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junio, 1991:

Atienza: Villa y castillo

 

Será este próximo fin de semana un momento ideal para acercarse a esa altura increíble de Atienza, en la que, sobre la roca altiva, laten siglos de historia y leyendas medievales. Haremos aquí, ahora, un breve repaso a su historia, y una descripción sucinta de su castillo para quienes decidan emprender esta aventura de turismo provincial.

El origen de esta villa encastillada, que levanta la admiración de cuantos por primera, o sucesivas veces la contemplan, es remotísimo, existiendo pruebas arqueológicas que avalan su existencia como fuerte castro y poblado núcleo en tiempos de los celtíberos, habiendo sido el pueblo de los titios el que con más seguridad lo pobló originariamente, levantando ya un primer fortín en cada uno de los dos cerros (el del castillo y el del Padrastro) que protegían el entorno.

Los cronistas latinos nombran a la antigua Thytia como uno de los puntos de más ardua resistencia de los celtíberos al ataque de los romanos invasores. Tras ellos y los visigodos, asentaron en esta altura los árabes, que iniciaron la construcción del castillo. En torno a este castillo moro, con el que Rodrigo Díaz de Vivar no osó entablar combate al considerarlo como una peña mui fuert, surgieron las batallas y las apetencias a lo largo de toda la Edad Media: en 870‑874, fué reconquistada por Alfonso II el Magno, pasando otra vez a los moros poco después. En el 967, Alhakén II tomó Atienza por base de sus peligrosas incursiones, desde la sierra de Pela a Sepúlveda y Dueñas, lugares que arrasó, llegando hasta el Duero. Este fuerte castillo roquero se mostraba inexpugnable a los ojos de los castellanos. Aún la tomó, sin embargo, García Fernández, aunque enseguida Almanzor la recuperó, destruyéndola y volviendo a ser edificada por los árabes.

La conquista definitiva de Atienza y su castillo tiene lugar en el año 1085, cuando Alfonso VI toma Toledo y se le rinden al mismo tiempo todos los enclaves más significativos del reino. Sería ya bien entrado el siglo XII, en 1149 concretamente, cuando el rey Alfonso VII concedería un gran territorio comunal a Atienza, incluyendo en él la posición fuerte de Castejón sobre el Henares, y dando un Fuero del tipo de Transierra a todo el territorio.

Fue en el reinado de Alfonso VIII cuando la villa progresó espectacularmente, y el castillo alcanzó su aspecto definitivo, levantándose el segundo y más amplio cinturón de murallas. Este monarca tuvo siempre gran preferencia por esta villa, ya que en su infancia fue salvado por sus habitantes de la persecución a que le sometía su tío y regente Fernando de León. En una mañana de la primavera de 1169, los arrieros atencinos sacaron escondido en una caravana de mercancías al joven rey, llevándolo a Segovia done fue salvo. Esa fiesta sigue conmemorándose cada año en la Caballada de Atienza, universalmente conocida.

Durante el siglo XV, diversos hechos de armas asestaron importantes daños a la villa y castillo atencinos. Las tropas del Rey de Navarra se hicieron dueñas de la posición, y tiempo después el castellano Juan II ayudado del Condestable Álvaro de Luna y un poderoso ejército, sitiaron y conquistaron la importante villa, llegando a la lucha cuerpo a cuerpo y teniendo que destruir e incendiar buena parte de la población para poder expulsar de ella a los navarros.

En tiempos más modernos, en que el declive de la villa se fue acentuando, por razones comerciales, y el castillo quedó paulatinamente abandonado, aún se registran los sonoros hechos guerreros de la Guerra de la Independencia, en la que la fortaleza fué tomada unas veces por los generales Castaños y El Empecinado, y otras por el francés Duvernet, siempre con el resultado de su ruina progresiva.

Desde cualquier punto de la rosa de los vientos que se llegue a Atienza, la sorpresa de contemplar sobre las pardas ondulaciones del campo castellano un altivo promontorio rocoso rematado en castillo de guerreras evocaciones, es una experiencia que difícilmente podrá olvidarse en toda la vida, y que resistirá comparaciones con muy pocas otras apariciones paisajísticas.

