En Jadraque con Fray Pedro de Hurraca

viernes, 5 junio 1992 0 Por Herrera Casado

 

El pasado sábado día 30 de mayo, y gracias a la iniciativa de la Casa de Guadalajara en Madrid, se celebró una nueva jornada de lo que se ha dado en apelar como «Guadalajara en América», un ambicioso programa que consiste en rememorar a los alcarreños más señalados en la aventura del Descubrimiento y Colonización del Nuevo Mundo.

En esta ocasión, el recuerdo se dirigió a quienes nacidos en Hita y en Jadraque, tuvieron algo importante que hacer en tierras americanas. Con la participación de un nutrido bloque de miembros de la Casa de Guadalajara, sus directivos al frente, y una serie de caras conocidas de nuestro ambiente cultural, a lo largo del día se sucedieron a los viajes las inauguraciones, y a los discursos las conversaciones amistosas en una jornada inolvidable, realmente diferente.

Fue primeramente en Hita donde se recaló. Allí, en la plaza, y tras los discursos de rigor por parte del Presidente de la Casa de Guadalajara, se descubrió la placa de cerámica en la que consta el recuerdo que en este año del V Centenario se ha tenido, desde Madrid y Guadalajara, para con don Juan Manuel Bustamante y Medrano, obispo de la ciudad de Trujillo en las Indias de Nueva Granada; hacia Juan de Campo, de quien se sabe que como pintor de retablos se fue a América a poner su arte por las iglesias; y hacia Juan Valentín de Gamboa y de Nurueña, misionero que fue en el Perú, y de cuya familia aún queda el recuerdo en las blasonadas lápidas de la iglesia mayor de Hita. Cuantos hablaron lo hicieron muy bien, poniendo en sus parlamentos la brevedad que aquellos remotos personajes imponen, y la intensidad que de sus epopeyas personales se destila.

La segunda parte de nuestro viaje se centró en Jadraque, donde volvió a reunirse la numerosa grey de excursionistas, a proclamar el cariño y el recuerdo que aún mantenemos los alcarreños por dos figuras excepcionales de nuestro pasado: el fraile mercedario y milagrero fray Pedro de Urraca, que en el Perú dejó asombros y devociones tras sí, y don Juan Gutiérrez de Luna, riquísimo indiano que a su regreso desde América dejó cuantiosos dones para el culto parroquial de su natal Jadraque.

Aquí, en la villa castillera, tuvieron lugar también una serie de intervenciones a cargo de autoridades e historiadoras que glosaron las figuras homenajeadas. En especial me pareció interesante la que en recuerdo de Fray Pedro de Urraca pronunció su mejor biógrafa, breve y muy bien centrada.

De este personaje, tan curioso y atrayente, hay escrita una magnífica biografía que recomiendo a todos mis lectores. Pero no me resisto, en esta ocasión en que Jadraque y un grupo de alcarreños con honra le ha dedicado su recuerdo, a poner unas breves líneas que nos le hagan de nuevo actual.

Nació Pedro de Urraca en esta villa castillera junto al Henares, en 1583, y salió de ella a los 15 años, junto a su hermano Francisco, embarcando en Sevilla rumbo a América, para tratar, como tantos otros antes lo hicieran, de buscar la fortuna en las tierras lejanas del Nuevo Mundo. Llegado a Panamá, y tras haber sobrevivido a una tormenta muy fuerte, por Guayaquil subió a Quito, donde encontró a su hermano en el convento franciscano. Dos años después, tras un periodo de formación junto a los jesuitas, decidió integrarse en la Orden de la Merced. Profesó en la Orden fundada por Pedro de Nolasco el 2 de febrero de 1605. Cambió entonces su nombre por el de Fray Pedro de la Santísima Trinidad.

Tras ordenarse sacerdote unos años después, fue trasladado por sus superiores al convento de la Merced en Lima, concretamente al que era denominado como «convento de la Recoleta de Belén», recién fundado en los primeros años del siglo XVII. Allí quedaría, hasta su muerte. A excepción de un viaje de pocos años (1621 a 1626) que realizó a España, para visitar a su familia, aquí en Jadraque, y servir de confesor una temporada de la reina doña Isabel de Borbón, contactando en la Corte madrileña con fray Juan Falconi, compañero de Orden y muy famoso por entonces como predicador y asceta, fray Pedro de Urraca siempre vivió en la capital peruana, rodeado del afecto y admiración de los frailes de su convento y de la población toda de la ciudad. Ello se debió a su capacidad para la mortificación, que se hizo proverbial; a su don de consejo y profecía; a su bondad y fama de milagrero, y, fundamentalmente, a su afán evangelizador, propagador de la devoción por la Santa Cruz de Cristo, y por sus padecimientos de dolor y alteraciones de la piel, que le forzaron a estar durante muchos años prácticamente incapacitado para otra cosa que no fuera rezar y dar consejos.

Tras muchos años de padecimientos, Urraca murió en Lima el 7 de agosto de 1668. Se iniciaron entonces las informaciones que la jerarquía religiosa mandó recoger con objeto de acumular datos para un posible proceso de beatificación, que, aunque lentamente, todavía hoy sigue adelante. Es curioso comprobar cómo en la misma sede temporal de Jesucristo, las varas de medir son diferentes, y lo que para unos ha sido un proceso de beatificación rápido y sin problemas, para otros se eterniza (lleva fray Pedro más de tres siglos esperando) aunque existan miles de testimonios a favor de su virtud.

Una de las actuaciones evangélicas más señaladas de fray Pedro de Urraca fue la propagación por el Perú, especialmente entre los estratos indígenas, de la devoción por la Cruz, que el fraile jadraqueño había iniciado, y abriéronse láminas, y hasta en Madrid llegaron devotos que hizieron abrirlas, repartiéndolas y venerándolas, según nos dice su biógrafa. En este sentido, consta el dato de que tras su muerte, y aún en los últimos años de su vida en que la fama del jadraqueño había ido alcanzando cotas muy notables, se hicieron numerosos retratos al óleo, y se grabaron estampas en las que fray Pedro de Urraca aparecía, revestido de su hábito de fraile mercedario, y acompañado de los elementos iconográficos propios de su orden, de su nombre y de sus querencias, tal como junto a estas líneas aparece.

Fue la del pasado domingo, en definitiva, una jornada que, por lo menos a mí, me pareció luminosa y será inolvidable. El recuerdo de la Alcarria hacia sus hijos más notables. La definitiva asunción de su memoria en discursos y placas, y, en fin, ese sonido de la voz, de cierta voz humana, que parece surgir del más alto e inalcanzable de los paraísos.