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julio, 1992:

Jodra, el románico que se recupera

 

Para este verano tienen previsto los vecinos de Jodra del Pinar, un mínimo pueblecillo en los alrededores de Sigüenza, agrupados en la Asociación «Amigos de Jodra»  restaurar personalmente algunos detalles de su iglesia parroquial, a la que saben como una de las joyas más encantadoras (por lo pequeña y fielmente conservada a través de los siglos) del románico provincial. Está previsto que tras las obras llevadas a cabo en los pasados años con la subvención de la Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, recuperar los arcos del atrio, dejándolos abiertos y diáfanos.

Este templo es de los pocos de nuestra provincia que se conserva como el primer día en que lo construyeron, allá por el siglo XII en sus finales, y concede a quien lo contempla no sólo la imagen de la arquitectura románica rural en su estado más puro, sino la certeza de que existió (y de que volverá, seguro) una edad ingenua y benevolente.

Quieren ser estas líneas una invitación a mis lectores a que se desplacen hasta este lugar tan encantador de la Serranía del Ducado, sumido entre breves bosquecillos de rebollar, y acunado por campos de cereal ahora ya recogido. A media legua andando de Sauca, se llega por una carretera asfaltada que parte de la que desde Sigüenza por Barbatona pasa por Estriégana. Perteneció  este mínimo caserío al Común de Villa y Tierra de Medinaceli, y en su repoblación, allá por la segunda mitad del siglo XII, se llenó de gentes norteñas que pusieron, con la ayuda del cercano obispo seguntino, esta iglesia de traza sencilla pero a la que no falta detalle para considerarla ejemplar en el catálogo de la arquitectura románica de Guadalajara.

De este edificio nadie había tratado hasta 1980, en que lo presenté y publiqué ampliamente, con múltiples fotografías, en el número 7 de la Revista «Wad‑al‑Hayara». Poco nuevo puede decirse en su torno, si no es anunciar que el camino de acceso está ya asfaltado, y que ahora, en el verano, algunos vecinos le crecen a la plaza de mínimo lugar, agrupados en una activa y entrañable Asociación de «Amigos de Jodra». Ello garantiza la vida, y la alegría, muy cerca de sus viejas piedras pardo‑rojizas.  

Haremos aquí, aparte de la propuesta para un viaje distendido, la descripción escueta de este monumento. Al que merece acercarse para alcanzar la intacta rubicundez de este templo. Que fué construido, ateniéndonos a su estilo y detalles ornamentales, en la segunda mitad del siglo XII, comulgando de las características del románico castellano (burgalés, segoviano) más simple y puro. El edificio en cuestión está asentado sobre un mediano recuesto, orientado al sur, con amplias vistas sobre el valle que surge al pie del pueblo. Construido con sillarejo y sillar de tipo arenisco, en tonos pardos o incluso fuertemente rojizos, como es normal en toda la zona. El templo está perfectamente orientado: ábside a levante, espadaña a poniente, y atrio con entrada a mediodía. Su estado de conservación es muy bueno, pues sólo muestra el tabicamiento de la galería porticada y la construcción, en el siglo XVII, de un cuarto para sacristía prolongando por levante dicha galería. El interior, enlucido sucesivamente con yeso tosco, muestra nítida su estructura primitiva.

La iglesia parroquial de Jodra del Pinar muestra, en su costado norte, un muro liso, de sillarejo y sillar en las esquinas, con alero sostenido por modillones estriados. En su costado de poniente, sobre el muro de lo mismo, se alza la pesada espadaña, rechoncha, de remate triangular, con muy obtuso ángulo, en cuyo vértice surge sencilla cruz de piedra. Dos altos vanos de remate semicircular contienen las campanas. Esta espadaña se prolonga hacia el templo, creando un cuerpo macizo, usado para palomar. En su costado de levante, el templo se estrecha, mostrando el rectangular presbiterio y el semicircular ábside, construidos en los mismos materiales. En el centro del ábside se abre una muy estrecha y aspillerada ventana de remate semicircular. El alero se sostiene por magníficos modillones bien tallados que alternan el tema estriado con el de bisel.

Sin duda lo más relevante del exterior de esta iglesia parroquial de Jodra sea su costado de mediodía, en el que se abre la puerta de ingreso, y sobre el que apoya la galería porticada. Esta galería muestra su fábrica de sillar arenisco, dividida horizontalmente, y a lo largo de sus tres caras, por una lisa imposta que viene a coincidir con la altura de los cimacios de los capiteles. Se remata el muro de la galería por alero sostenido de bien tallados modillones de tipo biselado. En el frente de esta galería se abren cinco vanos: el central, más ancho y elevado, sirve de ingreso, y a cada lado otros dos, separados entre sí por sencillas columnas cilíndricas rematadas en capiteles con decoración vegetal de superficial talla. El remate de estos vanos es de arco perfectamente semicircular, adovelado, de arista viva. Para acceder al vano central de acceso, hay una escalinata de cuatro tramos, en piedra; los vanos laterales apoyan sobre una basamenta de sillar. En el costado occidental de esta galería, existe otro arco de similares características al central, sin capiteles. En el costado oriental (hoy tapado por la añadida sacristía de posterior construcción) hay otro arco similar.

Dentro del atrio, y sobre el muro sur del templo, aparece el portón de ingreso, sencilla pero elegante obra del estilo. Se trata de un vano de arco semicircular, formado por diversas arquivoltas lisas. El vano se limita por sendas pilastras que rematan en saliente cornisa, y de ellas surge el arco semicircular, adovelado, de arista viva. En torno a él, tres arquivoltas: la más interna, de baquetón simple; las otras dos, de múltiple y finamente estriado baquetón. Las tres descansan, a través de saliente imposta lisa, en sendos capiteles de sencilla y superficial decoración de hojas. Estos apoyan en sus correspondientes columnas adosadas, y ellas, a su vez, lo hacen en basas y en una basamenta corrida. Aun por fuera de estas estructuras muestra el portón otro moldurado arco que sirve de cenefa exterior.

El interior del templo, con reformas y enlucidos sucesivos, es muy simple. Coro alto a los pies, cuatro tramos separados por arcos formeros, que dan acceso, a través de alto y apuntado arco triunfal, al presbiterio cuadrado y semicircular ábside. El silencio y la pulcritud rural del conjunto, confieren y levantan de ese impracticado lugar del alma el respeto por los tiempos idos, el amor a los que, siglos hace, nos precedieron.

Pieza fundamental en el recuento del románico de Guadalajara, el intacto templo de Jodra no puede faltar en ningún catálogo del estilo que se proponga, por muy antológico que se quiera. Es un espécimen a visitar, a ser estudiado con detalle, a contemplarlo gozosos.

En el Cuarto Centenario del Desierto de Bolarque. Sayatón será una fiesta

 

Para este año que está repleto de centenarios y conmemoraciones, está previsto que las campanas de toda la Alcarria estallen de alegría el próximo día 17 de Agosto, y llenen así la atmósfera con su canto en conmemoración de un centenario verdaderamente singular: el de la fundación del Desierto carmelitano de Bolarque, una institución histórica que merece un recuerdo denso por parte de cuantos tienen algún interés por el pasado de nuestra tierra.

Es precisamente la villa de Sayatón la que en esta ocasión se ha movilizado con el objetivo de poner su voz y su protagonismo en este centenario en el que, indudablemente, están gozosamente comprometidos. Su alcalde Luís Bronchalo es uno de los que con mayor entusiasmo se ha movilizado para que Sayatón demuestre estar a la altura de las circunstancias, y ante el resto de la provincia manifieste su forma pulcra de hacer las cosas.

Será concretamente mañana una de las jornadas claves en esta conmemoración. En ella se va a proceder a inaugurar solemnemente las obras realizadas a lo largo de los últimos meses en la iglesia parroquial, casa común de todos los sayatonenses, que ha quedado extraordinaria y remozada. Y será también la jornada en que se presentará públicamente, en un acto abierto y popular, la presentación del libro que Ángel Luís Toledano Ibarra y este Cronista hemos escrito acerca del Desierto de Bolarque, con el objetivo de recordar esta importante efemérides que hace más densa y rica la historia de la Alcarria.