En efecto, el cerro cuestudo, que en lo alto se hace roquedal cortado a pico, sustentador de añejo castillo, y escoltado en sus laderas por la población en la que espadañas románicas y portaladas solariegas, llenan el espacio con su denso discurso de siglos, tiene las características todas de la urbe castellana en la que ninguna mixtura ha venido a alterar tan acendrados latidos. Atienza es, pueblo, murallas y castillo, un conjunto único en nuestra región, una villa con tal poder de evocación y maravilla que andar sus calles en el silencio de cualquier jornada de invierno, hace que sin esfuerzo la imaginación se vaya a remotas épocas.

El castillo se sitúa, fácil es de ver, en lo alto de empinado cerro, cantil calizo en su altura. La cúspide es estrecha y alargada, y en ella asientan los restos de lo que fue alcazaba mora y cristiana. Los bordes ofrecen aún mínimos restos de muralla muy derrotada, y en el centro se abren dos profundos aljibes que sirvieron en sus tiempos para recoger el agua de la lluvia y ayudar a sus habitadores a soportar asedios.

En la esquina del mediodía, surge la torre del homenaje, restaurada no hace muchos años, y que ofrece una sencilla estructura de planta cuadrada, con puerta en la planta baja, salas interiores, y una escalera en el muro que asciende a las plantas superiores y finalmente a la terraza, desde la que el panorama permanece inolvidable. En la esquina más meridional de la torre, un garitón circular volado sirve de quilla contra el viento.

Todavía en la altura encontramos los restos de la entrada al castillo, formada por dos torreones que escoltan una puerta, a la que se accede desde el camino de ronda. Este camino de ronda circula por dentro de lo que podría denominarse recinto externo del castillo, formado por una barbacana no demasiado fuerte, y hoy ya en gran modo derruida. Iniciada al sur del peñón, acompañaba al referido camino de ronda, y antes de proceder a dar paso a las escaleras de subida a la meseta, se ensanchaba formando un amplio albácar o patio de armas, circuido por muralla y torreones esquineros de endeble consistencia.

Desde la altura de este castillo atencino, parten en dos círculos, respectivamente más anchos, los dos cintos de muralla que cubrieron y encerraron a la villa en remotas épocas. Del primero, que abarcaba el corazón de la primitiva villa, se ven múltiples fragmentos de paramentos de fuerte sillarejo, y sendos portones, de los cuales el más bello y representativo es el llamado arco de arrebatacapas, que franquea el paso desde la plaza del Ayuntamiento, moderna del siglo XVIII, a la plaza del Trigo, núcleo urbano el más importante de la villa medieval. Por fuera de este cinto de murallas, se ven las más anchas, que sirvieron para encerrar a la villa que en el siglo XIV alcanzó su máximo apogeo, el número más elevado de habitantes de toda su historia (unos siete mil) y de parroquias, unas catorce, todas de estilo románico. De esta muralla externa, que encerraba barrios como el de Arrebatacapas, y ciudadelas como la Judería, quedan enormes trechos en diversas zonas del ámbito urbano y alrededores, mostrando también algunas puertas acompañadas de torreones.

Son, en definitiva, muestras vivas y emocionantes de un pasado que aún se ofrece esplendoroso a quienes quieran visitarlo en cualquier jornada de viaje por la provincia. En este próximo domingo, por ejemplo.

Un verano en Sigüenza

 

Por estas fechas, más o menos comienza el verano. Será un nuevo verano cargado de visitantes y veraneantes en Sigüenza. Será, estoy seguro, el inicio de una nueva época en la que cada vez habrá más gentes que decidan pasar su temporada estival de descanso en Sigüenza. Lejos del barullo de las playas y los lugares de moda. Cerca de las alturas limpias de una sierra que este año tendrá agua en cada nava y yerbas por las umbrías y entre los álamos. Cada vez más gente se apuntará a ese veraneo, estoy seguro.

Pero Sigüenza ha de ir cobrando moda por otras causas. En este periplo veraniego comienza con sus Cursos de Verano (que la Universidad de Alcalá de Henares pone en oferta educativa y formativa con mayor amplitud si cabe), sigue con las fiestas de San Roque, en las que alegría, toros y bullanga están aseguradas para quien le vaya, y termina por donde empieza: con la paz serena de todas sus horas, que marcan solemnes las campanas de la catedral, y el clima perfecto que recuerda, al mediodía, que es verano, pero que nos libera de la tenaza del calor por las noches.

