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septiembre, 1986:

ABC del urbanismo en Guadalajara

 

Están de moda los estudios sobre urbanismo. Cada día sale algún libro, algún trabajo monográfico, o se expresa en conferen­cias, o en cursos, la evolución del conocimiento sobre la forma en que, antiguamente se estructuraron las ciudades, y en ellas discurrió la vida de las gentes. Si el urbanismo actual es disciplina viva en la que se engarza la sociología, la sanidad y el respeto al medio ambien­te, el urbanismo histórico o, por mejor decir, la historia del urba­nismo, también tiene una conexión con la realidad actual, con nuestras vidas de hoy, pues viene a explicar como fue, en sus orígenes, la estructura vital de la ciudad, y en que forma puede mejorarse nuestro discurrir tratando de respetar o utilizando los modos antiguos de ordenar el territorio urbano.

Guadalajara es una ciudad vieja como lo es su historia, que va ya por los mil años de andadura. Los árabes, al poner en la margen izquierda del río Henares la ciudad de Al‑Faray, la medina que luego se llamó Wad‑al‑Hayara por ser capitana del valle de los casti­llos que formaba el Henares, estaban colocando los cimientos de un burgo que jugaría señaladas manos en la partida secular de la historia hispana. Ellos la dieron su forma primera, reducida, defensiva. Seria luego el empuje repoblador y formativo de los monarcas castellanos, especialmente Alfonso VII, Alfonso VIII y Alfonso X, lo que diera a Guadalajara su aspecto definitivo, el cuerpo final sobre el que se irían poniendo edificios, articulando plazas o alzando rutas de vita­lidad intraurbana.

La ciudad tomo su forma definitiva tras la reconquista en 1085. La muralla se amplió y cercó al burgo entero. Este se extendió sobre el lomo agrio escoltado de barrancos que van a dar en el Henares. La estructura urbana se vertebro sobre tres ejes fundamen­tales, tres calles que, de diferente trazado y  función, perseguían dar vida y dinamismo al burgo en su articulación perfecta. Serían estas la calle mayor central, otra que por el poniente circundara la muralla, y otra final que haría lo mismo por levante. Guadalajara ofrecía, de todos modos, otras alternativas. Para quien fuera de camino, como los que iban y venían desde otras partes del reino de Toledo hacia las salinas de Saelices, se evitaba el trafico interno, una vez cruzado el puente, siguiendo el camino salinero que iba por el borde norte del barranco del Alamín, rumbo a la alcarria, o bien siguiendo el camino de Castiljudios, doblando a la derecha una vez cruzado el puente, y siguiendo por el otro lado del barranco del Coquín.

Pero para quien tenía intención de entrar a Guadalaja­ra, el camino seguía muy cuesta arriba, pues el lomo montañoso existió hasta mitad del siglo pasado, en que se rebajó para permitir un acceso mas fácil a través de la actual trinchera que sube entre el Hospital Provincial y el Parque Móvil. Se atravesaba el barrio de la Alcalle­ría, o de Cacharrerías, en algunas épocas protegido por muralla de ligero calibre, y finalmente se llegaba al lugar donde realmente se iniciaba el burgo amurallado. La puerta de Brabante o de Madrid luego llamada, se abría apoyada entre el alcázar o castillo y el convento de las Jerónimas, que aun antes habían sido casonas y palacios fuertes de los López de Orozco. Desde allí, a la altura de la actual plaza de los Caídos, se iniciaba esa articulación urbana que antes he mencionado. Ese ABC que proponía tres lecturas, tres caminos diferentes para andar Guadalajara.

La calle mayor subía recta toda la cuesta. Pasaba junto a la iglesia de Santiago. Alcanzaba la de San Andrés, se hacía tortuo­sa y estrecha antes de abocar a la plazuela o corral de Santo Domingo, donde hoy se ubica la plaza mayor, y seguía ascendiendo hasta llegar a la otra parte de la muralla, hasta el limite de la ciudad en la puerta del Mercado, frente a la plaza actual de Santo Domingo. La columna central y sustentadora de la ciudad fue desde el siglo XI y aun continua siéndolo, esta calle mayor alrededor de la cual se trazo la vida de Guadalajara.

