Humanismo y Fe en el arte funerario castellano del siglo XV

viernes, 1 agosto 1986 0 Por Herrera Casado

Algunos ejemplos de la crisis bajomedieval en la Catedral de Sigüenza

Qué cosecha nos queda después de tanta muerte?
Qué botín de consuelo, que pellejo libramos de la morisma?
Hay algo que se salve y nos salve del olvido?
Que diga: «este hombre hubo victoria». 

Estos magníficos versos, que recogen en su sincretismo todo el mal que la vida del guerrero ofrecía en su fin último allá en los siglos medievales, han sido escritos muy recientemente. Son del poeta Francisco García Marquina, de su obra «Cuya Memoria», dedicada a la poética glosa de los Tapices flamencos de Pastrana, y en ellos se medita sobre lo que la batalla supone, en el fin del siglo XV de entrega y desesperanza, de heroísmo y de perplejidad. Los he traído al comienzo de mi trabajo porque creo que son un buen preámbulo del tema que voy a tratar: el tema de la muerte en la Edad Media, la forma en que los hombres se daban, finalmente, a la vida eterna. Pero en figura de piedra y en ansias de eternidad en la tierra. Voy a tratar de los enterramientos y sepulcros de nobles, de eclesiásticos y de militares, en ese período de inestabilidad y crisis que es el final del siglo XV y comienzos del siglo XVI. Lo que unos consideran los postreros pasos de la Edad Media y otros reconocen en ellos el alborear del Renacimiento. Epoca, en todo caso, de angustia crecida en el ser humano, cuando se tambalean creencias y sistemas de pensamiento que han prevalecido durante largas centurias, y una nueva concepción del hombre y de su papel en el mundo se abre camino. 

 La preocupación por la muerte es algo consustancial al hombre. Es, quizás con el amor, el primer descubrimiento. El más antiguo. La evolución se marcará, solamente, en el concepto que sobre ella se va elaborando, en las teorías que en torno al hecho fatal e inevitable va creando el hombre. Sin duda alguna, es el cristianismo la religión que más depurada concepción de la muerte humana nos ha entregado. Y es, en la Edad Media cuando la postura teocéntrica del filosofar humano elabora una larga serie de esquemas en torno a la muerte, que cuajan en ritos, en normas y finalmente quedan grabadas, de forma indeleble, en la herencia severa y palpitante del arte. Como tantas otras veces, la historia del arte se ofrece generosa para entregarnos una visión perfeccionada de la existencia del hombre sobre la tierra. Comprender el íntimo vibrar de nuestros antepasados sólo nos es dable cuando el verso, la gubia o los pinceles de antaño se ocuparon en dejar grabado el sentir, la fuerza o el mirar de los hombres y mujeres que nos precedieron. 

 Aunque, como dice Julián Marías, San Agustín fue el último hombre antiguo, y no puede calificársele propiamente de medieval, su pensamiento influye de forma decisiva en la Edad Media, y su concepción antropológica es la que se mantiene durante largas centurias. Siguiendo estas pautas.marcadas por San Agustín, el hombre del Medievo ve la vida y la muerte de una forma uniforme y concreta. 

 Para el hombre medieval, según Santiago Sebastián, la vida tiene un carácter trágico, pues sobre ella pende la promesa del cielo eterno o de la condenación; de una forma clara y permanente en ese sentido, la vida medieval está marcada por ese carácter trágico de la existencia, presente en todas las consideraciones de la época. Es lógico pues, que esa preocupación sea transmitida al arte. 

 La vida del hombre se presenta en el Medievo como una continua lucha de las virtudes y los vicios. Y es el hombre, en su «propia» vida, quien los encauza. En ese sentido, son las clases elevadas e inte!ectuales, especialmente clérigos, nobles y universitarios o letrados, quienes dan un sentido de «socratismo cristiano» a sus vidas. Ello influye en la representación artística de la vida y la muerte. 

 Nacida de esa preocupación por la muerte, por la pervivencia del alma en un más allá ignoto, y en la firme creencia de una eternidad vivificadora, los hombres del Medievo se afanan en preparar con rigor y elegancia sus moradas últimas. En definitiva, más que una preocupación por el Vivir ultramundano, lo que prevalece es un empeño por quedar registrado en este mundo: la señal de su paso, signo cierto de que se ha vivido, la certeza manifiesta de que su vida ha sido relevante, útil o querida. Desde épocas remotas, y yo me iría hasta los egipcios, pasando especialmente por romanos y otros pueblos y culturas, el hombre ha procurado dejar señal en este mundo de su vida, y marcar el punto donde yace con algo que le haga ser recordado. La forma de acometer ese intento, es lo que caracteriza a cada época y región. Hoy veremos como los enterramientos de catedral de Sigüenza, que incluyen a clérigos y a civiles, pretenden manifestar un sentido de Fe, una creencia de pervivencia tras la muerte, una dimensión espiritual a la definitiva parada del pálpito cardiaco. En suma, una intención plenamente medieval que se transparenta en todas estas piezas artísticas del siglo XV. 

EVOLUCION DE LOS ENTERRAMIENTOS 

El arte funerario de nobles y clérigos surge en la Edad Media española con una fuerza especial en el reino de León. Sus formas, heredadas de lo europeo, se van a transmitir luego al resto de Castilla. 

