Los Escritos de Herrera Casado Rotating Header Image

marzo, 1990:

Cara y cruz de don Francisco de Eraso, señor de Humanes

 

Tratamos hoy de una figura señera de la historia de la Campiña: la de don Francisco de Eraso, que alcanzó una gran importancia en la vida política nacional durante la segunda mitad del siglo XVI. Nació este individuo en 1507, en Madrid, del matrimonio de don Hernando de Eraso, cortesano de los Reyes Católicos, y doña María de Hermoso y Guevara. Eran originarios del lugar navarro de Eraso. Alcanzó el Señorío de Mohernando, Humanes y El Cañal, la encomienda de Moratalaz en la Orden de Calatrava y la secretaría del Consejo y Real Hacienda de Felipe II en 1556. Anteriormente había estado al servicio del emperador Carlos, de quien fué Notario Mayor, autorizando como tal las renuncias que éste hizo en favor de su hijo, de sus estados de Castilla, Flandes, Indias y los maestrazgos de las Ordenes Militares. Más de una década estuvo al servicio del Rey Felipe, muriendo en 1570.

Fue su esposa doña Mariana de Peralta, hija de D. Pedro del Canto y de doña Mariana de Peralta, quien mandó construir y ejecutar el enterramiento de su marido y suyo, cobijado de una talla escultórica en la que aparecieran sus figuras amparadas por San Francisco de Asís, colocándola sobre su sepulcro en la iglesia parroquial de Mohernando y colocando en él una lápida que decía «D.O.M.S. FRAN ERASO, VIRO CLA CVIVS OPERA FIDES ET INDVSTRIA MAXIMIS REIP TEMPORIBVS CAROLO V IMP AVG PIO FELICI INVICTO ET PHILIPPO CAR F HISPA REGI CATHOLICO MAX MAGNO VSVI FVERE COMMEDATORI MORATALACII OMNIBVS ORNAMENTIS HNORIS ET DIGNITATIS DECORATO MARIANA PERALTA VXOR MARITO B.M. POSVIT ANNOS LXIII OBIIT VI CAL OCTOB ANNO D.N.I.M.D.LXX.», lo que traducido al castellano actual expresa lo siguiente: «Al Dios Optimo y Máximo, Salve: Mariana de Peralta, esposa de Francisco de Eraso, erigió este monumento en memoria de su marido. Fué este varón esclarecido; sus obras, su fidelidad y su consejo y su diligencia prestaron señalados servicios a su patria, en momentos graves, bajo los reinados de Carlos V, Emperador augusto, piadoso, feliz e invicto, y de su hijo Felipe, el rey mas católico de España. Fué Comendador de Moratalaz y disfrutó de todas las preeminencias de honor y dignidad. Vivió sesenta y tres años y murió el 26 de septiembre del año del Señor de 1570».

Fundaron un mayorazgo en la persona de su hijo mayor don Carlos de Eraso, extendiendo la correspondiente escritura fundacional en Madrid, en marzo de 1567. Figura en ese mayorazgo la gran cantidad de bienes inmuebles que poseían, pues además del señorío de Mohernando, Humanes, Robledillo, Cerezo y Razbona, poseían las dehesas de Gargantilla y La Penilla en Santillana, así como buena copia de edificios principales en Toledo, en Madrid y en Segovia, con el Parral del Pirón en los aledaños de esta ciudad.

Un recuerdo brillante de este personaje, al que vemos retratado junto a estas líneas, según la estatua que de él tallara Monegro para su enterramiento, son los escudos de armas que sobre los altos muros de rojizo sillarejo y piedra rodada que forman el presbiterio o ábside de la iglesia parroquial de Mohernando, aparecen hoy, finamente tallados y muy bien conservados, con los emblemas del mayorazgo fundado por don Francisco de Eraso y su esposa doña Ana de Peralta. Junto a estas líneas vemos el dibujo escueto de esa piedra armera que parece resumir, en la cifrada y silenciosa habladuría de los cuarteles, las figuras y las borduras, toda una prosapia ancestral cuajada en esa tersa y como aterciopelada piedra batida del sol y de los vientos.

