Un hombre de la Guadalajara humanista: Luís de Lucena

viernes, 2 septiembre 1988 0 Por Herrera Casado

 

Un breve repaso a una de las figuras más interesantes de la historia, todavía por escribir, del Humanismo renacentista de Guadalajara, es lo que vamos a hacer en estas líneas que siguen. Tratando de ofrecer un momento de reflexión a nuestros lectores en torno al pasado de Guadalajara y sus figuras descoyantes. Se trata en este caso de Luís de Lucena, médico, arquitecto, arqueólogo, escritor, y erasmista que nació en Guadalajara en 1491 y terminó sus días en el exilio de Italia, en Roma concretamente, en agosto de 1552, en la casa donde había vivido, situada en la puerta Leonina, por el campo Marcio. Fue enterrado en la iglesia de Nuestra Señora del Pópulo, en Roma, y a pesar de lo dispuesto al inicio de su testamento, en el que desea ser enterrado en la capilla de Nuestra Señora de los Ángeles que fundó en Guadalajara, el hecho es que los huesos del doctor Lucena se quedaron para siempre en Italia.

El amor a su tierra chica, a sus gentes, a sus familiares y amigos, en un apego exquisito por cuanto constituía su raíz vital, quedó bien patente en el testamento que, aunque firmado el 5 de agosto, pocos días antes de morir, debía tener ya muy preparado y meticulosamente dispuesto. En él instituye una biblioteca pública en Guadalajara, quizás la primera que hubo en España, a situar en el piso alto de la capilla de Nª Sra. de los Ángeles, que él previamente había diseñado y mandado construir.

De la familia Lucena se ha conocido muy poca cosa hasta ahora. Sabemos que tuvo varios hermanos, de apellido Núñez la mayoría, aunque en esto se rige la familia Núñez‑Lucena con la gran anarquía propia de los tiempos. Sabemos que era su madre doña Guiomar de Lucena, apagada dama de la Guadalajara medieval. ¿De familia judía, quizás? Es posible que el Dr. Lucena fuera de ascendencia hebrea. El hecho de que estudiara su carrera de Medicina en Montpellier, donde eran muy abundantes las gentes de la raza de David, lo corrobora. Su cristianismo, es indudable, rozó siempre la heterodoxia. Su posible exilio en Roma apoya aún más este origen judío del que no existen datos concluyentes, pero sobre el que no hay más remedio que apuntarlo.

Un punto que también conviene aclarar hoy en la biografía de Luis de Lucena, es el que se refiere a su profesión concreta. Hasta ahora, todos cuantos se habían ocupado de él, le hacían eclesiástico al tiempo que médico. He incluso ha habido autores, como el mismo cronista provincial don Juan Catalina García, que le hicieron cura párroco del lugar de Torrejón. Indudablemente, la copia del testamento de Lucena que este autor maneja, es obra recopiada, del siglo XVIII, y en ella se alteran palabras que la hacen poco fiable. No fué Lucena eclesiástico, y según he podido hallar en documentos fidedignos, como son varios protocolos notariales del escribano de Guadalajara Juan Fernández, hechos en enero de 1579, y hoy conservados en el legajo 104 del Archivo Histórico Provincial de Guadalajara, el eclesiástico fué don Antonio Núñez, también canónigo, hermano de Luis de Lucena. Don Antonio fué cura párroco de Torrejón de Alcolea (hoy Torrejón del Rey) y de las Camarmas (Camarma del Caño y Camarma de Esteruelas) pueblecillos todos pertenecientes entonces al alfoz o común de Guadalajara, en su sesma del Campo, en el pequeño valle del río Torote. Consta en esos documentos que el canónigo Antonio Núñez se hizo construir una casa con granero en Camarma del Caño, así como que Lucena dejó bastantes bienes, fundamentalmente olivares, en el término de Torrejón, para acrecentar los fondos de su fundación pía. Antes de marcharse al extranjero, Lucena se dedicó a recorrer España en busca de antigüedades romanas. El Renacimiento, el afán de vuelta a lo antiguo, apunta uno de sus objetivos de sabiduría al conocimiento de la epigrafía griega y romana. Cada piedra hallada, con cuatro letras dispersas y medio borrosas que tuviera, ya se consideraba un importante objeto de estudio. Don Luis buscó en los lugares de positivo interés arqueológico, desenterró lápidas, y copió sus inscripciones. Formó luego un pequeño tomo con ellas y se las llevó a Italia, donde dio forma a su estudio, que tituló Inscriptiones aliquot collectae ex ipsis Saxis a Ludovico Lucena, Hispano Médico, y que en 1546 ingresó en los archivos del Vaticano, de donde, a fines del siglo XVIII, fue copiado por don Francisco Cerdá y Rico, y llevada la capia a la Academia de la Historia de Madrid. En esta actividad de erudito arqueólogo le menciona Ambrosio de Morales, en sus «Antigüedades de España». Y como arquitecto y entendido en el arte de las construcciones, a Lucena le alaban algunos afamados autores italianos. Ignacio Danti y Guillermo Philandrier eran, con él, pertenecientes a la academia Colonna, y este último, en sus Annotationes in Vitrubium, señala a Luis de Lucena como «el más perito censor de sus trabajos». De su quehacer constructivo veremos luego la huella genial que nos dejó en Guadalajara.