Por el costado de poniente, la calle del Cristo de Feria circulaba por detrás de la puerta y torreón de Alvar Fáñez, y siguiendo todo lo que hoy es la calle que lleva el nombre del conquis­tador, y subiendo por la cuesta de Cervantes y travesía de Santo domingo alcanzaba también la puerta del Mercado, dando un segundo camino, más cuestudo en su tramo final, para el paso por la ciudad.

Finalmente, y desde la puerta de Madrid donde el viaje­ro decidía su camino, a la izquierda surgía otra calle que seguiría de continuo el trazado de la muralla por su costado de levante. Era la calle que en principio se denomino del Adarve, y luego durante muchos siglos llevó el nombre de Barrionuevo, donde fueron surgiendo toda suerte de palacios y conventos (la Cotilla, la casona de los Orejón, los Guzmán, los conventos de Carmelitas de Arriba y de Abajo, el palacio del Cardenal Mendoza, la iglesia de San Miguel, etc. A comien­zos de este siglo, cambio el tradicional nombre de esta calle por el de dos figuras de disimilar merito: el ingeniero Mariño y el Dr. Ramón y Cajal. Terminaba finalmente saliendo de la ciudad por la puerta de Bejanque, otro fortificado torreón que fue derribado en el siglo pasado. Aun se unían esta calle y la mayor, siguiendo por la calle de la mina todo el costado meridional de la muralla, dejando fuera del burgo lo que hoy es la Carrera.

Quizás tras esta visión de la antigua ciudad murada, de su fluida vertebración urbana, puedan sacarse conclusiones que sirvan para el problema que nuestro tiempo tiene planteado. Una vieja ciudad medieval, como sin duda es Guadalajara en su parte vieja, tenía unos caminos internos, unas calles, que servían a su vida perfectamente. Al cerrar hoy unja de ellas, la principal mediante una peatonalización que todavía sigue pareciéndonos un lujo insoportable, es preciso pensar en dar fluidez a su vida a través de las otras dos calles, de las otras dos letras de este abecedario. Si no se hace así, lo único que va a conseguirse es estrangular la ciudad, ahogarla. En suma, destruirla, Y eso es muy serio.

Algunos datos para la historia de la Casa Ayuntamiento de Guadalajara

 

Desde hace muchos siglos, la actual Plaza Mayor de Guadalajara ha sido presidida por el edificio del Concejo o Ayunta­miento, en el mismo lugar que hoy ocupa. De su antigua planta y aspecto apenas conocemos datos. Existen referencias sobre su estructu­ra, que en el siglo XVI constaba de una planta baja con arcos y soportales, una planta alta, y sendas torres a los extremos, para las campanas y el reloj. Su construcción era de ladrillo y piedra caliza de la Alcarria. Sus detalles ornamentales, desconocidos, podemos imagi­narlos en el contexto mudéjar de la ciudad toda.

Las reuniones del Concejo de la ciudad se hacían, desde la Edad Media, en el atrio porticado de la iglesia de San Gil. Pasa­ron, ya en el siglo XV, a alternar este lugar por el corral, o atrio, de la ermita de Santo Domingo, situada en el ángulo noroeste de la Plaza Mayor, y ya posteriormente en los salones o cámaras del edificio del Concejo. La amplia plaza que existía delante, cerrada por grandes arcos de piedra hacia las calles que de ella irradiaban (Mayor alta, Mayor baja, cuesta de la Carbonería o del Reloj, y calle del arco como paso a San Gil) servia en ocasiones para la celebración de fiestas, juegos de cucañas, bailes y otras manifestaciones populares. En 1560, cuando Felipe II caso en nuestra ciudad con Isabel de Valois, el Conce­jo salio a recibir a los reales novios en esta plaza mayor, delante del Ayuntamiento, y allí les festejaron ricamente.

Voy a dar en esta ocasión algunas noticias documentales referentes a las reformas que el Concejo de Guadalajara inicio a finales del siglo XVI en su edificio de Ayuntamiento, con objeto de adecentarle, transformar su estructura y añadirle otras dependencias de uso comunitario. Dichas reformas fueron alentadas por el Corregidor de la Ciudad y su Tierra, el licenciado castellano D. Jerónimo Casti­llo de Bobadilla, de quien no hace mucho hacíamos memoria en este mismo «Glosario».

