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septiembre, 1989:

El Cardenal Gil de Albornoz, Acipreste de Hita

 

Nos ocupábamos la pasada semana de la figura de Juan Ruiz de Cisneros, como autor del «Libro de Buen  Amor”. Dejemos a un, lado la figura del poeta, y pasemos a la del firmante del libro, el «arcipreste de Hita, su figura paródica: el Cardenal don Gil Carrillo de Albornoz, arzobispo de Toledo. Él es el típico ejemplo del hombre medie­val, resuelto y, sabio, ambicioso y opulento. Son mil sus caras, esqui­nadas siempre: bondadoso y cruel, místico y mundano, humilde y, ostentoso. Es militar y eclesiástico, político e intelectual. Nace, entre 1310 y 1316, en el seno de una poderosa familia castellana en la que confluyen sangres de Luna, Albornoz y Carrillo. Es Cuenca su patria. Interviene activamente en la Corte de Alfonso XI, colaborando estrechamente con el monarca en preparación de su campaña recon­quistadora que culminará con la gran victoria del Salado, En esos años (1340‑1350) es don Gil quien domina la Corte, y con el arzobispa­do de Toledo en sus manos no cono­ce rival en la política del momento. Como es descrito en el Libro de Buen Amor:

las cejas apartadas prietas como carbón…

la su nariz es luenga. esto le descompon…

la boca non pequena. labios al comunal…

mas gordos que delgados. bermejos como coral…

Así nos aparece en los retratos que de él se conservan en la Capilla de los Caballeros de la catedral de Cuenca, y en la biblioteca Nacional de Madrid.

La llegada al trono de Pedro I el Cruel pone en huida al Cardenal Albornoz, que se refugia en la Corte Papal de Avignón, donde alcanza también ‑dotes no le faltaban‑ el más alto grado de Cardenal Legado pontificio, Vicario papal y privado de una larga serie de Pontífices. Pudo llegar a la silla de San Pedro, pero prefirió su sombra, más cómoda y manejable, llevando con tan buen gobierno los asuntos de la Iglesia, que consiguió trasladar nuevamente a los Papas desde Aviñón a Roma, haciendo que los Estados Vaticanos reconocieran nuevamente al sucesor de San Pedro, Urbano V. Poco después, en 1567, y en la italiana ciudad de Viterbo, moría don Gil.

Así como de Juan Ruiz no ha Podido probarse que fuera «arcipreste de Hita», sí que está demostrado con rigor de datos y amplia satisfacción, que este cargo estuvo durante 24 años en poder de muy allegados deudos e incluso del mismo Cardenal Albornoz: de 1343 a 1351 fue arcipreste de Hita Pedro Fernández, procurador y muy devoto de don Gil; de 1351 a 1353, lo fué Pedro Alvarez de Albornoz, su sobrino, veinteañero; y desde 1353 hasta 1367, año de su muerte, fue el propio Cardenal don Gil de Albornoz, el que tuvo, entre otros muchos cargos y prebendas, la de «arcipreste de Hita». Hacer un libro de, poemas alegóricos ridiculizando al clero, y poniendo de figura central, parodiada y parodiante, al arcipreste alcarreño, era poner en la picota directamente a tan alta eminencia que podía, y así ocurrió, sentirse aludido.

Es finalmente la bellísima tarea de mostrar el simbolismo del Libro de Buen Amor la que ha acometido, con acierto y clara visión, el investigador Criado de Val. En los varios miles de versos que nuestra más alta pieza de poesía medieval contiene, se retrata y metamorfosea a don Gil, al rey Pedro, a su tesorero general, Samuel Leví, y a otros muchos protagonistas de la historia castellana de mediado el siglo XIV, poniendo siempre el dedo en la llaga de vicios y escándalos.

