El castillo de Embid
Hace muchos años, en tarde inolvidable y ventosa, fría como suelen serlo las de la plena primavera molinesa, llegué hasta uno de los pueblos más alejados de la capital de la provincia: a Embid, allá en el confín entre el Señorío de Molina y el Aragón celtibérico del alto Jiloca. Me llevaban varios objetivos. Era uno el de visitar, junto a su sobrino, ‑mi buen amigo ya fallecido Ignacio del Molino‑ la casona y los archivos de don León Luengo, uno de los mejores y menos conocidos historiadores que ha tenido el territorio molinés. Era el otro, admirar de cerca la fortaleza fronteriza de esta villa, que en todas las crónicas antiguas de las guerras y conflictos entre Castilla y Aragón aparece mencionada como fuerte y codiciada.
La villa de Embid surge ante el viajero con el aspecto de un antiguo poblado mimetizado sobre el terreno, agazapado entre los repliegues secos y rocosos del páramo, que va dibujando mínimos surcos de los que nacerá luego el río Piedra. El caserío se apiña bajo los alerones pétreos del castillo y de la iglesia. El silencio del paisaje, la inmensidad del horizonte, parecen imponer respeto ante la visión primera de este pueblo, tan alto y tan remoto.
En la penumbra del despacho que fuera de don León Luengo, junto a la cavilosa y limpia humanidad de su sobrino Ignacio, fueron apareciendo, metidos por armarios, legajos y papeletas, cuadernos y carpetas que narraban antiguas leyendas y verdaderas historias de Molina. De Embid no era difícil traer a la memoria de nuestros días su peripecia vital.
La historia
Existió como aldea desde los inicios de la repoblación del Señorío, quedando en los límites del mismo por el Nordeste, según el Fuero de 1154 dado por D. Manrique. Siempre acogido al orden del Común de Villa y Tierra molinés, la señora Dª Blanca en su testamento (finales del siglo XII) dice dejárselo en propiedad a su caballero Sancho López. Fue realmente en 1331 cuando pasó en señorío a manos particulares, pues en esa fecha el rey Alfonso XI extendió privilegio de donación y mínimo Fuero para este enclave, disponiendo que fuera su señor Diego Ordóñez de Villaquirán, quien estaba facultado para repoblarlo con veinte vecinos, que no debían ser de otros lugares de Molina, ni siquiera castellanos, y facultándole para levantar un castillo. En 1347, los Villaquirán vendieron Embid al caballero Adán García de Vargas, repostero del rey, en 150.000 maravedíes de la moneda de Castilla. Su hija Sancha, en 1379, vendió el lugar a Gutierre Ruíz de Vera, y éste lo perdió por usurpación que de Embid hizo, en algarada guerrera, (una más de las que hizo por toda la zona), el conde de Medinaceli.
Ya en el siglo XV (1426), esta familia se lo cedió, con otros pueblos molineses, a D. Juan Ruíz de Molina o de los Quemadales, el llamado «Caballero viejo» de las crónicas del Señorío, jurista y guerrero, en cuya familia quedó para siempre. Por sucesión directa fue transmitiéndose el señorío del lugar, y en 1698 un privilegio del rey Carlos II hizo marqués de Embid a su noveno señor, D. Diego de Molina. Uno de los más modernos herederos del título, D. Luis Díaz Millán, fue autor de varios interesantes libros y estudios sobre Molina, entre ellos uno documentadísimo sobre la Cofradía y Orden Militar de doña Blanca y el Carmen de Molina.
El castillo
Así vemos cómo desde mediados del siglo XIV destaca en la silueta de Embid su valiente castillo fronterizo. Unas veces perteneciente a Castilla, a Aragón otras, siempre batido del viento y de los hombres, ha llegado hasta nuestros días ‑aunque ruinoso‑ todavía de buen ver. Se estructura la fortaleza en planta de aspecto cuadrangular, con una torre fuerte central, hoy desmochada y con sólo dos muros, y alrededor una cerca altísima, o muralla almenada, que sólo mantiene en pie dos de sus lienzos, con diversos cubos esquineros. Uno de esos cubos se vino abajo, en un invierno, hace unos diez años. Me lo contaron cuando, esta primavera pasada, volví al pueblo y me encontré con que las fotos que tenía de la primera vez ya no se correspondían con la realidad. No pilló a nadie debajo (entre otras cosas porque quedan muy pocos habitantes en Embid), pero su herida ha aumentado, y la fortaleza que vivió días de lucha y temblor durante la Baja Edad Media, está ya hoy un poco más caída y triste que antaño. Mantiene, sin embargo, todavía un aire digno y resueltamente medieval: fue construido en el siglo XIV por su primer señor, y luego rehecho por el «caballero viejo», a mediados del siglo XV. Sirvió de lugar de refugio de los castellanos en numerosas contiendas contra el reino de Aragón, cuya frontera establece. Y marca, ya lo he dicho al comienzo de estas palabras, la silueta justa de esta villa que bien merece un viaje, aunque esté tan lejana de rutas y ciudades, tan sólo por palpar ese aire silencioso y de misterio que queda donde hubo vida y hoy solo las piedras, el viento y los vencejos parecen suspirar «para dentro», como los viejos que se resignan.