La mejor descripción que cabe hacer, en el idioma del blasón mas estricto, de este escudo erasiano de Mohernando, es la que un ignoto «rey de armas» puso en la escritura de fundación del Mayorazgo de los Eraso, hecha en Madrid a 20 de Marzo de 1567, y conservada actualmente en el Archivo Histórico Nacional, sección de Consejos, legajo 4863, de donde la hemos sacado. Allí se describen los ricos paños que ornamentaban la cama de don Francisco de Eraso, y que eran precisamente estos: «un escudo partido en cuatro cuarteles. En el primer cuartel las armas de ERASO, que han de ir derechamente y por principales, a la mano derecha, que son dos lobos de sable en campo de plata con una estrella o lucero encima de los dos lobos. Y en el cuarto bajo de la mano derecha, las armas de los HERMOSAS, que es un escudo partido en cuatro partes, y en las dos partes dos veneras de plata, una en contrario de otra, en campo azul, y en los otros dos cuarteles dos flores de lis coloradas en campo de oro y por orla de este cuartel una cadena de oro en campo colorado. Y en el cuarto alto de la mano izquierda las armas de los PERALTA, que son un escudo, el campo colorado, y la cuarta parte de él, una faja de plata con seis aspas coloradas por orla en campo de plata. Y en el cuarto bajo de la dicha mano izquierda, las armas de los BARROS, que son cuatro fajas coloradas en campo azul, y en las dichas fajas sembradas trece estrellas de oro, y por orla, de la mitad del escudo, a la mano izquierda, veros azules y de plata. Y encima de todo el escudo, un yelmo abierto, con su divisa de las armas de Eraso, que es un lobo negro, con sus pendientes de follaje de oro y colorado, como aquí van declaradas».

El escudo que vemos tallado en el ábside de la iglesia de Mohernando tiene algunas diferencias con el que acabamos de copiar. Ello debido, probablemente, a mala interpretación del tallista. Así, observamos concretamente que el tercer cuartel lleva puestas por bordura ocho aspas de San Andrés, en vez de seis que dice el manuscrito. Ello es debido a que lo habitual en la heráldica española es que quienes tienen el derecho a usar aspas de San Andrés en la bordura (por haber participado sus antepasados en la toma de la ciudad de Baeza a los moros) lo hagan en número de ocho. Por otra parte, en el escudo tallado encontramos que los dos cuarteles de la izquierda se borduran por veros, cuando esta pieza solo le corresponde a la mitad izquierda del cuarto cuartel, en las armas de los Barros. Son, en cualquier caso, detalles mínimos, que evidencian la viveza de la heráldica, presta siempre a las interpretaciones.

Villaviciosa de Tajuña, el románico rumoroso

 

Tiene la Alcarria también un nutrido repertorio de templos románicos. Pues aunque, como veníamos las semanas pasadas en este repaso completo al arte románico de Guadalajara, son las tierras serranas, seguntinas y atencinas, las que mayor densidad guardan de estos ejemplos, la Alcarria ofrece algunos hermosos ejemplos, entre los que cabe recordar Millana, Hontoba, Cifuentes y los templos de Brihuega. Hoy nos detendremos en Villaviciosa de Tajuña, en las cercanías de esta población, entre el rumor del agua y los álamos, en un día de primavera intemporal e inexistente.

El nombre del pueblo hace alusión a la hermosura de su entorno. Sobre la parda y llana meseta de la Alcarria, surge como escondido entre arboledas, en el recodo suave de una torrentera que cae hacia el hondón del Tajuña, este lugar que nació al compás de la repoblación medieval, y tomó el nombre de la buena impresión causada a sus primeros pobladores. «Vicioso» en la acepción medieval significa «hermoso y deleitable». Así es Villaviciosa.

La villa ha sido protagonista de importantes páginas de la historia de España. Recordar a ese respecto el encuentro crucial, bélico y definitivo, entre el ejército español de Felipe de Anjou y el de los aliados austriaco-­británicos comandados por Starenberg, en 1711, del cual quedó la victoria del primero de los Borbones españoles, Felipe V, quien tras dicha batalla aseguró su permanencia, y el de su dinastía, en el trono español.

También desde el punto de vista monumental guarda muchas reliquias históricas y artísticas. Es una de ellas la picota que aparece a la entrada de la población. O las ruinas del que fuera convento de monjes jerónimos de San Blas, cuya portada, que otro día comentaremos con mayor detenimiento, es una joya del manierismo alcarreño.