Aparte de las consideraciones que mañana se tengan con respecto a este hecho, y de los comentarios, esperamos que favorables, que el libro suscite, hay que aprovechar esta oportunidad para recordar a todos mis lectores cómo el Desierto de Bolarque es un lugar inédito, desconocido para la gran mayoría, que conjuga tres valores distintos: de una parte el paisajístico, pues se encuentra situado en uno de los lugares más hermosos de la provincia, la orilla derecha del río Tajo aguas arriba de Bolarque; de otro, el monumental y artístico, ya que aún permanecen escondidos entre la densidad del pinar los restos del gran monasterio carmelita y numerosas ermitas de las que usaron los ermitaños para su vida ascética; y finalmente el interés histórico, pues allí se fraguó y se dio vida a un nuevo modo de entender la religión, el anacoretismo primitivo, pasando por aquel lugar gentes diversas y de gran importancia, desde el renovador del Carmelo fray Alonso de Jesús María a su Vicario General, Nicolás Doria, así como destacados aristócratas de la Corte, y el propio Felipe III que visitó en 1610 aquellas soledades.

El Desierto de Bolarque va a cumplir en estos días veraniegos cuatrocientos años, y ello será exactamente el día 17 de Agosto. Su mejor cronista, el fraile carmelita fray Diego de Jesús María, escribió y publicó en 1651 un interesante libro en que narra la vida primitiva de esta institución. Nos dice de los esfuerzos que los frailes de Pastrana hicieron para poner en práctica el ideal de la Reforma: la vida contemplativa exclusiva, el eremitismo primitivo. Y entre varios renovadores se pusieron manos a la obra. El lugar lo eligió fray Ambrosio Mariano, comprándolo por 80 ducados con el dinero que entregó para ello un caballero genovés amigo suyo. Tres carmelitas comandados por fray Alonso de Jesús María se instalaron en la solitaria orilla del río Tajo, media legua arriba de la estrechez que formaba el río en la llamada Olla de Bolarque, y construyéndose con ramas y piedras sus ermitas y una pequeña iglesia, dijeron en ella la primera misa ese día de agosto de 1592.

Después llegaron muchos más frailes, muchas ayudas, el entusiasta apoyo de buena parte de la aristocracia madrileña, y hasta la visita del Rey Felipe III. Se levantó en los primeros años del siglo XVII un enorme convento, con una bonita iglesia, muchas capillas, un claustro, biblioteca, dependencias múltiples y, por supuesto, muchas ermitas, hasta 32, que se distribuían por la ladera derecha del Tajo en torno al convento. Allí vivían aislados en oración permanente los frailes más tenaces. Otros residían en el convento, también rezando, pero además escribiendo. En Bolarque se fraguaron muchos de los libros de espiritualidad de la Orden Carmelita reformada a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

En 1836 la Desamortización de Mendizábal forzó el abandono de este lugar paradisíaco. Los frailes se fueron, exclaustrados. Algunos se quedaron a vivir en Sayatón, incluso se casaron y hoy viven allí sus descendientes. Dicen las leyendas que guardaron un gran tesoro por las brañas del monte, y que nadie hasta ahora ha conseguido descubrirlo. Lo cierto es que muchas de las riquezas artísticas que encerraba Bolarque se llevaron a Pastrana y hoy en su colegiata y en el convento de los franciscanos se exponen. Así ocurrió con la talla salcillesca de la Divina Pastora, o con el óleo de Diricksen que representa a María Gasca, mas algunos retablos, reliquias y enterramientos con escudos.

Visitar hoy el Desierto de Bolarque es una tarea para aventureros, caminantes y montañeros avezados. Se encuentra el lugar en las orillas del pantano de Bolarque, aunque el mejor camino para acceder a él es por Sayatón, subiendo la ladera del monte que limita el término por levante, y bajando por alguno de los barrancos (alguno tan profundo y espectacular como el del Rubial) que dan al Tajo. Las aguas del río, allí remansadas, pero aún estrechas por la hondura de los montes, reflejan el azul del cielo y confieren al lugar una belleza intensa, una paz soñada, una sensación indescriptible de vuelta a los orígenes.

Entre la maleza y el bosque, allí de pinos y muy denso, surgen las románticas ruinas del convento, de las ermitas, de la iglesia, del claustro… como si de una fábula se tratara, en el silencio de la mañana parece reconocerse aún el eco de las campanas, o el murmullo de los cánticos monacales. Todo es paz, armonía. Lástima que haya que caminar tanto, y tan duro, para llegar hasta aquel espejo de felicidad. Aunque puede hacerse también, de forma más cómoda, a través de las aguas del pantano, subidos en una embarcación de las que en el puerto deportivo de Nueva Sierra de Madrid existen. Todo es cuestión de tener algún amigo propietario de una de ellas. La visión del monasterio desde el agua es realmente inolvidable. Una fotografía adjunta nos lo confirma. En cualquier caso, mañana será un día grande para los vecinos de Sayatón y en general para todos los alcarreños, pues una nueva parcela de su historia común, de su raíz más auténtica, será conmemorada y puesta a la luz. Una nueva muestra de la cultura popular y auténtica.

Una excursión al Monasterio de Ovila

 

No puedo ocultar mi auténtica predilección por las ruinas del monasterio medieval de Ovila. Quizás sea lo terrible de su historia (su secuestro y traslado, piedra a piedra, hasta América), o lo maravilloso del entorno natural (en un ancho valle por donde el Tajo discurre manso y verde), o quizás el embrujo que despiertan las solemnes arcadas de cualquier claustro cisterciense abandonado en el silencio de los montes.

El caso es que he vuelto a Ovila hace un par de semanas. Buscando el reencuentro con la paz monacal de sus ruinas. Y buscando nuevos datos, ‑debo confesarlo‑ y nuevas fotos para el libro que preparo sobre monasterios medievales de Guadalajara.

Para muchos de mis lectores que desconozcan qué sea Ovila, quiero dedicar las siguientes líneas. Y decirles, de entrada, que hoy se hace muy fácil llegar hasta su lejanía, porque desde Trillo ha sido asfaltado por completo el camino que antes de tierra y en mal estado ponía el asunto en plan aventura. Hoy se llega en una hora desde Guadalajara, sin más problemas.

Ovila fue monasterio cisterciense que fundaron reyes y acogió peregrinos, desde el remoto siglo XII, y que hoy ha quedado casi en un soplo, en un hálito fantasmal poblado de recuerdos y presencias. Pero le falta el casi. En Ovila quedan los suficientes restos arquitectónicos para tomar buena nota de lo que fuera este gran cenobio. Y, sobre todo, a Ovila le resta (eso nunca podrán quitárselo) el paisaje idílico en que asienta: el valle del río Tajo, rodeado de montañas pobladas de pinos, de carrascales en las laderas y álamos en las orillas, donde resuena la paz y el espíritu del hombre se reencuentra con la serena consecuencia de serlo. Ovila añade a todo esto el morbo anecdótico de haber sido comprado  ‑el monasterio entero‑  en los años de la segunda República por el millonario norteamericano William Randoplh Hearst, quien hizo trasladar sus ruinas arquitectónicas a Estados Unidos, y allí hoy se conservan, unas en el Museo De Young de San Francisco, y otras (la mayoría) tiradas y olvidadas en el Golden Gate Park de la capital californiana. Allí espero reencontrarlas el próximo octubre en un viaje que tengo previsto hacer a la capital de California.

Hablando brevemente de su historia, diremos que fué inmediatamente después de la toma de Cuenca por Alfonso VIII cuando se produjo el nacimiento de este cenobio. Es en 1181 cuando el monarca castellano adquiere el territorio de Murel a cambio de unos terrenos en Toledo, para edificar una abadia. Allí, en lo que hoy es término de Morillejo, junto al rió Tajo y en una zona donde probablemente se comenzó a construir el puente que todavía subsiste, surgió la primitiva sede, sencilla y pobre, de los cistercienses.

El Papa Lucio III concede en 1182 una Bula, dando al cenobio de Murel la facultad de ser colegio o noviciado, lo que viene a significar la abundancia de vocaciones que en la región había, aunque los primitivos monjes pobladores llegaron de Valbuena.

Será en 1186 que los frailes blancos bajen a poner su nueva casa a Ovila. Es en ese momento cuando el rey Alfonso se vuelca en donaciones y acrecentamientos. Y, aparte del territorio ya concedido de Murel, les entrega los censos y diezmos de Ruguilla y Huetos, cuatro yugadas de tierra en Gárgoles, un molino en Sotoca y otros dos en Carrascosa, así como una heredad en Padilla del Ducado y otra en Corbes.