No es cuestión, ahora de desmenuzar tema por tema; baste recordar aquella mención tan conocida del ratón de Guadalajara y el ratón de Mohernando, cuando el Poeta refiere e insiste en el miedo que demuestra siempre este último. La razón clave de la huida de España de Gil de Albornoz fue la exigencia del Rey Pedro de que devolviera la encomienda santiaguista de Mohernando, que le había sido regalada o donada en condiciones poco claras por la amante de Alfonso XI, doña Leonor de Guzmán, a cuyo círculo fue, muy adepto el Cardenal. Sus vacilantes excusas le sirvieron para poner tierra por medio. Con este objetivo clarificante, el Libro de Buen Amor es dedo fiel que, señala una época, una situación, un personaje. Si el «arcipreste de Hita», ya provisto de carné de identidad en forma de fraile mozárabe y vividor, no se nos queda con la etiqueta de “gloria local» que hasta aquí tuvo, sí al menos permaneceremos en la órbita castellana, alcarreña y campiñera de este primoroso cantar, parodia y emblema, que obliga a entrar en baile frenético a toda la sociedad del siglo XIV. Sigue siendo esta tierra de sendas polvorientas, rastrojales y choperas tenues el paso seguro y aún latiente de tanta algarabía.

Bibliografía fundamental

CRIADO DE VAL, M.: Historia de Hita y su, Arcipreste, Madrid, 1976

CRIADO DE VALM.: El Cardenal Albornoz y el Arcipreste de Hita, «Studia Albornotiana», XI (1972): 91‑97

SÁEZ, E., y TRENCHS, J.: Juan Ruiz de Cisneros, autor del «Buen Amor”, en «Actas del Primer Congreso Internacional sobre el Arcipreste de Hita», Barcelona, 1973, pp. 365‑.368

TRENCHS ODENA, J.: La iglesia de Sigüenza durante los primeros años de Juan XXII: Episcopologio de Simón de Cisneros en Revista «Wad‑al‑Hayara 6 (1979): 83‑95

REAL DE ‑LA RIVAC.: El libro de Buen amor, estudio histórico‑crítico del Códice de Salamanca, Madrid, 1975.

Juan Ruiz de Cisneros, autor del Libro del Buen Amor

 

Tiene la vida, si es plena, mucho más de aventura que de rutina. Quien planifica sus actos, y sale todo a pedir de boca, siente la satisfacción de lo metódico, pero carece de la emoción de lo inesperado. La sorpresa debe formar parte inexcusable de cualquier existencia verdadera. Y para aventuras e inesperados aconteceres, las del Arcipreste de Hita, que en estos últimos años ha tenido que sufrir varios sobresaltos en su tumba, cuando diversos investigadores se han dado a desentrañar su auténtica personalidad, el profundo significado de su obra, la clave de una época a la que él puso el lacre ferocísimo y genial del Libro de Buen Amor. Y tanta investigación ha dado en resultas encontrar la personalidad exacta del escritor, la del Arcipreste (que no son la misma cosa) y poner por tapiz geográfico del libro toda una ancha comarca en derredor de Toledo, que tiene a Hita como uno de sus más destacados jalones, pero no el único, ni siquiera el principal.

De tanta rebusca en los archivos, de tan profundo cavilar en tomo a una obra literaria y a sus protagonistas, ha resultado quitarle al enclave alcarreño de Hita una pretendida gloria de las letras hispanas. Ahora resulta que poner al Arcipreste y su Libro en la nómina de literatos guadalajareños es error y fruto de escasa información científica. Pero, aun sabiéndole, incluso aun exponiéndolo líneas abajo, en su verdad más aquilatada, en este vasar de lo alcarreño seguimos instalando a Juan Ruiz y al Arcipreste, al Libro de Buen Amor y al Cardenal Albornoz, que, como se verá, es parte capital de la historia.

Un pasiano de corazón, un sabio de lleno metido en la búsqueda de las razones últimas de este jeroglífico, don Manuel Criado de Val, es quien más ha laborado en este rastreo del personaje, de sus razones y sinrazones, de su oficio literario, de su raigambre hondamente hispana. Pero Criado ha sido quien, al desvelar la clave que encerraba el Buen Amor, y destronar a Hita de su solo pedestal en este tema, la ha puesto, y a toda la tierra de Campiña y Alcarria que la rodea, en su justo y más valioso término; se ha fundido con los personajes y con el suelo, y en ese mito que hoy es incontrovertible realidad histórica, surge de la parda faz de Castilla (de Toledo, de Hita, de Calatrava ó Rascafría) un monolito que lleva los rasgos de Juan Ruiz, del Arcipreste, de Gil de Albornoz y de Criado de Val. Vamos, pues, con esa verídica y apasionante historia desvelada.