Los datos que hemos obtenido son todavía escasos, pero adelantan el conocimiento concreto de algunos detalles que indican la transformación importante a que fue sometida la casa‑ayuntamiento de Guadalajara. Esperamos que la aparición de nuevos documentos venga a aclarar y completar este tema.

Parece indudable que se reformo la fachada principal a la plaza, transformando sus grande y pesadas arcadas de ladrillo, de arcos quizás apuntados, en abierta porticada arquitrabada, con colum­nas de piedra y capiteles renacientes, en el estilo alcarreño de lo que durante el siglo XVI tanto se llevo en la ciudad. En 24 de mayo de 1583, el cantero Martín de Artiaga, vecino de Guadalajara, se compro­mete a trasladar dos columnas de piedra que el Concejo haía comprado y que estaban adosadas a la torre de la iglesia de San Gines, cortándolas a la medida precisa y ajustándolas en la casa‑ayuntamiento, tallando para ellas las correspondientes basas y capiteles de moldura toscana.

Dice así el documento:  En la ciudad de Guadalajara a veynte e cuatro dias del mes de mayo de mille quinientos e ochenta y tres anos por ante mi el presente escrivano e testigos yuso escriptos parescio presente martin de artyaga cantero vezino desta ciudad e dixo que por quanto esta ciudad de guadalaxara a comprado dos postes de piedra grandes de la yglesia del Sr. Sant Gines que estan pegados a la torre de la dicha yglesia para la obra que se haze en las casas del ayuntamiento desta ciudad que se obligava y obligo de traer los dichos postes a la dicha casa desta ciudad y los dara asentados en la parte y lugar donde an de estar en perficion y pondra en ellos y en cada uno dellos una basa y un capitel que tenga de ancho cada basa y capitel una bara segun lo que fuere necesario conforme al grueso de los pi­lares la qual basa y capitel a de llevar una moldura toscana y si fuere menester cortar los dichos pilares los cortara y lo que cortare dexara en una pieza y lo que sobrare ha de ser para la ciudad de manera que como dicho es los dichos pilares se traygan y asienten con basas y capiteles a su costa y perficion esto porque se ha de dar por todo ello doze ducados y cinco hombres que le ayuden a traer los dichos plares el dia que los truxere los quales cinco hombres a de pagar la dicha ciudad y para en principio y pago recibe de presente seys ducados de que se dio por contento…

En 32 de mayo de 1583, el artesano campanero de Torija, Sebastián de Arnero, se obligaba a hacer una campana para poner en las casas del ayuntamiento de est2a ciudad por precio de seis ducados y con varias curiosas condiciones, algunas de ellas de este tenor: ‑una campana de ciento e quinze libras de metal campanil muy bueno y que no lleve fruscera cada libra a precio de dos reales y un quartillo ‑ytem a de ser de muy buen sonido baciada por ygual y que tenga muy buen talle desquilon a contento del Sr. Corregidor  ‑ytem que la da por segura por tiempo de un ano de manera que no se quebrara por su cuerpo ni por estar mal fundida  ‑ytem que la a de dar fundida y puesta en esta ciudad de Guadalajara en mediado deste presente mes de mayo de quinientos e ochenta e tres.

Por mandado del Corregidor Castillo de Bobadilla, se inicio al mismo tiempo la erección de la casa de la Justicia, aneja al Ayuntamiento. Para ella se comprometieron, en 19 de mayo de 1583, a traer yeso desde Iriépal los vecinos de este pueblo Andrés de Mateo, Hernando de la Parra y Alonso de Quer, y, en la misma fecha, los vecinos de Taracena Juan de las Heras y Pedro Solano, se comprometían a traer de sus tejares todo el ladrillo que fuera menester para construir las Casas de la Justicia, siendo el ladrillo bueno, bien cocido y de la marca de la ciudad. El maestro encargado de estas obras fue Melchor de Oro.

