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octubre, 1989:

El Conde de Molina, Don Manrique de Lara

 

La historia del Señorío de Molina está llena de sujetos relevantes, hazañas memorables e instituciones cargadas de méritos y solera. Pero de todo ello quizás sea capital, y previo a cualquier recuerdo el resonar de las páginas que narran la peripecia vital de su fundador, de su primer señor, del artífice de su Fuero y generador de su grandeza y prosapia. Me estoy refiriendo a don Manrique de Lara, el magnate castellano que fundó, en su estirpe aristocrática, un grupo de dirigentes que, desde lo enriscado de su atalaya molinesa, supieron crear un sistema de vida propio y al mismo tiempo influir en el desarrollo de la vida castellana contemporánea.

Manrique de Lara, a quien los antiguos cronistas llaman también Almarico, y en ocasiones confunden, al denominarlo Aymeric, con su suegro el tercer conde de Narbona, fué un individuo de grandes méritos y capacidad de organización muy señalada, con las dotes indiscutidas de mando político y valentía militar que le hicieron alcanzar un puesto de primera magnitud en la corte castellana y en la historia española del pleno siglo XII.

Nació en lugar desconocido, siendo su padre el conde don Pedro de Lara, y su madre (oficialmente), la esposa de aquel, don Eva Pérez de Trava. Puede darse por buena la fecha de 1102 como la de su venida al mundo. Oficiosamente, los historiadores achacaron por madre de don Manrique a la reina doña Urraca, quien nunca se llevó bien con su esposo oficial, el Rey Alfonso I de Aragón, y parece ser que fruto extramatrimonial resultó este jerarca de la política y la acción.

Acompañando a su padre acudió al sur de Francia, donde murió Pedro de Lara. Allí conoció a la que sería su esposa, con la que enseguida casó: Ermesenda de Narbona, hija del conde de aquel territorio, don Aymeric III. Heredó con ese casamiento el condado narbonense, y en 1133, a su vuelta a Castilla, y por aquello de ser (siempre oficiosamente) medio hermano del Emperador y monarca Alfonso VII, consiguió el cargo de Alférez Mayor del Reino, uno de los cargos (junto al de Mayordomo Mayor) de mayor confianza y poder político. Después fué también gobernador y jefe militar de poblaciones como Ávila, Baeza, Toledo, Almería, Salamanca y Zamora.

Su participación en la conquista de Molina y su territorio junto a Alfonso I el Batallador de Aragón está por demostrar. La forma en que, en 1138, se hizo con el mando del territorio, continúa sumida en la leyenda (creada por el Condestable don Pedro de Portugal y repetida por Zurita, Salazar y Castro, Sánchez de Portocarrero, etc.) pero lo cierto es que en ese año aparece ya titulado como conde y no como alférez, ejerciendo el mando en Molina Dei Gratia, territorio que, según dice en su Fuero «encontró despoblado y abandonado y derruido». En 1154 firmó el redactado Fuero mayor que serviría para crear y consolidar un estado potente e independiente de Castilla y Aragón hasta finales del siglo XIII.

La estrella de don Manrique de Lara pareció enturbiarse tras la muerte del hijo de Alfonso VII, el que recibió en herencia el reino castellano y al que dominó con el nombre de Sancho III durante unos meses. El hijo que quedaba, el infante Alfonso (el futuro Alfonso VIII de Castilla), niño de cortísima edad, fué puesto bajo la protección del jefe de la casa de los Castro, enemigos generacionales de los Lara. Don Manrique organizó personalmente la salvaguarda del pequeño infante, consiguiendo sacarle del cerco al que era sometido en Atienza, y llevarle hasta tierras castellanas. Los recueros atencinos continúan celebrando aquel hecho histórico en la Caballada primaveral.

Uno de los hijos de Almarico Pérez de Lara, primer señor de Molina, heredó el señorío de behetría de linaje en que se había constituido el alto territorio: era el primogénito, don Pedro Manrique de Lara, quien se ocupó de engrandecer, como lo harían todos sus sucesores, el señorío molinés. El segundo de los hijos de Almarico, llamado Aymerico como su abuelo, recibió en herencia el condado de Narbona. Otros hijos e hijas recibieron altos honores y títulos castellanos.