Podemos distinguir, esquemáticamente, dos formas fundamentales de estructura de estos enterramientos: 

a) de tipo exento, con cama ornamentada por cuatro caras, y la estatua yacente encima. 

b) de tipo lucillo, con arcosolio cobijando al sarcófago. 

El primer tipo, de origen más temprano, es el utilizado desde un comienzo por los monarcas leoneses y castellanos, y procede del concepto más primitivo de enterramiento, llenando con su presencia un espacio o ámbito. En las cuatro caras de la cama aparece decoración, que en principio fue a base de escudos, y posteriormente añadió escenas relativas al cortejo fúnebre, a los hábitos de vida del difunto, etc. ocupando la parte superior del sepulcro la estatua yacente del individuo enterrado. De este primer tipo, el enterramiento de D. Pedro de Osma, en su catedral del Burgo, sería uno de los ejemplos más destacados. 

La tipología de las segundas es constante: cama ornamentada en su frente con escenas de caridad hacia los pobres. En el fondo del arco, escenas en mediorelieve de exequias funerarias, dolor de ángeles y familiares. Y por encima, escenas de santos y el Calvario que justifica la Esperanza en la Resurrección. Se ven también, a veces, angelillos y figuras sobre las arquivoltas. De este segundo tipo son magníficas, y marcan pautas, las sepulturas de los obispos D. Diego Ramírez de Guzmán, y D. Martín Rodríguez, en la catedral de León. 

De un modo general, podemos decir que las formas más antiguas de enterramientos nobles en ámbitos sagrados fueron las primeramente reseñadas: esto es, aquellos enterramientos exentos, aislados en el centro de un espacio, con prismática cama de caras progresivamente talladas, y culminando en tapa con emblemas herálditos o –incluso- estatua yacente. La moda, quizás por falta ya de espacios, de adosar a los muros los enterramientos de lucillos, fue posterior, y en muchos casos ocurrió que túmulos aislados en capillas tuvieron que recolocarse y ser apoyados en las paredes, ante la falta de espacio. Veremos este caso en Sigüenza. 

En mi anterior trabajo acerca de la simbologla del arte en la catedral de Sigüenza, insistía apoyado en las ideas de otros autores como Panofsky y Lafuente Ferrari, en la necesidad de ver, en cualquier obra de arte, todo aquello que está más allá de la forma: el símbolo y la dimensión espiritual que, en intención a veces críptica pero siempre ejercida, contiene toda obra artística. Hablaba entoces de entender la expresión de cualquier monumento, ya sea arquitectónico, escultórico, pictórico o incluso musical, como en doble intención: la forma visible es, en cualquier caso, un mero soporte de la función comunicativa, de la expresión de un mensaje. Y sólo así el arte tiene justificación: por su carácter elocuente, por su valor de emisión de información, de testimonio de una idea… 

Los sepulcros tienen, pues, algún objetivo más que el de servir de receptáculo a un cadáver. Tampoco es este el momento de entrar con detenimiento en tan apasionante tema. Esbozar tan sólo las dimensiones de ese mensaje de los enterramientos: son testimonio de la vida, de la existencia de un ser humano, Dejan constancia del paso por la tierra de un «yo» que ejerció de tal. 

Ese individuo trata de expresar en el monumento, algo más que su imagen personal, con ser ello importante. No le preocupa tanto conseguir un parecido físico, como surgir representado con sus hábitos más característicos: el clérigo en día de gran gala ritual, el guerrero dispuesto a una parada solemne. Y aún más, es necesario que aparezca el emblema heráldico del apellido, la marca de la familia. Los escudos nobiliarios van progresivamente llenando huecos y ganándole espacio a la simple decoración vegetal o geométrica: es el discurso infalible para demostrar y acentuar el sentido de estirpe. 

Pero hay más: de acuerdo con ese sentido antropológico que, heredado de San Agustín, penetra la vida del hombre medieval, y le hace plantearse su destino con vistas exclusivamente a la Vida Eterna (siempre en la lucha de su debilidad humana contra los factores que la quieren desbordar y desviar de su verdadero camino), en el sepulcro se afanarán los más por poner cuantas señales les sean posibles de esa lucha, de esa Fe en la final victoria, y aún se ayudarán de imágenes simbólicas, como santos, apóstoles, ángeles, etc., que les ayuden a alcanzar lo que, también en muchos casos, se pone en la parte más alta como meta única: Cristo representado en el momento de su Crucifixión, última justificación y garantía de una vida auténticamente cristiana.  

El enterramiento medieval es, así, tanto un intento humanista de afirmación del «yo» en resistencia ante la muerte, como una expresión clara y vibrante de la Fe cristiana que pone su mirada final en la redención y la Vida Eterna del alma.  

Los lugares de elección, por parte de eclesiásticos y civiles, para la colocación de sus tumbas, fueron los recintos sagrados, aquellos en los que se garantizaba una relación teológica entre su figura y su destino. Los monarcas leoneses, castellanos y aragoneses, escogieron determinados lugares para sus enterramientos y el de sus familiares: los panteones reales asentaron en monasterios, junto a los claustros o en los templos, en los que el continuado orar de los monjes garantizaba la plegaria por sus almas. San Isidoro de León, Las huelgas de Burgos, Santa María la Real de Poblet, y aun ya en el Renacimiento, la cripta del jerónimo cenobio de El Escorial fueron lugares donde se aunó el reposo eterno de los cuerpos con el es­tímulo diario de los rezos. 

