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abril, 1991:

La iglesia de Atanzón, nueva joya renacentista

El pasado sábado día 20 de abril, a eso de la media tarde, un gentío denso y alegre se movía entre la plana anchura de la plaza y el alto escaraguaitón de la iglesia de Atanzón. Más allá de Iriépal, de Centenera y el arroyo de Matayeguas, en la altura de la primera alcarria, dando vistas al hondón verdoso del Ungría, la luz de la alegría comunal lo llenaba todo. Se inauguraba la iglesia parroquial, el remozado templo de la villa, una de las joyas del renacimiento alcarreño, recuperado felizmente para sus vecinos, y para todos cuantos amamos, uno a uno, estos pueblos irrepetibles de la Alcarria.

Atanzón está situado en una suave hondonada de la meseta alcarreña, cayendo su caserío en declive hacia el profundo y pintoresco valle del Ungría, que riega su término, y tiene tantas historias, decires y siluetas, que uno de sus más sabios hijos, Felipe Maria Olivier López de Merlo, el narrador de la memoria prodigiosa, escribió no hace mucho un libro que así se titulaba, Historias de Atanzón, en el que cuenta todo lo que puede decirse, y es mucho, de este alto enclave alcarreño. Mientras paseaba con él por las calles de este pueblo, todo su entusiasmo se desbordaba junto a mi oído.

Alguna vez conté, en acelerado repaso, la película de los siglos en Atanzón. Que es más o menos ésta: su nombre deriva del árabe, y viene a significar la existencia primitiva de un «molino» en aquel lugar. Reconquistada la zona, perteneció desde su principio a la Tierra y Común de Guadalajara, gozando de su Fuero y acudiendo con sus impuestos a la mejora de los puentes de la villa cabeza del territorio, lo cual fué causa de largos y enojosos pleitos en siglos posteriores. De siempre dedicada a la agricultura de secano y huertas, durante varios siglos una parte de su población se dedicó a la industria de la fabricación de paños, que llegaron a alcanzar cierto renombre por Castilla.

Fue adquirida la villa en el siglo XIII por don Fernán Rodríguez Pecha, camarero de Alfonso XI, pasando posteriormente a sus hijos y descendientes, que por enlaces matrimoniales vinieron a traer el pueblo a la nómina de pertenencias de la casa de Mendoza. El gran cardenal, don Pedro González, en 1469, se la cedió junto a otros lugares de la tierra de Guadalajara, como los Yélamos, el Pozo y Pioz con su castillo, al secretario de Enrique IV, don Alvar Gómez de Ciudad Real, a cambio de la villa de Maqueda. En esta familia ilustre de los Gómez de Ciudad Real, en la que sobresalieron famosos guerreros y poetas, permaneció varios siglos Atanzón.

Su edificio más singular, y el de muchos kilómetros a la redonda, es sin duda la iglesia parroquial,  que está dedicada a Nuestra Señora de la Zarza. Es un edificio majestuoso, crecido en lo alto del caserío, con un pétreo armazón que le confiere un tono brillante entre amapola y zanahoria, de clasicista arquitectura propia de la segunda mitad del siglo XVI. Sus muros son de piedra basta y en las esquinas y cercos de vanos y puertas, surge el sillar bien tallado. Una de las partes más singulares del edificio es su portada principal, grandiosa y severa de líneas, en un innegable estilo heredado de Serlio, trazada por ignoto arquitecto que copió uno de los modelos que este autor boloñés puso en su De architectura libri Quinque, editado en Venecia allá por 1569, por lo que de muy poco después debe ser el trazado de esta portada atanzonense. En las enjutas del arco de entrada, se ven los escudos de los señores del pueblo, los Gómez de Ciudad Real: un león bermejo en campo de plata y tres puñales de oro sobre el azur.

El interior del templo, ahora recién acabado de restaurar, oliendo a nuevo por los cuatro costados, pero con la pátina de los siglos entre medias de ellos, es de grandioso aspecto, con tres naves separadas de esbeltos pilares, lo que la convierte en una edificación o «iglesia de salón» que elegancia italiana. Sobre el espacio de la capilla mayor surge entero y prolijo un bello artesonado mudéjar. Aún se añaden unas bóvedas de crucería en las dos capillas laterales de la cabecera del templo, y el elegante coro a los pies de las naves, donde figura la fecha de 1565 como una de las más concretas de esta edificación. La capilla del Cristo de la Consolación, añadida siglos después al costado norte del templo, también ha sido restaurada y ofrece su elegancia barroca con todo esplendor.