Las obras del monasterio comenzaron en los primeros años del siglo XIII. Su construcción fué siempre lenta y a empujones. Algunas cosas se acabaron, otras no llegaron a cuajar, y así se dio la circunstancia que el cenobio cisterciense de Ovila tuvo siempre un pluriforme aspecto de estilos y tendencias artísticas y constructivas.

Siguiendo con su historia, vemos como Enrique I declara exentos de pechos y tributos a los vecinos de Carrascosa, donándoselos al monasterio para que le sirvan de criados. Donaciones que son confirmadas por su hijo Fernando III. Durante los siglos XIII y XIV continuó Ovila acrecentando sus pertenencias, gracias a los reyes, los nobles y los particulares que en sus testamentos dejaban como últimas voluntades importantes bienes y rentas.  Así, el rey Jaime I de Aragón dio una carta de privilegio a los monjes blancos alcarreños, para que pudieran pasar sus mercaderías y ganados sin necesidad de pagar los tributos oficiales a través de su reino.

Será en el siglo XV cuando, de manera solapada pero efectiva, comience la decadencia, larga y melancólica, de Ovila. Las guerras civiles que asolan todo el territorio hispano serán una de las causas que ayudan a la despoblación de los pueblos de la zona. En el tercer cuarto del siglo XV van pasando, fruto de malos cambios y humillantes contratos todas las posesiones que Ovila tenia en Huetos, Sotoca, Ruguilla y Gárgoles de Abajo, a poder de los condes de Cifuentes. La relajación de las costumbres monacales se acentuó, llegando al extremo de que en 1465, por no existir abad nombrado, se encargó de la administración de Ovila don Juan López de Medina, como vicario que era entonces de la diócesis de Sigüenza. El expolio se efectuó de manera tan acelerada, que hasta los vecinos de Murel y Morillejo se adueñaron de las tierras que la Orden tenía en sus términos.

A partir del siglo XVI, la comunidad de Ovila no tuvo nunca más de cinco o seis monjes. Se iban letalmente haciendo obras, mejorando, arreglando, poniendo la mano en un agujero para que el agua se saliera por otro. En 1617 comenzaron las obras del nuevo claustro, del que solo se llegaron a levantar las caras septentrionales, que aun perduran.

En el siglo XVIII hubo un incendio que acabó con casi todo el archivo monasterial. La zozobra continuó a lo largo de la guerra de Sucesión, y gracias a que la iglesia se hizo parroquial, y el prior considerado como cura párroco, pudo sobrevivir en continua agonía. Llegó luego la guerra de la Independencia, sufriendo considerables mermas económicas y grandes desperfectos materiales. La Desamortización de Mendizábal acabó finalmente con la comunidad de Ovila.

En cuanto al interés artístico y monumental de este antiguo monasterio alcarreño, puedo decir que todos los objetos de interés artístico del monasterio fueron trasladados a las parroquias de los contornos. Muchas cosas desaparecieron en el viaje, y de lo poco que quedó, la guerra civil del siglo XX se lo llevó por delante. Incluso las nobles ruinas, vacías, del monasterio del Cister fueron motivo de tráfico y vendidas al magnate americano William Randolph Hearst, quien pensaba colocarlas en su casa de San Francisco, en su fabulosa finca de las colinas de San Simeón. El monasterio de Ovila fue desmontado piedra a piedra y embarcado rumbo a América, donde hoy todavía se encuentra, absolutamente destrozado y perdida su mayor parte, en el referido Golden Gate Park de San Francisco.

Para quien hoy quiera visitar Ovila puede llegar desde Trillo, donde indican el camino. De lo más antiguo quedan los cimientos de la iglesia y la bodega, obras del siglo XIII bajo el reinado de Enrique I. Lo demás son paredones ruinosos, corrales, la doble arquería del claustro de hermoso estilo renacentista, los pesados muros de la iglesia convertida en garaje y almacén, y poco más. Y el paisaje que le rodea, impresionante en su sencillez, en su pureza y en su silencio.

De cualquier modo, este fin de semana que nos llega, se supone que ya de pleno y agobiante verano, será un buen momento para acercarse a Ovila, para conocer un nuevo rincón de nuestra provincia, para iniciar el contacto con esta tierra nuestra tan grande, tan hermosa, tan colmada de naturales suficiencias.

El estado itinerante de don Juan Manuel

Introducción

El sistema social de la Edad Media, basado en el feudalismo, supone la compartimentación del grupo humano en tres bloques ó estamentos: la nobleza, el clero, y el pueblo llano. Los primeros, detentan una serie de privilegios, entre ellos el de administrar la justicia. Además, generalmente poseen la propiedad de grandes espacios de tierra, que administran y aprovechan, cobrando impuestos al pueblo llano, o «pechero», en muy diversos conceptos. Esa capacidad de los nobles de poseer patrimonial y jurisdiccionalmente un territorio, se denomina «señorío», y de forma general se concretaba sobre un territorio bien delimitado. Durante la Edad Media, tanto los Reyes castellano‑leoneses, como infinidad de nobles de la alta, mediana o baja nobleza, poseyeron señoríos distribuidos por todo el territorio. Unos mayores que otros, pero todos con las mismas características socio‑políticas. el Rey, generalmente, era quien mayores territorios poseía, pero en el sistema hispánico de sociedad estamental, el resto de la nobleza señorial se consideraba súbdito a efectos legales, de derecho, pero señores independientes en sus territorios a efectos reales, de hecho.

En este trabajo vamos a examinar un caso límite de señorío, el del Infante don Juan Manuel, que se aplicó en su territorio de Villena las características de una total independencia frente al Rey, con quien mantuvo una serie de guerras «de Estado contra Estado», y en referencia al motivo conductor de este Congreso, analizaremos su señorío como un auténtico «Estado itinerante», que si por su parte meridional tuvo las características de espacio amplio y compacto, perfectamente dominado, en su zona septentrional estaba formado solamente por puntos físicos concretos (generalmente villas vigiladas por castillos) sin control del espacio en torno, unidos por caminos expuestos al ataque del enemigo.

De esta manera, podemos calificar al Estado del Infante don Juan Manuel de «itinerante», pues en buena porción del mismo solamente controlaba castillos y fortificaciones donde poder acogerse seguro, manteniendo su poder en un amplio espacio peninsular gracias a esa movilidad entre puntos concretos, fortificados y razonablemente próximos unos a otros.

No fue frecuente esta forma de concebir el señorío territorial durante la Edad Media castellana. Solamente el Rey era quien podía permitirse ese lujo de tener posesiones a lo largo y ancho del territorio nacional. El resto de la nobleza solía disponer de Estados concretos, territorios compactos que constituían su espacio señorial. La política de beligerancia que, por las razones que a continuación analizaremos, mantuvo buena parte de su vida el Infante don Juan Manuel frente al Rey Alfonso XI de Castilla, supuso que planteara su política señorial de esta forma. Llegó así a controlar un buen espacio del territorio castellano en su cuadrante suroriental. Desde el Mediterráneo en Cartagena hasta el Duero en Peñafiel, puede decirse que se extendía ese «Estado Itinerante» que ahora estudiaremos.

Esquema biográfico del Infante Juan Manuel

Juan Manuel nació el 5 de mayo de 1282, en el castillo de Escalona (Toledo), propiedad de su padre. Era este el infante Manuel, hijo menor del rey Fernando III. Su madre, Beatriz de Saboya, era la segunda mujer del infante Manuel. De procedencia centroeuropea, la sociedad castellana siempre tuvo cierta conciencia del origen extranjero de Juan Manuel, lo que puede explicar algunos rasgos de sus problemas sociales. Su padre murió en 1283, cuando nuestro protagonista contaba un año de edad, y su madre en 1290, quedando huérfano a los 8 años. El rey Sancho IV, su sobrino, se constituyó en «tutor» del niño. Heredó entonces el cargo que le correspondía por herencia familiar: el de adelantado del reino de Murcia.

Entregado desde joven a la organización y control de su territorio oriental, encabezado por la villa y castillo de Villena (Alicante), participó en la vida cortesana, en las luchas contra Al‑Andalus, y cultivó sus gustos literarios con las lecturas y «re‑escrituras» de las obras científicas y moralizantes de su tío Alfonso X.