Caminando el viajero por las veredas polvorientas, arterias envejecidas de la Alcarria, entre rastrojales y choperas tenues, se divisa el cerro testigo de Hita, como un dedo apuntando al cielo, y en su regazo acogido el pueblón que gotea historia. En ese silencioso entorno se mece la realidad y la leyenda. El contrapunto del paisaje ‑pobre y luminoso‑ es perfecto para la conversación entre unas páginas literarias que llevan la medida fuerza de toda una época, y los personajes que desde la fábula intentan sentarse en la realidad.

Las cavilaciones y pacientes rebuscas en los más extraños archivos, han hecho que Emilio Sáez, José Trenchs, Manuel Criado y otros hayan llegado recientemente a hilar esta verídica historia. El autor del Libro de Buen Amor fué Juan Ruiz de Cisneros, eclesiástico. La historia familiar y personal de este sujeto es una pura narración de aventuras, y describe con precisión a un personaje de pura cepa mozárabe. Su abuelo Rodrigo González muere en una batalla contra la morisma, cuando los ejércitos de Alfonso XI, en las postrimerías del siglo XIII, dan la campaña más cruda, que parecía iba a ser la definitiva, contra Al‑Andalus.

El padre de nuestro personaje, Arias González, es hecho prisionero de los moros, y entre ellos queda viviendo durante veinticinco años. Por su calidad de noble, los árabes le respetan y le dejan vivir libremente, casándose con una cautiva cristiana, manteniendo su religión y costumbres. El único límite es la imposibilidad de volver a Castilla, y la exigencia de que, de los hijos que hayan, las hembras han de quedar cautivas en el reino moro, mientras que los varones podrán volver libres a su tierra castellana.

Arias González tuvo suerte: su mujer solamente le dio varones. Uno de ellos fué Juan Ruiz, nacido el año 1302. El joven resultó ser, también, cercano pariente de S imón de Cisneros, elevado al obispado de Sigüenza, y allá que se llevó a su sobrino Juan Ruiz, que pronto hizo fortuna en la carrera eclesial. En 1316 ya era canónigo de Sigüenza, ostentando el título de arcediano de Molina, y en 1318 obtuvo el más importante de Arcediano mayor o de Sigüenza.

Pero pronto, y a tenor de la protección que su tío el obispo, y aun el mismo Papa Juan XXII le dispensaron, en 1319 pasa a obtener el cargo de canónigo en Palencia, conservando sus anteriores beneficios. Pasa pronto, en 1322, a ser «familiar» o allegado en la corte de Alfonso XI, obteniendo otras canonjías en Valladolid y Burgos. En 1327, al morir su tío el Obispo Simón, es ejecutor testamentario de sus bienes, disponiendo de ellos ante la Cámara apostólica, junto a su hermano Rodrigo González. En ese mismo año es nombrado capellán papal, y autorizado para cobrar todos sus beneficios sin tener que asistir a ellos.

En 1332, es facultado para poder alcanzar la dignidad de obispo, aunque nunca llega a ella. Luego entra a formar parte de la casa y familiaridad del arzobispo toledano, gran Cardenal Gil Carrillo de Albornoz, con quien le uniría una relación parasitaria de la que no llegó ya a obtener muchos frutos pues alguna nueva canonjía que don Gil solicitó para Juan Ruiz en Calahorra no le fué concedida. Nuestro autor acompañó al Cardenal en su viaje por Italia, cuando llegó hasta Bolonia en triunfal gira.

