La vieja Catedral

viernes, 14 agosto 1987 0 Por Herrera Casado

 

En nuestro caminar por la superficie montañosa y alborotada de la península más occidental de Europa, se abren las sendas que zigzaguean sobre el paisaje pardo y aterido de la tierra celtíbera. Al fin damos vista a una ciudad que se agazapa, temerosa y en silencio, entre las lomas enrojecidas de arcilla que abrigan un pequeño arroyo, el Henares, que va corriendo hacia el Océano entre chopos y roquedas. Esa ciudad es Sigüenza.

La vieja ciudad de Sigüenza parece, en ciertos días de invierno cuando el sol no levanta, al mediodía, dos palmos sobre el horizonte, un espectro que muestra sus huesos descarnados, cuajadas las calles y plazas de edificios solemnes, pétreos, de arcadas interminables, de espadañas y torres en las que el hierro, los canecillos, los ampulosos emblemas episco­pales llenos de borlas, de capelos y de águilas, tienen una mueca de severidad y nostalgia. Pero la ciudad de Sigüenza, en la alta paramera celtíbera recostada, ofrece también, porque lo hemos visto, en la plenitud de la estación veraniega un clamor constante de canciones, un bullir ince­sante de gentes por sus parques, por su Alameda, por calles y vericuetos en los que surge el color, surge la música, surge la algarabía menuda que da la vacación y la alegría. Y además tienen verbenas, toros, pinturas y guateques.

Plantada en medio del caserío, surge la catedral, un antiguo, un enorme edificio de mil esquinas, en el que admira el viajero lo sobrio de su diseño, lo monumental de su volumen, lo dulce de sus veletas. Es la muestra palpable de una historia de siglos, de un devenir incesante de gentes, de ideas, de planteamientos diversos. Esta catedral seguntina tiene, para quien quiera leerla, una historia densa en la que se suceden los proyectos de sus obispos, las decisiones de sus chantres, los plantes de sus deanes, las batallas y los rezos en una algarabía que se vuelve polvo denso, luz tamizada y conventual cuando alguien se dedica a cruzar sus naves en la media tarde otoñal.

En esa catedral, que es en tantos aspectos similar a las otras grandes iglesias de España, encontramos sin embargo aspectos únicos, ma­tices desbordantes de originalidad, parlantes de un anhelo que sólo aquí, entre su militar perfil, han tenido albergue. Aquí el viajero chocará su mirada con el agudo canto de las bóvedas góticas, con la oriental agonía aérea del palmeral de sus columnas. Aquí la madera policroma del retablo mayor dará el mensaje de la Historia Sagrada, de la asamblea de los santos  y los sucederes galileicos. Aquí los sepulcros de mármol y yesería mudéjar impondrán el silencio de la muerte sobre las yacentes, las orantes, las meditabundas estatuas de clérigos y guerreros. Aquí, sí, en esta catedral de Sigüenza gris y parda, la locuacidad inexpresiva de los ojos del Doncel tendrá permanentemente abierta la página arpada del libro de la historia de Castilla.

Existen libros, cargados unos de bellas imágenes coloreadas, luminosas, explicativas a la retina de cuanto contiene este edificio; pletóricos otros de datos y cifras, de nombres y avatares en los que se da puntual referencia a lo ocurrido entre las cien paredes catedralicias: las páginas escritas sobre el templo mayor seguntino, ofrecen al viajero la apoyatura indispensable para conocer el pasado, el frío rigor de los do­cumentos, la vívida imagen de sus logros estéticos. Pero nada puede susti­tuir al gozo de andar sobre las losetas mullidas de arcilla que alfombran las naves y los claustros, las capillas y sacristías. Nada es comparable a la vibrante emoción callada que se produce al descubrir, tras cada esquina, bajo un arcosolio, sobre la cornisa de un muro, iluminada por el múltiple grito de las vidrieras, apabullada bajo la mirada repetida de los rostros irritados de la bóveda de la sacristía, alguna señal del hombre, cualquier temblor de la madera, de la piedra o el metal en el que se puede reconocer la mano que fué, el nervio que dio vida perenne.

En esta catedral de Sigüenza ha entrado el tiempo dando portazos, exclamando gritos irreverentes, ondeando su capa, dando martillazos a diestro y siniestro. Nadie lo ha podido evitar. La avalancha de los años es imparable. Y el tiempo es lluvia, es hielo, es polvo. Los años son los dientes de un monstruo secular que todo lo muerde y engulle. Aquí ha clavado su quijada y amenaza con derribar primero, luego con mutilar y quizás, en un final triunfante, con pulverizar para siempre los perfiles del edificio.

Nadie piense que estas palabras son literatura pura, disquisición de soñador desocupado. Son la preocupación cierta cuajada en frases que quieren llamar la atención hacia un problema real, un problema que se viene encima sin remedio. Son las palabras preocupadas por el progresivo deterio­ro, la ruina que avanza, de puntillas, por sobre los tejados catedralicios. ¿Se quiere más clara demostración de esa amenaza que las hendiduras san­grientas de la bóveda de la girola? Ese, y mil detalles más nos muestran el peligro real que se cierne sobre el edificio que todos amamos y admiramos. En ese temor nos unimos. Y la Asociación de Amigos de la Catedral de Sigüenza, que está hecha con las gentes que, un día tras otro, desde todos los caminos que arriban al viejo burgo medieval, se acercaron a disfrutar de sus perfiles, clama ahora, y trabaja en serio, por evitar esa ruina, por apoyar de cualquier modo a la achacosa, a la renqueante masa de piedras que es el templo de Santa María de Sigüenza.

Cuanto está haciendo, cuanto va a hacer esta asociación de gen­tes, entre las que me cuento, no será en vano. La intención es diáfana, y el fin no puede ser más altruista: no se trata de aupar a nadie, de conse­guir una mejora personal, de consolidar situaciones humanas. Es apoyar la historia, la silueta incomparable de un edificio, los colores y las formas de cien detalles de arte y de expresividad que corren peligro. Para ello se necesita dinero, se necesitan apoyos, se necesita ilusión. Y eso es lo que pide y lo que trae la Asociación.

Solo una cosa es fundamental en este momento: aumentar el grupo que unánimemente se preocupa por la catedral seguntina. Las gentes que en él se integran pueden, cada una en lo suyo, ayudar a que esta severa, esta magnífica conjunción de piedras y artificios no desaparezca nunca. Y de ese modo dentro de muchos siglos pueda acercarse de nuevo algún viajero, cansa­do de recorrer los senderos de la alta paramera celtibérica, y sorprender­se, emocionado, al ver surgir en el horizonte brillante de la tarde, acom­pañada de arboledas y campanadas, la silueta esbelta y dúctil de la cate­dral de Sigüenza.