Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

junio, 1992:

El Monasterio jerónimo de Santa Ana en Tendilla

 

Sobre la empinada ladera que por el mediodía arropa a la villa de Tendilla, se alzan medio escondidas entre un bosquecillo de pinos las ruinas mínimas de lo que fuera el monasterio jerónimo de Santa Ana, fundado en el último cuarto del siglo XV por los señores del lugar.

Sabemos por las referencias que del cenobio nos dio el padre fray José de Sigüenza en su Historia de la Orden de San Jerónimo, que este monasterio estaba construido en un estilo que cabalgaba entre las tradicionales formas góticas y las nuevas renacentistas, y puede calificarse sin duda como una de las primeras edificaciones del nuevo estilo del Renacimiento que de la mano de los Mendoza se introdujo en España. La iglesia, de una sola nave, construida en estilo gótico flamígero, presentaba un testero sobre el que apoyaba un magnífico retablo de pinturas, que hoy se conserva en el Museo de Bellas Artes de Cincinati (USA) debido a los pinceles del círculo que creó en España, en los inicios del siglo XVI, el flamenco Ambrosio Benson, destacando las figuras centrales de San Jerónimo y el Calvario, así como las de la predela con San Francisco, Santa Isabel y San Sebastián.

La sacristía era la pieza más alabada por todos, y se constituía en un recinto donde las formas renacentistas más iniciales tenían su cabida. Según el cronista fray José de Sigüenza, parece nave de Yglesia principal de mucha autoridad. Añadía dos claustros y otras dependencias propias de un monasterio de reducidas dimensiones.

Hoy puede verse solamente la planta del templo, de una nave, con los arranques de los haces de columnas adosadas a los muros, y el testero del presbiterio, estrecho y elevado, del que arrancarían bóvedas nervadas, cuyos inicios aún se adivinan. El resto de las construcciones no son sino un informe montón de ruinas, enclavadas, eso sí, en un paraje de bellísimas perspectivas.

Este monasterio jerónimo se fundó en 1473, a instancias del primer conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza, y su esposa doña Elvira de Quiñones. En el lugar en que asentó, había desde la remota Edad Media instalada una ermita dedicada a Santa Ana para la que don Iñigo consiguió del Papa un jubileo plenísimo en el se ganaban indulgencias similares a las de peregrinaciones a Roma, Jerusalem ó Santiago. Con el dinero que en esas romerías dejaron durante años los fieles peregrinos, el conde inició la construcción del monasterio y se lo ofreció a los jerónimos de Lupiana, que no aceptaron hacerse cargo de él, por lo que fue nuevamente ofrecido a los jerónimos ermitaños de San Isidro de Sevilla, capitaneados por el disidente fray Lope de Olmedo, que aceptaron. El 25 de agosto de 1473 los condes extendieron su carta fundacional ante el escribano Juan Páez de Peñalver, y la atenta mirada y aprobación del vicario jerónimo fray Juan Melgarejo.

Se inició su construcción en ese año y con la ayuda económica del conde de Tendilla enseguida pudo albergar una comunidad de monjes pardos que se dedicaron a la oración y la vida contemplativa. Los condes adquirieron a perpetuidad el patronato de la capilla mayor y el derecho a ser enterrados en ella, junto al altar. Así ocurrió con los fundadores, que a su muerte en 1479 quedaron sepultados bajo unos artísticos mausoleos de corte gótico, tallados en alabastro por el mismo autor o taller que el Doncel de Sigüenza. El hijo de los condes, el que fuera obispo de Palencia y finalmente arzobispo de Sevilla, don Diego Hurtado de Mendoza, favoreció generosamente al cenobio, pagando el retablo, y muchas joyas. Quedó también enterrado en su capilla mayor, aunque luego lo llevaron a la catedral sevillana, donde hoy descansa bajo un mausoleo trabajado por Doménico Fancelli.