La tarde de primavera, fresca aún, acogió en la puerta, ante el denso gentío, las figuras y las voces de don Luis, el párroco, contento con toda la razón del mundo; a don Jesús Plá, obispo de la diócesis; a don Laureano Martínez Pinilla, delegado provincial de Educación y Cultura de la Junta; a don Germán Hierro, quien con su hermana Pilar han sido los arquitectos directores de la obra; y a don Vicente Hita, el alcalde de Atanzón, que estaba también feliz como pocos días en la vida, ‑pienso‑, puede estarlo quien hace de la cosa pública su principal objetivo. A todos la enhorabuena, y un aplauso.

Un nuevo escudo heráldico: el de Escariche

 

Mañana sábado va a tener lugar en la localidad alcarreña de Escariche un acto popular y lleno de alegría: la inauguración del nuevo edificio de su Ayuntamiento, construido a lo largo de estos últimos meses con la ayuda inestimable de la Excma. Diputación Provincial de Guadalajara. Un nuevo lugar para la armonía y el entendimiento.

Al mismo tiempo, la mejor prueba de identidad de la población se hará palpable con la entrega del Escudo Heráldico de la Villa, que durante los últimos meses ha venido recibiendo un trato de estudio y análisis que finalmente ha llevado a su diseño final y a la construcción de un auténtico símbolo, sucinto pero muy expresivo, de este pueblo de nuestra tierra.

La historia de Escariche es común a todos los pueblos de la Alcarria Baja. Destacan en ella algunos datos que aquí quiero recordar, en esta ocasión tan solemne. Una vez reconquistado su territorio a los árabes, pasó a formar parte del alfoz o Común de Villa y Tierra de Guadalajara, pero enseguida quedó adscrito al territorio de Zorita, entrando por donación del rey Alfonso VIII, en el siglo XII, a formar parte de la Orden de Calatrava, en la que permaneció incluido toda la Edad Media, hasta que en el siglo XVI el Emperador Carlos la puso en venta, y fué en 1584 que compró la villa don Nicolás Fernández Polo.

Este señor se construyó su gran casona‑palacio en el centro del pueblo, frente a la iglesia. Era un recio edificio de tallado sillar en su fachada, donde luce la puerta de acceso, de arco semicircular, adovelado, rematado en su vértice por un enorme escudo de armas escoltado de dos jóvenes desnudos armados de lanzas. El contenido del escudo se desconoce, pues en alguna antigua revolución fué metódicamente machacado. Toda la fachada es cerrada, con aspecto de fortaleza. Tan sólo algunos vanos o ventanas de poco fuste le dan luz.

Junto a este característico edificio de Escariche, y hoy encerrado entre construcciones anejas, estuvo la iglesia del convento que fundara un descendiente del creador del señorío. Era un convento de franciscanas concepcionistas donde entraron las seis hijas de don Nicolás Polo Cortés, fundador del cenobio. Hasta 1835 duró este centro de espiritualidad, que dejó la huella de su templo, hoy encerrado entre corrales y casas anejas, y de la gran fachada del antiguo palacio, que puede (y así ha ocurrido en el escudo de la villa) constituirse en símbolo de la localidad.

El escudo heráldico que mañana será oficialmente presentado, representa la historia y el sentido toponímico de Escariche. Es ésta una voz de clara raíz vascongada. Proviene de la palabra «Ezcaray etxea» que se fundió en «Escari‑che» y que significa la casa de Ezcaray. Sus primeros pobladores serían, lógicamente, vascos. De ese sentido de primitiva «casa» toma el escudo un símbolo: una casa, que por antonomasia es la «casa grande» del pueblo, el palacio de los Polo y luego convento de concepcionistas. El símbolo fundamental, sin embargo, es la cruz de Calatrava, la solemne figura de la cruz flordelisada en rojo sobre campo de plata, que viene a dar el sentido histórico medieval a una gran zona de nuestra provincia, y concretamente también a Escariche. Como punta del escudo, una casa de oro sobre el campo verde que es el propio entorno de la villa. Esa casa es concretamente la imagen del palacio de los Polo, un tanto idealizada. Aunque bien es verdad que podría representar cualquier otra casa de la localidad. Incluso una casa paradigmática. Es lo mismo. El remate de la corona real le congracia con la norma establecida por la Real Academia de la Historia, que pide que los escudos heráldicos municipales hispanos se timbren de esa corona emblemática de la monarquía española de hoy.