Todavía en 1584 continuaban estas obras de reforma y ampliación, terminando de adecentar la carcel desta ciudad que figura­ba como dependencia concejil. Para ella se comprometían a hacer ladri­llos los ya citados vecinos de Taracena Pedro Solano y Juan de las Heras. Son estos algunos datos que nos demuestran como en el discurrir de los siglos se han ido transformando y mejorando los edificios públicos de nuestra ciudad, y como el paso del licenciado y escritor político del Siglo de Oro, D. Jerónimo Castillo de Bobadilla fue beneficioso para la ciudad de Guadalajara y sus obras públicas.

 Fuentes Documentales

Archivo Histórico Provincial, Palacio del Infantado, Guadalajara. Protocolo 152, sin foliar.

Escribano: Gaspar Hurtado. Varios folios.

Los Zurbaranes de Jadraque

 

En el contexto del patrimonio pictórico de la provincia de Guadalajara (en la que, obviamente, no está el Museo del Prado ni cosa que de lejos se le parezca) destacan con fuerza propia dos telas del pintor extremeño, gloria del arte universal, Francisco de Zurba­rán. Firmadas y documentadas como suyas. Piezas que adornarían cual­quier museo con el brillo del estrellato. Piezas que, junto a otras del mismo autor, hoy expatriadas de la provincia, figuraron durante muchos anos en un solo pueblo, Jadraque. Vamos a hablar de las dos que han quedado entre nuestros provinciales límites.

Estas dos telas de Zurbarán, y otras más que como he dicho salieron de Jadraque hace anos, llegaron a este pueblo, concre­tamente a la casona de la familia Arias Verdugo de forma no aclarada suficientemente. Faltan los documentos y los testimonios directos que nos lo expliquen. Aunque algunos detalles de uno de estos cuadros, concretamente el de la «Inmaculada», nos ayuden a encaminar la indaga­ción por derroteros de suposición y probabilidad grande. El primer día de julio de 1808 llegaba a Jadraque, huyendo del monumental «follón» que había organizado en España entre los liberales, los absolutistas y los franceses, don Gaspar Melchor de Jovellanos, a hospedarse en el palacio de su amigo, «y padre», como también le llamaba, don Juan José Arias de Saavedra y Verdugo. Allá estuvo, en una temporada de paz espiritual, hasta el 17 de septiembre de ese mismo ano, en que las circunstancias le arrastraron a aceptar la representación del Princi­pado de Asturias en la Junta Central. Aparte de ello, sabemos que en el testamento redactado por Jovellanos, en una de sus cláusulas apa­rece la donación que hace de este cuadro de la «Inmaculada» a su amigo Arias de Saavedra.

Jovellanos había tenido importantes cargos en el Ayun­tamiento de Sevilla, donde le habían regalado un cuadro pintado por Zurbarán, encargado en el siglo XVII por el Ayuntamiento hispalense, y representando una «Inmaculada», niña como las que hacia el pintor extremeño. En el cuadro aparecía, lógicamente, la ciudad de Sevilla en el fondo del paisaje. Este cuadro se lo regalo Jovellanos a su amigo jadraqueño, en prueba de agradecimiento a su hospitalidad. Quizás los otros «zurbaranes» del caserón de los Verdugo formaron parte del mismo lote. Quizás.

El hecho es que quedaron en los salones del palacio de la calle mayor de Jadraque durante más de siglo y medio, hasta que unos fueron vendidos, otro pasó a la iglesia, y el último fue llevado al Museo Diocesano de Sigüenza, donde hoy se conserva. Vamos a exami­narlos.

Cristo recogiendo sus vestiduras después de la flagelación

Se encuentra en la iglesia parroquial de Jadraque, situado a buena altura sobre uno de sus muros. Es obra sobre tela, pintado en 1661, el ultimo que trazo el genial pincel de Zurbarán (según Mayer), o el penúltimo (según Kehrer). Muestra a Cristo, semi­desnudo, agachado, recogiendo los paños y vestiduras de los que pre­viamente le habían despojado. Pero no hay tensión ni dolor en el cuadro, sino una serenidad y una melancolía que emergen del profundo claroscuro en que una sola y potente luz envuelve a la escena. Es carne limpia y palpitante la que surge de la tela zurbaranesca. Dice Hugo Kehrer, en su monografía dedicada a Zurbarán, que este cuadro «es uno de los pocos ejemplos de desnudo en nuestro maestro…» y destaca en el «la sobriedad de la composición, la abundancia de diagonales y el paralelismo de las líneas». En general, todos los tratadistas del pintor extremeños se detienen con especial delectación en describir y valorar esta obra, una de las más geniales.

