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febrero, 1989:

Un pueblo de la Alcarria: Archilla

Monumento al Agricultor, en Archilla

 De entre la multitud de encantadores pueblos que forman la Alcarria, vamos a ocuparnos hoy de uno muy pequeño, pero verdaderamente encantador y que bien merece su conocimiento, tanto desde el punto de vista de su historia como de sus monumentos y, muy especialmente, de su paisaje. Rodeado de frondosas arboledas, húmedas praderillas, huertos y fuertes, cuestarrones cubiertos de tomillar y olivares, asienta el caserío de Archilla, en la orilla del río Tajuña, y en la parte más baja de su valle medio. Las altas mesetas de la Alcarria se ciernen sobre los netos límites de los cuestudos cerros que forman el valle, exuberante de vegetación y arroyos, contrapunto de la seca meseta, melodía fiel de lo que la comarca alcarreña es en toda su dimensión y policromía:

Tras la reconquista de esta zona septentrional de la Alcarria, en el siglo XI, por Alfonso VI, en 1085, el lugar de Archilla quedó incluido en la jurisdicción del alfoz o Común de la Tierra de Guadalajara. En 1184, el Concejo de esta última villa entrega Archilla, como remate de antiguo pleito, a don Gonzalo, médico, que se hizo dueño de gran parte del curso del Tajuña (Archilla, Balconete, Romancos y aun los Yélamos). Desconocemos la identidad de este personaje, que sólo aparece en una serie de documentos de esa época haciendo cambios de pueblos.

El año 1186, este magnate lo donó a la Orden de Santiago. A su vez, la orden militar referida, en 1214, entregó el lugar de Archilla al arzobispo de Toledo don Rodrigo Ximénez de Rada, quien poco después se lo entregó al Cabildo toledano, aun quedando él con ciertas preeminencias y derechos. En 1233 se le concedió a Archilla la prerrogativa de usar el Fuero de Brihuega.

Durante los siglos de la Baja Edad Media siguió estando incluida esta aldea en el señorío alcarreño de los arzobispos toledanos. En la segunda mitad del siglo XVI, Felipe II obtuvo del Papa el poder suficiente para enajenar bienes pertenecientes a la Iglesia, órdenes militares o religiosas, y así hizo con Archilla, a la que dio privilegio de villazgo, y vendió a don Juan Hurtado en 1578. Era este rico caballero un famoso abogado de Guadalajara, regidor de dicha ciudad, y casado con doña Juana de Cartagena y Balmaseda. Su hija, doña Juana, Hurtado, caso con don Luís Antonio de Alarcón. A finales del, siglo XVI, el señorío de Archilla pasó a la noble familia alcarreña de los Dávalos. Su primer poseedor en esta rama fue don Hernando Dávalos, constructor de magnífico palacio en la plaza del mismo nombre de Guadalajara. En poder de esta familia se mantuvo el pueblo hasta la abolición de los señoríos en el siglo XIX.

Según Salazar y Castro, en el tomo III de la «Casa de Lara», los señores de esta familia que poseyeron Archilla fueron los siguientes: Hernando Dávalos y Sotomayor, del Consejo de Castilla y procurador en Cortes por el estado de los hijosdalgo de Guadalajara, sucediéndole sus descendientes:

Don Alonso Dávalos y Sotomayor

Don Fernando Dávalos y Sotomayor

Don Francisco Domingo Dávalos y Sotomayor, caballero de Calatrava, mayordomo de don Juan de Austria

Doña María Dávalos, viuda del primer marqués de Villatoya.

Cuando el Cardenal Lorenzana, arzobispo de Toledo, hizo unas «Relaciones» de su obispado al estilo de las de Felipe II, el señor de Archilla era el marqués de Tejada, que por entonces (siglo XVIII) residía en Medina del Campo.

Son escasos los monumentos artísticos que encierra Archilla. El más importante es la iglesia parroquial, pero también existen algunas casonas señoriales, y muchas construcciones de arquitectura popular alcarreña, muy  bonitas La mencionada iglesia parroquial está dedicada a la Asunción de María, y en su origen fue construcción, románica, quizás levantada, por iniciativa de su señor el arzobispo don Rodrigo. Pero las modificaciones y arreglos posteriores la han bastardeado totalmente, mostrando hoy de interesante solamente su gran espadaña triangular con arcos para las campanas, y en el interior aparece, en su única nave, unas cubiertas de arcos entrelazados, de tradición gótica aunque hechos ya en el siglo XVI. Hay sendas casonas antiguas, con escudos heráldicos. Son las de los Bedoya y los Medrano. Muy bonita también la calle de la Fuente, junto al río.