Pero también otros estamentos destacan sus enterramientos en estos lugares sacros: además de los Reyes, serán los infantes y otros familiares los que llenan claustros y presbiterios. Los nobles cortesanos y sus familias adquieren en vida el patronato de capillas en iglesias y catedrales, con el solo objeto de tener a su muerte un panteón asegurado. Por sólo referirnos a la provincia de Guadalajara, recordar aquí los casos destacados de algunas de sus más características familias: los Lara, condes y señores de Molina, que desde el siglo XII quisieron reunir a toda la familia en un solo panteón, originariamente planeado en el inconcluso monasterio cisterciense de Arandilla, en término de Torremocha del Pinar, y finalmente colocados en el claustro del cenobio bernardo de Santa María de Huerta. 

O los omnipresentes Mendozas, que construyeron un monasterio, el de San Francisco de Guadalajara, para en su presbiterio y cripta reunir, en panteón espléndido, a todos los personajes de tan nutrida saga. 

Los clérigos tienen asegurado un trato de favor en este sentido, pues para los obispos siempre hay un hueco en cualquier capilla o muro catedralicio, y para sus canónigos las facilidades son evidentes, aunque también en muchos casos, se cumple el requisito previo de la fundación de una capilla o al menos una memoria pía. Lo que es seguro es que a todos, civiles y eclesiásticos, el permanecer enterrados en un lugar destacado, y visible a las generaciones venideras, costaba sus buenos dineros. 

Desde que surgieron las primeras tumbas reales, allá por el siglo X, en monasterios casi solitarios de Castilla, y en las que sólo el escudo del monarca adornaba la lisa superficie del ataúd de piedra, las exageraciones a que se llegaron en este agonizar de la Edad Media en que tratamos de situarnos, el camino fue largo y de circunstancias curiosas, progresivamente chocantes y cada vez más exageradas. Contra la desviación de un interés puramente humano y religioso, hacia la mera ostentación y el prurito de ser más que los demás, incluso en la muerte, se levantaron en la época voces acusatorias. Así, la de Erasmo de Rotterdam. quien en uno de sus Coloquios describe en tono burlesco uno de los testamentos al uso de la época: «ltem, que el cuerpo dell dicho defunto fuese pues sepultado a la mano derecha del altar mayor, en un túmulo o sede de mármol muy rico, que fuese cuatro pies más alto que el suelo, y que encima del túmulo estuviese su bulto fecho de muy fino mármol de Paro, e todo armado de los pies a la cabeza».  

Y dejando a un lado la imaginativa puya del filósofo de Rotterdam, es suficiente releer la cláusula del Testamento de Doña Aldonza de Mendoza, hecho en 1435, en la que dispone su enterramiento en la capilla mayor de la iglesia del monasterio de Lupiana: «que en la capilla mayor de la dicha iglesia que sea enterrado my cuerpo en medio della ante el altar mayor para lo qual sea fabricada una sepultura de alabastro convenyble a my persona, el quall esté apartado de la postrimera grada del altar mayor susodicho en manera que non pueda aver otra ende sepultura entre el dicho altar e la mya. Et mando para hacer la dicha sepultura myll florines de oro». 

Esa soberbia incontestable que late en las palabras de Doña Aldonza, reclamando para sí, para su cuerpo ya privado del alma, el mejor puesto de la iglesia, fue degenerando en alardes que mal se avenían con el mensaje de humildad evangélica. La crítica que pocos años después, en 1536, dirigía fray Alonso de Guevara al almirante Fadrique Enríquez en una «Epístola familiar», se hace dolida porque haya gentes que se encarguen el sepulcro «de mármol de Génova y alabastro de Venecia, pórfido de Candia, hueso de Gelofe y marfil de Guinea, no para más que para hacerse una superba capilla y una rica sepultura, a do se sepulten sus huesos y royan sus entrañas los gusanos». «Cuantos pobres ‑termina diciendo Guevara‑ están enterrados en los cimenterios, cuyas ánimas están descansando en los cielos, y cuantos están enterrados en los ricos sepulcros, cuya ánimas están penando en los infiernos». 

ENTERRAMIENTOS DE LA CATEDRAL DE SIGUENZA 

Estas líneas antecedentes han sido solamente un intento dé preámbulo y aproximación generalizadora al tema, pues sobre él podría hablarse largo y tendido con numerosos y elocuentes ejemplos. Vamos ahora a Sigüenza, a su catedral espléndida. Joyel multisecular donde la voluntad humana puso muestra de su fuerza y de su fe. En este templo de Santa María de Sigüenza, catedral de la ciudad, sede de su Cabildo y punto neurálgico de una de las más ricas diócésis castellanas de la antigüedad, existen también numerosos enterramientos de variadas épocas, en los que la forma y el lenguaje que hemos visto tienen estos monumentos, se expresan con elocuencia, y han de servirnos para recordar a personajes, esculturas, intenciones y significados. 

Nos limitamos en este caso a la revisión de algunas sepulturas distribuidas por lugares diversos de la catedral, construidas en el siglo XV o en sus inmediatos aledaños. Constitutivas todas ellas de la idea en torno al destino vital y al significado de la muerte, que en esta época de crisis se tiene en Castilla. Serán tanto de eclesiásticos como de civiles, aunque lógicamente sean mayoría los primeros pues un templo de las características del seguntino, cabeza no sólo de una fuerte diócesis, sino de una ciudad y un territorio de señorío eclesiástico, conllevó la escasez de familias e individuos nobles de gran pujanza en su territorio. 

