Carlos III y Guadalajara (III)

viernes, 23 diciembre 1988 0 Por Herrera Casado

 

Siguiendo con la visión de la Guadalajara de Carlos III, se hace forzoso recordar hoy otra de sus grandes empresas fabriles: la de paños de Brihuega. Toda la documentación histórica sobre esta fábrica está en el Archivo General de Simancas, en el apar­tado de «Papeles de Secretaría y Superintendencia de Hacienda».

Se fundó en 1750 por Fernando VI (quizás a instancias de su hermanastro Luis, a la sazón arzobispo de Toledo y señor de Brihuega). El edificio se construyó inmediatamente después, en 1752. Desde unos años antes trabajaban en la villa paños para la fábrica de Guadalajara, pero aún no había fábrica como tal. Se fundó y mantuvo con los bienes de la Real Hacienda, siendo pro­piedad del Rey.

Entre 1757 y 1767, al igual que la de Guadalajara, esta fábrica fue arrendada a la Compañía de los Cinco Gremios Mayores, aunque en esa época la calidad de la producción bajó, hubo nume­rosos conflictos laborales, y la Compañía se quejaba de pérdidas, sin que nadie se ocupara de rentabilizar su producción. ARRUGA en sus «Memorias» dice que los Gremios devolvieron esta fábrica completamente «arruinada».

En 1767, y por deseo expreso de Carlos III, la fábrica vuelve a la Administración de su Real Hacienda, nombrando admi­nistrador de la misma a D. Ventura de Argumosa. Desde entonces, esta fábrica se separó totalmente de la de Guadalajara, uniéndose a la de San Fernando, y luego volviendo a separarse de ésta, ampliándose sus edificios. Esta del último tercio del siglo XVIII puede decirse la «época gloriosa» de la fábrica briocense, pues bajo los gobiernos de Carlos III acomete reformas, ampliaciones y agiliza su producción haciendo los mejores paños conocidos.

En 1772 Argumosa pensó destinar más espacio para la fábrica, utilizando las dependencias del castillo briocense, medio abando­nado por los Obispos. Hacia 1789 se terminaron las obras de reforma y ampliación de la propia fábrica. En 1786 iban ya inver­tidos más de un millón y medio de reales. Carlos III apoyó siem­pre a fondo las mejoras y ampliaciones. En 1797 la Real Compañía de Ganaderos de Soria solicitó comprar la Fábrica, pero el Rey se negó, diciendo que era «una alhaja de la Corona, digna de todo su aprecio y atención». Desde entonces, sin embargo, fué empobre­ciéndose. Tras la Guerra de la Independencia hubo una débil reapertura y en 1829 se reparó algo su mermado edificio. Funcionó todavía hasta 1835, y en 1840 se vendió el edificio a un particu­lar.

Al igual que ocurrió en Guadalajara, la población de Brihue­ga  aumentó al doble. De unos 800 vecinos que tenía en 1734, se pasó a 1500 vecinos en 1790.

Nos queda recordar, finalmente, entre las actividades más llamativas del gobierno de Carlos III en Guadalajara, la recupe­ración de los baños de Trillo y sus aguas minerales para uso de la población. Dice el doctor Contreras que los baños de Trillo «ya se conocían en la época de la dominación romana, en la que Trillo se llamaba Thermida». Y, en efecto, desde tiempos muy antiguos fueron conocidas y apreciadas estas aguas medicinales, para las que se erigió un centro donde poder tomarlas cómodamen­te. Romanos y árabes se aprovecharon de ellas, quedando su fama extendida por todo el país.

El auge del balneario comenzó en el reinado de Carlos III. En 1771, llegó al balneario don Miguel M. de Nava‑Carreño, decano del Consejo y Cámara de Castilla, quien denunció al rey el inte­rés del lugar y su completo abandono. Fue nombrado enseguida «gobernador y director de las casa de Beneficencia y Baños Terma­les de la villa de Trillo», y comisionado don Casimiro Gómez Ortega, profesor de Botánica en Madrid, «hombre de esclarecido talento, vasta erudición y profundos conocimientos» para realizar el estudio químico de las aguas.

En los cinco años siguientes se adecentó todo aquello, se canalizaron conducciones, se arreglaron fuentes y se descubrieron otras nuevas: las del Rey, Princesa, Condesa, el Baño de la Piscina y otras fueron rodeadas de pretiles, uno de ellos «en forma de media luna», y a su pie un asiento que, guardando la misma figura, forma una especie de canapé todo de sillería muy hermoso y cómodo, y en el cual pueden sentarse a un tiempo con mucha conveniencia hasta cuarenta o cincuenta personas. Se hicie­ron cloacas para el desagüe, y en 1777 se concluyó el Hospital Hidrológico, a cuya entrada se colocó un busto de Carlos III, y en el interior una imagen de la Virgen de la Concepción, patrona de los establecimientos. Este Hospital Hidrológico no tuvo un destino inmediato, pero en 1780, se extendió el acta que lo hacía «público Hospital… con doce plazas, con la dotación de alimen­tos, cama y asistencia necesaria para ocho hombres y cuatro mujeres de continua residencia en él, con la precisa prohibición de pedir limosna allí, ni por el pueblo».

El norte filantrópico que desde el primer momento dirigió estos baños, queda retratado en el anterior detalle, o en la frase de su primer director, el señor Nava, quien, al hablar de la utilización de las aguas, decía: «debe dirigirse a la utilidad pública, a cuyo objeto se dirigen todas las miradas de S.M. como a blanco único de su paternal desvelo», revelador enunciado del Despotismo ilustrado, que prevalecía en el siglo XVIII. Ese desvelo paternal de Carlos III se manifestó en la tierra de Guadalajara de modo tan diverso y benéfico, que en este mes en que se cumple el segundo centenario de su muerte, hemos querido recordarle y evocarle entre nosotros.