Se casó tres veces: primero con la infanta Isabel de Mallorca, matrimonio que duró solo dos años, quedando a los 19 viudo el infante. Segundo con la infanta aragonesa Constanza de Aragón, que murió también joven y tuberculosa en el Castillo de Garci Muñoz en 1327. Y tercero con Blanca Núñez de la Cerda, nieta del malogrado hijo de Alfonso X. Con ella tuvo a Fernando Manuel y a Juana Manuel. Esta casó (tras la muerte de nuestro infante) con Enrique de Trastamara, el hijo bastardo de Alfonso XI que luego llegaría a reinar en Castilla inaugurando la dinastía de los Trastamara. Finalmente, de sus relaciones amorosas con Inés de Castañeda, tuvo otros dos hijos, Sancho y Enrique, muy queridos por Juan Manuel. Su línea directa, sin embargo, acabó muy pronto: su hijo Fernando moriría dos años después que él, y sólo por sus hijas entraría su apellido en las casas reales de Castilla y de Portugal.

A Sancho IV, de breve pero intenso reinado, sucedió su hijo Fernando IV, quien también pronto e inesperadamente murió en 1312, dejando por sucesor a un niño de 13 meses, al futuro Alfonso XI. Las Cortes nombraron por tutores a los infantes Pedro y Juan, a su abuela doña María de Molina, y a Juan Manuel nombraron su mayordomo, encargado también de la tutoría. Entre la alta nobleza del Estado se sucedieron las tensiones y las luchas por el poder durante esa minoría. Murieron a poco los tutores Pedro y Juan, en batalla contra los moros de Granada, en 1319. Doña María de Molina, ya muy vieja, murió en 1321. Tras éllo, durante 6 años cubrieron la tutoría del Rey niño el infante Juan Manuel, el infante Felipe y don Juan el Tuerto (hijo del infante Juan). Las intrigas correspondientes estuvieron a punto de acabar con la vida de Juan Manuel, que sufrió un intento de asesinato en 1322.

Finalmente, en 1325, el rey adolescente se proclamaría en el trono. Juan Manuel trató de seguir controlándole, y preparó todo para casarle con su hija Constanza Manuel. Se concertaron los espaonsales, pero muy pronto sus ilusiones se vieron cruelmente frustradas. El matrimonio real fue aplazándose. En 1327, el joven Alfonso XI entró en negociaciones para casarse con María de Portugal, encarcelando a Constanza Manuel en el castillo de Toro.

Fue este suceso el que precipitó y definió la actitud futura, de por vida, del infante Juan Manuel respecto al monarca castellano. Como consecuencia del hecho, enfurecido, se proclamó desnaturalizado de Castilla, enviándole al Rey una carta en la que se consideraba no ser súbdito suyo. Renovó entonces su amistad con el Rey de Aragón, su suegro, y con el Rey de Granada, amenzando con éllo la tranquilidad del Estado castellano. De hecho, en 1327 Juan Manuel inició una guerra contra el Rey Alfonso XI que duró un año largo (1327‑1329), y en la que, según palabras de Pretel desde Lorca hasta Huete, y hasta Peñafiel, donde fue Sancho Manuel a llevar la guerra, los soldados de don Juan, refugiados en magníficas fortalezas, efectuaron todas las tropelías.

Fué frenada gracias a la tregua conseguida por el Papa y el Obispo de Oviedo. En ella se consiguió que el Rey libertara de su prisión a Constanza Manuel, y que restituyera a nuestro infante en su cargo de Adelantado de Murcia, mientras que este se comprometía a ayudar al monarca en la necesaria lucha contra los ejércitos de Al‑Andalus, prosiguiendo la campaña de Reconquista. Constanza casó, finalmente, con el Rey Pedro I de Portugal.

Pero la situación no mejoró a pesar de la tregua. Esa situación estaba muy clara: un rey joven, ‑Alfonso XI‑, que deseaba reforzar la autoridad real, y un noble de altura, autoconsiderado como el legítimo heredero del trono, y encabezando un amplio grupo de nobles, ‑Juan Manuel‑, que intentaba tener su propio y absoluto poder. De ahí que, tras varios enfrentamientos, recelos, intentos de asesinato, etc., en 1336 volviera a estallar la guerra entre ambos bandos. Eran realmente dos Estados enfrentados: de un lado Castilla con su Rey a la cabeza, y de otro Juan Manuel asociado a varios nobles afines. En esta ocasión, la delantera fue claramente para el monarca. Juan Manuel perdió muchos castillos y lugares de su adelantamiento de Murcia. Tras ir huyendo refugiado en sus múltiples castillos que constituían el «Estado itinerante» que aquí estudiamos, y que demostraron su eficacia en esta ocasión, se refugió finalmente en Peñafiel, desde donde, temiendo ser hecho allí prisionero, con una pequeña escolta y por logares encobiertos pasó a Aragón, donde le protegió Pedro IV. En diciembre de 1336, el infante Juan Manuel se rendía a Alfonso XI, recuperando así algunos de sus castillos perdidos en la contienda. Desde entonces, se le privó definitivamente de su Adelantamiento de Murcia, aunque fue concedido este título a su hijo Fernando.

Dedicado solamente al cuidado de su todavía enorme Estado, y al cultivo de la literatura, don Juan Manuel murió el 13 de junio de 1348, al parecer en la ciudad de Córdoba. Una vida llena de problemas, que le propiciaron un crónico padecimiento de insomnio, pues según dice en repetidos fragmentos de sus obras, pasaba largas noches sin dormir por los muchos cuydados, aunque es también posible que fuera su crónico insomnio el que, al dejarle más horas disponibles para pensar, le propiciara su inquieta actividad permanente.

La justificación política del Infante Juan Manuel

Aunque no son manifiestas documentalmente las razones por las cuales el infante Juan Manuel vivió una azarosa vida de permanente lucha contra la monarquía legal de Castilla, dejando aparte el aspecto de rebelión de la nobleza frente al Rey deseoso de aumentar sus prerrogativas a costa de disminuírselas a la clase aristocrática, conocemos una serie de hechos que muy bien pudieran justificar la actitud política de este personaje.

Sería una de ellos, quizás la más importante, la conciencia que siempre tuvo Juan Manuel de ser, lo mismo que su padre, quien de toda la familia real tenía el más alto derecho moral al Trono de Castilla. Su padre Manuel había recibido, de su progenitor Fernando III, en su lecho de muerte, la «espada lobera» y la bendición paternal, mientras que el heredero del trono, Alfonso X, no había recibido esa bendición. La «espada lobera», que es cosa de muy grant virtud, era la manifestación del verdadero amor del Rey Fernando III hacia don Manuel y su descendencia. Tanto Alfonso X como su hijo y heredero Sancho IV no recibieron la bendición de don Fernando, y tenían realmente la conciencia de formar parte de un «linaje maldito». En la mente medieval era este un detalle primordial y casi mágico. Hay que tenerlo en cuenta.

Como también hay que tener en cuenta otro hecho, y es la creencia del infante de estar en cada momento cumpliendo una parte de una profecía que le hacía, a él y a toda su familia, gestores de una misión divina. El propio Juan Manuel refiere en una de sus obras que cuando la reina Beatriz andaba encinta de su padre, que sonava que por aquella criatura, et por su linage, avía de ser vengada la muerte de Jhesu Christo… y el Obispo, al saberlo, dijo que era conveniente llamar al niño «Manuel», en que á dos cosas: la una, que es uno de los nombres de Dios; la otra, que Manuel quiere dezir «Dios conusco». De ahí que Juan Manuel tenía la certeza de ser un «elegido de Dios», con ese absoluto derecho moral al trono y con la misión inexcusable de hacer grandes cosas por la Cristiandad. El nombre de Manuel, que utiliza como apellido, lo considera como talismán, como prodigiosa invocación, y lo usa siempre como nombre de linaje, poniéndoselo de apellido a todos sus hijos e hijas.

La ideología del Infante Juan Manuel

En la obra literaria del infante Juan Manuel queda muy patente su ideología, mezcla de ambición política y de religiosidad sincera. Son elementos muy propios del Medievo, que en él casan perfectamente. De una parte, y a través de esa ambición, manifiesta el deseo de mantener un gran prestigio sobre la sociedad nobiliaria de Castilla. De otra, mediante la religiosidad, expresa su preocupación constante por la salvación de su alma.

