Maravillas de Albalate de Zorita

viernes, 30 octubre 1987 0 Por Herrera Casado

 

Otra vez repetimos la idea de ser nuestra provincia un venero inagotable de sorpresas y maravillas del arte de los pasados siglos. Esta afirmación se hace sencilla, obligada y fácil cuando tratamos de acudir a cualquiera de los pueblos de Guadalajara. Hoy les propongo un viaje hasta Albalate de Zorita, ese pueblo que en la falda de la sierra de Altomira, rodeado de paisajes encantadores, y todo él bien urbanizado, alegre y dinámico en sus manifestaciones de cultura y folclore, está siempre dispuesto a recibir al visitante con los brazos abiertos.

Varias son las muestras de arte que debe admirar el viajero en Albalate. A escasa distancia del pueblo, en dirección de poniente, sobre la llana y fértil vega, se encuentra el cementerio, y en él las ruinas de la llamada desde antiguo ermita de Cubillas o de Nuestra Señora del Cubo. En su muro sur se abre una hermosa y sencillísima puerta de múltiple arco apuntado, ornado el más exterior con orla de puntas de diamante, mientras que el interno presenta un baquetón en zig‑zag, apoyándose todo en una serie de vegetales capiteles sobre inexistentes columnas. Bajo el alero, un total de 31 canecillos del más puro estilo románico, algunos de ellos mostrando temas animados (personajes varios, aldeanos en faenas comunes, caras grotescas, animales imaginarios, cabezas zoomórficas, etc.) y otros vegetales. El primitivo ábside semicircular ha sido reformado desafortunadamente. La tradición refiere que este templo perteneció a un convento de templarios. El hecho cierto es que se trata de una obra del siglo XIII, y que muy bien pudo haber sido la primitiva parroquia del lugar de Albalate, que en esa época entró en la historia.

La iglesia parroquial está dedicada a San Andrés. De fuerte fábrica de sillar, carece de torre, y muestra su arquitec­tura renaciente con contrafuertes en los costados, y un par de interesantes puertas. La principal, que vemos en fotografía junto a estas líneas, está orientada al norte, y es partícipe de dos estilos artísticos que la sitúan en el paso del siglo XV al XVI; su estructura y ornamentación gótica recuerda mucho a la portada de la parroquia de Almonacid, hasta el punto de que puede afir­marse que su autor es el mismo. Esta portada está flanqueada de dos gruesos contrafuertes, y el ingreso muestra un triple arco escarzano apoyado en sendas columnillas rematadas en capiteles de tema vegetal. El intradós de estos arcos está decorado con moti­vos vegetales y animales muy movidos y de gran carácter gótico, entre ellos algunos temas zoomórficos de tipo fantástico. Un gran arco trilobulado, ornado por cardinas y florones, rodea a la estructura del ingreso, e incluye dentro otro picudo remate con enormes ornamentos vegetales, exhibiendo una infrecuente combina­ción de formas geométricas que viene a caracterizar a esta puerta dentro del momento más barroco del gótico isabelino. Dentro del trilobulado arco hay una ménsula o repisa, hoy vacía, escoltada de los escudos simbólicos de San Pedro y San Andrés. Toda esta estructura gotizante va enmarcada, a su vez, por dos altas pilas­tras adosadas y rematadas en capiteles, que se cubren por un sencillo friso, sobre el que apoya venera que culmina el con­junto. Es en esas jambas y friso donde aparecen los elementos ornamentales más característicos del estilo plateresco: grutes­cos, plantas irreales, animales fantásticos mezclados con ellas, etc., en un abigarrado conjunto de renacentista espíritu. Sobre las hojas de madera de la puerta, luce hoy todavía una magnífica guarnición de clavos, y un par de aldabones, de los buenos que en forja popular se ven hoy en la provincia.

La otra puerta del templo está en el muro del sur, abierta a un patiecillo sin comunicación con la calle. Es de simple trazado renacentista, de la mitad del siglo XVI, y presenta un par de pilastras laterales rematadas en capiteles, friso que los une y florones.