Don Manrique de Lara, ese casi mítico personaje de la historia de Castilla y más concretamente de nuestra provincia, murió en 1164, en una batalla celebrada en campo cercano a Huete, en 1164. Era a la sazón su contrincante el enemigo mortal, don Fernando Ruiz de Castro. Las lanzas y las espadas, detrás de las lorigas, de las celadas y los lambrequines, de los calderos y los armiños, de los escudos y las gualdrapas, se pintaron de rojo y dieron (es todo un símbolo) el emblema heráldico de este hombre impar, que sería escudo permanente de la estirpe de los Lara (y de otras rancias familias castellanas), y que junto a estas líneas ponemos.

Se trata, en definitiva, de brindar un somero recuerdo a la memoria de este Manrique, de este Almarico, de este Aymerico de Lara que gobernó Castilla, que gobernó Molina en aquel remoto siglo en el que nacía la sociedad porque alguien, él mismo, se dedicaba a entregar Fuero y a dirigir una repoblación de gentes norteñas. El alba, que es siempre niña, de una comarca y de su historia. Caminos se harían luego más anchos, más sonoros los cantos: él fué su iniciador. Y eso tiene un aplauso, que a veces resuena ocho siglos después.

La iglesia de Santiago, monumento regional

 

Decimos esto, porque el pasado día 26 de septiembre el templo arriacense de Santiago Apóstol, se vistió de gala para dar el tono justo de un gran monumento que podría decirse eje en el conjunto del patrimonio artístico de nuestra Región. Un concierto de gala, a cargo del organista y compositor Miguel del Barco, llenó el ámbito mudéjar del templo medieval con los acordes de diversas piezas sacras y profanas, sacando de los registros del órgano parroquial, recién restaurado también, los mejores sonidos, y poniendo las obras de Bach y Guridi en clave de precisión y belleza sumas.

La Junta de Comunidades de Castilla‑La Mancha, a través de su consejería de Educación y Cultura, inauguraba así varias cosas: de una parte, su temporada de grandes conciertos, de aproximaciones musicales a todos los habitantes de la Región, con programas e intérpretes de altura indudables. De otra, el propio órgano de la iglesia de Santiago se ponía nuevamente de largo, tras una restauración necesaria para ponerle a punto. Y finalmente, se daba por inaugurada con dicha actuación la tarea de restauración del templo, especialmente externa y a nivel de ábside, que ha posibilitado realzar su belleza arquitectónica a base de limpiar y consolidar los muros, los adornos, la espadaña y la visión panorámica del conjunto. 

Las obras de restauración realizadas durante el último año han supuesto una inversión de seis millones de pesetas, y han sido dirigidas por el arquitecto don Carlos Arnáiz Eguren. A decir verdad, se ha quedado un tanto corto en la decisión de recuperar esta pieza arquitectónica, pues ha respetado en demasía las construcciones posteriores (especialmente la Casa Parroquial que fué añadida al templo en el siglo pasado). La solución que le ha dado al problema de poder subir hasta el campanario, no es mala, pero en cualquier caso añadirle una escalera metálica a un ábside mudéjar no deja de suponer un afeamiento. Por supuesto, no había otra forma de hacerlo.

El templo parroquial de Santiago, en Guadalajara, con su ábside finalmente rescatado, se convierte así, como decimos en el título, en un auténtico monumento regional, en uno de los símbolos más llamativos de la arquitectura mudéjar de Castilla‑La Mancha. En su interior destacan la gran nave central y su presbiterio cubierto de bóveda de ocho nervios y altos ventanales en los muros; también lo hacen la capilla de la cabecera del Evangelio, obra probable de Alonso de Covarrubias, con el enterramiento del fundador don Juan de Zúñiga, que hoy aparece, sin estatua yacente (porque la vendieron las monjas a principios de este siglo) en el muro del fondo; y esa otra capilla espléndida del caballero Diego García de Guadalajara, en la que surge magnífica la bóveda gótica nervada y gallonada.

Sirven estas líneas para animar, nuevamente, a todos a que visiten este templo tan hermoso, tan perfectamente recuperado para el porvenir, en el que de vez en cuando suenan las notas del órgano y vibran los muros de ladrillo y mampuesto con la emoción de los siglos pretéritos. La iglesia de Santiago supone una de las joyas de la monumentalidad, ya tan escasa, de nuestra ciudad, y es por ello que cualquier tarea de restauración y cuidado que se tenga hacia ella merecerá nuestro aplauso. Este es un momento, amigo lector, justo para volver a verla. Sin olvidar la pulcra apariencia del enterramiento del caballero Zúñiga en la capilla del fondo del Evangelio. Junto a estas líneas aparece un dibujo del mismo, para demostrar que existió con caballero y todo. Lo dibujó así Pascó, en la segunda mitad del siglo XIX.

