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noviembre, 1993:

El mecenazgo cultural del Cardenal Mendoza

 

Puede considerarse a don Pedro González de Mendoza, el Cardenal Mendoza, como el producto paradigmático de una época, como el hombre del Renacimiento en Castilla. Su figura se ha puesto de actualidad, en cierto modo, gracias a que en este año se ha celebrado el Centenario de Layna Serrano, sin duda su mejor historiador, y quien con más detenimiento ha buscado las luces y las sombras de este personaje tan relevante de nuestra historia.

Dentro de ya poco tiempo, en el próximo 1995, celebraremos, con la resonancia que se merece, el Quinto Centenario de la muerte de este solemne Mendoza alcarreño.

Años y edades del Cardenal Mendoza

Su padre don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, había sido pionero en la introducción del movimiento renacentista en Castilla. El Cardenal llegaría a tener sobre sí todos los rasgos propios del movimiento: político de altura, eclesiástico, literato e introductor de artes y artistas en su tierra. Sin profundidad en los detalles, pero con la intención de clarificar la ambigua y ejemplarizante postura renaciente del Mendoza más grande, damos ahora su biografía con los datos esenciales que nos le sitúan, esperemos que definitivamente, en el lugar que le corresponde. No fué un santo, ni tampoco un demonio. Tuvo inteligencia a raudales, y la usó. Pero también tenía, y dio muestras de ella, una soberbia insufrible. Ambicioso para sí y los suyos de prebendas, riquezas y poder. Pero generoso a la hora de conceder puestos, de levantar monasterios y crear obras de arte. Quedó su carrera ceñida a Castilla, porque aquí quiso él subir hasta lo más alto. Podría, sin duda, haber llegado a ser Papa, pero prefirió manejar los asuntos de la Iglesia a la sombra de los Católicos Reyes. Y al fin, como cada cual, y en ambiente milagrero y profético, murió y se quedó prendido en las crónicas y en las interpretaciones de la historia.

Nació Pedro González de Mendoza en Guadalajara, el 3 de mayo de 1428. Y murió en la misma ciudad, sesenta y seis años después, el 11 de enero de 1495. Era hijo del entonces gran magnate castellano don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, prepotente y acaudalado noble, señor de vastas extensiones, político influyente y notable poeta.

La carrera eclesiástica de Pedro González de Mendoza fue brillante como pocas. A los 8 años de edad, se le adjudicó el curato de Santa María de Hita, rica población y parroquia, con un buen sueldo para el titular. Su padre era señor de la villa, y su tío, don Gutierre Alvarez, Arzobispo de Toledo, en cuyo territorio se enclavaba Hita. 

Las ayudas de unos y otros le hicieron fácil la escalada por las prebendas eclesiásticas: a los 13 ó 14 años le dieron una canonjía de Toledo: el arcedianato de Guadalajara. En 1454, a los 26 años de edad, el Rey propone a Mendoza para cubrir el puesto de Obispo de Calahorra, recientemente vacante. Junto a este episcopado de Calahorra, le fue asignado el de Santo Domingo de la Calzada, y las Colegiatas de Oñate, Cenarruza, Vitoria y Logroño. En todos estos lugares residió por temporadas, aunque ya sin perder de vista la Corte, donde empezaría muy pronto a intervenir.

Siguiendo con su carrera eclesiástica, y todavía joven, pero ya con un enorme prestigio en Castilla y en todo el orbe católico, Mendoza puesto al frente de su casa y hermanos, es designado por Paulo II, el 30 de octubre de 1467, obispo de Sigüenza, una de las más ricas diócesis españolas. A partir de entonces, Pedro recibirá numerosas prebendas y cargos importantes, que no harán sino enriquecerle y ofrecerle el uso de un poder ingente. En 1469, por gracia del mismo Papa, recibe la importante abadía benedictina de San Zoilo, en Carrión de los Condes. En 1473 es nombrado Cardnal de Santa María in Dominica  ‑Cardenal de España por ruegos de Enrique IV‑.

Cambiará luego su título cardenalicio por el más querido de Cardenal de la Santa Cruz. Sus relaciones con el Pontificado fueron buenas, aunque siempre fué Mendoza el brazo diplomático de la Corte castellana en el Vaticano. Con Sixto IV (el savonés humanista Francisco de la Róvere) tuvo profunda amistad. De él recibió el arzobispado de Sevilla, en 1473, y luego el arzobispado de Toledo, en 1482, así como prebendas tan notables como la abadía de Valladolid, en 1475, y la abadía de Fécamp, en Normandía, más la administración del Obispado de Osma, en 1478, y la abadía de Moreruela.