Muchos otros pueblos de nuestra provincia están ahora inaugurando sus Ayuntamientos, recién construidos o habilitados en la mayor parte de los casos. Y otros tantos están estrenando sus escudos heráldicos, que vienen a dar, con sus símbolos y sus colores, la imagen neta y personal de estas localidades alcarreñas que con tanto ahínco están comprometidas en el despegue económico y social de este fin de siglo. El de Escariche es todo un ejemplo a imitar. Nuestra enhorabuena a su alcalde, Luis Moreno Sánchez, a la Corporación que le asiste, y a todos los vecinos de la villa, por este nuevo paso dado en el engrandecimiento y mejora de su pueblo. Que es un poco el de todos.

La picota de Budia

 

En nuestros viajes por la provincia de Guadalajara, andando siempre a la búsqueda de las huellas parlantes de la historia, encontramos a veces elementos curiosos que despiertan la atención de (como dice el tópico), propios y extraños. Son éstos las picotas, o rollos, de los que hace tan sólo un par de semanas hacía un cumplido elogio y sabia referencia mi compañero de páginas don José Serrano Belinchón.

Mi abundancia de hoy en este tema es por dar a conocer a los lectores habituales de este rincón provincialista una picota que ha estado olvidada de todos hasta hace muy poco, y que vuelve por sus fueros gracias a la cuidada restauración que se ha hecho de ella y de su entorno.

Me estoy refiriendo a la picota de BUDIA. Un elemento definidor de la categoría de villazgo que fué puesto, como tantos otros, a la entrada del pueblo, en el siglo XVI. Budia era ya Villa con jurisdicción propia, desde 1434, en que el rey de Castilla le concedió tal privilegio. Pero, o no llegó a tener rollo de villazgo, o el que hubiera, ya viejo y decrépito, fué derribado y hecho uno nuevo a mediados del siglo XVI, en que el aumento de población de toda esta zona de la Alcarria central hizo que subieran los dineros de las arcas municipales, y se pudiera tallar este nuevo ejemplar de rollo o picota, que hoy saluda al visitante en la cuesta de Santa Ana, a la orilla del antiguo camino que subía desde el valle del Tajo hacia la villa.

Sobre un multiplicado pedestal de planta cuadrada, todo él reforzado actualmente, y esmeradamente consolidado, apoya la columna única de sillería grisácea, que en sus dos tercios superiores va acanalada o ranurada, y que remata en una especie de gran capitel del que emergen cuatro torsos de animales, de aspecto leonino. Sobre ellos, un remate piramidal.

Es el típico rollo o picota castellano, cuyo simbolismo aún debe ser desvelado para corrección de tanta mala interpretación como anda por ahí suelta. En el siglo pasado, tras las diversas y progresivas revoluciones liberales, muchos de estos elementos fueron destruidos violentamente por las gentes de los pueblos, que veían en ellos los símbolos de la muerte y la opresión de los señores y de la aristocracia. Nada más lejos de la verdad. Los rollos fueron levantados, sufragados con bienes propios de los Ayuntamientos, con mimo y elegancia tallados, y en las plazas mayores o en las entradas principales de las villas puestos, para decir claramente a todos que aquel lugar tenía privilegio de villazgo, y por lo tanto de usar justicia propia, capaz de ver los juicios en primera instancia de todos los asuntos suscitados por la convivencia de sus vecinos. Siendo jueces de tales problemas los alcaldes y regidores, el juez incluso, puestos por elección de aldeanos (aunque, también es preciso decirlo, en ocasiones paniaguados de los señores jurisdiccionales de las respectivas villas). Las picotas eran las que realmente servían para colgar a los ajusticiados, y éstas eran siempre elementos de mucho menor empaque arquitectónico, simples cilindros pétreos sin adornos, y con unos ganchos de hierro en su altura, que se colocaban en las afueras recónditas de los pueblos, y de las que apenas si han llegado hasta hoy ejemplares.

Los rollos (hoy denominados también picotas por ampliación de su apelativo) eran por tanto más simbólicos, y además suponían la confirmación de una importancia y un relieve. De ahí que deban ser cuidados, mimados incluso, por las poblaciones actuales.

