La Carrasca: el románico perdido

viernes, 24 agosto 1990 1 Por Herrera Casado

 

Estamos adentrándonos, en este mes de agosto, por algunos de los monumentos románicos más originales, y también más desconocidos, del románico de la provincia de Guadalajara. De un lado, porque así entregamos a quien lo necesita la noticia de su existencia y el dato descriptivo que a buen seguro le será de utilidad. De otro, porque de este modo posibilitamos la realización de un catálogo que ha de ser completo y exhaustivo de estos templos, tan sencillos y elocuentes de un pasado rico, de una edad en la que sin apenas medios se hicieron obras más gigantescas que en los actuales, en los que sobra el dinero, pero todo se hace volátil, de papel, durable solo el momento de la inauguración.

En la obra de don Francisco Layna Serrano sobre «La arquitectura románica en la provincia de Guadalajara» faltan muchos monumentos de interés. Los difíciles caminos de su época imposibilitaron su llegada a algunos recónditos lugares de nuestra geografía. Eso es lo que ocurrió con algunas de las iglesias que en pasadas semanas hemos visto aquí (Tortonda, Jodra del Pinar, Labros). Ahora tratamos, más por el gusto de viajar y describir, de entregar a la curiosidad de todos la noticia de la existencia de estos monumentos tan bellos y tan olvidados.

Y no de otra forma que perdido hay que calificar al románico de la Carrasca. Porque sólo perdiéndose por la paramera de Molina, por los caminos sin huellas de la vertiente sur de la sierra de Caldereros, puede el viajero llegar hasta esta solitaria altura, hasta la ermita de Nuestra Señora de la Carrasca, en el término de Castellar de la Muela.

Nunca fue templo parroquial, pues en su entorno no existió pueblo alguno, al menos en la Edad Media o posterior. En el término de Castellar existe un paraje al que denominan los Villares en que hubo asentamiento, pero de tipo celtibérico, prehistórico, con su correspondiente necrópolis, todo por excavar y estudiar como corresponde. Sanz y Díaz recogía en el pueblo la especie de que allí tuvieron asentamiento y monasterio los caballeros templarios, pero que al disolverlos Clemente V en 1312 abandonaron el lugar viéndose hoy solamente la planta de su templo. Es todo fábula irreal.

Lo cierto de la Carrasca es que la ermita dedicada a esta Virgen de advocación vegetal existe hoy, muy bien conservada, como si los siglos no hubieran pasado sobre ella. Fue construida en el siglo XII, cuando los primeros señores molineses iniciaron la repoblación de su condado independiente. El esfuerzo de estas gentes, su consistente fe, su buen gusto innato, hicieron posible que en esta soledad serrana se pusiera templo tan grande y hermoso. Todo él levantado con piedra de sillarejo de tonos rojizos, bien tallados en las esquinas, aleros y dinteles, tiene una planta de nave única, alargada, orientada, con un ábside semicircular en cuyo centro luce una breve ventana aspillerada, y con un alero que se forma de canecillos y modillones de muy sencilla traza.

Sobre el muro del sur a abre la puerta de acceso al templo. Se resguarda de un atrio hermético, en el que apenas un ventanil y la puerta de acceso permiten la entrada de la luz. La portada principal es un ejemplar notable por sus grandes dimensiones, aunque también por la rudeza de su traza. La portada se forma de un vano semicircular, ornado de tres arquivoltas de arista lisa, que apoyan en una simple imposta, y ésta sobre capiteles también lisos, y sobre columnas adosadas. Nada más simple es concebible, pero de esa sencillez arranca precisamente su elegancia y su belleza.

El interior está muy reformado. Tiene en lo alto un artesonado de sencilla traza, con algunas labores que recuerdan a lo mudéjar. El altar es mucho más moderno que la arquitectura del templo. En los grabados adjuntos vemos, de un lado, el aspecto general de la ermita, con su ábside y su campanil sobre el muro de poniente. De otro, un dibujo «de campo» de la portada principal, que nos ofrece su tosquedad y su pureza.

Poco más puede decirse de esta ermita de la Virgen de la Carrasca, en término de Castellar de la Muela, pero estamos seguros que la visita hasta ella compensará cualquier fatiga. Lejana y olvidada, su dignidad silenciosa evoca la fuerza constructiva de las gentes anónimas de los pasados siglos. La pureza de sus líneas arquitectónicas nos dice de normas y tradiciones no escritas, pero respetadas en todo un continente. Hay algo más, sin embargo, que no puede expresarse ni poner en los tratados del románico. Su lejanía, su silencio, su olvido de todos, añade un valor a este templo, que recomendamos visitar a quienes gustan de estas viejas piedras, a quienes, sobre todo, se dedican a contarlas y describirlas.