Pero la buena estrella de Juan Ruiz se quebró repentinamente en 1353, pues desde entonces no vuelve a tenerse noticia cierta de él. Esa es la fecha en que, con gran probabilidad, ordenó su encarcelamiento el Cardenal Albornoz. La redacción de su Libro de Buen Amor será de pocos años antes. Carrera brillante, con empujones familiares, con ayudas y «enchufes» de las más altas jerarquías. Cargado de dinero, sin la más mínima vocación religiosa, Juan Ruiz se nos muestra con la figura típica del corrupto clero de S. XIV. Nadie mejor que él para hacer su más virulenta crítica.

Chiloeches, tradición y actualidad

 

Estos días en los que la villa de Chiloeches celebra sus anuales fiestas patronales, es un buen momento para recordar a todos de su existencia, y de lo justificado que se hace el plantearse un viaje hasta su caserío blanco y limpio, hasta el aire diáfano de su paisaje montañoso y doméstico, hasta la alegría indomable de sus gentes.

Encajonado en un estrecho barranco que reúne las torrenteras que desde la Alcarria primera van a dar en la campiña del Henares, el pueblo de Chiloeches presenta hoy un aspecto de pulcritud y limpieza que le hicieron acreedor hace algunos años a varios importantes premios de adecentamiento de núcleos de población.

Su nombre es de raíz vascongada, y viene a significar la casa de piedra. Desde los tiempos de la reconquista fue aldea de Guadalajara, parte de su Común de Villa y Tierra. En la jurisdicción de esta ciudad continuó, y bajo el directo señorío real, hasta el siglo XVII, en que todos los vecinos decidieron separarse de Guadalajara, pagando para ello una cantidad de propia compra a las arcas reales. Ocurría esto en 1626, y ya en 1640 estaban tan agobiados los vecinos por causa del pago de los censos y créditos en que se habían metido, que no tuvieron mas remedio que venderse a don Manuel Álvarez Pinto, quien se declaró señor de Chiloeches y los caseríos de Albolleque y Celada.

Este se lo vendió luego a don Juan de San Felices y Guzmán, caballero de Alcántara y consejero de Castilla, quien recibió del rey Carlos II, en 1692 el titulo de primer marques de Chiloeches, que fueron heredando sus sucesores hasta el siglo presente. Ayudó este señor mucho al pueblo, y este le cedió terreno para hacerse un palacio, trabajando en las obras del mismo. El trabajo de sus habitantes se centró en la agricultura y la artesanía del esparto, dedicándose hoy al trabajo industrial en la vega del Henares y en Guadalajara.

Y puestos a señalar lo más interesante de su patrimonio histórico‑artístico, que también los tiene, podemos recordar que en el cerro de «El Castillo» que aparece a la salida del valle de Chiloeches, y que tiene todo el aspecto de un antiguo castro ibérico, se han encontrado importantes restos arqueológicos, consistentes en tumbas, ajuares y restos cerámicos, de la época del Bronce inicial o medio.

La iglesia parroquial es de la advocación de Santa Eulalia. Se trata de un edificio de sillería de piedra caliza, con alta y monótona torre sobre el muro de poniente, y sencilla puerta de ingreso, de arco semicircular de lisas dovelas, en el muro norte, en el que se apoyan varios contrafuertes. En el interior, de tres naves, se ven las columnas cilíndricas con basa adornada de molduras, y capiteles toscanos sobre los que apoyan amplios arcos de medio punto. La capilla del baptisterio, bajo la torre, se abre a la nave izquierda por arco de medio punto, y se cubre con bóveda de horno, de buena labor de cantería.

La iglesia es obra del siglo XVI, y en ella trabajaron diversos canteros y maestros de obra acreditados en la zona campiñera, aunque de origen complutense, arriacense o montañés. La torre comenzó a levantarla Juan García de Solórzano, pero se hundió, y hubo de encargarse de ella el maestro de cantería Pedro Medina, o Medinilla, como se le conoce en muchos documentos, que fue quien la concluyó en 1570. La construcción del templo se debe a Alonso Sillero, Diego Orejón y Juan de Ballesteros. En su interior no queda nada de interés, excepto una dalmática carmesí, con cenefas azules, obra del bordador Antonio Rodríguez en 1579, y una interesante pintura de la Purísima, de escuela madrileña del siglo XVII.