El estilo de los enterramientos seguntinos de esta época es, además de gótico, de clara influencia francesa; borgoñona concretamente. La fundación del obispado, de la catedral, del señorío y de sus instituciones primeras, son en todo caso de influencia gala. Y esta influencia siguió marcándose en los siglos bajomedievales por tradición y por la presencia física de gentes que llegaban a Sigüenza como a una “sucursal cultural” de sus norteñas tierras. Es curioso que al menos hasta fin del siglo XV, la influencia italiana en la catedral del Henares sea nula. Después cambia el panorama, pero por cuestiones de uniformidad nacional más que otra cosa. 

Incluso, añadido a ese hecho de la influencia franco‑borgoñona, los enterramientos seguntinos, cabe destacar la formación en su ámbito de una auténtica «escuela de escultura funeraria», que desde las naves oscuras del templo mayor de la diócesis extendió formas a otros muchos lugares de la provincia, de los que, cinco siglos después, aún quedan algunas muestras elocuentes. Fue López Torrijos quien en un trabajo muy interesante, hacía hincapié en este aspecto de la unidad de formas y estructuras de un buen número de enterramientos del área de Sigüenza. También Azcárate, al tratar hace años, en conferencia y trabajo memorable, de encontrar el hilo conductor que llevara a situar onomástica y geográficamente el nacimiento de la estatua del Doncel, nos mostró esa unidad de talleres y manos en torno al alabastro seguntino: si Sebastián de Almonacid y su taller arriacense, tuvieron que ver con los enterramientos de Alvaro de Luna y su mujer en la Catedral primada de Toledo, con el del caballero Rodrigo de Campuzano en San Nicolás de Guadalajara, y aún con el mismo de Martín Vázquez de Arce en Sigüenza, a su vez están íntimamente enlazados los sepulcros del chantre Juan Ruiz de Pelegrina, en la catedral seguntina, que luego examinaremos en detalle, con los de los clérigos Martín Fernández en de Jirueque. Y ambos grupos, indudablemente, están relaciona entre sí. 

Pero más que los problemas formales de estilo, influencias, autores, escuelas y fechas, me preocupa, y nos entretendrá en los siguientes minutos, el tema de la forma, de la estructura, de la iconografía, y en definitiva, del significado de estos enterramientos. En fin, expresión clara de manifestación de fe y humanismo, simbiosis muy propia del momento de crisis, el siglo XV, en que se hacen estos monumentos. 

SEPULCRO DE ALONSO CARRILLO DE ALBORNOZ, CARDENAL DE SAN EUSTAQUIO 

Se encuentra situado este enterramiento en el presbiterio, sobre la puerta que da paso a la girola, en el muro de la derecha. Para Ricardo del Arco, es este enterramiento la más típica y hermosa sepultura gótica de toda Castilla la Nueva, y ve en él un estilo genuinamente borgoñón, sin asomo de italianismo. A pesar de ser ello cierto, Pérez Villamil asegura que fue labrado en Roma y traído posteriormente a Sigüenza. Es construcción de 1426, según se lee en la basamenta del monumento. Azcárate Rístori, sin embargo, opina que está en la línea del taller de Janin Lome, de Pamplona, que estuvo al servicio de Juan II de Aragón por tierras de Castilla. 

Va escoltado este sepulcro, que es de los de tipo lucillo, por parejas de figuras sobre doseletes: San Pedro y San Pablo por una parte, y el Arcángel Gabriel y la Virgen María, conformando la escena de la Anunciación, por otro. Se cubre todo por una ojiva ornamentada con varios profetas o apóstoles entre nichos. Sobre la cama del sepulcro, aparece yacente el Cardenal, ricamente revestido de sus galas mejores. En su mitra aparece un ciervo que lleva una cruz entre las astas. Apoya su cabeza el yacente sobre dos almohadones y toda su figura se ladea hacia el exterior, en un artificio del escultor por hacer visible la figura de¡ muerto. Este enterramiento fue concebido para ser colocado en escasa elevación sobre el suelo. En la altura en que hoy se encuentra se pierden muchos detalles y puede observarse con detenimiento. 

El cardenal se acompaña, a los pies y cabecera, por sendas parejas de ángeles que parecen recoger su cuerpo. En el lucillo aparecen tres figuras masculinas, fácilmente identificables con San Eustaquio al centro, y los Santos Juanes, el Evangelísta y Bautista, a los lados. Cubriendo el frente de la cama, se ven sendos escudos laterales del apellido Carrillo, y en el centro una densa aparición de figuras constituyendo grupos diversos. Vamos a ver aflorar la simbología general del enterramiento de D. Alonso Carrillo de Albornoz, cardenal de San Eustaquio, obispo que fue de Sigüenza entre 1424 y 1434. Nunca estuvo en la Ciudad Mitrada, pues vivió en Roma, y allí fue donde encargó y probablemente supervisó la factura de su tumba. Recibió en 1419 el capelo cardenalicio con título de San Eustaquio, y este fue el motivo que quiso adornara y justificara su enterramiento. La compañía de su santo más admirado escogido para acompañante de la eternidad. 