En los pasados meses, las gentes de Archilla, animadas tanto por su alcalde como por el presidente de la Asociación Cultural «Amigos de Archilla», han tratado de encontrar un Escudo Heráldico que sirva de representación y emblema de su villa. En ese sentido, hemos elaborado un proyecto que actualmente se encuentra en trámites de aprobación por las instancias oficiales pertinentes, y que sería de acuerdo a la siguiente descripción:

Escudo español, de azur con un cofre o arca de plata, cortado escalpelo de oro, y en la campana o punta de plata un puente de un solo ojo en su color y mazonado de sable, sobre ondas de azur y, plata. Al timbre, la corona real cerrada.

La explicación de estas armas heráldicas sería la siguiente: en primer lugar, el propio nombre del pueblo, ARCHILLA, ‑ derivado del castellano antiguo archiella o arguilla, podría ser representado como un pequeño cofre o arca de metal noble. En segundo lugar, el hecho histórico de haber pertenecido en señorío durante algún tiempo del siglo XII a un famoso médico de Guadalajara llamado don Gonzalo, podría permitir la colocación en el emblema heráldico de la villa de Archilla de algunos elementos propios de la práctica médica medieval, como un matraz de cristal y un escalpelo, también en metal noble. Y en tercer lugar, el hecho de estar condicionada la existencia geográfica de lavilla por el río Tajuña que baña su término, sobre el que existen algunos puentes, podría dar lugar a la inclusión en la parte inferior del mismo de un puente sobre las ondas de un río.

El patrimonio artístico de la iglesia y templo romáico de Aldeanueva de Guadalajara

Interior del templo parroquial de Aldeanueva de Guadalajara, una joya de la arquitectura románico-mudéjar en la Alcarria.

 

Hoy viernes 17 de febrero, el Colegio de Arquitectos de Guadalajara hará entrega de sus premios y distinciones anuales referentes a las mejores actuaciones de cara a la conservación y promoción de la obra arquitectónica. Entre ellas, resalta la mención honorífica otorgada a la Iglesia parroquial de Aldeanueva de Guadalajara, por la constante preocupación de sus párrocos y del vecindario para hacer de ella, tras sucesivas restauraciones, una de las más sorprendentes edificaciones histórico‑artísticas de la provincia. Es, en esa fiesta de la exaltación arquitectónica, un merecido homenaje a la obra de la Iglesia en la conservación de su patrimonio artístico.

Por otra parte, es destacable el hecho de que en próximos días, concretamente entre el lunes 27 de febrero y el miércoles 1 de marzo, tendrá lugar en Sigüenza, organizado por la Diócesis, un «Curso sobre la Función Pastoral del Patrimonio Artístico de la Iglesia», de cara a concienciar a los párrocos, sacerdotes y en general los responsables del cuidado y defensa de los monumentos arquitectónicos religiosos.

Son estos dos elementos de valor que atestiguan el progresivo cuidado que la Iglesia está poniendo respecto a la conservación de su patrimonio, que en tierras como esta de Guadalajara es inmenso y variopinto, y que tiene la responsabilidad de su protección cara a futuras generaciones, y, por supuesto, cara a la propia sociedad en que se desenvuelve.

Si nos pusiéramos ahora a encomiar las mejores piezas del patrimonio artístico religioso de nuestra provincia, no habría espacio en toda la página para colocar simplemente su listado. Hablar de la catedral de Sigüenza, del ramillete de iglesias románicas, o de los templos, muchos ruinosos, de los antiguos monasterios medievales, sería solo una forma de tratar colateralmente el tema. Es enorme y brillante el cúmulo de aportaciones que los arquitectos de siglos pasados hicieron a nuestra historia artística, matizados sus proyectos por el calor cierto de lo religioso.

Si en algo puede concretarse hoy, nuestro homenaje a esa arquitectura religiosa, a ese patrimonio que quiere permanecer y mejorar en beneficio de todos, será haciendo un recuerdo aunque sea muy sintético, de la iglesia parroquial de Aldeanueva de Guadalajara, ese pequeño pueblo, abierto a todos los vientos, que se encuentra en el páramo de la primera Alcarria, cuestas arriba de Iriépal, y que ofrece a quien por primera vez lo visita el aliciente de viajar a una época remota y a un modo de entender los volúmenes y los espacios que entronca directamente con el Medievo.