Pero lo más singular del conjunto patrimonial de Villaviciosa es su iglesia parroquial, dedicada a la Santa Cruz, y que ofrece detalles de estilo románico que obligan a estudiarla desde la perspectiva de esta tipología. Aunque con reformas posteriores, este templo fué trazado y construido en el siglo XIII, y hoy vemos de él lo fundamental. A saber: su planta rectangular, alargada de poniente a levante, de unos veintitrés metros de longitud por cinco de anchura. Es de una sola nave, dividida en cuatro tramos, más el presbiterio o ábside de planta semicircular. El interior de la nave, única como digo, ofrece arcos fajones apoyados en gruesos pilastrones laterales. El paso de la nave al presbiterio se hace a través de un arco triunfal apoyado en semicolumnas adosadas al muro, adornadas de breves y casi gastados capiteles.

Dos puertas tenía este templo primitivamente. Sobre el muro de poniente se abría uno, hoy cegado, muy estrecho. El otro, que todavía conserva su función de acceso al templo, estaba inserto en el muro de mediodía, en el segundo tramo de la nave, y se forma por dos sencillos arcos semicirculares en degradación, con arquivoltas lisas sin apenas decoración de ningún tipo. Sobre el muro de poniente se alza la espadaña, que es maciza, de recio aspecto, con dos vanos para las campanas, circuidos de sencilla moldura, y ‑ añadida en su remate triangular por un campanil más moderno. La fotografía adjunta da idea del aspecto tan pulcro, sencillo y recoleto de esta estructura arquitectónica. Al otro lado, a levante, se alza el ábside, de sillarejo poco trabajado, como todos los muros del templo, rematado en su altura por una cornisa apoyada en modillones lisos, y abierto en su centro por una simple ventana aspillerada.

Este templo recibió, en el siglo XVI, el añadido de un cuerpo mas endeble que se levantó adherido al muro del sur, sobre la plaza del pueblo que hoy todavía luce su oronda olma multisecular. En este cuerpo, formado de tres habitaciones, una de ellas en chaflán, se abre la puerta actual de ingreso, sin interés alguno.

Aunque de una sencillez aplastante, de una rusticidad evidente y de una pureza de líneas que singulariza en líneas generales al románico alcarreño, esta iglesia parroquial de Villaviciosa de Tajuña ha de ser incluida en el catálogo general del románico de Guadalajara, que todavía por hacer debería abarcar no solo los grandes edificios de todos conocidos y proclamados en las guías y. folletos de turismo, sino también estos otros que, precisamente por su insignificancia, podría no solo pasar desapercibidos, sino incluso sufrir los efectos de un mal uso y desaparecer para siempre.

Palazuelos, el románico amurallado

 

En nuestro viaje alrededor del románico de Guadalajara, llegamos en esta jornada (que bien podría ser dominical, de invierno claro y brillante, de mañana fresca y jugosa) hasta la villa de Palazuelos, al costado norte de Sigüenza, recostada en la suave pendiente de la paramera carpetovetónica, luciendo su completa muralla que heredó de aquel siglo XV en que tuvo por señor de amor y libros (que no de horca y cuchillo) a don Iñigo López de Mendoza, el marqués de Santillana.

Es todo un espectáculo, supongo que inolvidable, ver tendido el viejo burgo sobre la helada cuesta, alargado entre los muros del castillo y los del templo parroquial, abrigado de una recia muralla se atraviesa por cuatro puntos de otras tantas puertas, orientadas a los cuatro puntos cardinales, y que a su vez ofrecen una estructura en zig‑zag propia de las entradas a los castillos medievales, con objeto de evitar asaltos en masa. Sobre la puerta que daba al sur, a Sigüenza, aún se ven tallados los escudos de Mendoza y Valencia, propios de los señores territoriales del lugar, don Pedro Hurtado de Mendoza, adelantado que fue de Cazorla y capitán general del ejército del arzobispo de Toledo en la guerra de Granada, y de su esposa doña Juana de Valencia. La otra puerta, la del norte, que da acceso al pueblo por la carretera, también mantiene su estructura primitiva.