Efectivamente, San Eustaquio aparece en el fondo del enterramiento, junto a los santos Juanes. Las escenas del frontal de la escultura son todas ellas extraídas de la Leyenda Aurea de Jacopo de la Voragine, dominico genovés que en 1264 publicó un libro que obtuvo uno de los mayores y más prolongados éxitos de la historia. En el frontal aparecen las escenas correspondientes a cuando el cazador Plácido, luego llamado Eustaquio, arrodillado en un bosque junto su caballo, ve aparecerse a Cristo crucificado sobre las astas de ciervo; continúa con la escena en que Eustaquio, en la orilla de río, ve asustado cómo un león y un lobo se llevan entre los dientes a sus hijos Agapito y Teóspito. Y finalmente, y aunque alterando el orden cronológico que refiere la Leyenda Aurea, se ve como dos hombres cogen a Teóspita, esposa de Eustaquio, y la raptan llevándosela en una barca. Insiste el cardenal, inspirador directo, de¡ programa de sepulcro, poniendo un ciervo sobre su mitra. A esta intención de ensalzar la vida de su santo patrón de cardenalato, el eclesiástico añade las dos parejas de ángeles que le recogen, en un signo indudable de inicio de elevación de su alma a los Cielos. Igualmente, las figuras laterales que representan a San Pedro y San Pablo, vienen en apoyo, como auténticas columnas que son de la Fe Católica, del muerto. 

En definitiva, el sepulcro de Alonso Carrillo, aparte de la maravillosa escultura que ofrece y el estilo gótico impresionante que luce, ofrece una clara muestra de la Fe que anima a un eclesiástico a planear su estancia eterna. La aparición de su escudo familiar en tres puntos diferentes es, sin embargo, un detalle que engarza el sentimiento de nobleza espiritual que una clase determinada ostentar, y de la que no saben o no quieren desprenderse ni siquiera los eclesiásticos. 

GOMEZ CARRILO DE ACUÑA 

También en el presbiterio de la catedral, y en su muro derecho, en dos estrechos lucillos que contienen sendas sepulturas, una adornada con estatua yacente. Ambos son civiles: un hombre y una mujer. De una gran influencia debieron contar en su momento para conseguir descansar en el sacrosanto ámbito de un presbiterio catedralicio, hecho muy pocas veces repetido. 

Efectivamente, se trata de los enterramientos de D. Gómez Carrillo de Albornoz y de su esposa Doña Urraca Gómez de Albornoz, nieta natural del Rey Pedro I de Castílla. Fueron los padres del anterior obispo Alonso Carrillo de Albornoz, y es por lo tanto muy probable que fuera él mismo quien decidiera colocarlos en ese lugar. También de magnífica talla y un estilo inconfundible centroeuropeo, pues así lo demuestran, entre otras cosas, los escudos que surgen al frente de la cama mortuoria. El enterramiento del varón consta de su efigie yacente, rígido, cubierto totalmente de su vestimenta militar, una armadura completa, y un bonete alto de sorprendente aparición en Castilla. Se entrega al reposo eterno con las manos juntas, sobre el pecho. Apoya su cabeza sobre un grueso haz de laureles, símbolo de la Victoria militar, y a sus pies aparece un león que cumple con su cometido simbólico de esperanza en la Resurrección. Al frente de la urna sepulcral, y sobre un ramaje de cardinas, aparece en el centro el escudo de Carrillo, y a los lados el emblema o de los Padilla. 

En este enterramiento, que puede fecharse inmediatamente después del de su hijo, hacia 1440, destaca un aire civil más acusado, y a pesar de estar inspirado en el sentimiento cristiano de la Fe en la Resurrección, añade detalles como el haz de laurel ofrecido a los militares y la profusión de escudos, que acentúan el sentido de potencia individual y orgullo personal. Es en este enterramiento donde indudablemente la idea teocéntrica medieval pierde algo de su fuerza, dando paso a una aspiración humanista de salvación por las obras propias. El enterramiento de su esposa doña Urraca, puesto sobre el del caballero, es muy sencillo y sin ningún detalle iconográfico de interés. 

FERNANDO DE LUXAN 

En la capilla de San Pedro, una de las más amplias de la catedral de Sigüenza, de estilo gotizante aunque construida en el siglo XVII, aparece en un rincón situado el enterramiento de un obispo seguntino, D. Fernando de Luxán, que por su época y su estructura merece que analicemos detalladamente. Gobernó este eclesiástico la diócesis seguntina desde 1449 a 1465. Fue hijo de Juan Fernández Villanuño y Catalina de Luxán. Ignoramos donde fue depositado su cuerpo a la hora de morir, y en qué lugar asentó primitivamente su monumento funerario. El hecho cierto es que se constituyó inicialmente como una sepultura exenta o al menos de tipo lucillo, pero en la que iba diseñada la estatua yacente del obispo en disposición horizontal, y una franja de tallas múltiples cubriendo el frontal de la cama mortuoria. En desafortunada mudanza, se desmontó toda la estructura del enterramiento, poniendo la estatua del obispo adosada a la pared, de forma que cuando uno la mira da la impresión de que el cuerpo va a resbalar y caerse, añadiendo la estela de tallas encima del cuerpo. 