Este de Budia ha tenido la fortuna de contar con un alcalde, Rafael Taravillo, y una Corporación Municipal, que han visto este sentido simbólico, esta importancia artística, este legado patrimonial que supone la picota renacentista de su pueblo, hasta hace muy poco semiabandonada entre zarzales, y a punto de venirse al suelo por el destrozo progresivo de su pedestal. Y han realizado la meritoria labor de restaurarla y acondicionar su entorno para que aún perdure muchos siglos más, y hoy pueda ser visitada cómodamente por cuantos quieran llegarse hasta este encantador pueblo de la Alcarria, y en él deambular por sus viejas calles, llegándose finalmente hasta este viejo «camino de Santa Ana» donde la severidad y la elegancia de su antigua picota, que aparece fotografiada junto a estas líneas, le dará a buen seguro la bienvenida.

Notas sobre el escudo heráldico de Pastrana

 

Vamos a retomar hoy el tema de los escudos heráldicos, que me consta tiene tantos seguidores y aficionados. Y lo vamos a hacer concretamente en torno al escudo heráldico municipal de la villa alcarreña de Pastrana. Recientemente la Caja de Ahorro Provincial de Guadalajara ha editado un libro, del que soy autor, que viene a ampliar un tanto el panorama del estudio sobre la heráldica de nuestra provincia, y bajo el título de Heráldica Alcarreña presenta a lo largo de 150 hojas todos los escudos que tallados en piedra o pintados sobre retablos y sepulcros se conservan en la Alcarria Baja, especialmente en Pastrana, Mondéjar, Almonacid de Zorita y Albalate, Tendilla, Fuentelencina, Almoguera, etc.

Entre ellos aparece, por supuesto, el escudo heráldico del Municipio pastranero, que entre otros muchos ejemplos se encuentra tallado en piedra y colocado sobre el rojizo ladrillo de la fachada de su Ayuntamiento. Es concretamente ese tema el que sirve de portada al libro que acabo de referir.

Sobre el escudo de Pastrana, que por cierto acompaña a estas líneas (figura 1), se ha escrito mucho y no se ha llegado aún a una solución definitiva. El hecho es que hoy está reconocido de forma oficial tal como aparece en la fachada de su Casa Consistorial, y viene a ser, en la descripción un tanto complicada pero certera del idioma del blasón, el siguiente: escudo español, partido. En el cuartel derecho, de azur, banda de plata y dos flores de lis de oro. Carga sobre ellas una letra pe, mayúscula, de sable, fileteada de gules. En el cuartel izquierdo, de plata, al punto de honor una cruz flordelisada de gules, y en el resto espada de oro, y una calavera en su color. Al timbre, la corona real cerrada, propia del régimen monárquico legalmente establecido.

Para llegar a la utilización de este emblema, un tanto complicado, han tenido que pasar múltiples avatares. La referencia mas antigua al escudo de la villa, la hemos encontrado en la «Relación Topográfica» enviada en 1576 al rey Felipe II, cuyo original se conserva en la Biblioteca del Real Monasterio de San Lorenzo de El Escorial. En dicha Relación, suscrita por los vecinos Nicolás Hernández de Heredia y Fabián Cano, se dice que «el escudo de este pueblo fué un hábito de Calatrava, por haber sido de dicha orden e fundado por los Maestres, y agora despues que fué de señorio trae una cruz blanca» (1).

Ello nos hace pensar, y parece claro que en un principio, y desde la Edad Media, posiblemente desde que en 1369 le fué concedido el título de Villa por el Maestre Pedro Muñiz, Pastrana trajo por armas municipales una cruz roja flordelisada, que luego transformó en cruz blanca. El hecho es que en 1539, cambió sobre ella el seño­río que ostentaban los caballeros calatravos, pasando a pertene­cer al de la familia de la Cerda. Durante este señorío, que se prolongó hasta el siglo XIX, Pastrana tuvo por armas la cruz, aunque en ocasiones le fueron añadidas, o incluso suplantadas por ellas, las armas de sus señores los duques de Pastrana, que usaban las propias de los apellidos Mendoza, Silva y la Cerda (2). No es raro, pues, que ya desde el siglo XVI se intentara adoptar por armas de la villa la mezcla de los Mendoza y La Cerda, poniendo en el campo principal del escudo una banda escoltada de dos flores de lis.