Tanto los sucesivos señores de Tendilla, como los más humildes de sus habitantes labradores, ayudaron con limosnas y ofrendas durante siglos a los jerónimos de Santa Ana. Uno de los hijos ilustres de la villa, el oidor Tomás López Medel, entregó altas sumas de dinero para construirse una capilla donde ser enterrado, (la que se llamó Capilla de el Oidor).

Sería interminable hacer un listado de los notables varones que como religiosos jerónimos florecieron entre los muros de este monasterio. Destacan entre ellos las figuras de fray Juan de San Jerónimo, virtuoso y humilde, poeta y deportista, sobrino del ya referido Oidor López Medel; fray Rafael de Escobedo, natural de Moratilla, que alcanzó a ser Definidor en un Capítulo General; fray Pedro de la Cruz, que durante largos años se dedicó a la oración en una pequeña cueva existente en la huerta del monasterio, negándose a hablar con nadie que le recordara el mundo; fray Jerónimo de Auñón, que llegó en Tendilla a ser prior y en la Orden jerónima su Procurador General, siendo recordado por sus especiales dotes para las matemáticas.

En cualquier caso, todo pasó. La Desamortización de Mendizábal acabó en 1836 con la existencia de este monasterio, y aún con la Orden de San Jerónimo. Los frailes exclaustrados se dispersaron por el mundo, dedicándose muchos de ellos a la música. El edificio de Tendilla, expoliado enseguida, y claramente ruinoso, de tal modo que en 1843 se vendió por el Estado al vecino de la villa don Pedro Díaz de Yela en 20.100 reales para que aprovechara la piedra que quedaba.

Los sepulcros de los fundadores, gracias a la Comisión Provincial de Monumentos, se desmontaron de aquel lugar abandonado y en 1845 fueron trasladados a Guadalajara, siendo instalados en los extremos del crucero de la iglesia de San Ginés, donde en 1936 aún sufrieron bárbara agresión, y hoy, apenas restaurados, permiten hacerse idea de lo que fueron en sus orígenes: unas espléndidas piezas de la escultura funeraria tardogótica.

A pesar de los escasos restos que se tienen en pie, por la cercanía a la capital y por lo que supone de importancia en el conjunto de la historia medieval alcarreña, merece la pena acercarse hasta Tendilla (donde tantas otras cosas hay de interés para ver y degustar) y subir en un paseo agradable hasta las ruinas evocadoras de este antiguo monasterio jerónimo de Santa Ana.

Un nuevo centenario alcarreñista: El Desierto de Bolarque

En este año plagado de centenarios y conmemoraciones, toca en la Alcarria reventar las campanas el día 17 de Agosto, para que llenen la atmósfera con su canto en conmemoración de un centenario verdaderamente singular: el de la fundación del Desierto carmelitano de Bolarque, una institución histórica que merece un recuerdo denso por parte de cuantos tienen algún interés por el pasado de nuestra tierra.

Es concretamente la villa de Sayatón la que en esta ocasión se ha movido (y su alcalde Luís Bronchalo al frente) para que todos recuerden esta importante efemérides que hace más densa y rica la historia de la Alcarria. Con diversos actos se conmemorará este hecho durante el próximo verano, y uno de ellos será la edición de un libro, que saldrá coincidiendo con la terminación de las obras de arreglo de la iglesia parroquial de esta simpática villa situada a las orillas del Tajo.

El Desierto de Bolarque es un lugar inédito, desconocido para la gran mayoría. Conjuga tres valores diferentes: de un lado, el paisajístico, pues se encuentra situado en uno de los lugares más hermosos de la provincia, la orilla derecha del río Tajo aguas arriba de Bolarque; de otro, el monumental y artístico, ya que aún permanecen escondidos entre la densidad del pinar los restos del gran monasterio carmelita y numerosas ermitas de las que usaron los ermitaños para su vida ascética; y finalmente el interés histórico, pues allí se fraguó y se dio vida a un nuevo modo de entender la religión, el anacoretismo primitivo, pasando por aquel lugar gentes diversas y de gran importancia, desde el renovador del Carmelo fray Alonso de Jesús María a su Vicario General, Nicolás Doria, así como destacados aristócratas de la Corte, y el propio Felipe III que visitó en 1610 aquellas soledades.