A la salida del pueblo, está la casona de los marqueses de Chiloeches, obra estimable y muy bien conservada, del siglo XVIII, con portada de sillares almohadillados, gran escudo de armas sobre ella, y paramentos de aparejo de sillar y ladrillo, con buenas rejas en las ventanas, y un evocador jardín ante ella.

Sobre el pueblo se construyó hace años un mirador rústico, al que se llega por empinado camino que nace a media cuesta de la carretera que lleva al Pozo y Pioz, y desde el que se contemplan extensos y magníficos panoramas, lo mismo que desde las curvas que va haciendo dicha carretera al ascender hacia la meseta.

En el término se encuentra, bajando hacia el Henares, el caserío de Albolleque, de resonancias árabes en su nombre. Existió desde muy antiguo, y perteneció en el siglo XVI a la familia de los Guzmanes de Guadalajara, que construyeron su pequeña iglesia, pasando luego a ser pertenencia de los marqueses de Chiloeches. Hoy es propiedad particular y está en gran parte reconstruido, sirviendo de base a una gran explotación agraria.

Para terminar, no sobra la mención al escudo heráldico municipal de Chiloeches, de reciente creación y uso, que consta, como vemos en la imagen adjunta, sobre un fondo verde, de una casa de piedra, en plata en alusión al significado del nombre de la villa, y que además suele representar a su Ayuntamiento, que es la pieza arquitectónica mas tradicional de la misma. En los extremos de la misma, cantonadas que se dice en el idioma del blasón, aparecen tres abejas de oro en simbolismo de la existencia de estos animalillos productores de la mejor miel del mundo, la de la Alcarria.

Un recuerdo de la Salceda entre Peñalver y Tendilla

 

Por las trochas de la Alcarria, cuando el caminante busca algún punto de referencia, como el campanario quedo o la ermita dulce, como la plata brillante de una carretera o el chillón colorido de un anuncio de refrescos, algunas veces la mirada se topa con unas ruinas. Generalmente son los restos, ‑esqueletos desmembrados de antiquísimos quehaceres‑ de algún monasterio. Allí donde hubo oración, hermandad, sabiduría y silencio, hoy quedan piedras y desmontes, alguna medio fachada a medio derruir, o la cubrición de hierbas sobre altozanos que dicen los planos de un complejo donde brilló la plata y lució la tinta viva de algún códice.

Para quien, andando o en su automóvil, pasado Tendilla continúa hacia los Pantanos, antes de subir al llano de Peñalver, se encuentra a la derecha con las ruinas pretéritas, silentes  y enigmáticas de un monasterio que fue núcleo de una de las más importantes reformas del franciscanismo. Son las ruinas de La Salceda, donde Fray Pedro de Villacreces, San Diego de Alcalá y Francisco Ximénez de Cisneros, el regente del Emperador Carlos, batieron sus armas de santidad y humildades.

Larga, densa, colmada de curiosidades y ejemplos está la historia de este cenobio. Otros autores ya la han escrito. Quizás el que con más pormenor lo hizo fue el que la rigió en el siglo XVII, fray Pedro González de Mendoza, hijo de la princesa de Éboli, y más adelante arzobispo de Granada. El escribió un enorme librote que tituló «Historia del monte Celia», porque con ese nombre denominaron los antiguos a la eminencia alcarreña donde asentaba la casa franciscana.

