La pintura de Campoamor, un sendero por la Alcarria

viernes, 16 abril 1993 0 Por Herrera Casado

 

Los caminos de la Alcarria tienen un viajero seguro y lento; un vigilante que los ama, los escucha y ‑más que nada y que nadie‑ los mira y acaricia: es Jesús Campoamor, un hombre que lleva en su mirada, en su mano y en su latido el amor tierno y brusco a un tiempo por la tierra en que nace. De ahí que haya pintado al óleo tantas veces la silueta de esta tierra, que haya escrito en papeles varios su pasión por la luz y las hiedras, que haya hecho sonar, por el silbido fino de sus labios, una melodía que inventa y que llama ó congrega a los valles perdidos, a las alamedas dispersas, a las abejas también, que una a una se escapan.

El próximo lunes tendremos la satisfacción de ver, una vez más, la muestra amplia de color y luces que Jesús Campoamor nos ofrece, tras cinco años de ausencia «en cartelera». Será la Sala grande de la Caja Provincial, en el renovado salón de la Calle Benito Chavarri, la que sirva de espacio y contrapunto de mármoles para que nuestra mirada se salte las barreras y se olvide de las distancias; para que el bien medido quehacer de los pinceles del alcarreño se nos ofrezca como una ventana abierta al amplio e inacabable campo de la Alcarria, ese campo que ama Campoamor tan denodadamente.

La trayectoria de Campoamor, ya larga y fecunda, ha sido recta y diáfana. De formación autodidacta, su principal obsesión fue, desde un inicio, la pintura de las tierras y de las gentes de Guadalajara, de la provincia donde nació y ha vivido siempre. De las querencias ancestrales que, por tener ese carácter férreamente humano, fluyen más directas y fáciles ante la barrera de la materia. Los paisajes de suaves lejanías, las luces inciertas del amanecer, las nieblas sueltas que se desgajan sobre los carrascales, y la presencia solitaria y valiente de algún castillo: ésa es la materia que sirve de inspiración básica a Campoamor Lecea.

En esta ocasión, el artista nos ofrece lo más reciente de su producción de óleos, en la clásica consideración del paisaje alcarreño, tanto rural como urbano, con algunas visiones, magníficamente ensoñadas, de calles, plazas y rincones urbanos.  Campoamor, en esta nueva (y van ya…) exposición, como cumple a todo artista de verdad, no se limita a tener una perfección estilista o técnica, a realizar de encargo este o aquel retrato, aquél capricho, aquella silueta preferida, sino que posee una sólida formación cultural y unas ideas propias acerca del hombre y de la vida. Ello le posibilita volcar en sus lienzos, a la hora de hacer tangible su pensamiento y  su inspiración, un paisaje de humana dimensión, una marca de impresionismo subjetivo y personal que acentúa el valor y la belleza del cuadro.

En el contexto de la creatividad artística de la Guadalajara contemporánea, los óleos de este pintor que hoy se muestra en toda su gama de actividad creativa, vienen a ponernos la retina alegre y el espíritu dispuesto a comprender mejor aún la tierra que nos alberga. De ahí que pueda decirse que el rasgo principal de Campoamor es su capacidad de síntesis, su fórmula mágica con la que, en sencillez y gloria, transmuta la compleja impresión de la naturaleza en un cuadro donde el color graduado expresa el conjunto de un mundo enorme y abierto. Hoy, como en alguna ocasión anterior ya expresara en estas páginas, no cabe exageración al decir que estamos ante un clásico de la pintura alcarreña, ante un verdadero artista que sabe discernir lo auténtico de lo superficial, y ponerlo en clave de luz y color sobre la tela paciente de un cuadro.

El mismo maestro de la palabra y las humanas razones que es Camilo José Cela, lo afirma en la presentación que hace al Catálogo de esta exposición: «la pincelada de Jesús Campoamor, al acariciar y fijar en el lienzo el aire de la Alcarria, cumple con el designio del arte que manda dar cuerpo al espíritu y mover el mundo con el ala tenue del alma». Ahí es nada. La mejor definición del arte, y el mejor aplauso a la obra de Jesús Campoamor, en una sola frase. Cela dixit.

La calidad indiscutible de Jesús Campoamor (y que conste que no soy yo, por no ser crítico de arte, el más adecuado para entrar en apreciaciones técnicas) radica en su fusión con el paisaje. Ahí le quiero ver. Ahí le veo, caminando como conmigo lo ha hecho por el cerro de Hita, el barranco del río Bullones, o las agudas pizarras de Valverde de los Arroyos. Diciendo siempre, en admiración de niño, cómo le duelen los colores, porque se le meten dentro. Y sólo es capaz de sacarlos sobre el lienzo, en un parto continuo.

La obra de Campoamor no abarca sólo, ‑pienso‑ al parcelado campillo de la pintura, sino que comulga de la música y de la poesía. Con ellas teje su gran canasto de miel y cerezas. Y, como gran conocedor y amante de todas las parcelas del arte, es capaz de unificar en los lienzos sensaciones y valores de todos los retales de la belleza. En definitiva, Campoamor y Lecea alcanza, en esta exposición de óleos sobre Guadalajara que a partir del lunes día 19 se muestra en la Caja Provincial, su cota más alta de perfección y maestría.