Cuerpo y figura del convento franciscano de Mondéjar
Sabemos por ciertas referencias documentales cómo era el monasterio de San Antonio de Mondéjar, del que ayer se cumplía exactamente su Quinto Centenario, en las épocas en que se mantenía íntegro. Realmente era pequeño, como lo atestiguan los ruinosos cimientos que de él, hoy permanecen, y la propia iglesia, que a pesar de su belleza ornamental y estilística, formaba un recinto de escuetas proporciones.
De esa minúscula apariencia tenemos la primera referencia en la carta que el 10 de noviembre de 1509 dirigía el fundador don Iñigo al Cardenal Cisneros, en la que le decía que mi monasterio es bonito, bien labrado e ordenado, pero tan poquita cosa que no paresce syno que se hizo para modelo (como dicen en Italia) de otro mayor, para el lugar basta como la mar para el, agua. En las intenciones del segundo conde de Tendilla no estaba prevista la existencia de más de 10 o 12 frailes para habitarle, y en las Relaciones Topográficas del siglo XVI se decía que este cenobio contaba con el edificio de la Yglesia… con su huerto y lo, demás necesario. Ello era un claustro mínimo, ciertos espacios para la vida comunitaria, las celdas de los frailes, y la iglesia con su sacristía. Poco más.
La iglesia del convento de San Antonio de Mondéjar era una verdadera joya del primitivo grupo de edificaciones protorrenacentistas, con las cuales se introdujo en España el nuevo estilo nacido en Italia un siglo antes. Orientada clásicamente, con el ábside a levante y la portada principal sobre el hastial de poniente, era de una sola, nave, planta rectangular, y bóvedas de crucería completadas con terceletes, más un coro elevado en la zona de los pies del templo. Incluido este templo en la tipología de lo que todavía puede calificarse como «arquitectura isabelina», la nave única, de reducidas proporciones, con capilla en el testero y coro a los pies, más ventanales gotizantes en los muros, con capiteles de bolas, y la decoración centrada exclusivamente en la portada, dejando asomar leves detalles novedosos en capiteles y molduras, en ventanales y escudos nobiliarios, componen un conjunto propio de ese final del siglo XV, de ese «otoño de la Edad Media» en el que juega tanto papel el declive de una ideología como el nacimiento, el renacimiento, de otra nueva.
En el centro de la nave existía, cubierta por el enlosado de su pavimento, una gran cripta que diseñó el arquitecto Adonza por encargo del marqués de Mondéjar, mediado el siglo XVI, y que tenía por objeto constituir un ámbito sagrado donde poder enterrarse, en pequeño panteón familiar, los titulares del marquesado alcarreño. De bóveda y muros de ladrillo, hoy sólo queda el hueco, que llama la atención por lo grandioso, ocupando buena parte de la planta del templo.
El material con que se construyó, en los años finales del siglo XV, fue de una piedra caliza de basta calidad, en forma de mampuesto poco fino, que solo dejaba la aparición de sillares bien tallados en las esquinas, y por supuesto la decoración principal de la portada y los escudos o capiteles sobre piedra de Tamajón. También al interior se utilizó la mampostería en los muros, aunque usando piedra caliza para los elementos más nobles, como el entablamento corrido a lo largo de la nave, las pilastras, los nervios bien moldurados de las bóvedas, los arcos, capiteles y columnillas de las ventanas e incluso los escudos heráldicos del hastial del testero.
De la gloria pasada quedan hoy, tal como puede comprobar quien hasta el lugar del monasterio acuda, tristes ruinas que evocan como pueden la grandeza de otros días. Entre maleza y derrumbes, rodeado el conjunto de una alambrada metálica que trata de, impedir se sigan arrojando sobre las ruinas las basuras y desperdicios que se generan en las cercanías, surgen los altos muros de la portada y el testero, que a la luz del atardecer, cuando el sol los ilumina directamente, cobran relieve y casi adquieren vida, ofreciendo al espectador de hoy la valentía de formas y la elegancia de ‑ornamentos que hacen de este monumento uno de los más bellos de la provincia de Guadalajara.