El mecenazgo cultural

La gloria que el Cardenal Mendoza alcanzó en sus vertientes de eclesiástico y aún de político, ha quedado apagada por lo que de más perdurable tienen las acciones humanas: los edificios por él levantados, la piedra dura, tallada y deslumbrante, que pervive al latido de la carne, y dice el nombre y las ansias de quien ideara su construcción. Las obras de arte y arquitectura que han quedado de Mendoza, son hoy su mejor reliquia, el dato más claro del ya justificado «ánimo renacentista» de este hombre. Se supo rodear de artistas, humanistas y pensadores que pusieron en todo lo suyo el sello de lo nuevo venido de Italia. El Renacimiento literario entra en Castilla de la mano del marqués de Santillana, y el artístico lo hace de la de su hijo el Cardenal, y otros hermanos y sobrinos suyos, como el segundo conde de Tendilla.

De la familia Mendoza son productos insignes algunos edificios cercanos a nuestro entorno: desde el castillo‑palacio de La Calahorra (en la provincia de Granada), hasta el Colegio de Santa Cruz, en Valladolid, pasando por nuestros más cercanos ejemplos del convento de San Antonio en Mondéjar, el palacio ducal de Medinaceli en Cogolludo, el palacio de Antonio de Mendoza en Guadalajara, etc., todas ellas obras en la que puso mano e ingenio el arquitecto Lorenzo Vázquez, formado en Italia y traído a Castilla por el Cardenal Mendoza.

El mismo enterramiento de éste, en la catedral toledana, fue trazado en sus líneas generales por el mismo purpurado, y luego realizado, tras su muerte, por diversos artistas toscanos, quizás Fancelli, o Sansovino.

La actividad constructora y de mecenas del más grande de los Mendoza no para ahí: es en Toledo, con su hospital de la Santa Cruz; en Sevilla, con diversas obras en la catedral, en San Francisco y en la iglesia de la Cruz; en Sopetrán, donde levanta la iglesia; en Alcalá de Henares, donde reforma el palacio; en Guadalajara, donde aún renueva la iglesia del monasterio de San Francisco, panteón familiar de los Mendoza; en Roma, reedificando la iglesia de Santa Cruz, y aún en Jerusalem, donde intervino para la consolidación de la iglesia del Santo Sepulcro. Mendoza es uno de los más altos protectores del arte de todos los tiempos, comparable incluso a los famosos Médicis florentinos que un siglo antes habían demostrado y allanado el camino de la renovación artística como una de las metas del humanismo.

La Virgen de laVarga, en Uceda

 

La villa de Uceda, antiquísima y cargada de historia, asienta en un alto llano, al borde norte de la meseta que media entre el Henares y el Jarama. Asomada por alta y agria vertiente al valle hondo de este último río, su situación muy estratégica fue utilizada y codiciada desde muy remotas épocas. Con seguridad fue asiento de pueblos primitivos y de celtíberos, y aun los romanos desde ella controlaron el paso por el valle, teniendo un castro o ciudadela que se ha querido identificar con la Vescelia de las crónicas.

La historia de Uceda

Aunque no hace mucho, en un libro ejemplar y magnífico, Guadalupe Sanz plasmó con finura y meticulosidad los avatares de la historia de Uceda, no está de más que muy brevemente aquí la recordemos. Los árabes pusieron aquí población fortificada. De tal modo, que durante los siglos medios de la Reconquista, los cristianos castellanos trataron en varias ocasiones de apoderarse de ella, haciéndolo Fernando I hacia 1060, y luego Alfonso VI, definitivamente, en 1085, en aquella campaña crucial en que cobró para Castilla los enclaves de Atienza, Hita, Guadalajara y Toledo, entre otros. Desde ese momento, la villa se repobló intensamente: se reconstruyó su castillo; se fortificó el poblado con una gran muralla y los reyes ampararon bajo su directo señorío a este lugar, otorgándole fuero propio, y concediendo a Uceda un amplio alfoz o territorio de su jurisdicción.  Momentáneamente, en 1119, la reina doña Urraca cedió el señorío de Uceda, junto al de Hita y muchos otros lugares de la Transierra, a don Fernando García de Hita y a su mujer doña Estefanía Ermengot. Pero enseguida volvió de nuevo a la corona de Castilla. Fue en la primera mitad del siglo XIII que el rey don Fernando III lo entregó, tal como había prometido al comienzo de su reinado, al arzobispo de Toledo, regido a la sazón por su hijo el infante don Sancho. Ese mismo Rey, en 1222 concedió nuevos privilegios a Uceda, ampliando su Fuero.

