Segunda parte del atentado a la Piedad. La destrucción del sepulcro de Doña Brianda

viernes, 11 junio 1993 1 Por Herrera Casado

 

Hace unas semanas, y con motivo de la inauguración de lo que se ha querido llamar «Centro Cultural Liceo Caracense (antigua iglesia)» de Guadalajara, expliqué en estas páginas la desafortunada restauración que se ha hecho de ese edificio, que es en realidad la iglesia de la Piedad, diseñada y dirigida por Alonso de Covarrubias entre 1526 y 1530,  destruyendo un espacio arquitectónico de subido interés artístico, eliminando los espacios creados por el autor, anulando su funcionalidad, e introduciendo en el ámbito del antiguo templo una serie de vanos, escaleras, y elementos que destruyen por completo esta que era hasta ahora una de las joyas del patrimonio histórico de Guadalajara.

Otra salvajada

Con este monumento se ha cometido otra tropelía mayúscula, que aquí debo explicar con toda la dureza que el tema merece. Se ha decidido eliminar del templo el enterramiento renacentista de su fundadora, doña Brianda de Mendoza y Luna. Recordarán algunos que hace un par de años, al iniciarse las obras que ahora se han inaugurado, un numeroso grupo de alcarreños, convocados por el director del Instituto de Enseñanza Media «Liceo Caracense», acudimos a la apertura del enterramiento de doña Brianda, descorriendo su cubierta de jaspe, y encontrando en su interior una caja metálica con sus restos óseos. Al papel que junto a ellos existía certificando aperturas y traslados anteriores, se unió otro en el que constaba esta nueva movilización.

Pues bien, aquel mismo día y con un martillo mecánico, el sepulcro de doña Brianda de Mendoza fue reducido a pequeños fragmentos, destruido por completo, y si no llega a ser por la inmediata reacción del director del Instituto, a la sazón don Antonio Ortiz García, quien acudió protestando ante el arquitecto director de las obras, en un camión se habría llevado junto con los escombros de la obra, pues esa era la intención del referido arquitecto.

Se salvaron sus fragmentos, que no fue poco, en una habitación de los sótanos del Instituto, y allí siguen, esperando mejores tiempos. El tamaño mayor no pasa de unos pocos centímetros cuadrados. Se observa claramente que ya había sido fragmentado con anterioridad, pero tras la Guerra Civil fue cuidadosamente restaurado, añadiéndole algunos fragmentos de escayola allí donde hacía falta, y el sepulcro, formado desde 1937 solamente por tres de sus cuatro caras originales, adornó el templo de la Piedad, recordando a su generosa e ilustrada fundadora.

La obra de arte que ha sido destruida

Doña Brianda de Mendoza y Luna, hija del segundo duque del Infantado, había nacido en 1470‑73. Quedó siempre soltera, y en 1510 heredó de su tío el militar y humanista Antonio de Mendoza el gran palacio que este había mandado construir poco antes frente al convento de Santa Clara. En 1524 consiguió del Papa Clemente VII un Breve para crear en aquel edificio una Casa de beatas de la Orden Tercera de San Francisco y un Colegio de Doncellas. Y desde entonces puso manos a la obra. En 1526 suscribió el contrato con Alonso de Covarrubias para que este diseñara y levantara una iglesia aneja al palacio. En 1530 quedó acabada dicha iglesia.

Para su enterramiento doña Brianda dispuso lo siguiente en su testamento: «Ytem, pues á plazido al Señor que se aya acabado de hazer la yglesia para esta cassa y Retablos y Rexa della y no tengo hecho my enterramyento, es my voluntad e mando que si yo en my vida no lo oviere hecho, que mys albaceas lo hagan hazer tomando para ello lo que fuere menester de los bienes que yo dexare al tienpo de my fallescimiento, y la manera del dicho enterramyento sea conforme a una traza e muestra e condiciones della que alonso de cobarrubias me dió…» Fue también Alonso de Covarrubias nada menos el diseñador de esa joya del estilo plateresco, y hasta es muy probable que fuera él mismo quien la tallara de su mano. Aunque no pudo concluirse como ella quería, y en lugar de su estatua yacente, sobre el sepulcro se colocó simplemente una gran losa moldurada de jaspe rojizo.