Su creencia es muy firme en la sociedad jerárquica, en la división en estados (una de sus obras, El Libro de los estados, trata exclusivamente de ese tema, y expresa que esa división de la sociedad en tres estamentos, es la mejor expresión de la Trinidad divina) y en las misiones del caballero, que puede salvar su alma luchando contra los infieles.  

Trata Juan Manuel de cumplir la voluntad de Dios, según él la entiende, y la usa para cumplir sus proyectos de ambición. Siempre pensó que lo que hacía estaba bien hecho, no dudando de su rectitud y moralidad. En su permanente lucha contra Alfonso XI, contra los aragoneses en ocasiones, contra sus súbditos de Murcia otras veces, se portó siempre en función de sus ambiciones, autojustificándose.

Queda, pues, muy clara, a lo largo de su obra literaria, la idea del mesianismo de su linaje. Considera Juan Manuel a la Historia como el desarrollo de un «plan divino». Y cree firmemente en las «profecías» expresadas sobre su linaje, en el poder de la «espada lobera», y en todo aquello que le apoya y justifica en su lucha continua contra el Rey, al que no considera como legítimo. Y llega a manifestar que la defensa de los intereses familiares de los Manuel es una Cruzada: los enemigos de su familia son los enemigos de Dios.

La obra literaria del Infante Juan Manuel

Hoy todavía nos sorprende que un hombre con una actividad política y social tan intensa, con viajes continuos, en un mundo inhóspito y en un país enorme y mal comunicado, pudiera desarrollar una actividad literaria tan amplia y profunda como es la del infante Juan Manuel, uno de los más antiguos y preclaros puntales de la literatura castellana. Nos han llegado diez obras completas, y sabemos al menos de otras seis que se han perdido.

En su obra total se han establecido, por parte de diversos investigadores, dos grandes etapas: la primera hasta 1325 (a sus 43 años de edad) en la que realizó estudios y compendios de la obra de su tío Alfonso X. Y una segunda etapa, desde 1326, llena de problemas militares y sociales, pero quizás por eso mucho más personal, más densa, con una expresa y abierta hostilidad hacia la dinastía reinante.

De la primera etapa son fruto tres ó cuatro obras destinadas principalmente a instruir a los jóvenes caballeros nobles de la Corte. Se trata de compendios o adaptaciones de las obras del rey Alfonso. Y así encontramos la Crónica abreviada, el Libro del Cavallero et dle escudero, el Libro de la caza y el Libro de la cavallería, hoy perdido.

La segunda etapa se nota más independiente, con unos fines más didácticos, y el empleo de la ficción. Son conocidas de esta época el Libro de los estados y El Conde Lucanor (1335). En el Prólogo General a sus obras, que depositó en el Monasterio de Santo Domingo de su villa de Peñafiel, aparecen títulos y contenidos de algunas de sus obras hoy ya perdidas. Así el Libro de los Sabios, el Libro de los engeños (de las máquinas de guerra), y el Libro de los cantares.

Podría aún considerarse una etapa posterior, aquélla en la que Juan Manuel tiene la clara conciencia del fracaso de sus ambiciones máximas, incluído el Trono. Y en ella produce obras como el Libro enfenido, el Libro de las tres razonesLibro de las Armas), el Libro de las reglas de como se deve trovar, y la Crónica conplida, más un último y brevísimo Tratado de la Asunción de la Virgen María escrito ya en sus últimos años.

El poder del Infante Juan Manuel 

El infante Juan Manuel basó su poder en el señorío jurisdiccional y patrimonial sobre un enorme estado del Este peninsular: el señorío de Villena. En su actividad política, continuada desde casi la infancia, hasta el momento mismo de su muerte, existen diversos factores que pueden considerarse basamentos de su poder. De una parte, los cargos cortesanos que ostenta, entre los que destacan su puesto de Adelantado de Murcia, o el de Mayordomo del Rey niño Alfonso XI. De otra, la supremacía sobre un amplio grupo de nobles castellanos que se alzan también, en los años de mayor tensión belicosa, contra el monarca. Y en tercer lugar, pero quizás el más relevante, su condición de señor de un amplio territorio, que sería de una parte territorial compacto (el referido señorío de Villena) y de otra itinerante y esparcido a través de amplias zonas de la Mancha, Castilla la Nueva y Castilla la Vieja en torno a los grandes ríos Júcar, Tajo y Duero.

De su mesianismo, de su desnaturalización como vasallo del Rey de Castilla, de su conciencia de ser moralmente el más justo candidato para ocupar el Trono, y de su abierta oposición a toda norma que pudiera proceder de la Corte real o de las Leyes emanadas por las Cortes fieles a ese Rey, surge un concepto muy peculiar de señorío. Un concepto de radical independencia, y la institución de un sistema de gobierno que puede considerarse un estado propio e independiente. En su territorio, don Juan Manuel fue un señor feudal en toda la dimensión de la palabra.

Cobró los impuestos de le pertenecían a él como señor, y al Rey como jefe del Estado. Se sabe que redujo a la pobreza a comarcas enteras, y aún no cobraba más porque sabía positivamente que sus súbditos no podían pagarle. El «dominio era absoluto, marcadamente señorial» nos dice Torres Fontes. En su territorio, y atentando contra los tradicionales derechos concejiles, estableció el monopolio de los molinos, hornos, montes… cobrando las penas y caloñas, los pechos y capitaciones de cristianos, moros y judíos, los pedidos y servicios extraordinarios, etc. Juan Manuel nombraba a los oficiales de justicia, merinos, alcaides y alguaciles de todos sus pueblos. Arrendaba las escribanías, las aduanas y los almojarifazgos. Recibía los pagos de diezmos, servicios, martiniegas, fonsaderas, pontazgos y portazgos, etc.

En algunas ocasiones, renunció a estos derechos, y se los concedió (como pudiera hacer un Rey) a otros caballeros, o hizo gracia de ellos a los Concejos, concediendo privilegios. A cambio de estas mercedes, les pedía a unos y otros las necesarias tropas para sus guerras. Precisamente en el transcurso de la segunda de ellas, en 1336, extendió un privilegio haciendo caballeros a todos los varones de Chinchilla, les eximió de servicios, de fonsadera, de yantares y otros tributos, pero les hizo armar un gran ejército para ayudarle. Otras veces concedió donaciones (pueblos enteros) a caballeros, dando heredades gratuitas, como hizo en 1341, a los colonos que quisieran ir a poblar en Almansa, liberándoles de todos los impuestos. Esta política de repoblación, inteligente y bien dirigida, tenía todas las características de ser articulada desde una Corte real.

El señorío de Juan Manuel sobre Villena y su tierra era jurisdiccional y patrimonial. En ocasiones, vendió pueblos y zonas del señorío. Pero solo vendía la propiedad, no la justicia, que seguía siendo suya. En algunos momentos, concedió a sus hijos (también a los naturales) el poder jurisdiccional de pueblos y villas, como a Sancho Manuel en Montealegre y Carcelén.

Siempre latió en el deseo de Juan Manuel la posibilidad de alcanzar en su territorio el «status» de auténtico monarca. Todas las medidas que tomó durante largos años fueron conducentes a ello. Así, durante las treguas de 1327, solicitó del Rey Alfonso XI que a su tierra la constituyera en ducado, que a él le hiciera duque, y a toda su descendencia directa, y que le permitiera acuñar moneda en la que pusiera las señales que le apetecieran. Todo ello le fue negado por el Rey, aunque poco después acuñaba moneda en el Cañavate. El título conseguido al fin, de manos del Rey de Aragón, fue el de «Príncipe de Villena», con lo cual Juan Manuel quedó algo más tranquilo,al sentirse justificado con un nombramiento real.

