Por las altas almenas del castillo de Jadraque

viernes, 23 septiembre 1994 0 Por Herrera Casado

 

Siempre que se habla o se esgrime el recuerdo del castillo d Jadraque aparece la imagen del cerro en que asienta, y la frase que el pensador José Ortega y Gasset le dedicó en uno de sus viajes, que venia a decir que se trata del cerro más perfecto del mundo. Sea o no cierta esa afirmación, el caso es que el castillo jadraqueño, en el borde de la Alcarria y en el inicio de la Campiña del río Henares, ofrece un aspecto soberbio culminando con silueta humana la sencillez de un fragmento de hermoso paisaje.

Le llaman el castillo del Cid a este de Jadraque, porque en el recuerdo o subconsciente popular (que también se llama tradición) queda la idea de haber sido conquistado a los árabes, en lejano día del siglo XI, por Rodrigo Díaz de Vivar, el casi mitológico héroe castellano. La erudición oficial había descartado esta posibilidad por el hecho de que en El Cantar de Mío Cid aparece don Rodrigo y su mesnada, tras pasar temerosos junto a las torres de Atienza, conquistando Castejón sobre el Henares, y ostentando durante una breve temporada el poder sobre la villa y su fuerte castillo. Se había adjudicado este episodio al pueblecito de Castejón de Henares, de la provincia de Guadalajara, que, curiosamente, está junto al río Dulce, apartado del Henares, y sin restos de haber tenido castillo.

El poeta de la gesta cidiana se está refiriendo a una fortaleza de importancia, vigilante del valle del Henares, a la que llaman Castejón los castellanos, en honor de su aspecto, pero que para las crónicas árabes puede tener otro nombre. Era éste Xaradraq. Y fue concretamente el Jadraque actual el que conquistó el Cid en sus correrías por esta zona de la baja Castilla en los años finales del siglo XI. Teoría ésta que todavía se confirma con el hecho de haber sido denominado durante largos siglos, en documentos de diversos fines, Castejón de Abajo a Jadraque, que hoy tiene una ermita dedicada a la Virgen de Castejón, de la que es fama estuvo mucho tiempo venerada en lo alto del castillo.

Todo esto viene a cuento de confirmar para este castillo del Cid de Jadraque su origen cierto en la conquista del héroe burgalés. Antes, sin embargo, ya tenía historia. Por el valle del Henares ascendía la Vía Augusta que desde Mérida a Zaragoza conducía a los romanos. En la vega se han encontrado abundantes restos, en forma de cerámicas y monedas, de esta época romana.

En tiempos de la dominación árabe, Jadraque fue asiento de habitación importante, recibiendo de esta cultura su nombre, y poniendo en lo alto del estratégico cerro, vigilante de caminos y del paso por el valle, un fuerte castillo. Uno más de los que el califato primero, y luego el reino taifa de Toledo, puso para vigilar desde la orilla izquierda del Henares su marca media o frontera con el reino de Castilla. Jadraque, durante esta época de los siglos X y XI, formó como uno más en el conjunto de estratégicos puestos vigilantes o castillos defensivos que los árabes pusieron en la orilla izquierda del fronterizo río: Alcalá de Henares, Guadalajara, Hita, el mismo Castejón o Jadraque, Sigüenza, etc., formaron el Wad-­al‑Hayara o valle de las fortalezas que daría nombre a la actual ciudad de Guadalajara.

La reconquista definitiva de este castillo fué hecha por Alfonso VI, en el año 1085. Quedó en principio, en calidad de aldea, en la jurisdicción del común de Villa y Tierra, de Atienza, usando su Fuero y sus pastos comunales. Tras largos pleitos de los vecinos, a comienzos del siglo XV consiguieron independizarse de los atencinos, y constituirse en Común independiente, con una demarcación de Tierra propia y un abultado número de aldeas sufragáneas.

Pero enseguida se vio que esa soltura de la tutela de Atienza iba a costar la entrada en un señorío particular. Vemos así como en 1434 el rey Juan II hizo donación de Jadraque, de su castillo y de un amplio territorio en torno, a su parienta doña María de Castilla (nieta del rey Pedro I el Cruel), en ocasión de su boda con el cortesano castellano don Gómez Carrillo. El estado señorial así creado fué heredado por don Alfonso Carrillo de Acuña, quien en 1469 se lo entregó, por cambio de pueblos y bienes, a don Pedro González de Mendoza, a la sazón obispo de Sigüenza, y luego Gran Canciller del Estado unificado de los Reyes Católicos.

Fué este magnate alcarreño, árbitro de los reinos castellano y aragonés, jefe de la casta mendocina, y hábil político al tiempo que notable intelectual, quien inició la construcción del castillo de Jadraque con la estructura que hoy vemos. En un estilo que sobrepasaba la clásica estructura medieval para acercarse al carácter palaciego de las residencias renacentistas, a lo largo del último tercio del siglo XV fué paulatinamente construyendo este edificio que finalmente, en el momento de su muerte, entregó a su hijo mayor y más querido, don Rodrigo Díaz de Vivar y Mendoza, marqués de Zenete y conde del Cid. Casó este bravo soldado, querido de corazón por los Reyes Católicos y admirado como uno de sus más valientes e inteligentes soldados, con Leonor de la Cerda, hija del duque de Medinaceli, en 1492.