Pero aún en el señorío de los arzobispos toledanos, el Concejo de la villa fue muy fuerte y rico, manteniendo sus habitantes una próspera actividad de tipo mercantil y agrícola. Sostuvo dicho concejo una serie de largos pleitos con los Mendoza, señores del frontero territorio o Común de Buitrago, así como con el de Guadalajara. De todos modos, la historia medieval del burgo castellano de Uceda queda centrado nítidamente por el influjo de sus señores, los arzobispos toledanos, que tienen en ella un valor seguro, defensivo y patrimonial. Muy cuidado y mimado, de su mecenazgo derivan, entre otras cosas, la iglesia mayor del burgo primitivo, la iglesia de Nª Srª de la Varga, que hoy se conserva, medio en ruinas, a las afueras del lugar, y en funciones de Camposanto.

La iglesia románica de la Varga

La iglesia románica de Nuestra Señora de la Varga asienta en el extremo poniente del pueblo. Está hoy en ruina parcial y alberga al camposanto. Es obra de transición del románico al gótico, levantada en la primera mitad del siglo XIII por los arzobispos toledanos, señores de la villa (quizás por don Rodrigo Ximénez de Rada, introductor de las normas arquitectónicas cistercienses en España). Toda ella construida en sillar calizo, blanco‑grisáceo, asoma sobre un paisaje por el que pasa en hondo valle el río Jarama.

De lo más antiguo, este templo de la Varga muestra ahora el muro de mediodía, en el que se abre la portada principal, que se alberga en un cuerpo saliente, y se forma por ocho arquivoltas sobre columnas adosadas excepto la más externa y más interna que apoyan sobre pilastras. Los capiteles son sencillos y sin decoración. La traza del arco es ligeramente apuntada. En el muro de poniente aparece otra puerta, hoy tapiada, formada por varias arquivoltas apuntadas. Es un elemento muy sencillo, y, por los mensulones que aparecen en su parte superior, se puede colegir que antiguamente estuvo protegida por un porche. La planta del templo, al que hoy le falta la cubierta y, por lo tanto, está transformado en un gran patio, es cuadrada. Su extremo oriental está ocupado por los tres ábsides, el principal y dos laterales, que se abrían a las correspondientes naves por sendos arcos apuntados doblados, sobre pilares en cuyos frentes van adosados semicolumnas con capiteles y cimacios decorados con motivos vegetales esquemáticos. En la capilla mayor, que va precedida de un corto tramo recto, se ve muy bien conservado un capitel en el que aparece una figura humana escoltada de dos animales. Las tres capillas absidiales van separadas entre sí por arcos de medio punto abiertas en el grueso muro. Se iluminan por delgadas ventanas abocinadas, escoltadas por molduras semicirculares, con columnillas y capiteles vegetales del estilo. Las bóvedas son de cuarto de esfera y tramos de cañón. Al exterior, se marcan columnas adosadas y cornisa sostenida por canecillos. En la mampostería que forma el muro norte se ven todavía numerosos fragmentos de finas tallas de cardinas, arcos y otros detalles que denotan haber existido uno o varios enterramientos de época gótica. Su interior, que debía ser riquísimo de obras de arte, altares, orfebrería, enterramientos de nobles y muchos otros detalles, está solamente ocupado de sepulturas modernas. No obstante, constituye aún un notable ejemplo de la arquitectura románica rural de la provincia de Guadalajara. De las otras dos iglesias parroquiales que existieron, Santiago y San Juan, probablemente también románicas, ya nada queda.

La tradición de la Virgen

La iglesia que acabamos de describir, y a cuya visita invitamos a nuestros lectores, es el lugar donde se concretaba un culto y se hacía viva la fe en un milagro. Entre las tradiciones populares de Uceda destaca netamente esta devoción hacia la Virgen de la Varga, su patrona desde hace siglos.