Los dos elementos que hoy fundamentalmente podemos admirar son la portada y el hastial de la cabecera. En ellos quedan las piedras talladas que componen los elementos que, lógicamente, tenían mayor relieve en el concepto general del templo. Aparte, claro es, del retablo principal que albergaba en su interior, rematando la capilla mayor y presbiterio, y que sabemos por diversos cronistas franciscano que existía y era bellísimo, de lo mejor de su tiempo, compuesto de pinturas y esculturas de gran calidad.
La portada tiene, en esquema, una estructura sucinta de bocina con arco de medio punto. Ese arco se adorna con múltiples detalles que llegan a recubrirle de «plateresca» ornamentación protorrenacentista, en un estilo netamente toscano, con grandes similitudes respecto a las portadas del Colegio de la Santa Cruz de Valladolid y del palacio de los duques de Medinaceli en Cogolludo, obras que como hoy se sabe fueron diseñadas por el arquitecto Lorenzo Vázquez de Segovia.
Consta esta portada, como acabamos de decir, de un gran arco semicircular con varias arquivoltas cuajadas de fina decoración de rosetas, hojas, bolas, etc., apoyadas en casi desaparecidas jambas con similar ornamento. En las enjutas del arco, y acompañados de plegada cinta, aparecen los escudos del matrimonio fundador, don Migo López de Mendoza y doña Francisca Pacheco. Todo ello se escolta por dos semicilíndricos pilastrones cubiertos de talla vegetal y rematados en compuestos capiteles.
El entablamento de este arco es riquísimo, ocupado por un friso con delfines, que aparecen atados en parejas por sus colas, y cabezas de alados querubines, añadidos de series de bolas y dentellones. Encima va un amplio arco, de tipo escarzano, que forma un tímpano, con candeleros a sus lados y por frontispicio se ve una especie de gablete con molduraje de comisa. Dicho arco está ocupado por una pequeña imagen de la Virgen con el Niño en brazos, sedente, sobre gran medallón circular de fondo avenerado, al que ciñen cornucopias con estrías y cintas plegadas. El fondo del gablete se llena de robusto follaje que orla el arco del tímpano. Se trata de una especie de cardo espinoso, muy revuelto y con una gran palmeta en medio, cargada de grano, quizás una mazorca de maíz, similar en todo a las que circuyen el arco de la puerta en el palacio ducal de Cogolludo.
Esta portada, cuyos elementos son plenamente italianos, es una de las primeras aportaciones del estilo renacentista en España. En todos sus detalles puede leerse la novedad venida de la Toscana. Es más, su simbolismo parece claramente referido a la devoción que los Mendoza, y concretamente el primer marqués de Mondéjar, tienen hacia la Virgen María a la que colocan sobre un fondo de venera en el que clásicamente se sitúa a Afrodita naciendo del mar, junto a los cuernos o cornucopias de la abundancia, rodeado todote cintas que simbolizan el triunfo, dando en conjunto el mensaje de una victoria emparejada de la Madre de Dios y de los Mendoza sobre el entorno.
El otro resto conventual que hoy podemos admirar, es el muro del testero, en el que se ven cómo los apeos superiores se constituyen por pilastras finísimas, recuadradas con molduras, y corrido encima va un entablamento muy pobre y sin talla; los capiteles llevan estrías, volutas acogolladas y una flor en medio. Los tímpanos de dicho testero de arcos muy ¡apuntados aparecen ocupados por grandes, escudos dentro de láureas: el central muestra la cruz de Jerusalén, quizás en recuerdo del título cardenalicio del tío, del comitente, el Cardenal don Pedro González de Mendoza, vivo aún cuando este templo se construía, y a los lados, las armas del fundador, don Iñigo López, que son las de Mendoza sobre una estrella, y con la leyenda BVENA GVIA adoptada por los Mondéjar, más las de su mujer doña Francisca Pacheco.