A la muerte de su primera esposa, cinco años después de la boda, casó segunda vez con doña María de Fonseca, viviendo con ella desde 1506 en la altura del castillo, y naciéndole allí entre sus muros la que sería andando el tiempo condesa de Nassau, doña Mencía de Mendoza, quien siempre guardó un gran cariño hacia la fortaleza alcarreña, y a ella se retiró a vivir en 1533 cuando quedó viuda de su primer marido don Enrique de Nassau. El boato de las nobles cortes mendocinas, de aire inequívocamente renacentista, cuajó también en estos tiempos en los salones de este castillo, que fué morada del amor y el buen gusto.

Abandonado este castillo de sus dueños, el manirroto Mariano Girón, duque de Osuna y el Infantado, a finales del siglo XIX decidió venderlo, y fué el propio pueblo, representado en su Ayuntamiento, quien acudió a comprarlo, en la simbólica cantidad de 300 pesetas. Era el año 1889. El cariño que siempre tuvieron los jadraqueños por su castillo, en el que acertadamente siempre han visto el fundamento de su historia local, les llevó hace cosa de 20 años a restaurarlo en un esfuerzo común, mediante aportaciones económicas y hacenderas personales, lo cual es un ejemplo singular que, ojala, debería repetirse en tantos otros lugares donde las deshuesadas siluetas de los castillos parecen llorar su abandono.

Subir no es difícil

Corona el castillo de Jadraque un cerro de proporciones perfectas. Su alargada meseta, que corre de norte a sur estrecha y prominente, se cubre con las construcciones pétreas de este edificio que hoy nos muestra su aspecto decadente a pesar de las restauraciones progresivas en él efectuadas. La altura y el viento suponen una agresión continua a estas viejas paredes medievales.,

El acceso lo tiene por el sur, al final del estrecho y empinado camino que entre olivos asciende desde la basamenta del cerro. Se encuentra una entrada entre dos semicirculares y fuertes torreones, uno de los cuales, el izquierdo, se ha venido al suelo derrumbado no hace muchos inviernos.

La silueta o perímetro de este castillo es muy uniforme. Se constituye de altos muros, muy gruesos, reforzados a trechos por torreones semicirculares y algunos otros de planta rectangular, adosados al muro principal. No existe torre del homenaje ni estructura alguna que destaque sobre el resto. Los murallones de cierre tienen su adarve almenado, y las torres esquineras o de los comedíos de los muros presentan terrazas también almenadas, con algunas saeteras.

El interior, completamente vacío, muestra algunas particularidades de interés. Al entrar a la fortaleza, tras el paso del portón escoltado como hemos dicho por sendos torreones fortísimos, se accede a un empinado patio de armas que siempre estuvo despejado, y que se encuentra en una crestuda terraza de nivel inferior al resto del edificio. Por un portón lateral abierto en el grueso muro que define al castillo propiamente dicho, se accede a un primer ámbito, de forma rectangular, con aljibe pequeño central, que fue sede de la edificación castrense propiamente dicha. Más adelante, hoy circuido por los altos murallones almenados, se encuentra el ancho receptáculo de lo que fué castillo‑palacio levantado por el Cardenal Mendoza.

En el suelo aparece un enorme foso cuadrado, hoy cubierto con maderamen para evitar caídas accidentales, y que bien pudo servir de sótanos y almacenamiento de provisiones y bastimentos. Más adelante, ya en el fondo del edificio, se ven los restos, en varios niveles, de lo que fuera el palacio propiamente dicho. A través de una escalera incrustada en el propio muro del norte, se asciende al adarve que puede recorrerse en toda su longitud. En el seno de la torre mayor, de planta rectangular, que ocupa el comedio del muro del mediodía, se ha puesto hoy una pequeña capilla en honor de Nuestra Señora de Castejón, patrona del pueblo.

El castillo poseyó un recinto exterior del que quedan algunos notables restos, como la basamenta de la torre esquinera del norte. Se trataba de una barbacana de escasa altura, probablemente almenada y provista de adarves con saeteras e incluso troneras para contrarrestar posibles ataques. Su planta reproducía con exactitud la del castillo interior, y venía a cerrarse en el extremo meridional del castillo sobre las torres que flanquean el acceso al primer patio de armas.

La amplitud del interior, la homogeneidad de su silueta, y una serie de detalles en la distribución de los ámbitos destinados a lo castrense y a lo residencial, nos muestran al castillo de Jadraque como una pieza netamente renacentista y ya moderna. Entre sus medio derruidos muros, sobre el vacío silencio de sus patios, resuenan aún los ecos de los personajes ilustres que allí habitaron, desde el Cid Campeador, que en calor de un verano subió a golpe de espada, hasta el marqués del Zenete, don Rodrigo que allá, en la altura tuvo su corte de amor y sueños.

Sugerencias para la visita

Para visitar el castillo jadraqueño debe dejarse el automóvil aparcado en la cuneta de la carretera que, describiendo curvas múltiples baja desde la meseta de Miralrío hacia el valle del río Henares. A pie, y entre olivos, por un empinado y polvoriento camino, se llega fácilmente y en poco más de diez minutos hasta el castillo, cuya visita detenida no ofrece dificultades de ningún tipo. También puede subirse andando desde el pueblo, por camino que indican las gentes de Jadraque.