Quiere la leyenda que, después de estar ocho siglos oculta, se apareció en el siglo XV a un labrador, Juan de la Vara, por medio de vivos resplandores procedentes de la misma muralla de la villa. Se trataba de una magnífica talla escultórica románica, policromada y sedente, que fue destruida en la Guerra Civil de 1936‑39. Su fiesta se celebra el 15 de agosto, y la tradición del pueblo cuenta muchos antiguos milagros relacionados con esta advocación. Uno de ellos dice que Diego de Illescas, natural del pueblo, fue capturado por los árabes y llevado a Orán. Estando allí encarcelado, rogó a su Virgen de la Varga, y de repente, y sin saber cómo, se encontró de rodillas, libre, rezando ante la puerta de la iglesia de Uceda, la víspera de la Fiesta de la Virgen. Esta iglesia que ahora, alta y blanca, en la soledad de los cerros alcarreños, se ofrece al viajero que quiere conocer, palmo a palmo, monumento a monumento, esta tierra impar de Guadalajara.

Atienza, un símbolo de Castilla

 

Uno de los mayores goces estéticos que el viajero por Castilla puede obtener es el de contemplar, por vez primera, la silueta de la villa de Atienza en la distancia. Desde cualquiera de los cuatro puntos cardinales por los que aborde su aproximación, la imagen medieval y evocadora del conjunto fortificado de Atienza quedará grabada permanentemente en la retina de quien así la admire.

En estos días de exaltaciones nacionalistas (o regionalistas, según el prismático cristal con que se mire la situación), no parece desentonante que los castellanos (que a pesar de tantos y tantos silencios, existimos y poseemos todavía una cultura impar que por ningún concepto debe dejarse perder ni siquiera adocenar) apelemos a nuestros símbolos. Uno de ellos (tan alto y claro como el pendón o la jota serrana) es el burgo de Atienza. Hasta allí subimos este Fin de Semana.

La historia, densa y prolija de acaecimientos, de esta importante villa comercial, fue llenándola, a lo largo de los siglos remotos del Medievo, de monumentos y de espacios urbanos que hoy hacen de Atienza uno de los más hermosos conjuntos histórico‑artísticos de toda Castilla. Fue levantada por los celtíberos y arévacos, tenida de árabes que en lo más alto de su atalaya roquera construyeron un castillo, y finalmente fue conquistada de los cristianos, siendo bajo el reinado de Alfonso VIII que recibió grandes ayudas y la posibilidad de crecer en riquezas, prerrogativas y número de habitantes.

De la densidad de edificios artísticos que tuvo Atienza en la plena Edad Media, hoy solo quedan unos escasos ejemplos. Ello la permite mostrar en cada rincón un templo románico, un caserón de hidalgos, un resto de muralla, o algún detalle renacentista. Se sabe que llegó a contar con catorce parroquias, alguna sinagoga, decenas de casas fuertes y un magnífico monasterio franciscano de estilo gótico inglés.

El aspecto de Atienza es el de un castillo rodeado de una puebla densa y empinada. Sobre la eminencia rocosa surge la fortaleza medieval, con un torreón mayor en la punta meridional, y restos de murallas, aljibes y puertas. Del castillo surgían diversas líneas de murallas, progresivamente más fuertes, y surcadas de portones de acceso al pueblo. Hoy se ven restos de todos estos «cintos» amurallados, y entre las dos plazas más importantes del lugar aún se conserva el llamado arco de arrebatacapas, de remate apuntado sujeto por columnas cilíndricas y capiteles de decoración vegetal.

Todo su patrimonio monumental, revelado brillante y prístino como una película de aventuras, se nos ha hecho más elocuente gracias al libro que nuestro compañero de páginas y buen amigo José Serrano Belinchón ha publicado recientemente, describiendo con pormenor sus piedras y sus títulos. Los templos parroquiales de Atienza son todos, a excepción de la iglesia de San Juan, de estilo románico puro. Y así, encontramos la iglesia de la Santísima Trinidad, con ábside semicircular de influencia segoviana, y gran profusión de ornamentación vegetal; la iglesia de Santa María del Rey, cabeza de un antiguo barrio desparecido en las guerras entre Castilla y Aragón del siglo XV, que ofrece su gran portada meridional, semicircular y cargada de figuras antropomórficas; la iglesia de San Gil, con ábside semicircular, y delgados ventanales que le iluminan, añadida más modernamente de una portada renacentista; la iglesia de San Bartolomé, con su atrio porticado y su gran puerta multidecorada, más el interior, intacto desde el siglo XIII; la iglesia de Santa María del Val, fuera de la actual población, con decoración de atletas medievales en las arquivoltas de su portada, etc.