El Desierto de Bolarque cumple ahora cuatrocientos años, y ello será exactamente el día 17 de Agosto. Su mejor cronista, el fraile carmelita fray Diego de Jesús María, escribió y publicó en 1651 un interesante libro en que narra la vida primitiva de esta institución. Nos dice de los esfuerzos que los frailes de Pastrana hicieron para poner en práctica el ideal de la Reforma: la vida contemplativa exclusiva, el eremitismo primitivo. Y entre varios renovadores se pusieron manos a la obra. El lugar lo eligió fray Ambrosio Mariano, comprándolo por 80 ducados con el dinero que entregó para ello un caballero genovés amigo suyo. Tres carmelitas comandados por fray Alonso de Jesús María se instalaron en la solitaria orilla del río Tajo, media legua arriba de la estrechez que formaba el río en la llamada Olla de Bolarque, y construyéndose con ramas y piedras sus ermitas y una pequeña iglesia, dijeron en ella la primera misa ese día de agosto de 1592.

Después llegaron muchos más frailes, muchas ayudas, el entusiasta apoyo de buena parte de la aristocracia madrileña, y hasta la visita del Rey Felipe III. Se levantó en los primeros años del siglo XVII un enorme convento, con una bonita iglesia, muchas capillas, un claustro, biblioteca, dependencias múltiples y, por supuesto, muchas ermitas, hasta 32, que se distribuían por la ladera derecha del Tajo en torno al convento. Allí vivían aislados en oración permanente los frailes más tenaces. Otros residían en el convento, también rezando, pero además escribiendo. En Bolarque se fraguaron muchos de los libros de espiritualidad de la Orden Carmelita reformada a lo largo de los siglos XVII y XVIII.

En 1836 la Desamortización de Mendizábal forzó el abandono de este lugar paradisíaco. Los frailes se fueron, exclaustrados. Algunos se quedaron a vivir en Sayatón, incluso se casaron y hoy viven allí sus descendientes. Dicen las leyendas que guardaron un gran tesoro por las brañas del monte, y que nadie hasta ahora ha conseguido descubrirlo. Lo cierto es que muchas de las riquezas artísticas que encerraba Bolarque se trajeron a Pastrana y hoy en su colegiata se exponen. Así ocurrió con la talla salcillesca de la Divina Pastora, o con el óleo de Diricksen que representa a María Gasca, mas algunos retablos, reliquias y enterramientos con escudos.

Visitar hoy el Desierto de Bolarque es una tarea para aventureros, caminantes y montañeros avezados. Se encuentra el lugar en las orillas del pantano de Bolarque, aunque el mejor camino para acceder a él es por Sayatón, subiendo la ladera del monte que limita el término por levante, y bajando por alguno de los barrancos (alguno tan profundo y espectacular como el del Rubial) que dan al Tajo. Las aguas del río, allí remansadas, pero aún estrechas por la hondura de los montes, reflejan el azul del cielo y confieren al lugar una belleza intensa, una paz soñada, una sensación indescriptible de vuelta a los orígenes.

Entre la maleza y el bosque, allí de pinos y muy denso, surgen las románticas ruinas del convento, de las ermitas, de la iglesia, del claustro… como si de una fábula se tratara, en el silencio de la mañana parece reconocerse aún el eco de las campanas, o el murmullo de los cánticos monacales. Todo es paz, armonía. Lástima que haya que caminar tanto, y tan duro, para llegar hasta aquel espejo de felicidad.

El Desierto de Bolarque (que lleva este nombre porque así llamaron los carmelitas a sus fundaciones de tipo eremítico) se encuentra en el interior de una finca particular, propiedad de los Duques de Pastrana, y es aconsejable pedirles permiso antes de acudir en excursión a visitarlo. Además pertenece, administrativamente, al municipio de Pastrana, a pesar de ser Sayatón el lugar más cercano geográficamente. Desde la presa de Bolarque puede accederse, no sin cierta dificultad, pero también hay que pedir permiso para atravesar las instalaciones de Unión Eléctrica. El camino más cómodo es llegar por medio de una embarcación, navegando las aguas siempre tranquilas del embalse de Bolarque. La visión del monasterio desde el agua es realmente inolvidable.