De todos modos, la efectividad de ese señorío absoluto e independiente se confirma al saber que manifestó en varias ocasiones que non consentía que ninguna apelación de su tierra fuera al Rey nin a la su audiencia, nin consentía que carta del Rey fuera en su tierra conplida. Tanto en el señorío de Villena, territorio compacto, como en el resto de su «estado itinerante», Juan Manuel demostró saber dirigir muy bien, con toda meticulosidad y cuidado, a su Estado. Tuvo una administración propia, con órganos de gobierno adecuados a sus necesidades. Para ello se sirvió de los Concejos, del llamado Consejo Señorial, de los oficiales de justicia, y de las Juntas de Procuradores, que creó en 1331, y eran totalmente equivalentes a los Cortes reales de Castilla. La primera vez se reunió esa Junta en Villena, y en 1339 tuvo lugar una reunión de la misma, con toda solemnidad, en la iglesia del Salvador de su villa alcarreña de Cifuentes. Sabemos que en otras ocasiones reunió Juan Manuel estas Juntas de Procuradores, pero no ha quedado constancia de en qué lugares lo hizo. Estas Juntas continuaron teniendo, dentro del «Estado de Villena» una gran importancia, incluso legislativa (y no solo consultiva), permaneciendo activa hasta finales del siglo XV.

Para llevar a plena efectividad el dominio e independencia del «estado de Villena», formó una pequeña curia de caballeros, todos hidalgos de solar conocido, y algunos de ellos judíos. Así, contó con un Mayordomo mayor (Diego Alfonso de Tamayo), un Alférez mayor (Juan Fernández de Orozco), Alguacil mayor (Lope García de Villodre), Despensero mayor (Gil Martínez), Camarero mayor (Gil Fernández de Cuenca), Chanciller del estado (Juan gonzález), mas los escribanos correspondientes, y el Capellán.

El mismo Juan Manuel delegaba el gobierno de parte del señorío en merinos y adelantados, especialmente para gobernar el «partiduo murciano» del Señorío de Villena. Sancho Ximénez de Lanclares fue muchos años el merino mayor y Adelantado mayor de Juan Manuel en su territorio. A su muerte fue sustituido por el bastardo del señor: Sancho Manuel. Este fue delegado de su padre en la zona de montealegre, montando a su vez una pequeña Corte. En los castillos, en todos ellos, pero especialmente en los situados en el área «itinerante» del Estado, puso siempre alcaides de plena confianza.

En definitiva, y como nos dice el gran estudioso del Infante Juan Manuel, don Aurelio Pretel Marín, el señorío de este individuo fue un señorío solidamente unido y casi independiente, que, situado en la frontera, y privilegiado por los Reyes de Castilla y Aragón, habría de identificarse con la familia Manuel, a la que sería fiel hasta más allá de su extinción.

Señorío territorial versus señorío itinerante en Juan Manuel

Después de analizar someramente la figura política, literaria y señorial del Infante Juan Manuel, nos queda finalmente estudiar la estructura y la composición de su señorío, que presentamos aquí como una novedad al considerarle un «señorío itinerante», ésto es, un dominio que se establece en función de la movilidad que se tiene en él, de su capacidad de comunicarse entre sí los diferentes puntos que lo constituyen, más que como una estructura tradicional de unidad territorial.

El señorío de Juan Manuel durante la primera mitad del siglo XIV ocupa buena parte del cuadrante Sur‑Este de la Península Ibérica. Abarca desde el nacimiento del Duero hasta la desembocadura del Segura, y desde Cartagena hasta Peñafiel. Una parte del mismo, la más oriental, se constituye en núcleo compacto y territorialmente unido, al estilo clásico: es el «señorío de Villena», que se centra primero en el castillo de la población serrana (hoy en la provincia de Alicante) de Villena, y luego pasa a estar gobernado desde Almansa y Chinchilla. Otra parte, la cercana al mar por Murcia, la detenta Juan Manuel en función de su cargo de Adelantado del Reino de Murcia, y aunque posee señorios puntuales sobre villas y aldeas, es ya más desperdigado, más itinerante. Finalmente, la tercera parte de su territorio señorial, distribuída por las tierras de Cuenca, la Alcarria y los valles del Tajo y del Duero, se encuadra plenamente en el calificativo de «estado itinerante» al estar constituído por una amplia serie de villas, todas ellas vigiladas por fuertes castillos, que se unen por caminos amplios y seguros, y no distan entre sí más de una ó dos jornadas de camino. El mismo Juan Manuel en su Libro de las armas, al describir minuciosamente su señorío, dice que podía caminar a través de él, de un confín al otro del mismo, pernoctando cada noche en un castillo o casa‑fuerte de su propiedad, aunque entre uno y otro el territorio fuera extraño, o enemigo.

En el primero de estos territorios, el señorío de Villena, en el que Juan Manuel actúa de señor al estilo más clásico de la palabra, y en el que llegó a formar un auténtico «Estado» practicamente independiente de Castilla, la villa de Villena se erigió tradicionalmente en cabeza del mismo, aunque posteriormente esa dirección territorial fué desplazándose hace Chinchilla, donde el Infante levantó, como en Almansa, fuertes castillos magníficamente defendidos.

Este señorío estaba constituído por múltiples lugares, muchos de ellos repoblados inicialmente por el Infante, y otros estimulados en su crecimiento por Cartas‑Puebla y privilegios que les permitió desarrollarse y poblarse en pocos años. La cabeza era Villena, enriscada población serrana, hoy en la provincia de Alicante, y tradicionalmente extremo sur del reino de Aragón, que cuenta con un extraordinario castillo que construyó a su pleno gusto Juan Manuel. En sus cercanías, y sobre el cauce del río Vinalopó, poseyó también la fortaleza de Sax, sobre agudo peñón inexpugnable.

Extendido el territorio hacia las sierras más occidentales, y hacia la Mancha, en él contó con los siguientes lugares: Almansa, cuyo castillo edificó totalmente, con el aspecto que hoy restaurado tiene, y en su término inmediato la torre de Burriharón. Chinchilla, que era la localidad más densamente poblada del territorio, (y no llegaba entonces a los 1500 habitantes), con un castillo en lo alto del cerro que defendía el poblado y avistaba en la lejanía inmensas tierras de llanura, erigiéndose en fabulosa atalaya sobre los Llanos. En su término se encontraban aldeas ó alquerías como Albacete, La Gineta, Higueruela, Alpera o Pétrola. En 1338 edificó Juan Manuel el castillo de Alpera. En Montealegre del Castillo, situado junto a la vieja torre de Pechín, Juan Manuel levantó una magnífica fortaleza que luego comandó su hijo Sancho Manuel, y que finalmente sería destruída por orden del Rey Pedro I, quedando hoy solamente muy leves huellas del mismo. Junto a Almansa estaba Carcelén, también repoblado y fortificado por el Infante y a las órdenes muchos años de su hijo Sancho.

Albacete poseía, como minúscula aldea en tiempos del infante, sobre el «camino real» de Villena a Toledo, un castillete edificado tiempo atrás por los árabes. Realmente la edificación más antigua de Albacete es la que estaba sobre el cerrillo del castillo viejo, que en 1324 fue destruído por los moros cuando asolaron la tierra de don Juan Manuel. Sobre ese «camino real» puso el Infante algunas pueblas nuevas, como el mismo albacete, La Roda, La Gineta y Minaya. Minaya fue entregada para su repoblación a Diego Fernández de Cuenca. La Roda comenzó a repoblarse en 1310, por un privilegio del Infante. Y la Gineta siguió desarrollándose junto al «camino real», cerca de Chinchilla.

Otros lugares del señorío de Villena fueron Villarrobledo, (el antiguo Robledillo de Záncara) que nació como aldea a finales del siglo XIII y que fue repoblándose en tiempos del Infante.. Alcalá del Júcar, en su bello paraje rocoso junto al encajonado río, fue repoblada y aumentada por Juan Manuel, que construyó el impresionante castillo que la defiende en la altura. Jorquera y su fortaleza fue también de este señorío, junto con sus aldeas de Boniches, Fuentealbilla, Vallonguer, Periellas, Carcelén, Alcalá y Villa de Ves, también con castillo. Cerca ya de la tierra conquense, Madrigueras.

De otro lado, el territorio de Alarcón, con su poderosa fortaleza y villa amurallada, que había sido una de las glorias de al‑ Andalus y la pieza preferida de Alfonso VIII tras la toma de Cuenca, perteneció también a Juan Manuel quedando incluida en su territorio señorial más compacto. Desde 1305 estuvo en poder del Infante.

De poco después, concretamente de 1311, son las posesiones de Hellín y de Isso. Tras la guerra con Aragón, Yecla quedó también por el Infante. Y Tobarra, que destruída por los moros en 1324, fue repoblada a partir del siguiente año por el caballero don Sancho Ximénez de Lanclares, a cuya muerte pasó a poder de Juan Manuel. Finalmente, la villa de Elche, ya en la llanura y cerca del mar, formó también en el poderío territorial de Juan Manuel.