La iglesia de San Juan, su actual parroquia, fue primitivamente románica, pegada a la muralla interna. Reformada en el siglo XVI, hoy luce como un elegante ejemplo de templo columnario, renacentista, adornado de múltiples retablos de esculturas y pinturas.

En la Plaza del Trigo, que es uno de los ejemplos más hermosos y típicos de los plazales castellanos, y en la del Ayuntamiento, se concreta el aire más nítidamente tradicional de esta población. La primera de estas plazas contiene edificios soportalados con algunos elegantes ejemplos de palacios (el del Cabildo eclesiástico de Atienza entre ellos), y la segunda muestra el edificio concejil con gran escudo real sobre el balcón principal, otros palacios de hidalgos, y una fuente central llamada «de los delfines» por ofrecer tallados estos animales. A partir de estas plazas se abren cuestudas y estrechas calles en las que son inacabables los ejemplos de casonas nobles, mezclas espléndidas de la arquitectura rural de la zona con portaladas adoveladas rematadas de escudos señoriales.

Otros edificios singulares que ofrece Atienza son el Hospital de Santa Ana, construcción barroca con portada en la que surge un tallado medallón de la titular, y un patio sencillo y elegante; las ruinas del convento de San Francisco, del que quedan los fragmentos del ábside poligonal con rasgados ventanales de estilo inglés; la fuente de la Villa en el cruce de los caminos que traen los viajeros a élla; la posada del Cordón, medieval albergue con tallada cenefa franciscana en torno a la puerta de entrada; y decenas más de singulares arquitecturas.

Todo ello confiere a la villa serrana de Atienza de un marcado sabor medieval, y de un profundo sabor castellano, dándola con creces la valoración necesaria para ser considerada como uno de los más hermosos conjuntos de tipo histórico‑artístico de la patria castellana. No vendrá mal, este fin de semana, olvidarse un tanto de tanta gloria periférica como nos invade desde prensas variadas, y arrimarse a esta hermosa panacea del desconsuelo castellano: a la villa enriscada y monumental de Atienza, en la que de cuesta en cuesta, de caserón en caserón y de pórtico en pórtico, podemos ir descubriendo nuestra asombrosa raíz, la que nos nutre.

La villa de Romancos en el corazón verde de la Alcarria

 

Ahora que el otoño va asegurando su reinado, que las tardes de los domingos se ofrecen luminosas y románticas, casi humanas, es ocasión propicia para salir a ver esos pequeños pueblos que se desperdigan por la geografía provincial, mínimos y bien cuidados, oferentes de su olor, de su silueta, de su palpitar antiguo y centenario. Uno de esos lugares bien pudiera ser Romancos, en el valle del Tajuña, cerca de Brihuega, y allí se fue, por dar ejemplo, este viajero hace unas tardes. A ventear el aire y distraer la soledad de sus domingos.

Sobre un irregular oterillo, en la confluencia de dos arroyos que, cada uno por su vallejo, bajan desde la meseta alcarreña, y corren luego unidos hasta el cercano y más ancho valle del Tajuña, se nos presenta este pueblo de Romancos, que por su nombre viene a indicarnos la presencia de los romanos en tiempos antiguos por sus cercanías. Parece indudable, según atestiguan documentos antiguos, que por el valle del Tajuña, o quizás por los altos de su margen derecha, pasaba una vía romana de segundo orden. Se han hallado junto al río restos de una villa romana.

Aquí se encuentra el viajero con un paisaje típicamente alcarreño, con huertos junto al arroyo, olivares y carrascos en las laderas, y cereal en los altos y en las vertientes poco empinadas de los montes. Antiguamente, espesos bosques de nogales cubrían su término, y había una planta de este tipo, la noguera de Socasa, tan inmensamente grande, que en el siglo XVI vino a verla el historiador Morales, quien hizo constar su admiración por élla en «Las Antigüedades de España«. Así lo leímos cierta vez en el amarillento paginar de tan venerable librote.

