Alocén, el paraíso a un paso

viernes, 31 marzo 1989 1 Por Herrera Casado

 

Todos buscamos el Paraíso. La utopía, que nunca llega­rá, debe ser pedida. Y en punto a sueños a los que se pueda llegar andando, o en mecánica correría, uno no debe tampoco dimitir bajo ningún concepto. Porque tarde o temprano, el Paraíso se encuentra. Aquí, en la provincia de Guadalajara, yo lo he encontrado. Está en Alocén.

Siguiendo la carretera de Cuenca, o de los Pantanos, como todavía se la llama, uno llega, pasado Tendilla y recorrido buen trecho del altiplano alcarreño, al cruce del Berral, donde se desvía en dirección a Budia. Antes de llegar a este pueblo, la carretera tuerce a la derecha y se dirige hacia el borde derecho del Tajo. Se pasa junto a El Olivar, y se alcanza finalmente una curva única, aquella en la que está el mirador de Alocén.

Al llegar ahí cree el viajero estar en el Paraíso. Y no. Está en la Alcarria. Está en una altura que todo lo domina, que parece ofrecerle, en un suspiro, todo el mundo. Ese valle inacabable y revuelto de aguas, de bosques, de montañas lejanas y hasta de nubes artificiales que crecen sobre la diminuta insignia del progreso. En la vista que desde el mirador de Alocén, ‑que siempre está bien cuidado, con sus barandas, sus mesas y su aparcamiento‑, se alcanza hacia levante, aparecen pueblos como Mantiel, Pareja e incluso muy en la distancia Trillo hacia nordeste y Sacedón hacia el Sur. La mañana, si se tercia luminosa, y limpia la atmósfera, puede dar mucho de sí, y darle al viajero el pago multiplicado de su andadura.

Pero desde esa altura del mirador, que tiene también al pueblo de Alocén a sus pies, apenas representado por tres/cuatro tejados y la torre de la iglesia, hay que bajar tarde o temprano. La felicidad, si empieza allí, ya no se acaba nunca. Eso es seguro. Pero en algún momento hay que marcharse. Y bajar al pueblo. Entrar a Alocén y recorrer sus empinadas calles, sus recuestos pronunciados, mirando para un lado y otro divirtiendo la vista con sus caserones de recia envergadura alcarreña, con las rejas pulidas de sus ventanas, con el limpio vaivén del horizonte entre las bocacalles.

En Alocén está la Plaza que es una especie de lujo de la Alcarria. Ancha, limpia, bien puesta. Con su Ayuntamiento (símbolo del poder civil) y su iglesia (símbolo del poder religioso). Con su balconada sobre el río Tajo, sobre las alcarrias prietas de carrascales y encinas, sobre la luz dorada de las horas primeras. Con el silencio de apenas unas sombras que cruzan. Esa Plaza Mayor de Alocén es todo un paradigma de lo que puede conseguirse si un pueblo, si quien lo dirige, se propone hacer algo hermoso, algo que guste a todos, a los que en él pueblan, lo primero, y a quienes vengan de fuera. Es el balcón más ancho y más bello de los pueblos alcarreños, (y perdón por la insistencia, pero quiero que mis lectores vayan y se enteren).

Desde ese plazal, el viajero ha de entrar en la iglesia, tras haber visto primeramente su fachada, que está orientada al sur y es limpia también, de un renacimiento manierista, muy simple de líneas y muy elegante, tallada en piedra con el gusto de alguien que estuvo en Italia. Parece que suena, aunque es muda. Y tiene la transparencia del nácar, que pesa y deja ver los huesos. Ah, y en lo alto del muro un reloj de sol, que guiña los ojos al viajero y le dice que, aun sin el clásico palito, aún puede hacerse una día de la hora en que anda metido.

El interior del templo es de tres naves separadas por cilíndricos pilares, y cubiertas por bóvedas de crucería y aristones. Tiene rematando el presbiterio un gran retablo barroco de policromada algarabía, lleno de esculturas y pinturas. Otros dos retablos, también barrocos, ocupan los brazos del crucero. En uno de ellos se venera la talla del Santo Cristo del Amparo. En la sacristía se guarda, en una especie de Museo de andar por casa, un buen rimero de piezas antiguas, brillantes y atractivas: hay ropas litúrgicas del siglo XVIII, especialmente un terno de seda que arrastra a su espalda un gran faldón con la imagen de la Virgen del Madroñal bordada en brillantes colores; un cuadro que representa a la misma advocación mariana, un portapaz regalado por el Cardenal Tavera, una lámpara de plata barroca, cálices e insignias de cofradías. En fin, todo un recital de arte y orfebrería. Que tiene sus adeptos, y hay quien la goza viéndolo.

Todavía andando el pueblo, puede verse la picota, o rollo que también llaman, y que significa que fué este pueblo Villa de independientes alientos, con justicia propia, solo reconociendo al Rey de Castilla por señor del término. Está a la entrada, rodeada de un jardincillo, más abajo de los campos polideportivos que ofrecen a los naturales ejercitar los músculos y ensanchar los pulmones.      

Y eso que solamente hemos hablado de lo que Alocén como pueblo ofrece al viajero. Si diésemos opción para que la vista y el andar se lancen monte arriba y valle abajo, suspendiéndose entre las turbulencias verdiazules del color del entorno, entonces habrá que multiplicar por infinito la oferta temática de este rincón de nuestra tierra. Está abierta, es permanente, y aunque ya tenga, ‑que ahora no me acuerdo de cual es en concreto‑  algún eslogan de incitación turística, este reclamo del Paraíso (que no es manco) le cuadra como anillo al dedo.

Un detalle final, que no tiene que ver con cuanto he cantado hasta ahora, pero que podría ser muy importante de cara a tener aún más abiertas las puertas de Alocén, y más llenos sus salones. Los automóviles que entran, alegremente, por la empinada callejuela mayor, lo tienen muy difícil para aparcar y volverse. La villa está colgando del cerro, las callejas son estrechas conforme al modo de vida ancestral, y en los coches nadie pensó. Y también tienen su corazoncito. Así es que si un día se habilitara un amplio aparcamiento a la entrada del pueblo (y sitio hay) se completaría de forma amable la oferta generosa y paradisíaca de Alocén.