centrados en la segunda mitad del siglo XV, la época que le tocó vivir al Cardenal Mendoza, y que han sido rescatados, restaurados y avalorados en numerosos archivos municipales de nuestra pro­vincia. En la muestra se ofrecen reproducciones fotográficas de estos documentos, pero con una calidad tal que permite en todo caso su lectura y su admiración meticulosa. En ellos se palpa, siquiera sea superficialmente, de forma tangencial la presencia del Cardenal y de sus monarcas los Reyes Católicos, por nuestra tierra. Cartas reales; Fueros y Cartas pueblas; Cuentas concejiles de Cifuentes, Guadalajara y Pastrana… y un buen plantel de sellos de plomo, de sellos rodados miniados con policromía. Una suculenta oferta visual que, además, tiene la carga indudable de la importancia histórica, de un pasado real, auténtico, muy cercano de todos porque es salido de los pueblos donde va a ir siendo mostrada. 

Finalmente, y como indispensable complemente bibliográfico sobre. los Mendoza y el Cardenal, aparecen unas vitrinas centrales conteniendo libros, folletos, postales, y aportaciones gráficas que son la evidencia del interés despertado desde hace muchos años por la vida y los milagros de don Pedro: la «Historia de Layna» en su primera edición, majestuosa en sus gráficos ya amarillentos y con la evidencia del maltrato que los siglos les dieron; y la revisión monográfica que con motivó del Centenario ha hecho Femando Vilches y que la Diputación ha editado con pulcritud y elegancia: entre medias, las clásicas obras del marqués de la Cadena, de Merino, de Villalba Ruiz de Toledo, más las visiones mendocinas de Helen Nader y Mª Teresa Fernández Madrid, acompañadas del facsímile del Testamento del Cardenal… 

Un Catálogo breve, pero muy didáctico y ajustado a lo que se expone, completa esta muestra de «Villas y Señores» que la Diputación ha montado para que todos los alcarreños podamos tener ante nuestros ojos la constancia de que todo aquello fue verdad: la historia, los reyes con majestad diamantina y los cardenales con capas purpúreas, se pasearon por las calles de nuestra Guadalajara y dejaron sus huellas, sus firmas, sus rodados sellos ‑por los salones oscuros unas veces, dorados otras, de nuestras villas y ciudades, Eran aquellos señores que Mendoza se apellidaron. Hace de ello quinientos años, más o menos… 

 

La fábrica Hispano-Suiza, un monumento por los suelos

Un coche Hispano-Suiza fabricado en Guadalajara a principios del siglo XX

 

De vez en cuando hay que salir a la palestra para recordar (no a sirios y troyanos, que de esos hay pocos por aquí, sino a munícipes y grupos ecologistas) los elementos de nuestro patrimonio histórico-artístico que andan tan despedazados, abandonados y tristes, que están a punto de morirse y que si alguien no pone un remedio efectivo, pasarán pronto a ser recuerdo amarillento en las ajadas páginas de un libro de evocaciones y tristuras. No hay más remedio que alzar la voz, todo lo fuerte que esta página me deje, en favor de la antigua Fábrica de la Hispano-Suiza en Guadalajara, ese lugar que, con una extensión de un millón de metros cuadrados, se alza a la derecha del río y del ferrocarril, en la parte baja de la ciudad, en la carretera a Marchamalo, a la entrada del Polígono de las industrias pesadas.

La situación actual

Bajar hoy (cualquiera puede hacerlo, incluso andando, sólo hay que cruzar por la carretera de Marchamalo el puente sobre la vía férrea) hasta «la Hispano», es una propuesta de escalofrío. Medio borrada por la mancha densa de los castaños que le han crecido sin tacha delante, la fachada de ladrillo y piedra de este edificio industrial tiene todavía el empaque de un monumento que en silencio pide atención y cariño. En el frontispicio se ve el título de la Fábrica, y sobre él se alza medio borrado el escudo de España. Entornando los ojos puede aún verse a S.M. el Rey Alfonso XIII, bigotudo y marcial, rodeado de señoras con mantilla, diputados con levita y chiquillería con gorrito de visera, subiéndose al primer coche producido en esta fábrica, un flamante Hispano-Guadalajara, blanco y brillante, potente y asombroso, que poco después sería solicitado por príncipes y magnates (el príncipe de Mónaco no quería otra marca que esta). El recuerdo se quedó plasmado en las fotos de Goñi, y en la memoria de algunos que, hoy ya tan viejos, casi la han perdido.

La realidad, abriendo los ojos del todo, es muy distinta. Las puertas, las ventanas, los tejados, todo ha desaparecido. Dentro viven (si a eso se le puede llamar vivir) gentes varias. Delante se han hecho con cuerdas y alambres una especie de corrales donde guardan caballejos y algún burro. Furgonetas en mediano uso, muebles rescatados de derribos, bicicletas recompuestas, y una alegría faraónica lo puebla todo. Es difícil acercarse más de cien metros de la panorámica, porque puede haber bronca. Dentro, ni se sabe. Eso es todo. Eso es, hoy por hoy, la Fábrica de automóviles, motores de avión y material de guerra de la Hispano-Suiza de Guadalajara. Una pena.