A pesar de este desbarajustado acopio de piezas, podemos decir que este enterramiento episcopal, que data de hacia 1465, es el primero de lo que va a constituir la escuela de escultores funerarios de Sigüenza, y que luego veremos cómo toma cuerpo. El del obispo Luxán aparece yacente, revestido de sus galas mejores, con mitra y báculo entre las manos. Apoya su cabeza en un almohadón y a sus pies aparece un pajecillo doliente. La imagen es de una severidad total y añade perfecta realización técnica. 

En la estela tallada que hoy luce encima de la estatua, aparecen una serie de figuras agrupadas constituyendo escenas, y que pudieran leerse, de izquierda a derecha, del siguiente modo: Una Virgen coronada, sedente, con un Niño en brazos, a la que veneran una mujer que se acompaña de una rueda de cuchillas, que interpretamos como Santa Catalina, acogiendo y acompañando a una figura de eclesiástico mitrado arrodillado, y que es fácilmente identificable con el propio Luxán. Le sigue una figura de santa, en pie, con una palma en la mano y en la otra una espada apoyada sobre su cabeza cortada. Es otra representación de Santa Catalina de Alejandría tras haber degollado al Emperador Majencio. Continúa con una gran rueda de cuchillas, para el martirio, símbolo del que padeció la ya mencionada santa. Ante ella aparece una figura femenina arrodillada y orante, que bien pudiera ser la madre del Obispo, que se llamaba Catalina, y de ahí la devoción de Fernando de Luxán por esta virgen mártir. Finalmente, a la derecha del conjunto, aparecen unas escenas enigmáticas en que vemos una escena de degollación de una mujer, y la figura de un hombre gigantesco recibiendo cuidados de otros dos. 

Es indudablemente un rico acopio de la Leyenda Aurea la que en este caso hace también el autor del enterramiento del obispo Luxán. Es curioso en este caso que, a pesar de tratarse de un eclesiástico, se mezclan en su sepulcro signos que nos van adentrando con mayor fuerza en la etapa de crisis que intentamos demostrar se forja en este sigo XV y que en los sepulcros tiene una evidente expresión. Si por una parte el culto a la devoción de los santos se expresa con evidencia, especialmente en este caso hacia Santa Catalina, por otra aparece un signo de humanismo, antecedente de otros que luego veremos en este templo, cual es la presencia del pajecillo doliente que reposa, en difícil postura de piernas cruzadas, a los pies del eclesiástico. No es un león o un perro, con su carga de significado moral, ni son ángeles que elevan y acompañan el alma hacia el cielo: es un muchacho doliente, simplemente la expresión de una pena por abandonar el mundo. La mirada del hombre, del clérigo, no está puesta ya solamente en el cielo. La tierra le importa. Su desaparición es llorada. Creo que es este un signo evidente de cambio de mentalidad. 

Por otra parte, las figuras y actitudes que vemos aparecer en los relieves de la cenefa tallada, estilísticamente engarzan directamente con los de los enterramientos del chantre Ruiz de Pelegrina y sus otras estatuas influenciadas, por lo que opino que es ésta del obispo Luxán la primera muestra de lo que en la segunda mitad del sigo XV e inicios del XVI llegaría a ser una vigorosa y personalísima escuela escultórica seguntina. 

EVOLUCION DE LOS ENTERRAMIENTOS 

  

El arte funerario de nobles y clérigos surge en la Edad Media española con una fuerza especial en el reino de León. Sus formas, heredadas de lo europeo, se van a transmitir luego al resto de Castilla. 

Podemos distinguir, esquemáticamente, dos formas fundamentales de estructura de estos enterramientos: 

  

a) de tipo exento, con cama ornamentada por cuatro caras, y la estatua yacente encima. 

  

b) de tipo lucillo, con arcosolio cobijando al sarcófago. 

  

El primer tipo, de origen más temprano, es el utilizado desde un comienzo por los monarcas leoneses y castellanos, y procede del concepto más primitivo de enterramiento, llenando con su presencia un espacio o ámbito. En las cuatro caras de la cama aparece decoración, que en principio fue a base de escudos, y posteriormente añadió escenas relativas al cortejo fúnebre, a los hábitos de vida del difunto, etc. ocupando la parte superior del sepulcro la estatua yacente del individuo enterrado. De este primer tipo, el enterramiento de D. Pedro de Osma, en su catedral del Burgo, sería uno de los ejemplos más destacados. 

  

La tipología de las segundas es constante: cama ornamentada en su frente con escenas de caridad hacia los pobres. En el fondo del arco, escenas en mediorelieve de exequias funerarias, dolor de ángeles y familiares. Y por encima, escenas de santos y el Calvario que justifica la Esperanza en la Resurrección. Se ven también, a veces, angelillos y figuras sobre las arquivoltas. De este segundo tipo son magníficas, y marcan pautas, las sepulturas de los obispos D. Diego Ramírez de Guzmán, y D. Martín Rodríguez, en la catedral de León. 

  

De un modo general, podemos decir que las formas más antiguas de enterramientos nobles en ámbitos sagrados fueron las primeramente reseñadas: esto es, aquellos enterramientos exentos, aislados en el centro de un espacio, con prismática cama de caras progresivamente talladas, y culminando en tapa con emblemas herálditos o –incluso- estatua yacente. La moda, quizás por falta ya de espacios, de adosar a los muros los enterramientos de lucillos, fue posterior, y en muchos casos ocurrió que túmulos aislados en capillas tuvieron que recolocarse y ser apoyados en las paredes, ante la falta de espacio. Veremos este caso en Sigüenza. 