El interior es de tres naves, que se separan por cilíndricos pilares rematados en anillos de decoración de bolas, y de los que arrancan las bóvedas de crucería, con complicados y bellos dibujos. Realizó esta magnífica obra arquitectónica, en la prime­ra mitad del siglo XVI, el maestro Miguel Sánchez de Yrola. Su altar mayor, que cubre por completo la pared del fondo del pres­biterio, es obra barroca, con columnas, basamentos, frisos y paneles de dorada y prolija decoración. En lo alto muestra un buen cuadro con el martirio de San Andrés; el resto de sus tallas son modernas. A los pies del templo, en su costado de poniente, está la capilla del bautismo, añadida en la segunda mitad del siglo XVI. En ella se guarda un valioso ejemplar de escultura plateresca: la pila bautismal, obra de talla sobre alabastro, en la que cuatro aladas bichas, bastante deterioradas, sirven de pie a la copa de la pila, en la que aparecen talladas cabezas de ángeles, calaveras, y otros grutescos. Es del círculo o taller de Alonso de Covarrubias, o de Jamete.

En una capilla del fondo de la nave del evangelio, se guarda y venera la llamada Cruz del Perro, patrona de Albalate y motivo central del escudo de la villa. Es doble su valor: artístico, y sentimental. Se trata de una joya de la orfebrería del siglo XIII, hecha en bronce dorado, con 47,5 cm. de altura y 28 de envergadura, rematando sus extremos en escuetas flores de lis, sobre las que se ven grabadas las rudas efigies de los cuatro evangelistas. Cuatro gemas de cristal de roca se sitúan en el promedio de los brazos, y en el centro aparecen la imagen de Cristo crucificado. En el reverso de la cruz aparecen, también grabados, los símbolos de los evangelistas, y en su centro se ve la figura de Jesús en actitud de bendecir, de medio cuerpo. De sus brazos cuelgan dos cadenillas. Su apelativo de Cruz del Perro deriva de su milagroso hallazgo, ocurrido en 1514, en la orilla del río Tajo, en el lugar conocido con el nombre de Cabanillas, donde aún hoy se ven los restos de una ermita construida en el siglo XVIII. Fue un perro el que, bajo una gran roca, encontró escarbando esta pieza de orfebrería, sin duda, guardada allí en siglos anteriores. La devoción de Albalate por esta Cruz fue en aumento: en 1542 se fundó la Cofradía de pajes esclavos de la Santísima Cruz Aparecida, y se conserva como fiesta mayor del pueblo la del 27 de septiembre, en memoria de la fecha del hallazgo, siendo paseada en esta fecha sobre adornada carroza por toda la villa. Vinieron personalmente a contemplarla y adorarla el Emperador Carlos I y Felipe III.

Muy interesante es la Fuente de la Villa, que a un lado de la carretera, en parte baja y frente al caserío se encuentra. Se trata de un muro de fuerte sillería en el cual se muestra magnífico escudo con la cruz del perro en él tallada. De este muro surge gran caudal de agua por ocho gruesos caños en forma de leoninas o perrunas cabezas, que cae en pilón amplio y de allí va a regar huertas y cañamares. Es, además, un curioso ejemplo de fuente renacentista, por lo que atañe al modo de recoger el manantial y canalizarlo; se acogen las aguas de varios manantiales muy próximos entre sí, canalizando cada uno por separado; luego se reúnen en dos ramas, hasta formar una sola canalización que forma una especie de remanso, dividido en dos conductos, pero superpuestos; el de abajo lleva sus aguas al campo, y el de arriba las lleva a la fuente, que tiene un hueco grande ocupado por un enorme cántaro de barro. Por la parte de atrás de la fuente, salen otros tres caños que vierten en otro pilón.

En la carretera que pasa por el pueblo, destaca el gran edificio de la ermita de los Remedios, obra sin gracia, del siglo XVII, con una portada de severidad herreriana, rematada en vacía hornacina. Por el interior del pueblo se encuentran algunas antiguas casonas de tallado sillar y escudos heráldicos, así como buenos ejemplos de arquitectura popular, en el que se ponen de manifiesto los modos constructivos alcarreños.

En cualquier caso, el viaje hasta Albalate de Zorita, que desde Guadalajara se hace cómodamente en poco más de una hora, compensa con la posibilidad de contemplar estas joyas artísticas que nos han legado las pasadas centurias, y que son expresión del ser más íntimo, de la forma genuina de vivir de los alcarreños en el pretérito.