Los viejos castillos molineses

viernes, 1 mayo 1987 0 Por Herrera Casado

 

Se está celebrando en estos días, a raíz de una enco­miable iniciativa surgida de la Asociación Provincial de Amigos de los Castillos, y con el patrocinio de la Excma. Diputación de Provincial de Guadalajara, un ciclo de conferencias en torno al tema de los viejos castillos de nuestra provincia. En un intento de homenaje a Layna con este motivo, pues no en balde nuestro antecesor en el puesto de Cronista Provincial fué su más digno y tesonero estudioso, han sido ya varias las fortalezas a las que de la mano sabia y versado discurso de Antonio Sebastián se ha rendido tributo y recuerdo con justeza. En esta tarea, a la que progresivamente se ha ido sumando un mayor número de personas interesadas en estos temas de divulgación e investigación histó­rica, tendré una modesta intervención el próximo martes día 5, a las ocho de la tarde en el Salón de Lecturas del Complejo Educa­cional «Príncipe Felipe», para entre todos tratar de recordar a esas ruinas emotivas y soñadoras que son, concretamente, los viejos castillos del Señorío de Molina.

En la obligada brevedad de estas líneas no puedo ni siquiera sintetizar lo que en esta charla esbozaré, aunque sí quiero sirvan para traer al recuerdo de todos el alto valor que estas fortalezas, más o menos enhiestas en su galanura de piedra, tienen en el contexto de nuestro abultado patrimonio histórico‑artístico. Los castillos del Señorío molinés, en un número que bien puede acercarse al de 30 edificaciones más o menos señala­das, son expresivos de una historia densa de aconteceres, riquí­sima en sugerencias y manifestaciones del espíritu netamente hispano.

El hecho de haber tenido, durante cerca de dos siglos, una autonomía acusada en el seno del reino de Castilla, hizo que el Señorío de behetría de Molina debiera defenderse de unos y otros costados con fuerza creciente. Sus señores, pertenecientes desde 1129 a la familia de los Lara, y gobernantes del alto solar acompañados de un Fuero, se dedicaron no solo a engrandecer el territorio poblándolo y dotándolo de esa «alegría de vivir» en que consiste el trabajo de la tierra, sino que se afanaron en defender su pedazo de Hispania frente a los no raros ataques de aragoneses, de navarros y en ocasiones, de castellanos o fac­ciones particulares de señoríos colindantes.

Así fue que dos niveles bien contrastados de fortalezas fueron surgiendo en Molina: por una parte, las fronterizas o defensivas propiamente dichas, las más antiguas, las más recias y hoy bien plantadas. Por otra, algo posteriores, pero también en el seno de una actividad homogénea constructiva, las alcazabas residenciales que como en florero de piedras opulentas se alzaron en el corazón mismo del territorio.

Entre los edificios destinados a la defensa, quizás los más hermosos, los más fuertes, los mejor provistos y mimados por los condes de Lara fueron los que de cara a Aragón se plantaron: así se alzaron el castillo del Mesa, en lo alto de unos peñotes sobre el río estrecho y bullicioso que se encamina al Jiloca desde los altos de Selas. Ese le mandaron derribar los Reyes Católicos, y hoy quedan en esa línea defensiva los torreones de Mochales y la fortaleza roquera de Villel, hermosísima estampa medieval puesta sobre el pueblecito rumoroso de chopos.

También frente a Aragón se pusieron los castillos de Sisamón (hoy en la provincia de Zaragoza), las torres de Codes y Balbacil, el castillo de Establés, el de Fuentelsaz, el torreón de Chilluentes, y la fortaleza de Embid. Frente a las posibles influencias guerreras del reino islámico de Cuenca, todavía pu­jante en la primera mitad del siglo XII, don Manrique de Lara y sus descendientes elevaron el castillo de Cobeta, el de Alpetea sobre las juntas del Gallo con el Tajo; los torreones de Checa y Taravilla, y algunas otras defensas.

En esa etapa final de poner sus residencias, como expresiones máximas del poder y la comodidad, no ajenas en abso­luto a la seguridad de su territorio, en el centro del Señorío, surgen los castillos de Zafra, junto a Hombrados; los de Santius­te, junto a Castilnuevo y el de Molina de los Caballeros, en la capital, uno de los más grandes y poderosos castillos que asoma­ron sobre lo alto de los cerros castellanos.

La pasión constructora de los Lara, unida a su estrate­gia inicial de mantener en todo lo posible la independencia y autosuficiencia de su territorio, condicionaron un esquema de construcciones defensivas que hoy pueden verse, incluso a través de sus ruinas medio vencidas, como un todo uniforme y meditado cuyo objetivo era el de construir una patria que, si pequeña, pudiera servir de lugar donde los hispanos que lo desearan se encontraran seguros y en la paz del trabajo y el sosiego.

Hoy puede el viajero recorrer, a través de los caminos molineses, esos restos silenciosos y altivos de los viejos casti­llos medievales. Encontrará la soberbia presencia de alcazabas enormes y bien conservadas, como la de la capital, Molina, en la que sus torres de Veladores, de Armas, de Caballeros, o de doña Blanca ponen sobre el pálido azul de su altura una nota de fuerza y evocación. Encontrará los torreones recónditos, casi olvidados, de Chilluentes y Balbacil, de Alustante y La Yunta, como testigos mudos de un servicio de alerta permanente. Y se extasiará frente a las ruinas románticas de Establés, de Embid, de Villel, que con sus siluetas contundentes expresan a la perfección el sentido de lo que estos castillos significaron en su época de primitiva lucidez.

En cualquier caso, un recuerdo será, necesario y emo­cionado, para estos queridos elementos que con su silencio y su estampa pregonan la historia de nuestros lares. Los castillos de Molina, de Guadalajara entera, bien merecen nuestra mirada.