Pero para centrar el tema de la evolución histórica del escudo heráldico de la villa de Pastrana, recogemos aquí un documento hasta ahora inédito, y que hemos tenido la fortuna de hallar en la sección de manuscritos de la Biblioteca Nacional. Se trata de la magnífica descripción que de la villa hace, a finales del siglo XVIII, en mayo de 1787 concretamente, don Francisco José Fernández de Beteta, y en la cual se recoge en breves líneas la exacta definición del escudo que entonces tenía la villa de Pastrana como propio (3). La descripción que da este escritor pastranero de su escudo heráldico municipal es textualmente la siguiente: «Sus armas, son un escudo en cuyo fondo se ve una P con una barra atravesada en ella desde la izqda a la dra y en los ángulos, que forma, unas flores de lis. He procurado antes de aora averiguar el origen y motivo destas Armas, y no he podido conseguirlo, y así confieso ingenuamente que no me consta».

Pero a principios de este siglo, y a instancias del Ayuntamiento local, se compuso un nuevo escudo municipal, que venía a fundir las armas ya utilizadas anteriormente, añadiéndole nuevas figuras representativas de romántica leyenda que decía: «Pastrana defenderá la Cruz con la espada hasta la muerte» (4). Desde entonces se ha venido utilizando, de forma tradicional, y ampliamente difundida, viéndose tallado este escudo en piedra sobre la fachada principal de la Casa Ayuntamiento. Son, en definitiva, estas notas una aportación más para centrar el origen del emblema municipal de Pastrana, tan definitorio de su esencia.

Notas

(1)  MEMORIAL HISTÓRICO ESPAÑOL, Tomo XLIII, «Relaciones Topo­gráficas de España: Relaciones de pueblos que pertenecen hoy a la provincia de Guadalajara», Edit. Real Academia de la Historia, Madrid, 1905, pp. 183 y ss.

(2) acerca de la historia de Pastrana, ver PÉREZ CUENCA, M.: Historia de Pastrana y sucinta noticia de los pueblos de su partido, Madrid, 1871; SANTAOLALLA LAMAS, M.: Pastrana, apuntes de su historia, arte y tradiciones, Tarancón, 1979; PRIETO BERNA­BÉ, J.M.: La venta de la jurisdicción de Pastrana en 1541, C.S.I.C., Madrid, 1986

(3) Relación de la villa de Pastrana, escrita por don Francisco José Fernández de Beteta, en 1º mayo 1787, enviada al geógrafo de S. M. D. Thomas Mauricio López. Biblioteca Nacional de Madrid, sección Manuscritos, nº 7300.

(4) En el Ayuntamiento de Pastrana, existe un gran cuadro en el que sobre pergamino aparece escrita con pormenor la justificación de esta leyenda y su equivalencia heráldica. Nuestro buen amigo y maestro el heraldista don Fernando del Arco sostiene que esta leyenda se fragua sobre un emblema ya perfecta­mente establecido, perteneciente a un hidalgo pastranero, fami­liar del Santo Oficio, y cuyo apellido comenzaba con P, de ahí que se utilizara en el escudo. De todos modos, vemos cómo el emblema tradicional y primitivo de Pastrana es de origen al menos de dos siglos.

Almonacid, Mondéjar y Fuentelencina: tres etapas en el arte de Juan Bautista Vázquez

 

Acaba de aparecer un libro espléndido, escrito por Margarita Estella Marcos, investigadora del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid, quien amablemente me lo ha hecho llegar, y que supone un gran interés para el mejor conocimiento del arte del Renacimiento en la provincia de Guadalajara. Como es ese el tema de nuestra habitual entrega del «Glosario», vamos aquí a explicar las líneas maestras de la obra, al tiempo que recordamos a uno de los «monstruos» de la escultura castellana del siglo XVI, que en nuestra tierra dejó muestras de su extraordinario quehacer artístico.

En la portada del libro, a todo color, aparece una fotografía de la Virgen de la Paz, que presidía el retablo del convento de la Concepción de Almonacid de Zorita hasta la Guerra Civil, y que desmontado y vendido, ha ido a aparecer una parte (la más consistente del retablo) en el convento de las monjas Oblatas de Oropesa, en la provincia de Toledo, mientras que esta escultura central, y otras dos laterales, han parado, finalmente, en la Colegiata de la villa de Torrelaguna, junto al Jarama, en la provincia de Madrid. La categoría que Margarita Estella da a esta escultura de Juan Bautista Vázquez es incuestionable: «Pocas veces la escultura española ha alcanzado tal equilibrio de fondo y forma», dice en la página 44 al referirse a este grupo escultórico en madera. Es algo tan italiano, tan elegante, tan bien resuelto técnicamente, con su talla perfecta, su disposición de formas tan equilibradas, e incluso con su policromado tan agradable, que no admite comparación con nada de lo que ahora mismo puede existir en la provincia, si no es el Doncel. ¡Lástima que para algo realmente bueno que teníamos, se ha ido (como tantas cosas), a Madrid!