El Castillo de Pioz

 

Uno de los lugares que, en la Alcarria, mayor encanto reúne para una visita corta, de esas de tarde de domingo otoñal como el que se nos viene encima, es la villa de Pioz, en la llanura que remata las cuestas pasado Chiloeches, camino del valle del Tajuña. Solamente hay un elemento monumental que llame la atención del viajero, y es el castillo, soberbio pináculo de piedra gris que parece gritar su poderoso sueño sobre la plana sabana de viñedos y matorrales.

Pioz perteneció en un principio a la Tierra y Común de Guadalajara. Su historia y larga y suculenta, pero aquí la resumimos en aras de la brevedad que un periódico impone. En el siglo XV, el rey de Castilla Juan II entregó el lugar en dote a su hermana Catalina, al casar ésta con su primo, el turbulento infante de Aragón don Enrique. Pero el mismo Rey se lo quitó, pues el cuñado le movía guerra, y lo entregó en señorío a don Iñigo López de Mendoza, primer marqués de Santillana, quien tras su muerte lo transmitió a su hijo, el gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza. Otro lugar más de esta ancha Alcarria que nos cobija, en el que la familia Mendoza inscribe su verdirroja enseña de poderío. Este magnate, el Cardenal de España, comenzó la construcción del castillo en la última mitad del siglo XV. Posteriormente, en 1469, lo cambió a don Alvar Gómez de Ciudad Real, secretario de Enrique IV, por su villa de Maqueda. Así, pues, desde esa fecha perteneció Pioz y su fortaleza a la familia de los Gómez de Ciudad Real, en la que se mantuvo hasta el siglo XIX, en que murió sin sucesión la última poseedora del mayorazgo, doña Vicenta de la Cerda y Oña.

Este castillo de Pioz, es uno de los más bellos ejemplares de la provincia de Guadalajara, al menos en lo que a arquitectura de tipo militar medieval se refiere. Bien conservado en sus paramentos exteriores, su interior está completamente arruinado.

Su planta es cuadrada. Consta de un recinto externo y el núcleo interno. Al recinto externo o barrera, le rodea un foso ya poco profundo, que sólo podía salvarse mediante el puente levadizo existente en su flanco sur. Este recinto exterior presenta torreones cilíndricos en las esquinas, con saeteras circulares que rematan en cruz. El ángulo noroeste consta de un trazado poligonal. Se constituye por una rampa o escarpa muy pendiente, de hormigón cubierto por sillería bien labrada. En la parte norte, dentro del foso, presenta una poterna de escape, hoy único acceso fácil al interior.

El cuerpo interno se ciñe de un paseo de ronda; la puerta principal se halla en el muro de poniente, y desde ella se pasaba al patio de armas. El cuerpo presenta sendas torres cilíndricas en cada esquina, siendo la mayor la del ángulo noroeste, que era la del homenaje. Para entrar a ella y a las salas de su interior, era necesario subir una escalerilla de piedra que aún persiste, y desde su estribo final, pasar sobre otro puente levadizo que se dejaba caer desde la torre, que presenta escalera de caracol en su ángulo interno. A las otras torres se accedía desde los pisos altos de los corredores laterales de la fortaleza. Es muy de destacar el curioso sistema de acceso en zig‑zag a esta fortaleza, tan típico de la arquitectura militar medieval, y que se ve en otros castillos (Manzanares) y palacios (el del Infantado en Guadalajara) que construyeron los Mendoza en el siglo XV. La entrada desde el exterior obliga a trazar varias curvas hasta llegar al interior del castillo.

Guarda éste de Pioz, tanto en su estructura, como incluso en el nombre, un gran parecido con el castillo de la Roca Pia, de Tívoli, que se edificó en 1459, y al que el arquitecto del de Pioz  ‑quizás el mismo Lorenzo Vázquez, italianizante, autor de otras construcciones mendocinas en Guadalajara‑  copió en muchos detalles.

Se trata, en cualquier caso, de un lugar bello y sugestivo, de un entorno silencioso y evocador en el que, con facilidad puede cualquiera fundirse, como en un experimento mágico, con ese ojo del huracán del tiempo, en el que todo pasa (los siglos incluso) en un solo instante. Siglo mendocino, siglo lunar… y Pioz sedente y callado, esperando tu visita.