En ese despegue del turismo veraniego en Sigüenza ha habido algunos puntos de retroceso que convendría plantearse la necesidad de reabrir. El primero ha sido la espantada del Tren del Doncel que por parte de RENFE (alegando que no había suficientes ganancias) se ha suprimido, a pesar de que el Ayuntamiento le ofrecía a su pasaje un recibimiento casi hawaiano. Quizás sea un aviso, subliminal como todos, de que no se puede tratar con mimo a unos turistas y a otros dejarlos que se las apañen. Eso puede significar ‑haciendo autocrítica siempre‑ que la atención a visitantes en Sigüenza debe ser más homogénea, pensar en todos.

El segundo de los puntos de retroceso ha sido el cierre, (o la «no utilización» al menos) de la Oficina de Turismo que la Excma. Diputación Provincial montó en la calle Cardenal Mendoza, la más transitada de la Ciudad Mitrada, con el objeto de servir de escaparate continuo de las bellezas, artesanías, etc. de Sigüenza, y dar un apoyo al turista ofreciéndole planos, información sobre alojamientos, visitas, etc. El pasado domingo día 9 de junio, un día radiante de primavera, con la ciudad entera cuajada de turistas, las puertas de esta oficina estaban cerradas a media mañana, en su interior no había nadie, y en su puerta no se daban más explicaciones de donde poder dirigirse en busca de alguna información.

Quizás sean estos dos puntos a reflexionar sobre lo que Sigüenza, sobre todo en verano, puede y debe hacer de cara a la promoción de su turismo. Se lo va a tener que montar el propio Ayuntamiento y, con toda seguridad, los implicados directos en el tema (hoteleros, restauradores, comerciantes, etc.) No se puede esperar a que RENFE, o Diputación, venga a sacarles las castañas del fuego.

Ese aliento nuevo se ha visto en algunos puntos. Y eso es muy importante. Por ejemplo, la apertura de nuevos locales comerciales en la Calle Mayor que sube desde la gran Plaza de la Catedral al Castillo. Tiendas de artesanía, restaurantes, antigüedades, incluso agencias inmobiliarias. De las primeras, el «Alfar del Monte» (que con tanta inteligencia llevan adelante Carlos Alonso y María Dehijas) ha puesto un establecimiento cuajado de ofertas hermosas de cerámica y artesanías varias, todas nacidas en esta tierra seguntina. De los segundos, a media cuesta ha abierto el Restaurante «Calle Mayor», perfectamente ambientado en una casona medieval, y con una oferta de servicio y gastronomía a la altura de los más exigentes. Incluso en la plaza del Obispo don Bernardo ha reabierto «El Atrio» que se llena todos los días. Y no digamos la Alameda, que a partir de hoy estará a tope, sobre todo por las noches.

Está claro que la apuesta por el turismo debe doblarse en Sigüenza. Así lo han entendido muchos. Ahí está el proyecto de reforma del casco viejo, a la altura de las Travesañas, donde ha comenzado el polémico plan de rehabilitación con la construcción de casas nuevas (con la cara de lo viejo pero las comodidades, incluidos garajes, de lo actual) que pueden dar un dinamismo hasta ahora impensado a la parte alta del burgo, cada vez más dormida y sola.

En definitiva, habrán de ser las fuerzas públicas, dinamizadoras de la marcha de la sociedad (al menos en teoría) las que pongan alfombras a este turismo que puede potenciarse hasta extremos insospechados. La campaña que en la pasada legislatura inició, ilusionadamente amanecida con nuevos logotipos doncelianos, debe continuar a todos los niveles. Pero siempre con puertas nuevas abriéndose. No sólo son planos y folletos con fotos lo que debe entregarse. Es abrir esa oficina de información. Es organizar actividades de repercusión nacional. Es cuidar al máximo la limpieza de calles y el aspecto externo del burgo. Es (un punto concreto podría ser posibilitar de una vez el arreglo de la «casa quemada» de la plaza) dar grandes voces llamando a la gente a Sigüenza, y darla la bienvenida en sus calles, en sus plazas, en sus monumentos, en los arcos benevolentes de su Ayuntamiento.

Toda una tarea, hermosa y apasionante, le espera al nuevo Consistorio seguntino, al que desde aquí felicitamos, y animamos a que pegue el acelerón que la ciudad necesita para ponerse en el puesto que le corresponde (la cabeza, ni más ni menos) del turismo nacional. Y no sólo en verano.

