Virreyes americanos en Pastrana
Si la villa principesca de Pastrana puede presumir, y con razón, de tantas cosas, no es la menor la nómina de hijos ilustres, de personajes que en una u otra rama de la inteligencia humana han nacido entre sus límites, o por sus callejas han pasado a lo largo de la historia. De esos nombres, hay algunos que están íntimamente ligados a la historia de la América hispana, de la que este año, por obligada referencia centenaria, nos estamos ocupando en buena medida.
Con motivo de algunas conferencias que he tenido que pronunciar recientemente, sobre el tema de los alcarreños (especialmente relacionados con la familia de Mendoza) en América, he investigado a fondo algunas vidas y milagros correspondientes. Y entre las de los múltiples individuos que alcanzaron el puesto de Virrey en México ó Perú, se encuentran buen número de alcarreños. Dos de ellos, íntimamente entroncados con el alcarreño enclave de Pastrana: uno, porque eligió este lugar para su retiro y muerte. El otro, porque no lo eligió él, sino Fortuna, para su nacimiento y primeros años.
Fue el primero don Juan Francisco de LEYVA y de la CERDA, conde de Baños, nacido en Alcalá de Henares, pero en las casas mendocinas del Conde de Coruña (don Lorenzo Suárez de Mendoza, que también fue Virrey de la Nueva España, en 1604) y a su vez tío del también Virrey don Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, marqués de la Laguna de Camero Viejo, y natural de Cogolludo. Era uno más de los numerosos individuos de las casas de Mendoza y Medinaceli que acudieron a América para su dirección y gobierno en siglos pasados. Sirvió primeramente como militar en Nápoles. Y en 1660 arribó a México en calidad de Virrey puesto por el Monarca español, dejando allá un mal recuerdo, pues fué tachado de «opresivo» y de «totalmente incapacitado» para el cargo, habiendo hecho de menos a los criollos y dejándose llevar por su esposa y camarilla de allegados, que le condujeron a cometer diversos errores. Cuando falleció su mujer, el Virrey Leyva y de la Cerda se retiró al Convento de San Pedro, en Pastrana, donde tomó los hábitos de monje carmelita.
Fue el segundo don Gaspar de la CERDA SANDOVAL SILVA Y MENDOZA, que es el más moderno de los virreyes Mendoza en América, y que ostentó el título de octavo conde de Galve. Pertenecía a la casa primogénita formada a partir de la rama principal de los Infantado y de los duques de Pastrana. Nació aquí, en la principesca villa, en 1653, siendo sus padres, don Rodrigo de Silva y Mendoza, cuarto duque de Pastrana, y doña Catalina de Sandoval y Mendoza, octava duquesa del Infantado. Ingresó en la Orden militar de Alcántara, y de su tío heredó el condado de Galve, con cuyo título fué en adelante conocido.
Fué nombrado para el virreinato de la Nueva España en 1688, pudiendo calificarse, como han hecho otros historiadores, a su época como una de las más lucidas y magníficas del virreinato mexicano. Tuvo que enfrentarse, en los primeros momentos de su mandato, a las continuas correrías de los corsarios por las costas del territorio, y aun a las heladas y fuertes lluvias de los años 1691‑92, que hicieron que adviniera un periodo de carestías que propició una revuelta popular culminada con el incendio de su palacio.
Sin embargo, la labor desarrollada a lo largo de sus ocho años de mandato fué en general muy beneficiosa, destacando entre sus acciones la construcción del Seminario Conciliar de México; la fortificación y mejoras urbanísticas de numerosos enclaves portuarios y costeros, entre ellos la Pensacola de Santa María de Galve, e incluso las empresas de conquista y repoblación desarrolladas a través de Texas. Su prestigio le posibilitó alargar el periodo habitual de mandato otra temporada más, y por supuesto remontar con total éxito el obligado juicio de residencia, del que en la sentencia dada en mayo de 1696 por el juez Tovar, se decía de Galve que había sido «bueno, recto y muy ajustado Virrey». Vuelto a España, en marzo de 1697, murió en el Puerto de Santa María ese mismo año.
No merece la pena abundar en más meticulosas noticias acerca de las vicisitudes novohispanas de estos individuos. Solamente resaltar que Pastrana estuvo en sus retinas en momentos tan diferentes de sus vidas: del primero, cuando ya viejo y achacoso quiso huir del «mundanal ruido» y se refugió en el silencio carmelitano y rumoroso de olivos del claustro de San Pedro, sobre la roca dulce del Arlés; del segundo, cuando niño aún el mundo nacía entre las callejas frescas de la villa en la que su padre seguía usando, por temporadas, el fastuoso palacio que presidía la Plaza de la Hora, cuajada hoy todavía, además de sol y risas, de la evocación de estos solemnes personajes que, en la medida de sus fuerzas, hicieron un poco a esa América que ahora celebra su Quinientos aniversario.