Se trata de una obra del siglo XIII, de estilo románico‑ mudéjar. En el exterior ofrece una columnata de madera sobre alta baranda de piedra, formando el clásico atrio románico, dentro del cual surge la portada de entrada al templo. El muro de poniente, sobre el que en principio hubo una espadaña, tiene ahora una torre de aspecto excesivamente macizo. En este muro occidental aparece una graciosa puerta, pequeña, formada por un arco de herradura apuntado, revestido todo él de ladrillo. En el muro norte, cerrado, se ven aleros de ladrillo formando filigranas propias del estilo mudéjar. Al exterior, y en la cabecera del templo, aparece el ábside, semicircular, de mampostería con cornisa apoyada en tallados modillones.

La puerta del templo de Aldeanueva es un ejemplar en el que se mezclan los detalles románicos con los mudéjares: dos arquivoltas de arista viva descansando sobre lisos capiteles que apoyan en sus respectivas columnas, y un frontal de ladrillo en el que surge un dibujo de entrelazo propio de la decoración puramente árabe.

El interior es tan magnífico que quien lo descubre por vez primera queda con la respiración cortada. Su grandiosidad y amplitud, cubierto el espacio de su única nave por los muros laterales de mampostería con hiladas de ladrillo, el ábside totalmente cerrado por un denso racimo de ladrillos brillantes y al tiempo cálidos, la techumbre de madera con sus tirantes dando fuerza y luz, suponen un conjunto en el que brilla la gracia de lo espontáneo, de lo popular y al tiempo de lo meticulosamente proyectado y medido.

Esta iglesia de Aldeanueva de Guadalajara fue inicialmente restaurada, siendo su párroco don Calixto García, en 1973, obteniendo por entonces el Premio Provincial a la mejor restauración en el Año Europeo del Patrimonio Artístico. Ahora, nuevamente, ha sido completada su puesta a punto, mejorando techumbres y adecentando su atrio y entorno, con lo cual ha quedado definitivamente recuperada, en limpia tarea de rescate de un patrimonio religioso inapreciable, para todos cuantos aman las muestras del arte pretérito.

Una iniciativa, la del Colegio de Arquitectos, que merece nuestro aplauso, al alentar de este modo la tarea de restauración de iglesias parroquiales, Y otra, la de la Diócesis de Sigüenza‑ Guadalajara, a través de su delegado diocesano de Patrimonio Artístico, Rvdº Sr. Asenjo Pelegrina, poniendo las bases de la defensas desde dentro de ese patrimonio, organizando un Curso que ha de dar, a buen seguro, los frutos que se buscan de poner en valor y función humana tan amplio e interesante patrimonio.

En el Centenario de la muerte de Francisco Fernández Iparraguirre

 

Todos los aniversarios son útiles, al menos por lo que tienen de capacidad de convocatoria de la memoria de un hecho. Que podría pasar inadvertido, relegado al olvido, silencioso. Pero que al cumplir en alguno de sus extremos la cifra redonda de un centenario, de un milenario o de cualquier otro cómputo meri­torio, hace saltar a la actualidad la figura de un personaje o el recuerdo de un acontecimiento. En este sentido, la diariamente recordada, por pasear su calle, del Dr. Fernández Iparraguirre en Guadalajara, cobra en este año de 1989 nueva actualidad al cumplirse el primer centenario de la llorada muerte de tan sabio, tan trabajador y tan querido ciudadano. 

Estas líneas pretenden simplemente traer al recuerdo de cuantos gustan de tener presentes las glorias pasadas de su tierra alcarreña, la figura de Francisco Fernández Iparraguirre, un científico que en su corto periplo vital dejó un sabroso y denso recuerdo entre sus paisanos. De tal envergadura que hoy aún le recordamos.

Polifacético investigador, entregado a diversas parcelas de la ciencia, de las que preferentemente cultivó la farmacia y botánica, la química y la lingüística, puede decirse de él que fue un hombre del Renacimiento trasplantado a la era de las máquinas. Nació en Guadalajara el 22 de enero de 1852, y murió en Guadalajara el 7 de mayo de 1889. En los pocos años que duró su vida, este arriacense supo ganarse un puesto en la ciencia espa­ñola, y una ferviente admiración de todos sus paisanos, por el entusiasmo, la inteligencia y la valía que demostró en todas cuantas empresas acometió. Se dedicó a la botánica, química y ciencias naturales; a la enseñanza y teoría de los idiomas; y a un sin fin de actividades culturales que hicieron brillar nueva­mente a la Guadalajara de la segunda mitad del siglo XIX con un empuje propio.