La Fábrica de la Hispano-Suiza de Guadalajara

En el año 1916, el Consejo de Administración de La Hispano‑Suiza de Barcelona decidió iniciar el estudio de un proyecto para el establecimiento de una nueva factoría o taller‑sucursal a situar en alguna localidad del centro de España, cercana a Madrid, al objeto de acercarse con mayores posibilidades al núcleo del poder del Estado.

El estudio recomendó el emplazamiento de la nueva fábrica en Guadalajara, por lo que el consejo de administración contrató terrenos de una superficie de un millón de metros cuadrados, cercanos a la vía del ferrocarril, con objeto de que esta pudiera derivarse hacia el interior de la nueva factoría. En 1917 se formó La Hispano, la «Fábrica nacional de automóviles, aeroplanos y material de guerra», entidad que en adelante fue más conocida por el simple nombre de La Hispano‑Guadalajara. En un comienzo se desarrolló con independencia de la fábrica de Barcelona, funcionando así hasta 1923, momento en que, por problemas financieros y de organización, la fábrica catalana se vio obligada a intervenir para reorganizarla, siendo entonces adquirida su totalidad por La Hispano‑Suiza. La fábrica de Guadalajara fue dirigida, primero, por don Juan Antonio Hernández Núñez y luego por don Ricardo Goritre Bejarano, ambos prestigiosos ingenieros militares. Es más, el proyecto de la fábrica en su conjunto, presentado al Ayuntamiento de Guadalajara con fecha de 1917, y hoy conservado en el Archivo Histórico Municipal en el legajo 772, fue redactado en su totalidad por el Sr. Goritre.

En la fábrica de la Hispano‑Guadalajara se produjeron camiones para finalidades militares, destinadas al servicio del Ejército español en Marruecos, así como camionetas para servicios civiles, de 15/20; 30/40 y 40/50 CV, capaces para un tonelaje comprendido entre los 1.500 y los 5.000 kilos de carga útil. También se fabricaron autobuses (ómnibus los llamaban) con capacidad de 14 a 40 viajeros, vehículos que, al igual que los fabricados por La Hispano‑Suiza de Barcelona estaban muy bien estudiados, tenían una robustez proverbial y eran considerados muy aptos para satisfacer las necesidades de los servicios mineros, municipales y demás obras públicas y oficiales. La firma de Guadalajara fue durante varios años, la proveedora de material de transporte para la distribución de los productos de la Compañía Arrendataria del Monopolio de Petróleos, S. A. (la CAMPSA) para la cual construyó gran cantidad de camiones­-cubas de 5.000 litros de capacidad.

También se fabricaron en Guadalajara coches de turismo. El más popular fue un modelo ligero de 8/10 CV, comenzado a fabricar en 1918. Su nombre oficial era LA HISPANO, y en ese año se matriculó en Baleares, con el número de matrícula PM‑147, uno de estos ejemplares que es posiblemente el único que queda hoy vivo y todavía funcionando, y cuya fotografía acompaña estas líneas.

En la Fábrica de La Hispano-Suiza de Guadalajara se construyeron también pequeños aviones, algunos de cuyos prototipos fueron exhibidos en la Exposición Hispano‑Americana de Sevilla en 1929. Antes de la Guerra Civil, la fábrica alcarreña sufrió problemas económicos graves, muchos de ellos repercutiendo sobre los obreros de la misma, siempre numerosos. En 1935 pasó a ser propiedad de la FIAT de Italia, fabricándose a partir de ese momento el modelo 514, de cuatro cilindros, de 67 x 102, de 1.438 c.c. y 3.400 revoluciones por minuto, coche de turismo que fue conocido por la marca FIAT‑HISPANIA, modelo que llegó a tener una gran aceptación y se fabricó en grandes cantidades.

Durante la Guerra Civil española de 1936-39, todas las instalaciones de la fábrica de la Hispano-Suiza de Guadalajara fueron abandonadas, y la sociedad liquidada: la fabrica­ción de automóviles y camiones se extinguió por completo y la sección de aeronáutica fue trasladada a Sevilla, donde en lo sucesivo se conoció como HISPANO-AVIACION. Ocurrió así que la gran empresa que a principios de siglo fundaran en Barcelona los catalanes Damián Mateu Bisa y Francisco Seix junto al ingeniero suizo Marcos Birkigt, y que tantos motivos de gloria dio a la industria española y a la alcarreña en particular, pasó al recuerdo y a la historia.

Pocos recuerdos quedan ya hoy en Guadalajara de un pasado que, en realidad, es tan reciente. El nombre del fundador de la Hispano-Aircraft, don Francisco Aritio, quedó al menos para denominar la nueva calle que desde la Fábrica de la Hispano-Suiza iba hasta la estación del ferrocarril. En aquel barrio, en aquella calle que a menudo se inundaba con las crecidas del río Henares, vivieron los obreros de la nueva fábrica, un nuevo estímulo al desarrollo de Guadalajara patrocinado en buena medida por el entonces Jefe de Gobierno don Alvaro de Figueroa y Torres, conde de Romanones, cuya bigotuda presencia aún se luce entre los pinos de la Mariblanca. Pero la imagen de aquella fábrica, sus naves enteras, sus esqueletos férreos, su fachada de rosada mezcla ladrillera y pétrea, está a punto de perderse para siempre. ¿No habrá posibilidad de hacer algo por evitarlo?