  

En mi anterior trabajo acerca de la simbologla del arte en la catedral de Sigüenza, insistía apoyado en las ideas de otros autores como Panofsky y Lafuente Ferrari, en la necesidad de ver, en cualquier obra de arte, todo aquello que está más allá de la forma: el símbolo y la dimensión espiritual que, en intención a veces críptica pero siempre ejercida, contiene toda obra artística. Hablaba entoces de entender la expresión de cualquier monumento, ya sea arquitectónico, escultórico, pictórico o incluso musical, como en doble intención: la forma visible es, en cualquier caso, un mero soporte de la función comunicativa, de la expresión de un mensaje. Y sólo así el arte tiene justificación: por su carácter elocuente, por su valor de emisión de información, de testimonio de una idea… 

  

Los sepulcros tienen, pues, algún objetivo más que el de servir de receptáculo a un cadáver. Tampoco es este el momento de entrar con detenimiento en tan apasionante tema. Esbozar tan sólo las dimensiones de ese mensaje de los enterramientos: son testimonio de la vida, de la existencia de un ser humano, Dejan constancia del paso por la tierra de un «yo» que ejerció de tal. 

  

Ese individuo trata de expresar en el monumento, algo más que su imagen personal, con ser ello importante. No le preocupa tanto conseguir un parecido físico, como surgir representado con sus hábitos más característicos: el clérigo en día de gran gala ritual, el guerrero dispuesto a una parada solemne. Y aún más, es necesario que aparezca el emblema heráldico del apellido, la marca de la familia. Los escudos nobiliarios van progresivamente llenando huecos y ganándole espacio a la simple decoración vegetal o geométrica: es el discurso infalible para demostrar y acentuar el sentido de estirpe. 

  

Pero hay más: de acuerdo con ese sentido antropológico que, heredado de San Agustín, penetra la vida del hombre medieval, y le hace plantearse su destino con vistas exclusivamente a la Vida Eterna (siempre en la lucha de su debilidad humana contra los factores que la quieren desbordar y desviar de su verdadero camino), en el sepulcro se afanarán los más por poner cuantas señales les sean posibles de esa lucha, de esa Fe en la final victoria, y aún se ayudarán de imágenes simbólicas, como santos, apóstoles, ángeles, etc., que les ayuden a alcanzar lo que, también en muchos casos, se pone en la parte más alta como meta única: Cristo representado en el momento de su Crucifixión, última justificación y garantía de una vida auténticamente cristiana. 

  

El enterramiento medieval es, así, tanto un intento humanista de afirmación del «yo» en resistencia ante la muerte, como una expresión clara y vibrante de la Fe cristiana que pone su mirada final en la redención y la Vida Eterna del alma. 

  

Los lugares de elección, por parte de eclesiásticos y civiles, para la colocación de sus tumbas, fueron los recintos sagrados, aquellos en los que se garantizaba una relación teológica entre su figura y su destino. Los monarcas leoneses, castellanos y aragoneses, escogieron determinados lugares para sus enterramientos y el de sus familiares: los panteones reales asentaron en monasterios, junto a los claustros o en los templos, en los que el continuado orar de los monjes garantizaba la plegaria por sus almas. San Isidoro de León, Las huelgas de Burgos, Santa María la Real de Poblet, y aun ya en el Renacimiento, la cripta del jerónimo cenobio de El Escorial fueron 

lugares donde se aunó el reposo eterno de los cuerpos con el es­tímulo diario de los rezos. 

  

Pero también otros estamentos destacan sus enterramientos en estos lugares sacros: además de los Reyes, serán los infantes y otros familiares los que llenan claustros y presbiterios. Los nobles cortesanos y sus familias adquieren en vida el patronato de capillas en iglesias y catedrales, con el solo objeto de tener a su muerte un panteón asegurado. Por sólo referirnos a la provincia de Guadalajara, recordar aquí los casos destacados de algunas de sus más características familias: los Lara, condes y señores de Molina, que desde el siglo XII quisieron reunir a toda la familia en un solo panteón, originariamente planeado en el inconcluso monasterio cisterciense de Arandilla, en término de Torremocha del Pinar, y finalmente colocados en el claustro del cenobio bernardo de Santa María de Huerta. 

  

O los omnipresentes Mendozas, que construyeron un monasterio, el de San Francisco de Guadalajara, para en su presbiterio y cripta reunir, en panteón espléndido, a todos los personajes de tan nutrida saga. 

  

Los clérigos tienen asegurado un trato de favor en este sentido, pues para los obispos siempre hay un hueco en cualquier capilla o muro catedralicio, y para sus canónigos las facilidades son evidentes, aunque también en muchos casos, se cumple el requisito previo de la fundación de una capilla o al menos una memoria pía. Lo que es seguro es que a todos, civiles y eclesiásticos, el permanecer enterrados en un lugar destacado, y visible a las generaciones venideras, costaba sus buenos dineros. 