Se colocó, como nos dice Layna Serrano en su obra sobre «Los Conventos antiguos de Guadalajara», «en el centro de ese crucero, ante las gradas de acceso al altar mayor, estaba la sepultura de doña Brianda». Y mucho antes lo habían descrito, admirados, otros cronistas. Así, en el siglo XVII, fray Pedro de Salazar en su «Crónica de la Orden de San Francisco» decía que «La dicha señora está enterrada en la capilla mayor… en un enterramiento muy suntuoso». Y aun el historiador de Guadalajara don Francisco de Torres dice en su obra que «la señora doña Brianda está enterrada en la capilla mayor, en un sepulcro suntuoso y elevado curiosamente labrado en alabastro, cubierto todo de una hermosa piedra de jaspe con primor acabada; para las festividades y días señalados tiene ricos paños de brocado con que la cubren». Y muchos otros historiadores y viajeros describieron aquella maravilla de escultura funeraria que hoy, incomprensiblemente, ha sido destruida y eliminada de su lugar natural.

Los tres paneles que quedaban, adosados al muro de la Epístola, ofrecían con limpieza y rotundidad de talla sobre el alabastro una sucesión de elementos heráldicos en los que se veía el escudo de armas de doña Brianda (la banda de Mendoza y el creciente de Luna) incluido en una serie de medallones avenerados y sostenido por parejas de «putti» maravillosamente tallados. La mano de Alonso de Covarrubias estaba clara: su limpieza y rotundidad de talla, la valentía e imaginación de sus grutescos, el aire todo del Renacimiento alcarreño… toda una historia que ahora ha sido reducida a pequeños cascotes.

Reacciones en Europa y Estados Unidos

Y para terminar, una anécdota curiosa que centra mejor que nada la prueba de vandalismo que supone lo que se ha hecho con este monumento de Guadalajara. Hace unos tres meses, la profesora Silvia Huober de la Universidad de Florencia me envió una fotocopia de un elemento escultórico incluido entre los fondos del Museo de Detroit (Michigan, U.S.A.) para que le aclarara su posible procedencia y catalogación. Ante mi asombro, vi que se trataba del cuarto panel, el que faltaba, del enterramiento de doña Brianda. Le expliqué todo lo relativo a su  adscripción y autoría, y le envié, lógicamente, el libro que sobre este edificio escribí junto con Antonio Ortiz hace un par de años. Contentísima por tan amplia explicación, la Huober me pidió que le enviara fotografías de los otros tres paneles del enterramiento que quedaban en Guadalajara. Querían ponerlas en la sala del Museo de Detroit donde, con todo lujo y admiración está expuesto este panel mendocino. Fui a hacer estas fotografías, pero me fue denegado (una vez más) el acceso a las obras.

Enterada de lo que ha ocurrido con el sepulcro de doña Brianda, la doctora Huober y los miembros de su departamento de Historia del Arte de la Universidad de Florencia me han hecho saber su «consternación» por lo ocurrido en Guadalajara. El doctor Alan Phipps Darr, director del «Detroit Institute of Arts» donde se conserva el fragmento (ya único existente) del enterramiento, me acaba de escribir diciéndome que está realmente «asombrado» de lo que acaba de ocurrir. Lógicamente, estas personas, que sí conocen el valor que tenía el enterramiento de doña Brianda de Mendoza, no dan crédito a lo que ha pasado.

Soluciones a adoptar

Pero esto no puede quedar así. No va a quedar así. Además de rectificar el atentado al templo de la Piedad que se ha cometido por parte de la Junta de Comunidades (derribando la escalera que ocupa su presbiterio y rehaciendo nuevamente el espacio arquitectónico violentado) debe reconstruirse y restaurarse el enterramiento de doña Brianda, colocándolo en el lugar donde ella mandó ponerse. Mientras esto no ocurra, la ciudad de Guadalajara (o por lo menos la voz o las voces que levanten quienes, como buenos alcarreños, no se resignen a que desde Toledo machaquen su legado histórico) clamará porque tal cúmulo de despropósitos sean subsanados y el templo renacentista de la Piedad, con el sepulcro de su fundadora, vuelva a ser, restaurado, un elemento más con el que se identifique su esencia.