La Pastrana de Camilo José Cela

viernes, 19 febrero 1993 0 Por Herrera Casado

 

Si al año pasado le hemos considerado como un momento capital para la historia de Pastrana, no lo fué solamente porque en él se conmemorara y celebrara el IV Centenario de la Princesa de Eboli, sino porque realmente se han puesto en él, muy «a la chita callando», las bases de un desarrollo que se irá concretando y visualizando con mayor nitidez en los próximos años. Uno de los caminos por donde va a ir ese desarrollo, desde el principio lo dijimos, es el turístico. Ello se va a ver aumentado, si cabe, por la repercusión que en el mundo cultural va a tener la recuperación del Palacio de los Duques, en cuyo proyecto se ha empezado a trabajar, ya muy en serio, por parte de la Universidad de Alcalá. Ojalá que un día, también alborozados, podamos decir que su restauración se ha completado, y su uso para un fin cultural es un hecho. Porque estoy seguro que así va a ser, aquí lo digo.

Esos son los pasos que proponía Camilo José Cela que Pastrana diera, cuando él la visitó, por vez primera, allá por el mes de junio de 1946. Montado en el coche de línea llegó a su plaza, y allí se encontró con el alcalde don Mónico y el médico don Paco, ambos por desgracia ya desaparecidos. Las palabras de Cela sobre Pastrana han quedado desde entonces como sonoras lápidas que la definen. ¿Porqué no recordar lo que nos dice de la princesa de Éboli cuando mira desde la fonda el amplio plazal de la Hora?. Es Esto:

«Don Mónico ha salido ya y don Paco está asomado al balcón, mirando para la vega. El viajero se levanta, bebe un traguito de coñac, enciende un pitillo y se asoma también al balcón de la plaza, sobre la que se columpia un aire transparente y un poco cansado. Mira para la derecha, para la fachada del palacio, que está en línea con la de la fonda y ve, casi al alcance de la mano, la reja que guardó a la princesa de Éboli. El viajero, que es también español, como cualquier pastranero, se estremece al pensar que al otro lado del tabique vivió las malas horas y acabó muriendo aquella dama enigmática, bella, tuerta y, al parecer, cachonda, que tanta influencia tuvo y tan de cabeza trajo a los poderosos. El pueblo, en Pastrana, la llama, desgarradamente, la puta; el pueblo de Castilla es institucional y sacramental y hay dos cosas que no perdona ni por error: el que los ricos se salten los mandamientos de la ley de Dios, y el deleite de llamar siempre, con toda crueldad, al pan, pan, y al vino, vino.

‑‑¿Le ha gustado la villa?

‑‑Mucho. Pastrana es una gran ciudad, quizás un poco dormida.

Don Paco sonríe, pensativo…»

El viaje que Cela hizo por la Alcarria está lleno de encuentros sorprendentes con gentes que ya pasaron. La tierra, sin embargo, es la misma, tan hermosa, y los pueblos y ciudades continúan manteniendo su aire evocador y entrañable. Solo en Pastrana el ahora Premio Nobel se dedica a indagar sobre historias y personajes. Quizás llevado del entusiasmo de don Paco, o porque él se sabía en el centro de un viejo mundo dormido, no se resiste a hablar de ese gran palacio que parece abarcar la esencia de la villa. Así nos lo describe:

«A la mañana siguiente, cuando el viajero se asomó a la plaza de la Hora, y entró, de verdad y para su uso, en Pastrana, la primera sensación que tuvo fue la de encontrarse en una ciudad medieval, en una gran ciudad medieval. La plaza de la Hora es una plaza cuadrada, grande, despejada, con mucho aire. Es también una plaza curiosa, una plaza con sólo tres fachadas, una plaza abierta a uno de sus lados por un largo balcón que cae sobre la vega, sobre una de las dos vegas del Arlés. En la plaza de la Hora está el palacio de los duques, donde estuvo encerrada y donde murió la princesa de Éboli. El palacio da pena verlo. La fachada aún se conserva, más o menos, pero por dentro está hecho una ruina. En la habitación donde murió la Éboli ‑una celda con una artística reja, situada en la planta principal, en el ala derecha del edificio‑ sentó sus reales el Servicio Nacional del Trigo; en el suelo se ven montones de cereal y una báscula para pesar los sacos. La habitación tiene un friso de azulejos bellísimos, de históricos azulejos que vieron morir a la princesa, pero ya faltan muchos y cada día que pase faltarán más; los arrieros y los campesinos, en las largas esperas para presentar las declaraciones juradas, se entretienen en despegarlos con la navaja. En la habitación de al lado, que es inmensa y que coge toda la parte media de la fachada, se ven aún los restos de un noble artesonado que amenaza con venirse abajo de un día para otro».

Cela quedó encantado cuando don Paco le regaló un azulejo del palacio. Pero en su fuero interno se rebeló ante la dejadez que suponía ver, entre todos, como el palacio se hundía y nadie hacía nada por salvarlo. Pidió en sus páginas un poco de audacia para sacar a Pastrana de su letargo. Le hacía mal ‑decía el Nobel/viajero‑ tanta historia y tanto arte. Se miraban demasiado al ombligo los pastraneros. Y así no se iba a ninguna parte. Hoy parecen haber comprendido aquél mensaje. Llegado por muy distintas vías. Y Pastrana inicia su necesario despegue anímico.

¿Porqué no releer, otra vez, el «Viaje a la Alcarria» de Cela? Esas páginas enternecedoras que describen un mundo ya ido, ajeno. Aquella Pastrana que conociera una tarde de junio, de hace casi ya cincuenta años, vive en el recuerdo. Pero se parece tanto a la actual…

«La iglesia es muy histórica y está cargada de recuerdos de pasadas grandezas, pero al viajero se le ocurre que, sin duda, lo más hermoso que tiene es su pórtico y su rosal de rosas de té. En tiempos tuvo un coro de cuarenta y tantos canónigos y racioneros, y hoy, quién sabe si por no haber sabido guardar, el coro está vacío, sin un solo hombre (…) El pórtico de la iglesia de Nuestra Señora de la Asunción tiene una orla de rosas de té. La iglesia está cerrada y el cura no aparece en su casa, ha salido a darse un paseíto. Después de mucho buscar y mucho preguntar, se encuentra al sacristán. El sacristán y el viajero recorren la iglesia, que debió tener su importancia. El sacristán es muy erudito y va explicando al viajero una porción de cosas que pronto se le olvidan. En la iglesia está enterrado el ermitaño Juan de Buenavida y Buencuchillo, que debió ser todo un personaje y a quien se dice que van a beatificar; el viajero piensa que el ermitaño gastaba un nombre sobrecogedor de romance de ciego, un nombre más propio de un bandolero o de un señor de horca y cuchillo que de un presunto beato».

Me perdonará Cela, lo sé, que haya echado mano esta semana a sus hermosas frases sobre Pastrana. En definitiva, nos hacen vivir (a mí por lo menos) aquellos días en que los guardiaciviles hacían el amor a las mocitas pastraneras, y todos eran felices oyendo la radio y charlando de cosechas.