En cualquier caso, un nuevo motivo para la recordación, para el viaje, para la encantadora tarea de descubrir la historia de nuestra tierra.

Danzas y milagros en la Virgen de la Hoz

 

El pasado domingo, en una jornada de primavera verde y húmeda, se celebró en Molina la tradicional fiesta en honor de la Patrona del Señorío, la Virgen de la Hoz. Era la jornada dedicada a representar la Loa de la Virgen, un auto sacramental antiguo y colorista que año tras año viene repitiéndose desde su rescate para el Domingo de Pentecostés.

Mucho público por la carretera que desde Molina va al Santuario de la Virgen de la Hoz, incrustado en lo más estrecho del desfiladero del río Gallo, en un paisaje que por más veces que se vea, siempre parece grandioso y vivo. Gentes devotas, patrióticas, sinceras… gentes como las de Molina, que sienten en las entrañas el amor a su tierra, a su Virgen, a sus tradiciones.

La representación, extraordinaria. El encuentro en lucha del Bien y el Mal, personificados en este auto sacramental por unos diablos y un ángel que pelean con espadas y con razones, mientras los pobres humanos (el mayoral y el zagal, el peregrino y el zamorano) asisten atónitos y sufridos a la lucha, quedó de maravilla. Después vienen las danzas de palos y espadas, la danza final de la cadena, y el remate con la torre humana en la que un niño vestido de angelito proclama a los cuatro vientos la grandeza de la Virgen.

Ayer, sin embargo, la jornada fue muy especial. Porque a la tradicional romería, a la fiesta vibrante de la Loa, a las comidas campestres, se sumaron los actos religiosos que celebraban la inauguración de las obras realizadas en el Santuario, que se han venido desarrollando a lo largo de todo el pasado año, sufragadas con las aportaciones económicas de los molineses amantes de su Virgen Patrona, y del santuario que la alberga. El párroco molinés encargado de esta capilla roquera me lo enseñaba entusiasmado.

El aspecto externo, como siempre de película, ha quedado tal cual era: las escaleras escoltadas por la roca, cubierto todo de hiedra y parras, llevan hasta la portada gótica con el escudo de los Burgos. El verso de Suárez de Puga, dedicado «a esta parra» sigue asombrando con su firmeza y melodía a cuantos lo leen. El interior, sin embargo, ha recibido una limpieza, ampliación y cuidado que sorprende a todos: a quien no lo hubiera visto antes, y a cuantos muchas veces (como me ocurría a mí) había penetrado en su oscuro ámbito a sentir la voz de la Madre de Dios entre la firme dureza de la roca.

Se han limpiado todos los muros, se ha dejado limpia la roca que hace de pared por el norte al templo, se ha iluminado el recinto y se han restaurado los retablos, quedando todo limpio y elegante, sin perder la sencillez y el humano volumen de lo que siempre fue. Aún quedan por terminar las obras del camarín de la Virgen, y la instalación de la fantástica colección de ex‑votos antiguos y originales como en pocos sitios pueden verse. Pero eso llegará enseguida, con la aportación segura de los fieles y amigos de esta Virgen milagrosa y este santuario inigualable.