Este cuadro, que mide 167 x 107 cm., fue llevado a la Exposición Iberoamericana de Sevilla en 1928, luciendo en parte impor­tante del Pabellón de Castilla la Nueva. También lucio en las exposi­ciones antológicas de Zurbarán realizadas en Madrid en 1905 y 1966. Esta obra, afortunadamente, aun se conserva en Jadraque, aunque mere­cería el privilegio de ser expuesta en un lugar perfectamente seguro, convenientemente iluminado, y a una altura conveniente para una mirada sin esfuerzos.

La Inmaculada niña

Lo pintó Zurbarán en 1630 aproximadamente. Era este uno de sus temas preferidos, y la de Jadraque podría situarse al comedio de la larga serie de «Inmaculadas» que pinto y que hoy se encuentran repartidas por los más variados museos del mundo. Siempre que Zurbarán pintó a Maria Virgen, lo hizo en la figura de una jovencita de encan­tador aspecto. Esta que comentamos no tiene más de trece o catorce anos. Sostenida por varias cabezas de angelillos en forzados escorzos, se sostiene sobre una media luna, flotando entre nubes y sobre un paisaje ideal, en el que se representa la Giralda de Sevilla. Entre las nubes, junto a diversas cabezas de Ángeles, aparecen diversos símbolos marianos. La posición en que aparece la Virgen es de una frontalidad estricta. Esta en oración, con las manos juntas, la cabeza levemente inclinada, fijos sus ojos y concentrada la atención en esas manos y en la oración que solamente de su corazón esta brotando. Quizás lo mejor de todo el cuadro, como en la mayoría de las obras zurbaranescas ocurre, son la túnica y el manto de la Virgen.

Esta obra se puede admirar hoy día en la sala sexta del Museo Diocesano de Arte Antiguo de Sigüenza. Al lado de un ventanal que introduce luz hacia los ojos del espectador, no goza de una situa­ción como la que merecería. La forma de llegar esta obra la Museo en que se encuentra, ha sido además muy criticada, y con buena dosis de razón, por el pueblo de Jadraque, pues realmente este cuadro pertenece al patrimonio artístico de la villa alcarreña, y en ella debería estar. El único problema que plantea, al igual que el cuadro del Cristo, es el de su seguridad. Si la villa de Jadraque garantizara la segura vigilancia de estas obras, su iluminación adecuada y su oferta de fácil visita, por medio de habilitar un local adecuado, dotado de medios técnicos y personales mínimos y suficientes, seria un momento de plantear la vuelta del cuadro de la «Inmaculada» a su primitivo emplazamiento, dando la relevancia que también merece al otro cuadro del Cristo recogiendo sus vestiduras. En cualquier caso, son dos piezas prodigiosas y capiteles del patrimonio artístico y pictórico de la provincia de Guadalajara, que estas líneas solo han tratado de traer a todas las memorias y valorarlas en su justo término.

Gregorio Marañón, un enamorado de la Alcarria

 

La tierra de la Alcarria, a pesar de su aspecto adusto y, en un principio, despegado, reúne elementos que la hacen enseguida muy entrañable y añorada. No ya para cuantos en ella hemos nacido y vivido siempre, sino también para aquellos que, sin conocerla previa­mente, un día llegaron hasta su medula. Tuvieron que volver. Le val­dría a La Alcarria ese slogan publicitario que usan ahora los sevilla­nos. «Visite la Alcarria. Volverá». Eso hizo Cela, y no se cansa.

Uno de los más ilustres enamorados que ha tenido la Alcarria fue D. Gregorio Marañón y Posadillo, el doctor Marañón como le conocemos todos. Aquel hombre que, de una manera que aun asombra a quien se acerca a su colosal figura, trabajo la ciencia en todas sus dimensiones, y adopto con rigor y efectividad el encargo de ser humano en la tierra, fue un admirador ferviente de nuestra provincia. No solo de sus paisajes, sino muy especialmente, y lo demostró en algunos escritos, de su historia, de sus monumentos, de sus gentes… en definitiva, de todo aquello que conforma el ser intimo, la esencia trascendente de Guadalajara.