Es necesario echar un vistazo a la historia de este lugar: perteneció Romancos al Común de Villa y Tierra de Guadalajara, y en 1184, junto con otros lugares, esta comunidad se lo donó a don Gonzalo, un médico dueño de varios pueblos en el río Tajuña. Este lo dejó luego, y vino a parar al señorío que, en torno a Brihuega, habían formado los arzobispos de Toledo. En este señorío eclesiástico y feudal permaneció Romancos hasta el siglo XVI. En 1564 se hizo villa por sí, pagando al Rey ocho mil ducados. Pero después, Felipe II vendió el señorío del pueblo al secretario real don Juan Fernández de Herrera, y éste en 1580 se lo traspasó a don Diego de Ansúrez, vecino de Brihuega, en cuyo poder estuvo hasta 1586, momento en que la villa ejerció el derecho de tanteo, rescatándose y haciéndose señora de sí misma, pagando por ello nuevamente la fuerte suma de doce mil ducados.

Pero quizás porque el empeño para conseguir dicha cantidad fue imposible de remontar, y el Rey volvió a poner a la venta el pueblo de Romancos, en 1606, adquiriéndolo los Velasco, marqueses de Salinas del Río Pisuerga, quienes lo poseyeron en señorío hasta el siglo XIX. Los impuestos que cobraban eran bien suaves (12 gallinas, 2 orzas de miel y 60 reales cada año) pero el solo hecho del vasallaje, y aún añadida la circunstancia de que durante el siglo XVIII sus señores residieron en América, hizo insufrible a los de Romancos esta dependencia. La Constitución de 1812, aboliendo los señoríos particulares, eliminó esta situación.

Paseando por Romancos, el viajero se encuentra a gusto, porque encuentra limpio y en orden el entorno. Hay una plaza mayor enorme, con fuente y caserones de traza popular y entrañable. Abajo, junto a las huertas, encontramos la iglesia parroquial, que está dedicada a Nuestra Señora de la Concepción. Es un interesante ejemplar de arquitectura religiosa, construido en la primera mitad del siglo XVI. Su fuerte fábrica de sillar y sillarejo muestra dos puertas orientadas, a norte y a poniente. Esta última se compone de un sencillo arco de tres lóbulos, redondeados, sostenidos por jambas de junquillos de pequeños capiteles de decoración vegetal. Pero la puerta principal, orientada al norte, es más llamativa y vigorosa. Tal como vemos en la fotografía adjunta, que nos da una idea de su aspecto solemne y peculiar, trátase de todo un cromo de arte antiguo: se compone de gran arco conopial ornado con cardinas, florones, etc., muy en la tradición del gótico final o isabelino.

El interior de esta iglesia se compone de tres naves, de grandes proporciones. Presenta capiteles y conjuntos ornamentales en los collarines de los pilares que separan las naves, mostrando carátulas y elementos simbólicos. A los pies del templo, un coro alto con balaustrada decorada con elementos platerescos, pero de tono muy popular, lo mismo que el friso en madera que corre bajo dicho coro. También es muy interesante la puerta de subida al coro desde la nave. Esta decoración de tipo plateresco popular es muy propia de este templo que, por ello, merece ser visitado. No exagero al decir que nada igual puede encontrarse en toda la provincia de Guadalajara. Imagínese el lector una decoración, tallada en piedra, y en madera, que esté a caballo entre lo románico simplón y lo renacentista culto: esa melodía exótica es la que suena al contemplar carátulas y medallones de la iglesia de Romancos.

Cubriendo parte del inmenso muro del presbiterio, hay un retablo con algunas pinturillas de mediano mérito. Antiguamente tuvo un señor retablo que entre guerras y olvidos se perdió para siempre.

Se va el viajero de Romancos, con el regusto de haber estado sumido, un rato largo, en la vida cordial y casera de un pueblo alcarreño. La atmósfera parece todo un cuadro de Constable: se pintan las alamedas amarillas, ya casi desplumadas, por los bordes del río; el cielo no es cielo, que es celaje entre gris lloroso y acero blando, y, como es domingo, hay niños por todas las esquinas. Al bajar la cuesta rumbo al Tajuña, en las afueras del pueblo, se ve la ermita de la Soledad, del siglo XVIII, con un escudo episcopal en su portada. Pronto queda todo atrás, ya en la memoria: y el viajero pide entonces a sus lectores que vayan a ese rincón de la provincia, que alimenten, como él lo hace, su morral con visitas, con sonidos, con palabras que no entumezcan el alma, sino que la apliquen y abran a horizontes nuevos.