Entre el bullicio de la fiesta y la maravilla natural del sitio, que el domingo pasado estaba más hermoso que nunca, fresco y brillante tras las lluvias de primavera, yo recordaba la leyenda de la aparición de la Virgen. Aquella singular y mágica andanza del vaquero de Ventosa al que se le perdió una vaca y buscándola se le hizo de noche entre las espesuras montuosas de la orilla del Gallo. Presa del miedo, acudió mentalmente a la Virgen, y sorprendido vio enseguida a la vaca, escondida en un lugar casi inaccesible. Cuando subió a por ella, encontró que aun más arriba una luz extraña iluminaba el bosque y la rojiza roca: sobre un pedestal de piedra estaba brillante una imagen en madera de la Virgen. Los pueblos de Ventosa y Corduente, y la capitana villa de Molina se disputaron el honor de tener la imagen recién aparecida. Tras diversas peripecias, el santuario se construyó en el término de Ventosa, en la orilla del río Gallo, pegado y aún refugiado en la propia roca arenisca. Y allí, en un reducido espacio sagrado, ahora remozado y hermoso como cuando en la Edad Media se construyera por primera vez, quedó la Virgen de la Hoz llamada, a la que todos los hombres y mujeres que son de Molina llevan en la frente y en el corazón como un talismán, y como un premio.

Eso se pudo comprobar el pasado domingo, en la animada romería celebrada, en torno a este santuario mariano que puede presumir de ser, sin duda alguna, el más hermoso de todos cuantos en la provincia de Guadalajara, y muy posiblemente en la Comunidad Autónoma entera, existen. El sitio, aunque no esté de fiesta, bien merece un viaje. Ahora con su pequeña hospedería, su casa de comidas, sus aparcamientos, y sus lugares para la merienda entre los árboles, le convierten en una meta segura y obligada de cuantos hacen turismo provincial y no quieren perderse ni una sola de las cosas hermosas que tiene nuestra tierra de Guadalajara.

En Jadraque con Fray Pedro de Hurraca

 

El pasado sábado día 30 de mayo, y gracias a la iniciativa de la Casa de Guadalajara en Madrid, se celebró una nueva jornada de lo que se ha dado en apelar como «Guadalajara en América», un ambicioso programa que consiste en rememorar a los alcarreños más señalados en la aventura del Descubrimiento y Colonización del Nuevo Mundo.

En esta ocasión, el recuerdo se dirigió a quienes nacidos en Hita y en Jadraque, tuvieron algo importante que hacer en tierras americanas. Con la participación de un nutrido bloque de miembros de la Casa de Guadalajara, sus directivos al frente, y una serie de caras conocidas de nuestro ambiente cultural, a lo largo del día se sucedieron a los viajes las inauguraciones, y a los discursos las conversaciones amistosas en una jornada inolvidable, realmente diferente.

Fue primeramente en Hita donde se recaló. Allí, en la plaza, y tras los discursos de rigor por parte del Presidente de la Casa de Guadalajara, se descubrió la placa de cerámica en la que consta el recuerdo que en este año del V Centenario se ha tenido, desde Madrid y Guadalajara, para con don Juan Manuel Bustamante y Medrano, obispo de la ciudad de Trujillo en las Indias de Nueva Granada; hacia Juan de Campo, de quien se sabe que como pintor de retablos se fue a América a poner su arte por las iglesias; y hacia Juan Valentín de Gamboa y de Nurueña, misionero que fue en el Perú, y de cuya familia aún queda el recuerdo en las blasonadas lápidas de la iglesia mayor de Hita. Cuantos hablaron lo hicieron muy bien, poniendo en sus parlamentos la brevedad que aquellos remotos personajes imponen, y la intensidad que de sus epopeyas personales se destila.

La segunda parte de nuestro viaje se centró en Jadraque, donde volvió a reunirse la numerosa grey de excursionistas, a proclamar el cariño y el recuerdo que aún mantenemos los alcarreños por dos figuras excepcionales de nuestro pasado: el fraile mercedario y milagrero fray Pedro de Urraca, que en el Perú dejó asombros y devociones tras sí, y don Juan Gutiérrez de Luna, riquísimo indiano que a su regreso desde América dejó cuantiosos dones para el culto parroquial de su natal Jadraque.

Aquí, en la villa castillera, tuvieron lugar también una serie de intervenciones a cargo de autoridades e historiadoras que glosaron las figuras homenajeadas. En especial me pareció interesante la que en recuerdo de Fray Pedro de Urraca pronunció su mejor biógrafa, breve y muy bien centrada.