Veinte años después de su muerte. La obra de Layna Serrano sigue viva

 

El próximo día 8 de mayo se cumplirán los 20 años del fallecimiento de quien fuera no solamente Cronista Provincial de Guadalajara, Académico correspondiente de la Real de Historia, miembro de la Hispanic Society of America, y múltiples títulos más, sino fundamentalmente un gran alcarreño, un enamorado a ultranza de su tierra, y un trabajador incansable en favor de su buen nombre y de su prestigio nacional.

Me estoy refiriendo a don Francisco Layna Serrano, hoy más conocido entre los alcarreños por el nombre de la calle que le fue dedicada, y que es una de las populosas y animadas de nuestra ciudad. Sin embargo, el recuerdo de su obra permanece vivo entre muchos de quienes le conocimos y, especialmente, entre los que a diario usan sus libros y buscan en la sabiduría que él dejó impresa las claves para entender la historia y la idiosincrasia de nuestra provincia alcarreña.

Había nacido Layna en la villa de Luzón (Guadalajara), el 27 de junio de 1893. Hijo de médico rural, en Luzón y en Ruguilla pasó sus primeros años, estudiando luego Bachillerato en el Instituto de Guadalajara y pasando a la Universidad madrileña a cursar la carrera de Medicina.

Su auténtica fama la consiguió como investigador de la historia y el arte de Guadalajara, a la par que luchador y defensor de las esencias provinciales y de la cultura de Guadalajara. Cuando contaba cuarenta años inició Layna sus estudios e investigaciones en torno a Guadalajara. Lo hizo llevado de la irritación noble que le produjo ver cómo un multimillonario norteamericano cargaba con un monasterio cisterciense de Guadalajara, entero, y se lo llevaba a su finca californiana. Se trataba de Ovila. Layna investigó, protestó, y así surgió su pasión de por vida.

Destaca Layna Serrano en sus investigaciones históricas referentes a la familia Mendoza y su importancia en el devenir de la ciudad de Guadalajara. También en sus aportaciones a la historia de las villas de Atienza y de Cifuentes, así como a la arquitectura religiosa románica y militar de los castillos de la provincia de Guadalajara.

Fue nombrado por la Diputación Provincial de Guadalajara, en 1934, su Cronista Provincial, dedicándose a partir de ese momento en cuerpo y alma a estudiar, a publicar, a dar conferencias, a escribir artículos y a defender a capa y espada el patrimonio histórico‑artístico y cultural de la tierra alcarreña. Entre sus muchos títulos y distinciones, cabe reseñar que tuvo también el cargo de Cronista de la Ciudad de Guadalajara, fue presidente de la Comisión Provincial de Monumentos, fue académico correspondiente de la de Historia y de Bellas Artes de San Fernando, así como de la Hispanic Society of America, habiendo recibido el Premio Fastenrath de la Real Academia de la Lengua, y recibiendo la Medalla de Oro de la Provincia de Guadalajara tras su muerte, acaecida el 8 de mayo de 1971, que es la que ahora recordamos.

Layna Serrano es el símbolo de la integridad, del trabajo, de la investigación, del saber, y de la capacidad de transmitir a los demás su amor por la tierra natal. En sus libros puede hoy beberse lo más ancho y más profundo de cuanto se ha escrito sobre Guadalajara. Una estatua frente a la Diputación, y su mausoleo en el Camposanto de Guadalajara, mas la calle dedicada en el Plan Sur, y sus libros, son la herencia que nos permite aquí recordarle, en estas jornadas en que se cumplen los veinte años de su desaparición. Layna Serrano, sin embargo, a pesar de su adustez en el carácter, de su machaconería en los temas que le preocupaban, de su excesiva seriedad en el trato de autoridades y público, fue un hombre que llevó toda la dulzura de su corazón hacia el cauce de la tierra natal, de la que defendió, como ninguno, su esencia y su pervivencia.

No es demasiado pedir que hoy, años después de su muerte, le dediquemos un recuerdo, y hagamos lo que con un escritor debe hacerse para homenajearle: leer sus libros, aprender de su enseñanza, emular su entrega.

Tajuña arriba

 

A Gloria de Lucas Simón, con fervorosa simpatía

La tarde de primavera resplandece de oros y verdes. Ayer me dijiste, Gloria, que yo te veía, pero que tú no podías verme. Hoy valen más, mucho más, los colores del Tajuña, el azul purísimo del cielo, y ese pardo ceniciento de los olivares que se descuelgan desde las alcarrias que ya amarillean. Porque si tú no puedes verlos, están gritando para que los oigas, y pidiendo que les pases las manos por encima, para que los sientas.

