Nos vamos de Carnaval
En este día frío del más recio invierno castellano, cuando aún nada hace suponer que la savia nueva de la primavera un día triunfará, el hombre se adelanta a la naturaleza: la excita y amedrenta; la confunde con sus guiños. El pueblo alcarreño, de entre los más viejos del mundo, tiene en esta época su folclore más ancestral, el más profundo: entre botargas y carnavales, los colores vivos de sus trajes protagonistas y las escenas chocantes e irreverentes le ponen en el disparadero de ser apuntado como loco. Radica en eso la fiesta: en enajenarse por un día. Hablamos hoy de botargas y de carnavales en nuestra tierra de la Alcarria. Unas han sido ya celebradas, al comienzo de este mes de febrero. Otros están por venir, los tenemos ya a la puerta. Unas y otras fiestas forman parte de un conjunto primitivo de ritos mágicos: cambiarse los hombres, sus vestidos, sus actuaciones, para cambiar el mundo, para saberse más fuertes que su entorno.
El rito multisecular de la botarga, con sus colores y sus graves sonidos de cencerros, con su inexplicable alegría y temor mezclados, se ha repetido en varios pueblos de Guadalajara. Cada vez más, porque unas costumbres perviven y otras renacen. La botarga, como pálpito que es de la humanidad viviente, nos brinda su presencia y su folclórico decir sin apenas esbozar su profundo significado. Sobre el que, en fin de cuentas, aún no se ha llegado a decir la última palabra.
Una serie de trabajos realizados por los señores García Sanz, Caro Baroja y López de los Mozos, han hecho que sean muy conocidas las fiestas de botargas de algunos de nuestros pueblos, muy en especial Beleña, Arbancón, Retiendas, Aleas, Montarrón, Robledillo, Valdenuño Fernández, etc. Varias de éllas han pasado su color y su gracia por los festivales de Hita de años pasados, y todo su ritual mágico-religioso está abundantemente recogido en fotografías, artículos de divulgación, películas de tema folklórico, grabaciones magnetofónicas, etc. Las botargas de la serranía alcarreña son ya, afortunadamente, conocidas por un gran sector del público esnañol, y forman parte con toda propiedad del patrimonio cultural de nuestra tierra.
Quedan, sin embargo, por ahí dispersos los recuerdos de otras botargas que, por la lejanía de los lugares en que se celebraban, o por el poco interés que por estos temas siempre ha existido, llegaron a perderse casi por completo, y hoy perviven nebulosamente apagadas en la nostalgia de «los más viejos del lugar», que sonríen ingenuamente cuando se ponen a evocar aquellos sus tiempos de juventud en los que cada día del año, cada festividad del pueblo, tenían un total significado de comunión en lo alegre o lo penoso de la aldea. Sirvan estas notas como contribución a la crónica general del folclore de nuestra provincia.
En la ciudad de Guadalajara aún hay quien recuerda haber corrido delante de la botarga, que salía el día de la Candelaria, con colores y ruidos alborotando cuanto quería. Y bien cerca de aquí, en Cabanillas del Campo concretamente, también existió esta fiesta en la que uno o varios jóvenes del pueblo, se disfrazaban de alegres colorines, se tapaban la cara con un máscara ridícula, y recorrían las calles del pueblo tocando una campanilla. Era la botarga. Al oirla acercarse, todo el mundo cerraba puertas y ventanas, para que no entrase en la casa. Si alguien se descuidaba, la botarga entraba y se llevaba todos los chorizos que encontrase a su alcance. Según la persona que me manifestó tal costumbre, hace ya muchos años que desapareció su práctica.