De este personaje, tan curioso y atrayente, hay escrita una magnífica biografía que recomiendo a todos mis lectores. Pero no me resisto, en esta ocasión en que Jadraque y un grupo de alcarreños con honra le ha dedicado su recuerdo, a poner unas breves líneas que nos le hagan de nuevo actual.

Nació Pedro de Urraca en esta villa castillera junto al Henares, en 1583, y salió de ella a los 15 años, junto a su hermano Francisco, embarcando en Sevilla rumbo a América, para tratar, como tantos otros antes lo hicieran, de buscar la fortuna en las tierras lejanas del Nuevo Mundo. Llegado a Panamá, y tras haber sobrevivido a una tormenta muy fuerte, por Guayaquil subió a Quito, donde encontró a su hermano en el convento franciscano. Dos años después, tras un periodo de formación junto a los jesuitas, decidió integrarse en la Orden de la Merced. Profesó en la Orden fundada por Pedro de Nolasco el 2 de febrero de 1605. Cambió entonces su nombre por el de Fray Pedro de la Santísima Trinidad.

Tras ordenarse sacerdote unos años después, fue trasladado por sus superiores al convento de la Merced en Lima, concretamente al que era denominado como «convento de la Recoleta de Belén», recién fundado en los primeros años del siglo XVII. Allí quedaría, hasta su muerte. A excepción de un viaje de pocos años (1621 a 1626) que realizó a España, para visitar a su familia, aquí en Jadraque, y servir de confesor una temporada de la reina doña Isabel de Borbón, contactando en la Corte madrileña con fray Juan Falconi, compañero de Orden y muy famoso por entonces como predicador y asceta, fray Pedro de Urraca siempre vivió en la capital peruana, rodeado del afecto y admiración de los frailes de su convento y de la población toda de la ciudad. Ello se debió a su capacidad para la mortificación, que se hizo proverbial; a su don de consejo y profecía; a su bondad y fama de milagrero, y, fundamentalmente, a su afán evangelizador, propagador de la devoción por la Santa Cruz de Cristo, y por sus padecimientos de dolor y alteraciones de la piel, que le forzaron a estar durante muchos años prácticamente incapacitado para otra cosa que no fuera rezar y dar consejos.

Tras muchos años de padecimientos, Urraca murió en Lima el 7 de agosto de 1668. Se iniciaron entonces las informaciones que la jerarquía religiosa mandó recoger con objeto de acumular datos para un posible proceso de beatificación, que, aunque lentamente, todavía hoy sigue adelante. Es curioso comprobar cómo en la misma sede temporal de Jesucristo, las varas de medir son diferentes, y lo que para unos ha sido un proceso de beatificación rápido y sin problemas, para otros se eterniza (lleva fray Pedro más de tres siglos esperando) aunque existan miles de testimonios a favor de su virtud.

Una de las actuaciones evangélicas más señaladas de fray Pedro de Urraca fue la propagación por el Perú, especialmente entre los estratos indígenas, de la devoción por la Cruz, que el fraile jadraqueño había iniciado, y abriéronse láminas, y hasta en Madrid llegaron devotos que hizieron abrirlas, repartiéndolas y venerándolas, según nos dice su biógrafa. En este sentido, consta el dato de que tras su muerte, y aún en los últimos años de su vida en que la fama del jadraqueño había ido alcanzando cotas muy notables, se hicieron numerosos retratos al óleo, y se grabaron estampas en las que fray Pedro de Urraca aparecía, revestido de su hábito de fraile mercedario, y acompañado de los elementos iconográficos propios de su orden, de su nombre y de sus querencias, tal como junto a estas líneas aparece.

Fue la del pasado domingo, en definitiva, una jornada que, por lo menos a mí, me pareció luminosa y será inolvidable. El recuerdo de la Alcarria hacia sus hijos más notables. La definitiva asunción de su memoria en discursos y placas, y, en fin, ese sonido de la voz, de cierta voz humana, que parece surgir del más alto e inalcanzable de los paraísos.