Poco nos dejó en herencia escrita nuestro humanista. Pero en aquellas páginas que dictó y rubricó en los últimos días de su vida, fundando y ordenando hasta el más mínimo detalle una «Librería» o biblioteca pública, impuso su espíritu sereno de sabio y pensador, y encabezó el largo párrafo con frase tan lapidaria como ésta: «pues que la importancia de nuestro ser, de nuestro saber e ignorar, no consiste en saber latín, ni griego, ni una lengua más que otra, sino en saber conocer y discernir realmente lo bueno de lo malo, y lo falso de lo verdadero…» señalando luego que hacía tal fundación «por la necesidad que hay tan manifiesta de remedio para la ociosidad en que tan comúnmente y demasiadamente todos pecamos…»

Y no era problema tan solo del siglo XVI ese de la ociosi­dad, pues a pesar de las prisas que nuestros días nos arraciman a las espaldas, son en muchas ocasiones prisas de vacar y no hacer nada las que nos urgen. Siguen las palabras de Lucena en pie y derechas, como voz de profeta amargo. Los detalles con que ordena la Biblioteca son numerosísimos y pintorescos: quería que se pusieran libros principalmente en idioma castellano, preocupado de que pudieran ser entendidos de todos, y, sólo si quedara sitio en las estanterías, colocar otros en latín, italiano, portugués, valenciano, catalán o cualquiera otra lengua. El concepto de ciencia que Luis de Lucena tenía, queda bien patente, y es tema que merecería más amplio comentario, al leer las que quiere sean materias representadas, y aquellas otras de las que no debía existir libro alguno.

Y así, con sus palabras, dice a favor y en contra: «que de estos bancos (o armarios) uno sea diputado para los libros de Gramática, Lógica y Retórica; y otro para Libros de Aritmética y Geometría; y otro para Libros de música y Astrología, y otros para Libros de artes manuales como son Arquitectura, Pintura y semejantes; y otros dos para libros de Filosofía Natural; y otro para Libros de Historia, y otros dos para libros de Filosofía Moral». Y finalmente se expresa, como preocupado por las cosas del espíritu y de la Medicina, diciendo: «por cuanto, entender las cosas de Teología y Medicina, son de tanta importancia, y porque querer formar de suyo opiniones en estas ciencias es cosa tan peligrosa, en la una para la Salud de la Anima, y en la otra para la del cuerpo; y porque esta Librería ha de servir para la mayor parte a personas no muy fundadas en letras y por ventura algunas de no tan maduro ingenio y juicio quanto estas ciencias requieren, por ende mando y ordeno, que de ellas no se ponga Libro alguno en la dicha Librería».

Son retazos, quizás fragmentarios, pero en todo caso verídicos, algunos inéditos, y en cualquier modo interesantes, relativos a ese gran personaje de la Guadalajara renacentista, que fue Luis de Lucena. Su recuerdo, apoyado por estas secuencias ahora esbozadas, se mantiene en alto gracias al vivo grito de su capilla enladrillada y mágica, la que en la cuesta de San Miguel ofrece lo incitante de un arte inhabitual y una historia secreta y apenas desvelada.