Otro autor, muy poco conocido, es el historiador Francisco de Torres, regidor perpetuo de la ciudad de Guadalajara, y uno de sus más concienzudos historiadores. En 1647 escribió la Historia de la nobilísima ciudad de Guadalajara, que todavía permanece inédita, manuscrita, en la Biblioteca Nacional de Madrid. En esa obra pone Torres algunas noticias relativas a la Salceda que no me resisto a insertar aquí. Es, por ejemplo, la referencia breve, pero elocuente, a la fundación del cenobio, que legendariamente se achaca a la aparición de la Virgen, sobre un sauce, ante dos asustados caballeros de la Orden de San Juan, dueños en el Medievo de estos territorios peñalveros. Dice así Torres:

Entre Tendilla y Peñalver en la Alcarria está la Salceda. Ará quinientos años que hera Sr. de Peñalver la religión de San Juan y asistían en aquel tiempo en élla dos caballeros de aquel avito. Salieron un día sereno y claro a cazar a un valle que entonces se llamaba del Infierno. Zerróseles el día, hubo tempestad, se acogieron al cielo y la Madre de Dios, en medio de mil soberanos resplandores (iris celestial) se les apareció en imagen suya del tamaño de una gemma sobre las ramas de un salze que con su Divina Presencia, confortándolos y bolviéndoles a los turvados pechos el espíritu perdido, les consoló. Desde este día el valle del Infierno pasó a ser el valle del Cielo con que la fiereza dió fin y principio el alegría. En este sitio mandó la Sacratissima Maria a estos cavalleros que la edificaran cassa lo qual hizieron agradezidos de tan soverano veneficio. Y al pie del retablo que dexaron en la hermita pusieron dos tableros adonde pintaron el suceso de la tempestad y forma del aparezimiento, en uno están huyendo del rigor del tiempo y en otro juntos de rodillas delante de la Virgen acompañada de luzes y resplandores de la suerte que la vieron enzima del salze.

Y luego cuenta como de aquella leyenda quedó de testigo una hermosa medalla que hallaron una vez haciendo obras para mejorar una pared del edificio que amenazaba venirse abajo. Prosigue Torres:

Queriendo reedificar una pared en la Iglesia se halló en los cimientos una medalla de plata (del tamaño de un real de a ocho), sobredorada están esculpidos en ella dos cavalleros de rodillas delante de la Imagen puesta en el altar de la manera que havían de dejarla y ellos en el traje que acostumbraban entonces a llevar muy diferente del que agora usan, que a no miralles los cuellos y havitos de San Juan parecieran obispos destos tiempos porque están con unos manteletes y sus mucetas encima con las cruzes de san Juan en medio y unos sombreros de grandes faldas (estos tenían en el suelo) y las manos juntas aziendo oración. Esta medalla echaron en los cimientos al hazer la hermita, costumbre antigua y moderna hechar medallas en los fundamentos de los edificios para perpetuar memoria de sus fundadores Pontífices, Reyes y príncipes de aquel tiempo.

El conjunto de convento, hospedería, claustros, biblioteca, iglesia y capilla que para las reliquias mandó construir don Pedro González de Mendoza, constituía todo un espectáculo maravilloso para quien por vez primera se acercaba a su entorno. Torres, que desde Guadalajara debió viajar en alguna ocasión hasta el Monte Celia de la Salceda, lo describe someramente. Merece que escuchemos sus parrafadas al respecto:

I

En este monasterio está el Monte Zelia con muchas y devotas hermitas a propósito sitio para la contemplación de toda la casa es un buen edificio curioso con oficinas acomodadas, la librería es famosa. La Iglesia es graziosa donde están pintadas en azulexos muchos milagros de Nº Sra. que está metida en una custodia de cristal, oro, plata, perlas y ricas piedras, es de mas de una vara en alto y mas de tres cuartas de ancho fué ofrezida por el dho sr. arzobispo y sus hermanas y cuñadas duquesas de Medina Sidonia y Pastrana, condesa de Salinas y marquesa de Almenara.

Acompañan este santo tabernáculo unas barras de plata que parecen lámparas y son cazoletas de olores con otras muchas lámparas de plata que han ofrecido los devotos. Y a coste de los Excmos. Duques del Infantado arde un cirio perpetuamente.El pórtico, lonjas, claustros y otras grandezas de estta casa quien las quisiere saber por mas extenso, lea el Libro de las grandezas de esta cassa que hizo el dcho St. Arzobispo que satisfará su deseo.