En el interior, en el centro de la villa tan bien guardada, surge la iglesia parroquial, dedicada a San Juan Bautista. Es un templo de factura moderna, en el sentido de que lo que hoy vemos es casi todo construcción de los siglos XVI y XVII. Pero en su origen fué de estilo románico, y como conserva nítidas algunas formas de aquella época, por eso lo incluimos en nuestra nómina de edificios románicos de la provincia de Guadalajara.

La principal de esas formas es la puerta de entrada al templo. Cobijada hoy por un tejaroz o atrio minúsculo, aparece el ingreso formado por un vano semicircular, cobijado por tres arquivoltas lisas, de arista redondeada, y un dintel curvo al interior. Y escoltado por dos columnas a cada lado y sendas jambas lisas, rematadas en sencilla imposta. Los capiteles rematando las columnas y jambas, si los tuvo, han desaparecido. Incluso las columnas, que debieron sufrir mucho en su integridad durante largos siglos, han sido hoy sustituidas por formas similares en cemento. El dibujo adjunto, hecho como un «apunte de campo» sobre el terreno, presenta el esquema depurado de esta portada de la iglesia de Palazuelos, que, como puede apreciarse, es un ejemplar muy sencillo, pero del más puro estilo románico. Siglo XIII en su comedio.

También este templo ofrece el muro de poniente, rodeado hoy totalmente de edificaciones del pueblo, que es primitivo y medieval, pues sobre su liso paramento de sillarejo y sillares en las esquinas, se eleva una espadaña triangular con sendos vanos para las campanas. Ninguna otra estructura queda en esta iglesia de Palazuelos que pueda calificarse de románica. Debió ser derribada por completo en el siglo XVI o siguiente, dejando únicamente en pie la puerta, que por su sentido simbólico seguramente el pueblo decidió respetarla. El templo es de nave única, alta bóveda de escayola, coro alto a los pies, y presbiterio ligeramente elevado, en el que aparece un gran altar con retablo de escultura y pinturas, hecho en el siglo XVII, en el que destacan algunos buenos cuadros, como los que representan a San Juan Bautista y a Santa Águeda. En el remate, aparecen policromados los escudos heráldicos de la familia donante, los Olmo, que tienen también su enterramiento en el suelo del presbiterio, bajo pomposa lápida que muestra también su emblema armero y borrosa leyenda explicativa de parentesco y glorias pasadas. Incluso en una casa de la calle principal, frente al calicanto que circunda el patinillo anterior al templo, lucen también, muy bien talladas en la rojiza piedra de la zona seguntina, las armas del linaje del Olmo, que dio entre otras personalidades guerreras y doctorales, un canónigo a Sigüenza y otro a Toledo.

Poco más da de sí, desde el punto de vista del repaso a la arquitectura románica, la iglesia parroquial de Palazuelos. Queda incluida en esta nómina de edificios que pretende ser metódica y amplia. Y que en cualquier caso cumple nuestro propósito de recordar un día feliz, una mañana de invierno inigualable. Porque solamente el pasado nos pertenece. ¿Quién puede decir, sin caer en el orgullo estéril, que domina su futuro?

Una lanza por el Corpus

 

La polémica está servida. Como siempre, viene de la mano de los políticos, que rigen destinos, calendarios y horarios como si de los constituyentes de un mundanal Olimpo de caras televisivas y declaraciones continuas se tratara. A partir de este año desaparece del calendario de fiestas la jornada tradicionalmente luminosa del Corpus Christi. Su rito se traslada al domingo siguiente. Los Ayuntamientos tienen, sin embargo, la capacidad de declarar a todos los efectos festiva esta jornada, con el objeto de que la tradición permanezca y puedan manifestar su secular ritual las procesiones y cofradías que vienen haciéndolo tal día desde hace siglos.

No ha sido así en el caso de Guadalajara. Desafortunadamente. Se ha preferido dejar de vacación un viernes de septiembre, en la semana de Ferias, que ya de por sí es medio festivo para todos (pues en esa semana no se trabaja por la tarde, y hasta es «más feria la feria» si sucede en día laborable). Y se ha dejado en normal jornada de trabajo a ese jueves «que reluce más que el Sol»: al Corpus Christi, el «Día del Señor».