El segundo de los territorios que dominó el Infante, en su calidad de Adelantado como título cortesano, pero con prerrogativas de señorío en muchos lugares, fue el llamado Reino de Murcia, apéndice tradicional de Castilla junto al mar Mediterráneo, y auténtico «tapón» para el crecimiento del Reino de Aragón hacia el Sur. Ese Reino de Murcia fue utilizado por Castilla no sólo como freno a la expansión aragonesa, sino como cabeza de puente en su ataque al reino nazarita de Granada. Por eso fue siempre muy importante su tenencia, que quedó tradicionalmente en manos de la familia Manuel. Excepto la propia capital, y la fortaleza de Mula, toda la actual provincia de Murcia estuvo en tiempos de Juan Manuel bajo su control y señorío personal. Así, le encontramos señor de Cartagena, de Aguilas, de Lorca, de Aledo, de Alhama de Murcia, de Librilla, de Cehegín, de Caravaca, de Cieza, de Jumilla y de Yecla, con sus respectivos castillos que él mejoró y adecuó a su defensa.

La tercera zona que dominó el Infante Juan Manuel, y que constituye propiamente lo que denominamos como su «Estado Itinerante» se extiende muy ampliamente desde la Mancha albaceteña hasta el mismo río Duero. Practicamente no poseía territorio alguno en ese área, sino solamente castillos aislados, algunas aldeas en torno de los mismos, incluso pequeñas torres vigías sobre los caminos que comunicaban unas con otras. Esa es, pues, la razón de la repetida denominación de lo que consideramos un «estado itinerante» de escasos antecedentes en la historia de Castilla, y que el Infante Juan Manuel construyó con una inteligente visión de su política beligerante hacia la monarquía castellana que çel consideraba ilegítima, y a la que debía atacar por cuantos medios tuviera a su alcance.

En este caso, solo nos queda mencionar, por provincias o cuencas fluviales, los lugares y castillos que poseía Juan Manuel en este amplio territorio peninsular, quedando más evidente su carácter de «estado itinerante» al comprobar sobre los adjuntos mapas su extensión y relación caminera.

En la actual tierra de Cuenca, además de Alarcón y su tierra, integradas en el señorío de Villena, poseyó Juan Manuel los lugares y fortalezas de Castejón, Torralba, Buendía, Villar del Saz, Zafra de Záncara, Huete, La Puebla de Almenara, Castillo de Garci Muñoz, Belmonte, El Cañavate, Iniesta, El Provencio, y muy cerca de Uclés inició la construcción de un gran castillo que no llegó a concluir.

En las orillas del Tajo, hoy provincia de Toledo, poseyó Escalona (lugar de su nacimiento, posesión tradicional de su familia), Maqueda y Santa Olalla.

En tierras de Ciudad Real, y como control de los caminos hacia Andalucía, tuvo algún tiempo el control del castillo de Salvatierra.

En la tierra de Guadalajara, sobre el valle del río Tajo, poseyó Juan Manuel la villa amurallada de Alcocer, junto al Guadiela, más el castillo y aldea de Trillo, en la orilla del Tajo, y Cifuentes, uno de sus lugares favoritos, donde reunió su Junta de Procuradores en 1331. Todavía hacia el norte, y en camino del Duero, la villa amurallada y castillo de Palazuelos, cerca de Sigüenza, y la fortaleza de Galve sobre el río Sorbe, ya en la raya con Castilla la Vieja.

En élla poseyó Cuéllar en la actual tierra de Segovia. Torrelobatón y Peñafiel, junto al Duero, en la de Valladolid. Y Ameyugo, Villafranca, Lerma, Lara y Aza en la de Burgos. Debe quedar claro, en fin, que todos estos lugares los poseyó en algún momento de su vida, pero no todos al mismo tiempo, por lo que ese «estado itinerante» de carácter móvil fué además inestable en su permanencia.

Los itinerarios del poder en el Infante Juan Manuel

Vistos ya los territorios que fueron señoreados, y los castillos y villas adjuntas controladas por Juan Manuel a lo largo de su vida, se puede colegir de ellos la existencia de ciertas áreas geográficas, y de ciertos caminos que podrían articularse como unos itinerarios de poder, y que vendrían a ser los ejes clave de su política, de su biografía incluso.

Hay en principio la evidencia de un control sobre algunos «caminos reales» que en la Edad Media pusieron clasicamente en comunicación a importantes núcleos de población y centros administrativos peninsulares. Algunos de éllos muy posiblemente hayan sido estudiados con mayor detenimiento en este Congreso. Y luego existe, tras estudiar la figura de Juan Manuel y los lugares por él dominados, la seguridad de haber marcado con su decisión unos caminos de poder ó rutas por las que se unieron firmemente sus posesiones y sus intereses. Todo ello con un doble sentido: a) de una parte, el control político del territorio y la adquisición de nuevo poder; b) de otra, el cumplimiento de una estrategia política y militar, con el objetivo de una defensa y un ataque en la guerra.

Estudiando los lugares dominados y poseídos por el Infante, vemos que se extienden fundamentalmente a lo largo de dos «caminos reales» de cierta importancia en la Edad Media. Es uno el «camino real» entre Villena y Toledo. Son esos los dos polos fundamentales en la vida de Juan Manuel: su residencia y la de su enemigo. Su realidad y su utopía. Para él, ese «camino real» es el único que existe, el más importante. De Villena se sigue a Almansa, luego a Chinchilla, ya sobre la Mancha, y de allí por la llanura a Albacete, La Gineta, La Roda, Minaya, el Pedernoso (Belmonte muy cerca), Mota y Quintanar de la Orden. De allí a Toledo, por territorio ajeno. Muy próximo pasaba un camino ganadero, la «Cañada real», de gran importancia y tránsito, que llevaba de Villena a Socuéllamos pasando por Villarrobledo, y que Juan Manuel también controló.

Otro «camino real» de importancia y tránsito frecuente, era el que llevaba desde Valencia y Utiel hasta Cuenca, pasando por Alarcón y la Iniesta (cerca quedaba el Cañavate), mas el Castillo de Garci Muñoz, llegando por Villar del Saz y Zafra de Záncara, con su fuerte castillo, hasta el enclave real de Cuenca.

Desde cualquiera de esos lugares, surgían «caminos reales» hacia Burgos, otro de los centros de poder real y económico de Castilla. En un caso (desde Toledo) siguiendo el curso del Tajo y del Henares, por Guadalajara, y en otro (desde Cuenca), cruzando las sierras centrales e ibéricas, por Torralba y Priego, cruzando el Tajo por Trillo, pasando por Sigüenza y entrando en el valle del Duero por San Esteban de Gormaz.

En todos estos «caminos reales» o sus derivaciones y proximidades, tuvo Juan Manuel situados sus más fuertes alcázares, las villas más populosas, o los simples puestos vigías que articulaban el control de sus gentes, de él mismo, sobre un amplio territorio circundante, al tiempo que le servían para trasladarse con rapidez y seguridad de una parte a otra del reino de Castilla sintener que enfrentarse al azar de los problemas.

Examinado desde otro punto de vista, ya estrictamente geográfico, el territorio controlado por el Infante Juan Manuel, vemos que trata de controlar también de forma completa los valles de ciertos ríos, o al menos en sus puntos claves, donde existen puentes, referencias geográficas cruciales, etc. Así, vemos cómo el río Júcar, aunque fuera del «camino real» de Villena a Toledo, lo copa Juan Manuel con diversos castillos y villas: tanto Villa de Ves como Alcalá de Júcar, Jorquera, Alarcón y Castillo de Garci Muñoz son propiedad de nuestro personaje. En el río Guadiela, domina la plaza fuerte de Alcocer; en el río Tajo, controla Trillo, con puente y castillo, y Cifuentes, muy cerca, villa fuertemente amurallada y con una enorme fortaleza por él construída, que hoy todavía muestra sus armas heráldicas talladas sobre la puerta principal. También sobre el Tajo domina (ya en Toledo), Maqueda y sobre todo Escalona. Y finalmente en el Duero la gran fortaleza de Peñafiel.

