Pelegrina, un pueblo, una iglesia y un castillo

viernes, 30 junio 1995 0 Por Herrera Casado

Iglesia de Pelegrina (Guadalajara)

 

Si hay lugares a los que uno nunca se aburre de ir en el entorno de nuestra provincia, uno de ellos es Pelegrina, cuya belleza es (lo dice la palabra medieval con que fue nombrada) peregrina y desorbitada: tanto que para los humanos habituados a pulular por la árida meseta y las altiplanicies de la Castilla mediada, este era un espacio fuera del orbe, algo inaudito en su opulencia de contrastes, en su alzada silueta de hermosuras. 

Lo traigo hoy a recuerdo público, y le brindo una vez homenaje a este conjunto de casas, iglesia y castillo, porque acaba de aparecer un libro que habla de Pelegrina, que la explica. Su autor es un conocido arquitecto, académico ilustre, e investigador de las formas y las causas de los edificios históricos de España. Luis Cervera Vera ha visto publicado su libro sobre «Pelegrina (Guadalajara), su castillo, el caserío y la iglesia románica embellecida por el prelado Fadrique de Portugal» gracias a la generosidad de Luis de Moreno de Cala y Torres, propietario de la fortaleza episcopal, y director de la Escuela de Jardinería y paisajismo del Castillo de Batres, que aparece en los créditos como editora de este libro singular, precioso e imprescindible. 

Nada puede haber más gozoso, para este próximo fin de semana que se anuncia ya caluroso con las perspectivas propias del pleno verano, que acudir a Pelegrina y trepar sus callejas, su cerro enhiesto, hasta las almenas casi. El lugar se encuentra a escasos kilómetros desde Sigüenza, aunque si se sube por la Autovía de Aragón hasta Torremocha del Campo, girando a la izquierda rumbo a Sigüenza se pasa antes por Pelegrina, y, por supuesto, se cruza entre curvas y desfiladeros el hondo barranco del río Dulce, en cuya orilla derecha se alza el poblado. 

Tres cosas destacan en Pelegrina que merecen ser degustadas con parsimonia. En el pueblo me refiero, porque los alrededores están garantizados de espectacularidad, desde la altura del mirador dedicado a la memoria de Félix Rodríguez de la Fuente, a la hondura del río entre alamedas y ricas. En el pueblo, repito, tres cosas destacan y se ofrecen. Justo las que Cervera Vera estudia en su libro con la delectación y minuciosidad de un entomólogo: el caserío de un lado, que está fresco y virgen en sus esencias medievales; la iglesia por otro, que es románica en sus orígenes y sufrió luego en el siglo XVI una ampliación y reformas por parte del obispo don Fadrique de Portugal, enamorado al parecer de este entorno; el castillo, en fin, coronando como si un racimo de velas lo hiciera en una tarta, la silueta y los campos. No se puede pedir más. Hay que andarlo. Ir hasta allí y andar las calles, las estrechas plazuelas, los empinados perfiles. Mirar el templo por sus cuatro costados, mirarle la puerta, adentrarse en su oscura frescura y paladear los colores (que los tiene, aunque oscuros) del retablo mayor, o aniquilarse de estupefacción ante el artesonado de trazos mudéjares del presbiterio. Subir, en última instancia, hasta las ruinas del castillo, y allí recordar cómo aquel espacio que hoy está abierto al viento y al sol, derruidos los altos murallones y amenazando uno de ellos con precipitarse hacia el barranco, fue sede de residencia de los obispos seguntinos, que eran señores del lugar, magnates temporales de los campos y los impuestos, y caballeros sobre grandes mulas en la subida de la cuesta… 

Con el libro de Cervera Vera en la mano uno puede comprender mejor aún la esencia de Pelegrina. Saber de su historia, de cómo desde 1143 al menos pertenece al señorío temporal de los obispos de Sigüenza por donación del rey Alfonso VII. Es muy posible que ya los árabes tuvieran sobre la alta roca de Pelegrina una torre vigía o un castillete: el lugar lo pedía a voces, y era necesario en el control estratégico del valle del Dulce. 

Saber, también de la estructura e historia del castillo. De cómo es un núcleo central con dos entradas, rodeado a su vez de una barbacana que le protegía y permitía su acceso desde el pueblo, con torres de planta circular en las esquinas y otras semicirculares de refuerzo. Unos cuantos mapas y dibujos de alzados dan perfecta idea de lo que es, y de lo que fue este castillo. 

Saber, luego, de cómo y porqué es como es el pueblo. Las zonas en que se desenvuelve la vida. La arquitectura típica y popular del conjunto, hecha con piedra y madera, a base de mamposterías muy simples y vigas bastas, más la distribución de los interiores y las funciones de sus espacios: plantas bajas con portal, cocina y cuadras; plantas altas con salas de estar y alcobas de dormir; plantas altas, más reducidas, para graneros y almacenamientos. Algunos detalles artísticos (una cruz aquí, tallada sobre la piedra clave de una puerta, y una frase de salutación angélica allá, en expresión de fe secular) componen la certeza de este pequeño pueblo que se nos aparece más hermoso a fuerza de ser más sencillo. 

Saber, todavía, de la iglesia parroquial. Un ejemplar simple pero muy hermoso de la arquitectura románica del siglo XIII. Cervera aporta aquí una visión nueva, superinteresante, de lo que sólo un arquitecto podía comprobar con sus mediciones exactas: que el eje de la nave forma un leve ángulo con el del ábside. Y que no es casual, o forzado por el terreno, ni siquiera por la poca experiencia constructiva de los albañiles medievales. Es una cuestión que surge de la más pura teología. Lo vemos junto a estas líneas representado con un dibujo del propio Vera: esa inclinación está aludiendo a la de la cabeza de Cristo sobre su cuerpo en el momento crucial de su muerte. Si en el acometimiento microcósmico de la simbología románica la planta de los templos, como lugares sagrados, está reproduciendo idealmente el cuerpo de Cristo, y pone las campanas a sus pies y el ábside en su cabeza, y aun el altar a la altura aproximada de su corazón, no es extraño que se quiera representar de forma evidente la inclinación de la cabeza cuando Cristo es muerto. Simple y hermosa la explicación. Por todos lados, y a lo largo de muchas hojas, acuden los elementos constructivos con su imagen: la portada semicircular, la espadaña triangular, las basamentas de las columnas, los muros del ábside, su ventana, etc. Incluso se ofrece, aquí por primera vez, un exquisito dibujo del artesonado del presbiterio, que con infinita paciencia ha realizado Enrique Nuere, también arquitecto, y especialista de la «carpintería de lo blanco». No le falta detalle, y yo espero que tampoco se lo pierda el viajero que acuda, ya, lo antes posible, a Pelegrina junto a Sigüenza, a disfrutar de tanta maravilla como por allí anda suelta. Si lo hace con el libro que sobre este lugar acaba de publicar Luis Cervera Vera, el viaje estará aún mejor aprovechado. Cuántas cosas ¿verdad? tenemos cerca, y qué poco trabajo cuesta ir a verlas, a disfrutarlas, a coger fuerzas para defenderlas luego como merecen. Porque todas están, en este mundo loco y despreocupado, amenazadas de perecer por la patada de un loco.