Marañón, como todo español con un mínimo de lecturas (y el tenía un máximo de ellas), y con una pizca de sensibilidad, conocía desde siempre la existencia de Guadalajara, el papel de estas tierras del Henares y las Alcarrias en el devenir de la historia de España, y sabía también de los Mendoza, de los Silva, de los Lara y de los Vázquez de Arce. Pero fue hacia el año 1944 que se despertó de un modo impetuoso su interés hacia nuestra tierra. Y esto ocurrió gracias a la capacidad de otro hombre que hizo que esto mismo ocurriera a muchos. Fue D. Francisco Layna Serrano quien provocó en Marañón el amor a Guadalajara y sus cosas.

Ocurría esto en junio de 1944, con motivo de la Exposi­ción de Fotografías sobre Guadalajara, realizadas por D. Tomas Camari­llo, y que se presentó en los salones del Circulo de Bellas Artes de Madrid. Aparte de la belleza de las imágenes captadas por Camarillo,  y mostradas en grandes tamaños al «todo Madrid» que quedo maravillado de aquel trabajo, la Diputación promovió una serie de charlas de su Cronista Provincial, el Dr. Layna Serrano, en los salones de dicho circulo de Bellas Artes, a las que acudieron destacadas figuras del mundo cultural de la capital de España. Y entre ellas fue D. Gregorio Marañón, quien quedó deslumbrado del saber y la erudición de D. Fran­cisco.

Contaba éste más tarde, que a raíz de entonces el profesor de Endocrinología no cesó de llamarle pidiéndole datos, preguntando por la aparición de su próximo libro, (pues los iba adqui­riendo todos según salían, habiendo sido Marañón el comprador del primer libro puesto a la venta de la «Historia de Guadalajara y sus Mendozas» en Madrid), e incluso visitándole en su casa de la calle Hortaleza, tratando de que le orientara sobre algunas figuras mendoci­nas que le preocupaban para el libro sobre Antonio Pérez que a la sazón preparaba. En esa ocasión, Marañón buscaba en algún punto de la ascendencia familiar, la razón ultima del extraño carácter de doña Ana de la Cerda, la princesa de Éboli. Y le decía a Layna que buscara donde podía estar esa razón, puesto que el conocía a la familia Mendo­za tan bien o mejor que a la suya propia.

También solicitó de nuestro Cronista información sobre pueblos, y así realizó Marañón, hacia la segunda parte de los años cuarenta, diversas excursiones por la provincia de Guadalajara. Estuvo concretamente en Pastrana (donde el mismo hizo fotografías para su primera edición del Antonio Pérez), y captó el ambiente y las evoca­ciones de la villa ducal para plasmarlas en su obra; también viajó a Molina, a Cogolludo, a Sigüenza y a Atienza. Antes de ir a Brihuega y a Cifuentes, como hizo, le volvió a pedir a Layna que le enviara los folletos que por entonces había publicado la Casa de Guadalajara sobre esos dos pueblos.

La admiración de Marañón hacia la tierra y la historia de la Alcarria, que finalmente se trocó en fervor por ellas, la debía en gran medida a Layna Serrano. Y D. Gregorio, que además de sabio era honrado y agradecido, estuvo empeñado en que Layna debía ser Académico numerario de la Real de Historia, pues le sobraban motivos y capacidad para ello. El historiador alcarreño siempre se resistió, y no quiso presentar su candidatura al puesto, cuantas veces hubo oportunidad al producirse una vacante en la ilustre corporación.

Cuando el año que viene toda España celebre, con la solemnidad y el cariño que se merece, el Centenario de D. Gregorio Marañón, recordaremos de nuevo este cariño que el polígrafo madrileño tuvo por nuestra tierra, por las pardas y resecas llanuras de alca­rrias, por los jugosos y umbríos vallejos de sus costados. Y seguire­mos en la creencia de que, en esta tierra nuestra, esta la razón de tantas y tantas cosas que hicieron, para bien o para mal, a España.