Juan Bautista Vázquez (el Viejo se le llama para distinguirle de su hijo, a quien se apela El Mozo, y que también fue escultor) nació en 1525 en Pelayos, provincia de Salamanca, formándose muy posiblemente en Italia, y trabajando luego, desde el poderoso foco artístico de Toledo, como escultor en muchos lugares de Castilla: Ávila, Guadalajara, Cáceres, el mismo Toledo, y al final de su vida, en Andalucía, donde todo estaba por construir: Sevilla, Granada y Málaga.

En la Alcarria dejó tres de sus mejores obras. Los retablos de Almonacid de Zorita (el principal de la iglesia del convento de la Concepcionistas), de Mondéjar (el mayor de su iglesia parroquial) y de Fuentelencina (también el principal de su iglesia). De ellos, solamente queda este último, espléndido en su gloria de esculturas y pinturas, aunque lamentablemente escondido bajo capas de polvo desde hace siglos. El retablo de Almonacid puede ser contemplado hoy en el convento de las Oblatas de Oropesa. Allí lo hemos visto y fotografiado, bien restaurado, limpio. Es una maravilla de la forma y el color: el Abrazo de San Joaquín y Santa Ana ante la Puerta Dorada es una pieza del mejor momento de la escultura castellana del Renacimiento. La Virgen de la Paz, figura central de ese retablo, hoy conservada en la Colegiata de Torrelaguna, es, ya lo adelantábamos antes, de lo mejor de la escultura española de esa época. Merece un viaje por verla un rato.

El gran retablo de Mondéjar, que Juan Bautista Vázquez talló junto a Nicolás de Vergara el Viejo, con pinturas de Juan Correa de Vivar, y el diseño de Alonso de Covarrubias (cuatro artistazos juntos en una sola obra), desapareció en 1936, en los amargos meses en que la destrucción gratuita del patrimonio artístico de Guadalajara fue llevada a cabo con verdadera fruición por grupos de desalamados ignorantes de los que mejor es no acordarse. Afortunadamente, el alemán Georg Weise pasó por Mondéjar en 1933, haciéndole una colección de extraordinarias fotografías que luego publicó, pasada ya la guerra y la destrucción del retablo, en su libro «Die Plastik der Renaissance und des Frühbarock in Toledo und dem Ubrigen Neukastilien», y que ahora vemos, por vez primera, en este libro de Margarita Estella. El asombro por la maravilla perdida podrá a muchos levantar de nuevo la indignación por haber quemado aquella joya de la escultura hispana.

El retablo de Fuentelencina, finalmente, le tenemos todavía entre nosotros. Es sin duda el mejor de la provincia. Hay otros que se le acercan (Peñalver, Riba de Saelices, Bujarrabal, etc.) O los que Giraldo de Merlo y su escuela tallaron para la catedral de Sigüenza o la parroquia de Alustante. Pero de la elegancia, de la pulcritud, y de la época de este alcarreño de Fuentelencina, ninguno es comparable. Aquí Juan Bautista Vázquez, el genial escultor castellano, dejó lo mejor de su arte, mezclándose con los aportes que algunos otros artistas de la escuela seguntina (Martín de Vandoma, Luis de Velasco y Diego de Madrid) pusieron en esta obra. Todavía los retablos, también desparecidos en la Guerra Civil, de Renera y Auñón, fueron tallados en buena parte por Juan Bautista Vázquez.

Es, en definitiva, una gran aportación al conocimiento del arte en nuestra provincia, y una explicación de la importancia y riqueza que estos pueblos tenían en el siglo XVI, la que Margarita Estella hace en su obra «Juan Bautista Vázquez el Viejo en Castilla y América», y que acaba de publicar el Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid en su ya clásica colección «Artes y Artistas». Recomendamos a todos nuestros lectores que se hagan con ella, por mejor conocer el pasado esplendoroso de nuestra tierra.