Un viejo instituto para una nueva Guadalajara
En estas jornadas de fiesta y alegría, de olvido de las trascendencias y aplicación al cántico, conviene traer a la memoria aquéllas empresas que, ajenas a la coyunturalidad de los tiempos, le dan a la comunidad ciudadana su personalidad y su carácter más íntimos. No son malos estos días, pues, para entre peñas y tracas, toros y galas, recordar de nuevo ese «viejo Instituto» que fue el Brianda de Mendoza, y ahora se llama «Liceo Caracense», renacido como un Ave Fénix de sus cenizas, y brillante otra vez, sonoro otra vez, cuajado de juveniles risas, diáfano en sus perspectivas monumentales, gracias a una meticulosa y afortunada restauración llevada a cabo en estos últimos años.
El tema de las aulas, del patio de la palmera, de los capiteles de «renacimiento alcarreño», de monjas y galanes, se ha puesto aún más de moda la haber salido un libro que trata de este edificio, en sus parcelas histórica y artística, y que con el título que originariamente tuvo el edificio, el de «Palacio de Antonio de Mendoza» viene a reavivar la memoria y acrecentar los quereres.
En estos días seguro que muchos sacarán un rato, aprovechando vacación y buen tiempo, para revivir por uno momento antiguas angustias (las pruebas de reválida, el furor de Silván) y antiguos amores (dos nombres y un corazón en cualquier pupitre, una mirada fugaz en la puerta y por la tarde). Para revolver dentro de las paredes craneales los nombres, las voces y los jerséis de aquellos compañeros tan lejanos. Y para volver a ver, mejorado y limpio, el gran patio de las columnas blancas y los capiteles con delfines, la escalera de artesonado dorado y las portadas de Covarrubias y Vázquez que parecían un decorado teatral y hoy resulta que son de lo mejor del arte europeo.
Guadalajara en fiestas es un buen lugar para recordar ese «viejo instituto en la nueva ciudad». La isla de la añoranza, el jardín del silencio y la forma equilibrada, dentro del olor a churros y pólvora. Un momento solo, y el pasado te gana. Después será el futuro, y al fin la alegría de saber que otros mejores, más jóvenes, más altos y más listos, seguirán tus pasos por ese edificio de madera y piedra serrana.
Ya está, pues, abierto de nuevo el «antiguo Instituto». Ya está dispuesta la memoria de sus mejores días. De aquellos de la fundación, cuando hacia 1500 don Antonio de Mendoza, caballero galante y guerrero de la de Granada, hermano del segundo duque del Infantado, pidió al arquitecto de los Mendoza, el segoviano Lorenzo Vázquez, que levantara sus casas mayores en el más puro estilo «moderno», italiano, pulcro de medidas y escaso de adornos. Así surgió, en el transcurso de unos 6 ú 8 años, este edificio que resultaba ser, (al menos lo es ahora, cuando tantas guerras y tantas piquetas han rastrillado el suelo de España), uno de los primeros y más hermosos ejemplares de palacio civil renacentista. La portada del edificio, mutilada a principios de este siglo por el arquitecto Velázquez Bosco, y el patio central, de equilibrados cánones y serena apariencia, son únicos y magníficos.
Años después, hacia 1524, su sobrina, doña Brianda de Mendoza, fundó en su seno un Colegio de Doncellas Nobles y un Beaterio de alcurniadas damas. Años adelante pasaría a convertirse en Convento de monjas franciscanas. Pero en su inicio pidió un templo, que fue trazado y construido, de sus propias manos incluso tallados algunos detalles, por Alonso de Covarrubias, el mejor arquitecto y decorador del momento. La portada de la iglesia es otra de las sublimes obras del arte que se ha llamado plateresco y que hoy mas prudentemente se califica de «renacentista hispano» en su ámbito toledano, con decoración plateresca.
El resto es más o menos conocido de todos. La Desamortización de Mendizábal vació de monjas y obras de arte el interior del edificio, que fue pasando, a lo largo del siglo XIX, progresivamente por las funciones de Cárcel provincial, Diputación Provincial, Museo de Bellas Artes, Instituto de Enseñanza Media, y alguna otra. Finalmente, desde los inicios de este siglo, solo como Instituto funcionó. Y en él, otra vez lo recuerdo, muchos de los alcarreños que vivimos, y aun otros cuantos que ya murieron, pasaron por sus aulas recibiendo saberes, entretenimientos, filosofías y latines… con el variopinto resultado que está a la vista.
Si en este número especial de NUEVA ALCARRIA hemos querido dejar que corra la alegría, que inunde las manos y el pecho de quien lo lea, esta noticia y esta constancia de que el «viejo Instituto» del Brianda está ya repoblado y en marcha se suma a la evidencia cada día más firme de que lo hace en una «nueva Guadalajara» que desde la riqueza de sus industrias y múltiples quehaceres le pondrá la luz, la fuerza y seguro que el respeto que se merece.
Para todos los que vivimos allí algún tiempo, y de un modo u otro le recordamos cada día, este acontecimiento no deja de ser una verdadera epifanía. Una manifestación solemne y alegre de vida.