II

Milagros, curaciones, peregrinos en grupos numerosos, cuadros, libros, cerámicas talaveranas, reliquias envueltas en oro y pedrerías… un mundo perdido que solo la evocación voluntariosa de quien a la altura de sus ruinas se acerque podrá rescatar de la olvidadiza secuencia de los siglos. En cualquier caso, un punto donde reconciliarnos con el pretérito, donde aprender, porque siempre es posible aprender algo nuevo, a recapacitar sobre la fugacidad de las cosas, por muy fuertes que sean, y a procurar su vida, con todos los medios a nuestro alcance.

Plazas Mayores del la provincia de Guadalajara

 

Si hay alguien en la provincia Guadalajara que sabe de Plazas mayores ese es José Serrano Belinchón nuestro dilecto amigo y compañero en estás páginas de NUEVA ALCARRIA, quien ha ido trayendo a lo largo del tiempo de innumerables semanas los relatos puntuales de sus vivencias por todos y cada uno de los pueblos de nuestra querida patria provincial, y que en todos ellos ha puesto su saber decir al referirse a las plazas, a esos lugares urbanos, en los que, de todo pelaje, se alzan picotas, ayuntamientos, fuentes y farolas, y sirven para unir en el recuerdo y la presencia a las gentes de cualquier villa.

En este día en que se inicia la fiesta grande de Guadalajara, y la Plaza de su Ayuntamiento, (donde dentro de pocas horas saldrá adelante su cabalgata anunciadora) se convierte en Plaza Mayor de toda la provincia, quiere traer nuestro Glosario a sus páginas la imagen de algunas de esas plazas mayores que tienen por su sabor, su, elegancia, su intimidad y su belleza, bien ganado un puesto en la admiración de cuantos nos dedicamos a recorrer los pueblos y las trochas de Guadalajara. Por fuerza breves, estos retazos servirían, eso intentan­ proponer lugares donde  viajar, abrir caminos y levantar deseos de llegarse a los lugares más sugestivos, admirarlos y llevarlos en la retina. Estos son algunos de esos puntos donde la plaza es latido y sonido.

En ALMONACID DE ZORITA la plaza muestra el Ayuntamiento, la torre del reloj, y una graciosa serie de soportales con arquitectura popular de la zona., En ATIENZA son dos los ámbitos que nos sorprenden: la Plaza del Ayuntamiento o Plaza Mayor, en la que el edificio concejil preside la estampa triangular del ámbito, apareciendo en su centro la barroca Fuente de los Delfines. Varias casonas nobiliarias, entre las que destaca la de, los Bravo de Lagunas, rodena el conjunto. Y luego más arriba, pasando la cuesta a través del arco de Arrebatacapas, se encuentra la Plaza del Trigo, presidida por la mole de la iglesia de San Juan, y totalmente soportalada, destacando en ella la Casa del Cabildo de Curas, las antiguas tiendas, casonas nobiliarias, etc. Está muy bien reconstruida hace algunos años en forma de plaza típica castellana

En AZAÑON hay una plaza, rodeada de casonas antiguas, el ayuntamiento y arquitectura popular muy bien conservada, que la recomiendo muy especialmente por lo poco conocida que es y el encanto que ofrece, También en la Alcarria, en BRIHUEGA, está la Plaza del Coso que llaman, con el edificio del Ayuntamiento, propio del siglo XVIII, recientemente restaurado, y las fuentes mandadas construir por Carlos III, mas la Cárcel de la Villa, casonas blasonadas, y un nivel de edificios de arquitectura popular muy movida. Aun en BUDIA sorprende su plaza mayor con el edificio del Ayuntamiento, bellísimo con sus columnatas y torre del reloj, mas una gran fuente pegada a su fachada, y en forma triangular, arquitectura popular muy bien conservada.

La plaza mayor de CIFUENTES es también de forma triangular, está presidida por el Ayuntamiento, y el resto de sus flancos está soportalada, teniendo cómo fondo por una parte la mole de la iglesia parroquia] del Salvador, y por otra la del castillo del infante don Juan Manuel. El viajero encontrará en COGOLLUDO una enorme plaza que se preside en su costado norte por el palacio de los duques de Medinaceli, joya del primer renacimiento, y el resto ofrece el edificio del Ayuntamiento con su campanil, y tres niveles de edificios soportalados. En FUENTELENCINA la Plaza Mayor se preside por el edificio del Ayuntamiento, construcción de fachada bien articulada con dos niveles de arcadas arquitrabadas, y escudos. El resto ofrece casas populares con porches.

