El grifo: un animal mitológico en el palacio del Infantado

viernes, 4 diciembre 1992 2 Por Herrera Casado

 

El palacio del Infantado de Guadalajara, del que ahora se cumplen los cinco siglos justos de su equilibrada vida, es una fuente inagotable de sorpresas para quien quiera mirarle como lo que realmente sus dueños quisieron que fuera: no sólo un grito de ostentación y marca de poder, sino un mensaje de mil páginas lleno de enseñanzas, de fábulas y paradojas.

Entre las piedras talladas del patio interior, joya preciosa del catálogo de la arquitectura gótico‑flamígera, se encuentran tallados una serie de seres fabulosos. Destacan entre ellos los leones que escoltan los emblemas heráldicos de los duques constructores (Mendoza y Luna), y que dan nombre al patio. Y los grifos enfrentados de la galería superior, seres fantásticos y misteriosos que con su perfil de agresividad están contando mil quimeras y traduciendo al espectador un largo devenir de leyendas y leyéndole un abultado número de páginas de bestiarios.

Por parejas los grifos se enfrentan, en esta galería alta del palacio del Infantado, a unos enhiestos florones que parecen separarles, y que no son otra cosa que el árbol sagrado de los jardines de Mesopotamia. De las muchas leyendas que se cuentan sobre este fabuloso animal, es ésta una de las más arcanas: los grifos fueron en el Oriente remoto, y hace muchos siglos, los guardianes de las riquezas de las gentes. Existe un canto poético que escribió Aristeas de Proconeso seiscientos años antes de Cristo (que tituló la «Arismapeia») en el que relata cómo los grifos defendían ante los arimaspos  ‑un pueblo mítico residente al norte de Escitia‑  la posesión del oro de la tierra. Fué conocida esta leyenda por poetas y escritores helenos como Píndaro, Esquilo y Herodoto. De esa continua lucha en la que estos seres estaban continuamente comprometidos, surgió la idea de una gripomaquia, ó lucha de los grifos contra otras fuerzas también mitológicas. Eran las amazonas realmente sus más importantes enemigos. Tomás Cantimpratensis en su «Liber de natura rerum» refiere en un largo poema cómo los grifos «…custodian oro y piedras preciosas en algún lugar inaccesible de la Escitia asiática, y aunque los forasteros desean apoderarse de esas riquezas, el acceso al lugar es poco frecuente, ya que los grifos, al ver a los hombres, los arrebatan, como si hubieran sido creados por Dios para castigar la temeridad de la codicia…»

Digamos ya de qué se compone un grifo. Es una mezcla de león y águila. El cuerpo es el del cuadrúpedo, y lo lleva cubierto de pelo, con cuatro fuertes patas terminadas en unas inmensas garras. La parte superior de este ser, es de águila: su cuello se cubre de plumas y la cabeza ostenta un fuerte pico saliéndole unas pronunciadas orejas tras los ojos, siempre grandes y penetrantes. Su grandiosidad fué mítica: sus uñas, del tamaño de un cuerno de buey, servían para hacer tazas a algunos pueblos primitivos; las plumas de su cuello eran usadas para hacer fortísimos arcos con los que disparar saetas invencibles. Mencionan a este soberbio ser San Isidoro en sus «Etimologías» y un anónimo poeta francés en su «Chanson d’Aspremont», en la que el héroe Richier se enfrenta a uno de estos temibles ejemplares, dándole muerte a pesar de medir más de treinta pies de largo.

Utilizado con profusión por el arte medieval, esta mezcla fabulosa de águila y león se tuvo siempre por un ser de terrible fuerza y ferocidad, pero no en exceso enemigo del hombre. Más bien, en ocasiones, como su auténtico amigo y protector. En el conocido «Libro de Alexandre» de la poética medieval castellana, se dice que los grifos son aves valientes, y se explica en un alarde de imaginación (que recoge leyendas previas orientales) la forma en que el capitán macedonio (Alejandro Magno) se las ingenió para surcar los aires, poniéndoles un cebo delante, con lo que les hacía subir o bajar a su voluntad. Otros libros españoles tratan del grifo, como «El Patrón de España» de Cristóbal de Mesa, y Cervantes, en el capítulo XIX del «Quijote…» refiere la existencia de un antiguo caballero andante que llevaba por su nombre el de este animal. En el exagerado «Diccionario Infernal» de Collin de Plancy, aparecen numerosos seres diabólicos que tiene formas semejantes o muy parecidas al grifo: el «Andriago» o caballo alado, el «Glacialabolas» o perro con alas de grifo, y el «Haagenti» o toro alado. Cualquiera de ellos no vale la mitad que los grifos del palacio del Infantado, seres benéficos a todas luces, protectores de la riqueza de los duques mendocinos.

En el arte español ha sido utilizada con profusión la figura del grifo. Son muchos los escudos de armas de caballeros medievales que le llevaban como mueble principal de sus blasones: los Peralta navarros, o don Sancho Mateo de Andosilla. Y en los capiteles de catedrales y claustros románicos aparecen tallados envueltos entre roleos, apresados en selvas (iglesia de un castillo en Zaragoza) o comiendo altas hierbas (Soto de la Bureba). En Guadalajara aparecen en los capiteles de la iglesia medieval de Labros, en el templo románico de Millana y en los canecillos altísimos de Rienda. Pero es sobre todo la estampa brava y elegante de estos elegantes grifos del palacio del Infantado, enfrentados y guardianes del árbol sagrado mesopotámico (quimérica alusión prefigurada de las riquezas mayores) la que quizás con mayor minuciosidad y elegancia les representa en todo el arte español. Un buen motivo, pues, para acercarse otra vez hasta este monumento cumbre de nuestro patrimonio alcarreño. En el año, además en que se cumplen los cinco siglos de su construcción y triunfo.