También en La Mierla, y en Majaelrayo se ha estado celebrando hasta hace poco la fiesta de la botarga. Y en el pueblecillo de Ujados, en la comarca de Atienza, se hacían coincidir las fiestas del carnaval (domingo y martes antes del miércoles de ceniza) con las de la botarga. Surge en este caso el auténtico sentido carnavalesco de esta última, con la conjunción cronológica de ambas fiestas. Mientras los hombres se disfrazaban de mujeres, y viceversa, o bien de animales caseros (ovejas, cerdos), salía entre ellos la botarga, que recorría incesantemente el pueblo haciendo sonar un gran cuerno, y adornándose la cintura con changarras, piquetas y cencerros.
Fuera de esta región serrana, hemos encontrado el recuerdo de una botarga en el pueblo de Anguita, perteneciente al llamado «ducado» por haberlo sido antiguamente del de Medinaceli. Por la Candelaria salía lo que aquí llamaban «vaquilla», que era un vecino del pueblo disfrazado con traje de fuertes y chocantes colores, poniéndose al cinto un conjunto de esquilas de oveja, y recorriendo las calles dando saltos y repartiendo alegría.
Muchos otros festejos populares pueden enlazarse con el que hoy tiene lugar en nuestros pueblos. La Candelaria inicia la serie de los San Blas, San Blasillo y Santa Agueda que, enlazando con el carnaval, suponen la celebración de las diversas maneras de propiciar la renovación y fertilidad de la Naturaleza, que despierta de su letargo invernal ante las sacudidas acústicas (cencerros), visuales (colores fuertes de los trajes), físicas (carreras, saltos) y conceptuales (disfraces, cambio del mando a las mujeres, etc.) que la humanidad la proporciona.
Añadiré, pues, el dato sucinto de algunas otras fiestas ligadas a este ciclo que, –unas perdidas y otras en trance de recuperación– anima tanto la vida rural. Así recordamos la fiesta de San Blas en Hontoba, en la que los mozos que ese año sortean para el servicio militar, reunen durante la semana anterior gran cantidad de leña y tocones, y la noche de la víspera lo prenden fuego en la plaza, durando la fogata varios días. En Pinilla de Jadraque se celebra el 5 de febrero la fiesta de Santa Agueda, patrona del pueblo. No mandan aquí las mujeres, sino que «todos mandan igual ese día». Algo después, en el martes de carnaval, algunos vecinos se disfrazan con trajes y caretas, recorriendo el pueblo con alboroto. Son «las mascarillas». En Palazuelos, para San Blas se bendecían los panes en la iglesia: cada familia llevaba un pan a la iglesia para bendecirle. En carnaval, algunas gentes cubrían su cara con máscaras, y recorrían el pueblo sonando cencerros y asustando a la chiquillería. También en Luzaga se hacía ésto mismo, llamándose «de la máscara» a esta fiesta. En Yela, para Carnaval, los hombres se disfrazaban de mujeres. Quien ésto me contaba, refería haberse disfrazado en su juventud varias veces de toro, con lo que asustaba mucho a las mozas. Y en Valdeavellano me refirieron era costumbre que para Santa Agueda los maestros guisaran unas patatas para dárselas a los niños, celebrando luego en carnaval las correspondientes mascaradas.
Quizás uno de los espacios provinciales donde con menos fuerza se celebró el carnaval fue en Guadalajara. De pía tradición, la fiesta grande de nuestra ciudad estaba en el Corpus Christie, en la que toda la ciudad, toda la ciudadanía, se volcaba con preparativos, con luces, con representaciones teatrales y con toros. O el aplauso a los caballeros de alarde para San Miguel. O las Navidades. Pero el Carnaval no fue fiesta ciudadana sino más bien de aldea. Tenía más gracia cuando todos se conocían y se cambiaban unas horas o unos días la personalidad y el pelaje. Venga en buena hora esta costumbre, no hay por qué asustarse. Venga para que sepamos que aún late el profundo sentido popular de nuestra tierra. Para que nos sintamos también reconfortados por ese decidido empuje que se le da a la naturaleza, por obra y gracia de un folclore antiquísimo, multicolor, misterioso todavía.