También la Plaza Mayor de GUADALAJARA, que se, ha modificada, recientemente, poniendo un espacio amplio y abierto en su centro, y estando presidida a poniente por el Ayuntamiento, obra ecléctica de finales del siglo XIX, es ámbito curioso y atrayente, mientras que el resto de sus paramentos están constituidos por edificios soportalados. En HITA debe pasearse su plazal grande, recientemente restaurado, que nos ofrece algunas construcciones Populares de mediano interés, encontrándose presidido por la mole, del castillo. LORANCA DE TAJUNA ofrece en la parte alta del pueblo, con una gran fuente de pilón circular en el centro, el Ayuntamiento y una torre del reloj aislada, la plaza principal que está presidida en uno de sus flancos por, la mole del ábside de la iglesia.

La plaza de MILMARCOS, en el señorío molinés, es un espacio de gran interés y vigor, con dos enormes olmos plantados en el siglo XVII en su centro, y, una fuente, entregándonos en uno de los costados el edificio del Ayuntamiento, con arcadas dobles y escudo, en otro costado la portada plateresca de, la iglesia, y los restantes lados ocupados por casonas blasonadas. En la capital, MOLINA DE ARAGON, la Plaza Mayor o Plaza de España, ofrece en dos niveles el Ayuntamiento y una serie de casas de estrecha fachada, algunas blasonadas como la de los marqueses de Embid. Es muy amplia y espaciosa. Y todavía en territorio molinés, TORTUERA nos entrega por pla­za un amplio espacio limitado en sus cuatro costados por otros tantos caserones o palacios de hidalgos molineses, con sus grandes escudos, sus portalones, sus rejas, y en el centro la olma venerable.

La Plaza Mayor de MONDEJAR es cuadrada, soportalada en tres de sus lados, con árboles y bancos centrales, en el costado de levante se alza la mole de su iglesia parroquial de la Magdalena, plateresca de principios del siglo XVI. A PALAZUELOS quien llega encuentra un plazal muy rural, amplio, con fuente central y los restos ya desperdigados de su picota. En uno de sus extremos, aparece una de las puertas de entrada a la villa amurallada, y muchas de sus casas se apoyan sobre dicha muralla. Hay construcciones populares sencillas pero con detalles de iconografía popular interesantes.

Y la Alcarria sigue ofreciéndonos sus plazas mayores en PAREJA, donde aparece el Ayuntamiento, el antiguo palacio de los Obispos de Cuenca, señores de la villa, y una gran olma central queda carácter a la plaza, escoltada por construcciones populares. Lo mismo ocurre en PASTRANA, con su también llamada  Plaza de la Hora, que se preside por el palacio de los duques, obra de Alonso de Covarrubias, y se abre a través de un calicanto o adarve sobre las huertas que circundan la villa. Los dos costados restantes se forman por movidas construcciones soportaladas. Esta plaza fué diseñada así como «plaza de armas» para ser espacio‑homenaje del palacio. En SALMERON la plaza es de traza triangular, con la iglesia parroquial en uno de sus costados, y en los otros dos, mu­chas construcciones de tipo popular alcarreño, así como el Ayuntamien­to de características más nobles con escudos empotrados en sus muros.

Para terminar, el recuerdo de SIGÜENZA, la mejor plaza de la provincia. En ella está el Ayuntamiento a levante, la catedral a poniente, y los otros dos flancos ocupados por casas nobles, soportaladas en un flanco y con amplias balconadas de hierro y portalones góticos en el otro. Son unas cuantas ofertas que el urbanismo íntimo de nuestros pueblos ofrece al viajero y curioso que en estos abiertos ámbitos puede encontrar los ecos de tiempos pretéritos y el cantar infantil de los corros,