Creo que una de las misiones de un Ayuntamiento es la de hacer cuanto sea posible por mantener, por salvar, por acrecentar incluso el conjunto de tradiciones heredadas de un pueblo. Actualizándolas, poniéndolas en el contexto del siglo en que se vive. Pero dando una continuidad, como si de un cordón umbilical y vivificante se tratase, al costumbrismo ancestral, para que ese pueblo sea cada vez más «el mismo», sin quedarse en la cuneta de ningún progreso, pero sin perderse en el espacio vacío de la indocumentación.

El Ayuntamiento que hoy nos rige, parece no hacer suya esta filosofía social. Como si su mayor empeño estuviera en borrar lo pasado, se ha tratado de ir cambiando las fechas de las tradicionales Ferias y Fiestas de Otoño hasta calzarlas en el verano. Ahí está el ejemplo del pasado año, y del que ahora corre. Se inventó una «Feria Chica» en Mayo que no llegó a cuajar nunca. No sé por qué, pero no llegó a cuajar: el hecho cierto es que el propio Ayuntamiento la ha retirado de la circulación festera. Se pusieron encierros de toros por las calles, en un invento de contraste pamplonica, y ahí está la cuestión: cada año van menos mozos al encierro, porque los horarios de nuestra Feria iban por la otra media cara del reloj. Se puso el encierro de los toros a las dos de la madrugada. Y a pesar de las intenciones (que siempre se suponen buenas) no funcionó tampoco la cosa.

Pues bien; cuando surge la hamletiana duda de dejar una tradición firmemente enraizada, o quitarla, nuestro Ayuntamiento opta por olvidarse de ella. Y no importa que detrás haya quinientos años de celebración continua. Que sea algo conocido, querido y esperado por miles de ciudadanos. Que haya una Cofradía ejemplar que da tono, originalidad y viveza a la fiesta. Que habría incluso la posibilidad de potenciarla de una forma moderna y atrevida, transformando en algo nuevo lo que de cinco siglos viene arrastrándose y forma ya parte, quiérase o no, de la historia de Guadalajara. De su ser y su respirar. Pues no: se quita.

Yo propondría que no se quitase. Por varias razones: una es el hecho de que Guadalajara cuenta con pocas y pobres tradiciones. Pueblo trabajador, y hoy de aluvión, cada uno celebra su cumpleaños, su primera comunión o su licencia de la mili. Y no se siente de verdad la Fiesta ciudadana, la de todos. Poco a poco se olvidaron «las mayas» en los barrios; la subasta de San Roque y las roscas con huevo duro en Pascua. Las castañeras huyeron porque las cuatro perras de ganancia se las iba en impuestos. Y cuando hay todavía un «fiestón» de campanillas, un día de procesión, de banda de música, de trapos de colores que se estrenan, y de honda Fe en los corazones cristiano/castellanos, el Olimpo municipal va y la quita (perdón, que la ha quitado la Conferencia Episcopal: el Olimpo municipal va y no hace nada por recuperarla).

El Corpus no sólo debería mantenerse en su día, sino que debería potenciarse. Desde hace años vengo, por esas fechas, recordando anécdotas de como era el día de ese Jueves mayor en nuestra ciudad: la procesión, que salía de Santa María y a la misma iglesia volvía, duraba todo el día. En ella participaban gran número de personas con sus mejores galas. Delante y detrás de la carroza con el Santísimo, iban otras carrozas montadas por los barrios y los gremios artesanales. En las calles se ponían altares floridos, mantos y reposteros colgando de los balcones. En las plazuelas se representaban autos sacramentales, entremeses y comedias. Delante del Palacio del Infantado, el duque se pagaba una corrida de toros. En la Plaza Mayor, el Ayuntamiento daba una sesión de danzas y chirimías, y repartía vino y dulces para todos. Caballeros y menestrales andaban juntos cantando, y la pompa religiosa con el Cabildo de clérigos revestido de tafetanes y rasos, mas las «religiones» de franciscanos, dominicos, carmelitas y bernardos ponían la variopinta rubicundez de sus papadas sobre las esclavinas de seda levantina. Flores nuevas, romero sobre las calles, el sol en todas las plazas, y Guadalajara viva y contenta en su más esperada, en su más señalada fiesta. La Fiesta por antonomasia.

¿De verdad que no puede hacerse nada por tenerla de nuevo, por tenerla como siempre? Que quien pueda, y deba, se lo pregunte a solas.