El río Tajuña es la espina central de la Alcarria. Más que espina es una médula de agua opaca y silenciosa que se desliza entre las tajantes orillas cubiertas de carrizales y junqueras, abrigada por las sombras de los álamos blancos, de los gigantescos chopos cimbreantes, de las acacias que guardan los caminos, de algunos pinos que se asoman, juguetones, en los pasos estrechos. El río Tajuña va pintando el paisaje con la cinta tierna y frágil de su delgadez niña.

Vamos a subir juntos el Tajuña, Gloria. A pisar sus orillas desde Loranca, a correr la honda verdura de sus huertas. Vamos a hacer una excursión, como a ti te gusta. Y cruzar Aranzueque  a paso de carreta, dando zig‑zags entre la casa del Indiano y la roca donde asienta la iglesia a la que puso portada el obispo Fonseca. Subiremos hasta la costanilla de Armuña, para divisar arriba y abajo los suaves perfiles del valle, tan ancho y distante.

Pasaremos luego cerca de Tendilla, de Romanones, de los trigales tímidos que se levantan por los costados tajuñeros, y veremos de lejos las ruinas del cerrillo de Alvarfáñez donde, dicen los viejos, se echó una siesta el conquistador de la Alcarria.

Veremos, desde abajo, el nido de águilas de Valfermoso, soberbio y suspendido en imposible vuelo. Pasaremos junto a la compuesta estampa de Archilla, con sus casas limpias de la calle de la Fuente, y su modosa quietud aldeana. Miraremos, siempre con envidia de una mejor vida, las idílicas fronteras de Nueva Vrajamandala, y tras pasar la Merced arribaremos a Brihuega, donde nos espera la Peña Bermeja con su Virgen, su castillo, sus moros y sus princesas. Y ahí sí que está todo el color, Gloria, de la Alcarria. Toda la dulce parsimonia de los siglos cuajados en murallas, en iglesias románicas, en fábricas barrocas, en jaranas andalusíes. Todo el color de tu tierra, de nuestra tierra, sabiendo a poco.

Luego será la altura de Villaviciosa, chorreando aguas. El altar de Cívica, la hondura de Valderrebollo y los anchos campos de Yela. Masegoso después, a medias entre el valle y la sierra. Y subiremos (aquí habrá que ir ya a pie, entre breñas unas veces, entre las agrias rocas de la Tajera otras) hacia Abánades, donde además se oirá la densa correría de los rebaños de ovejas, y en lo alto del cerro tendremos la certeza de estar en tierras románicas, porque la abierta galería porticada de su templo nos lo dirá con medidas, con tactos pétreos de sabor medieval.

Seguiremos viendo las estrechas alamedas donde se oye (donde casi se aprende de tan puro) el canto de los jilgueros y los ruiseñores, que los hay todavía. Y llegaremos a Cortes de Tajuña, hundido el caserío entre las abruptas rocas del paso. De ahí el nombre. ¡Qué antiguas evocaciones, qué sencillas historias sin más que verlo! Y aguas arriba Luzaga, con el recuerdo de los celtíberos, que parecen haberse dejado lanzas y escudos entre las rocas, y a miles las dan color, las dan brillo de acero. El camino, que en otoño se hará pisando las caídas hojas de los robles, pasará bajo las ruinas severas del castro de «La Cava», donde aún se oyen las voces de los guerreros celtas, que se fueron anteayer, como el que dice. Y pasaremos por Luzón, por el molino donde hace años nos recibía Samuel Rubio, y nos daba cordero, y truchas, y amistad de la sana. Llegaremos en fin, Gloria, y tú lo verás, lo ves ahora, a Maranchón, blanca de nieves, aterida en grisura pálida de la más alta paramera, donde se acaba el mundo, y el río, y este viaje que he querido hacer contigo, para darte razón de los colores, de los sonidos y de la vida que se prende en las orillas de nuestro río más entrañable, el Tajuña. Del río que tú has recorrido, y ahora quiero (es un homenaje que te dedico, por cuanto haces y harás todavía por nuestros paisanos) que vuelvas a caminar conmigo.

Gracias, Gloria, por tu entusiasmo alcarreñista. Por tu honrada labor, por tu fe sin límites. Gentes así necesita nuestra tierra para salvarse. Tú has cumplido, y por eso te doy las gracias, en nombre de todos.