Un monumento recuperado: La Puerta de Bejanque

 

Todos saben que la ciudad en que vivimos, la Guadalajara que tuvo su fundamento ibero, sus memorias visigodas, su lúcido pretérito árabe, y su certero devenir comunero y castellano, atesoró a lo largo de tantos siglos un patrimonio monumental de estirpe varia y de brillo singular. Los años, los abandonos, las piquetas y los intereses acabaron con la mayoría de ellos. Alguna iglesia mudéjar de la docena que hubo; el palacio del Infantado como vestigio casi único mendocino; el palacio de los Dávalos como ejemplo huérfano de tantos otros caserones blasonados; y trozos de muralla, casi alientos puros, de lo que fué todo un mural pétreo y consistente. Eso es lo que queda de tanto brillo.

La muralla de Guadalajara cayó casi entera el siglo pasado. Lo que había sido una ciudad recoleta, montada en la espina calcinada de un derrame de la alta Alcarria, rodeada de dos barrancos mas o menos profundos, es hoy una urbe desbordada y amplia. En los planos aun puede distinguirse ese cogollo, con intenciones triangulares, que formó la ciudad durante siglos: la calle mayor como eje, y las rondas (Barrionuevo y Alvarfáñez) por compañas laterales. Toda esa ciudad antigua estuvo, desde tiempos de los árabes, rodeada de murallas compactas y fuertes. En esas murallas se abrían algunas puertas, que permitían la entrada a la ciudad, y que la impedían al cerrarse, de noche, y en casos de guerras.

De la muralla, tras su derrumbe programado en el siglo pasado, por aquello del crecimiento, del ensanche y de la modernización mal entendida, hoy solo quedan restos miserables, casi inaudibles e invisibles: un fragmento junto a los jardines del Infantado; otro en el barranco del Alamín, junto con el Alcázar, y muy poco en la calle de Ronda, cerca de la puerta de Bejanque.

Pero ahora nos encontramos que resurge parte de la muralla, precisamente aquí, en la Puerta de Bejanque, donde había sobrevivido el nombre de una parte de la misma, y donde apenas quedaba otra cosa que el recuerdo. El Ayuntamiento de nuestra ciudad, en una decisión que le honra y le cataloga como institución realmente preocupada por el mantenimiento y la promoción de nuestras reliquias arquitectónicas, ha decidido recuperar lo poco que hasta nuestros días ha llegado de esa Puerta de Bejanque. Y piensa hacerlo (en la idea han sido promotores muy decididos el propio alcalde, Javier de Irizar, y el primer teniente de Alcalde, Ricardo Calvo) abriendo el entorno y derribando la casa que se construyera el siglo pasado sobre los restos de la referida puerta. De ese modo, los recuperados fragmentos (un arco, parte del pétreo muro, algunos paramentos de ladrillo, etc.) destacarán con su imagen medieval sobre un área urbana abierta y luminosa. Un recuerdo nuevo de nuestro pasado tan lleno.

La Puerta de Bejanque era una de las más fuertes de la muralla. Estaba protegida por una torre de planta pentagonal, con su espolón de punta mirando hacia el Levante, y con dos ingresos a través de arcos: uno mirando al sur y otro al norte, cruzados en zig‑zag con objeto de obligar a los viandantes a hacer un recorrido bamboleante en su interior, y de ese modo proteger la puerta, la muralla y en definitiva la ciudad de ataques guerreros. Muy poco ha quedado de aquella puerta, que fué derribada en 1884: un plano realizado por los topógrafos militares de la Academia de Ingenieros, y un dibujo de Pascó, cuando con José Maria Quadrado visitó la ciudad en la segunda mitad del pasado siglo. Existen también algunos interesantes planos y croquis procedentes de la época en que se construyó la casa en que quedó empotrada parte de esa puerta: planos que ahora servirán para la reconstrucción y recuperación de este monumento, que puede constituirse, sin duda, en nuevo símbolo de la etapa actual municipal, preocupada y consciente de la importancia de recuperar en todo lo posible, aunque sean restos mínimos como éste, el legado patrimonial de nuestros abuelos. 

Así pues, dentro de poco tiempo, la Puerta de Bejanque dejará de ser un simple nombre evocador para constituirse en un monumento más que poder añadir a las guías, a los recorridos turísticos y a la imagen cierta, agradable y moderna de una ciudad que se preocupa (y aquí debe ir un aplauso especialmente dirigido a nuestro primer mandatario municipal, Javier de Irizar) por conservar su imagen y su esencia multisecular.