En el Reino de Murcia, Juan Manuel domina todos los caminos. Como hemos dicho anteriormente, están bajo su control y señorío todos los lugares importantes del reino, a excepción de la propia capital y de Mula. Por lo tanto, todos los caminos, incluídos los que desde Toledo se dirigen a Murcia, están bajo su control. El «señorío itinerante» de Juan Manuel es, en este caso de Murcia, amplio y fuerte.

Sobre las tierras de Cuenca y Guadalajara, ya en la Alcarria y serranías ibéricas, es más concreto su dominio, pero se centra en puntos básicos que controlan caminos, puentes y rutas. Ahí es donde vemos realmente la existencia de su «Estado Itinerante», pues desde el «camino real» en la Mancha, plenamente controlado, se pasa a lugares como Belmonte, Almenara, Huete, Castejón, Torralba, Buendía, Villar del Saz, Zafra de Záncara, Castillo de Garci Muñoz, El Cañavate, Iniesta, El Provencio. Lo vemos todo ello en los mapas adjuntos. En la tierra de Guadalajara su control se centra en Alcocer, sobre el Guadiela; en Trillo y Cifuentes, sobre el Tajo; en Palazuelos, junto a Sigüenza, sobre el Henares, y en Galve de Sorbe, ya en la misma raya de la Castilla Vieja, donde a su vez controlará los fuertes lugares de Peñafiel y Torrelobatón, sobre el Duero, y Lerma y Lara, entre otros, sobre el Arlanza. Puntos más aislados, pero también de crucial importancia en las comunicaciones, en el área del Tajo y del Guadiana, son respectivamente Escalona y Maqueda de una parte, y Salvatierra de otra.

Todo este conglomerado de posesiones, aparentemente inconexas, fuera de su señorío territorial de Villena, es lo que constituye el denominado por nosotros «estado itinerante» del Infante Juan Manuel, una forma más, basada en los caminos, de ejercer el poder en la Edad Media.   

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Alcarreños en América: resurrecciones y olvidos

 

En este año emblemático de 1992, en el que conmemoramos, de formas tan variadas, el Quinto Centenario de la llegada de los españoles al continente americano, la provincia de Guadalajara ha intentado por muy diversos caminos dar fe de su actuación en esta colosal empresa, la más grande que jamás ha emprendido ni emprenderá España. Hay que reconocer, con auténtico dolor, que todos estos intentos han quedado cortos. Ninguno ha llegado a cubrir el toque mínimo de consistencia que la ocasión requería. Y así, frente a las actividades desplegadas en regiones como Extremadura o en Castilla‑León, donde recientemente se ha celebrado un magno Congreso que ha analizado la actividad de los castellano‑leoneses en la empresa americana, Castilla‑La Mancha y más concretamente Guadalajara no ha hecho prácticamente nada en este campo.

Es cierto que la Diputación Provincial lleva publicados dos tomos de la Colección «Virrey Mendoza» que comenzó su andadura hace ahora 4 años, y que desde el cargo que entonces tenía de presidente de la sección de Historia de la ahora paralítica Institución «Marqués de Santillana» alenté para que con un libro al año sobre «Alcarreños en América» llegara a este de 1992 con un bagaje suficiente de publicaciones que sirvieran para demostrar lo que nuestras gentes tuvieron que ver en esta gesta. El tema se ha paralizado en el Palacio de la Plaza de Moreno, como tantas otras cosas. Y hasta el curso que organizado desde la Diputación (a cargo de los eclesiásticos Francisco Rodríguez de Coro y José María Berlanga López) se iba a impartir en los decapitados cursos de Verano de la Universidad de Alcalá en Sigüenza, bajo el título «La Alcarria en el V Centenario del Descubrimiento de América» se ha caído del programa sin más explicaciones, y ha dejado huérfana esta parcela de la conmemoración americanista.

El ciclo cultural que el Ayuntamiento a través de su Patronato Municipal de Cultura montó en Mayo pasado, contó con algunas charlas de tema histórico y una exposición de cerámica indigenista, más un par de actuaciones folclóricas, pero quedó falto, sin duda, de la visión de totalidad que el tema requería.

La iniciativa privada ha paliado en algún modo, y a costa de enormes sacrificios, esta atonía oficial. La Casa de Guadalajara en Madrid, con la infatigable Gloria de Lucas a la cabeza de la misión, está llevando a los pueblos de nuestra provincia el calor del recuerdo, la instalación de placas conmemorativas de hijos ilustres que fueron a América, y los parlamentos de alcaldes e historiadores que ponen ese sabor popular y cordial a un tiempo en esta efemérides. Fueron placas de un domingo en Torija y Caspueñas; de un sábado lluvioso en Jadraque e Hita; de un luminoso domingo en Tendilla y Peñalver; de otra jornada calurosa y reciente en Maranchón, Molina y Terzaga. Y otras seguirán, haciendo las cosas a lo sencillo, pero a lo grande porque se nota el corazón que va en ello.

El matrimonio de historiadores que forman Emilio Cuenca y Margarita del Olmo publicaron hace un par de años un estupendo trabajo titulado «Memorial de personas ilustres de Guadalajara en América», editado a su costa y que recomiendo leer, porque aparecen en él, entre las páginas de agradable aspecto de una edición cuidada, los más singulares de nuestros paisanos que desde el siglo XV al actual han llevado el nombre de Guadalajara a América. Otro libro de este matrimonio sobre los orígenes mendocinos de Cristóbal Colón complementaba la encomiable tarea investigadora de don Ricardo Sanz sobre este tema que ha llevado a la palestra de la actualidad la posibilidad de que el descubridor de América fuera alcarreño.

Yo creo, sinceramente, que esto es muy poco. El hecho de resaltar la tarea titánica, sobrehumana, que los españoles hicieron en América, modelando un continente entero, dándole su cultura y trasplantando a fuerza de mil sacrificios el ser hispánico hasta los macizos andinos y las selvas tropicales, debería de haberse conmemorado (en fecha tan concreta y emblemática) de forma más contundente. Hay gentes que siguen dando ese esfuerzo conmemorativo en su trabajo de cada día. Ahí está el ejemplo de María Pilar Gutiérrez Lorenzo, que acaba de obtener el doctorado «cum laude» en la Universidad de Alcalá por su trabajo sobre el alcarreño (pastranero por más señas) don Gaspar de la Cerda Sandoval, conde de Galve, que fué Virrey de México a finales del siglo XVII. O el estudio pormenorizado y rehabilitador de la figura del fundador de la Guadalajara jalisciense, Nuño Beltrán de Guzmán, que han escrito los profesores Adrián Blázquez Garbajosa y T. Calvo. Incluso la magna tesis doctoral de la profesora Berta Ares sobre el tendillano Tomás López Medel, Oidor en las audiencias de Guatemala y Bogotá. Además de otros trabajos que han escrito otras personas, y temas que están investigando un importante grupo al que, en el proyecto presentado por mí a la Diputación Provincial hace cuatro años, para que con tiempo suficiente se diera en este año de 1992 el justo realce conmemorativo desde esta provincia paridora de titanes, se ha dejado lamentablemente en el banquillo, silenciado por el estruendoso sonar de la EXPO sevillana…

Hace unos días, mi buen amigo Ángel Romera Martínez me enseñaba y prestaba para investigar el testamento de don Juan García Barranco, natural de Brihuega, y que en 1617 murió siendo Corregidor y Alférez Mayor de la ciudad de La Puebla de los Ángeles en México, donde ejerció su mando y dejó múltiples recuerdos de su afán constructivo. Con verdadero interés he empezado a leerlo, y de él creo que saldrá (a pesar de lo dificultoso de su lectura, por estar en un tipo de letra muy difícil escrito) un amplio repertorio de noticias que podrán añadirse a este cúmulo ya existente sobre la cantidad (centenares fueron, miles) de alcarreños que llegaron a América y dejaron su huella de buena hombría, de trabajo, de sacrificio y de imaginación sin límites.

Virtudes todas ellas de las que por desgracia hay que reconocer que anda muy escasa en 1992 esta Guadalajara que los parió y los lanzó al mundo difícil de la epopeya americana. Aquí seguiré, en las amables páginas que NUEVA ALCARRIA me brinda cada semana, recordando a algunos de estos paisanos que hicieron posible que hoy, cómodamente instalados, sus descendientes conmemoren su sacrificio vendiendo camisetas estampadas con un multicolor pájaro llamado Curro.