Hijo de un respetable farmacéutico alcarreño, el Sr. Fernández de la Rubia, hizo las primeras letras y el bachillerato en su ciudad natal, con altas calificaciones, consiguiendo posterior­mente la licenciatura y el doctorado en Farmacia, por la Univer­sidad de Madrid, a los 20 años de edad. Cursó también los estu­dios de Profesor de Primera Enseñanza, de sordomudos y ciegos, y de francés, ganando la cátedra de esta asignatura en el Instituto de Enseñanza Media de Guadalajara, donde actuó a partir de 1880.

En su faceta de científico biólogo se ocupó de estudiar meticulosamente la flora de la provincia, obteniendo una medalla de bronce en la Exposición Provincial de Guadalajara, de 1876, con su trabajo titulado Colección de plantas espontáneas en los alrededores de Guadalajara. En esa tarea, descubrió una variedad de zarza (la «zarza milagrosa») a la que Texidor, profesor de Farmacia de la Universidad de Barcelona, bautizó en su honor con el apelativo de Fernandezii. También dentro de su profesión universitaria participó en 1885 en el Congreso Internacional Farmacéutico de Bruselas, en el que fué vicepresidente, presen­tando varias ponencias al mismo.

En el campo de la investigación lingüística, Fernández Ipa­rraguirre fue un trabajador incansable, abriendo nuevas vías al lenguaje. No solamente laboró en la parcela de las lenguas lati­nas, dejando varios libros escritos, uno de ellos, en dos tomos, es un interesante Método racional de la lengua francesa, sino que se convirtió en adelantado para España de la primera lengua universal, ideada por Schleyer, y a la sazón propagada por Ker­ckhoff, llamada el Volapük.

A pesar de su corta actividad por haberle sorprendido la muerte prematuramente, en el campo de las lenguas «novolatinas» trabajó investigando las formas evolutivas de sus verbos, llegan­do a crear un aparato, construido por él mismo, para la conjuga­ción de dichos verbos. No hemos llegado a conocer el tal aparato, del que dan noticia Diges y Sagredo en su referencia biográfica, pero debía ser verdaderamente notable y curioso. Por las referi­das obras sobre verbos y sus conjugaciones, obtuvo un Diploma de Mérito en la Exposición Literario‑Artística de Madrid de 1885.   

En un espíritu de fraternidad universal y de búsqueda de caminos para el «desarrollo sin fin», que el siglo XIX tuvo como uno de sus elementos más característicos, Fernández Iparraguirre dedicó todos sus esfuerzos a la implantación de la nueva lengua del Volapük en nuestro país. Escribió una Gramática de Volapük y un Diccionario Volapük‑Español, fundando en 1885 la revista Vola­pük con la que intentaba difundir por España toda la bondad y el raciocinio de esta lengua de universales alcances. Antecesor del «Esperanto», la lengua del «Volapük», de innegable tradición germánica, no llegó a cuajar nunca. Pero no fue, ni mucho menos, porque nuestro paisano Iparraguirre desmayara en su propagación. Fué nombrado «Plofed é kademal balid in Spän», lo que venía a significar primer profesor y primer académico en España del Volapük.

Como incansable trabajador de la cultura arriacense, Fernández Iparraguirre fundó, en compañía de José Julio de la Fuente, Román Atienza, Miguel Mayoral y otros, el Ateneo Científico, Literario y Artístico de Guadalajara, del que fue presidente y socio honorario, dirigiendo su Revista, en la que por entonces se publicaron interesantísimos trabajos sobre la historia, el arte y la sociología de Guadalajara. La temprana muerte cortó su en­tusiasmo, dedicado por entero a su ciudad y a sus paisanos. El ayuntamiento le dedicó, años después, una calle que, tradicio­nalmente conocida como «Las Cruces» es hoy el más importante paseo de la capital. Entre otras distinciones que alcanzó en vida, hay que recordar la de socio honorario del Ateneo de La Habana, y del Círculo Filológico Matritense, habiendo sido tam­bién individuo de número de la Asociación de Escritores y Artis­tas de Madrid, y de la Asociación Fonética de Profesores de Len­guas Vivas de París.