  

Desde que surgieron las primeras tumbas reales, allá por el siglo X, en monasterios casi solitarios de Castilla, y en las que sólo el escudo del monarca adornaba la lisa superficie del ataúd de piedra, las exageraciones a que se llegaron en este agonizar de la Edad Media en que tratamos de situarnos, el camino fue largo y de circunstancias curiosas, progresivamente chocantes y cada vez más exageradas. Contra la desviación de un interés puramente humano y religioso, hacia la mera ostentación y el prurito de ser más que los demás, incluso en la muerte, se levantaron en la época voces acusatorias. Así, la de Erasmo de Rotterdam. quien en uno de sus Coloquios describe en tono burlesco uno de los testamentos al uso de la época: «ltem, que el cuerpo dell dicho defunto fuese pues sepultado a la mano derecha del altar mayor, en un túmulo o sede de mármol muy rico, que fuese cuatro pies más alto que el suelo, y que encima del túmulo estuviese su bulto fecho de muy fino mármol de Paro, e todo armado de los pies a la cabeza». 

  

  

Y dejando a un lado la imaginativa puya del filósofo de Rotterdam, es suficiente releer la cláusula del Testamento de Doña Aldonza de Mendoza, hecho en 1435, en la que dispone su enterramiento en la capilla mayor de la iglesia del monasterio de Lupiana: «que en la capilla mayor de la dicha iglesia que sea enterrado my cuerpo en medio della ante el altar mayor para lo qual sea fabricada una sepultura de alabastro convenyble a my persona, el quall esté apartado de la postrimera grada del altar mayor susodicho en manera que non pueda aver otra ende sepultura entre el dicho altar e la mya. Et mando para hacer la dicha sepultura myll florines de oro». 

  

Esa soberbia incontestable que late en las palabras de Doña Aldonza, reclamando para sí, para su cuerpo ya privado del alma, el mejor puesto de la iglesia, fue degenerando en alardes que mal se avenían con el mensaje de humildad evangélica. La crítica que pocos años después, en 1536, dirigía fray Alonso de Guevara al almirante Fadrique Enríquez en una «Epístola familiar», se hace dolida porque haya gentes que se encarguen el sepulcro «de mármol de Génova y alabastro de Venecia, pórfido de Candia, hueso de Gelofe y marfil de Guinea, no para más que para hacerse una superba capilla y una rica sepultura, a do se sepulten sus huesos y royan sus entrañas los gusanos». «Cuantos pobres ‑termina diciendo Guevara‑ están enterrados en los cimenterios, cuyas ánimas están descansando en los cielos, y cuantos están enterrados en los ricos sepulcros, cuya ánimas están penando en los infiernos». 

  

ENTERRAMIENTOS DE LA CATEDRAL DE SIGUENZA 

  

Estas líneas antecedentes han sido solamente un intento dé preámbulo y aproximación generalizadora al tema, pues sobre él podría hablarse largo y tendido con numerosos y elocuentes ejemplos. Vamos ahora a Sigüenza, a su catedral espléndida. Joyel multisecular donde la voluntad humana puso muestra de su fuerza y de su fe. En este templo de Santa María de Sigüenza, catedral de la ciudad, sede de su Cabildo y punto neurálgico de una de las más ricas diócésis castellanas de la antigüedad, existen también numerosos enterramientos de variadas épocas, en los que la forma y el lenguaje que hemos visto tienen estos monumentos, se expresan con elocuencia, y han de servirnos para recordar a personajes, esculturas, intenciones y significados. 

  

Nos limitamos en este caso a la revisión de algunas sepulturas distribuidas por lugares diversos de la catedral, construidas en el siglo XV o en sus inmediatos aledaños. Constitutivas todas ellas de la idea en torno al destino vital y al significado de la muerte, que en esta época de crisis se tiene en Castilla. Serán tanto de eclesiásticos como de civiles, aunque lógicamente sean mayoría los primeros pues un templo de las características del seguntino, cabeza no sólo de una fuerte diócesis, sino de una ciudad y un territorio de señorío eclesiástico, conllevó la escasez de familias e individuos nobles de gran pujanza en su territorio. 

  

El estilo de los enterramientos seguntinos de esta época es, además de gótico, de clara influencia francesa; borgoñona concretamente. La fundación del obispado, de la catedral, del señorío y de sus instituciones primeras, son en todo caso de influencia gala. Y esta influencia siguió marcándose en los siglos bajomedievales por tradición y por la presencia física de gentes que llegaban a Sigüenza como a una “sucursal cultural” de sus norteñas tierras. Es curioso que al menos hasta fin del siglo XV, la influencia italiana en la catedral del Henares sea nula. Después cambia el panorama, pero por cuestiones de uniformidad nacional más que otra cosa. 

  

Incluso, añadido a ese hecho de la influencia franco‑borgoñona, los enterramientos seguntinos, cabe destacar la formación en su ámbito de una auténtica «escuela de escultura funeraria», que desde las naves oscuras del templo mayor de la diócesis extendió formas a otros muchos lugares de la provincia, de los que, cinco siglos después, aún quedan algunas muestras elocuentes. Fue López Torrijos quien en un trabajo muy interesante, hacía hincapié en este aspecto de la unidad de formas y estructuras de un buen número de enterramientos del área de Sigüenza. También Azcárate, al tratar hace años, en conferencia y trabajo memorable, de encontrar el hilo conductor que llevara a situar onomástica y geográficamente el nacimiento de la estatua del Doncel, nos mostró esa unidad de talleres y manos en torno al alabastro seguntino: si Sebastián de Almonacid y su taller arriacense, tuvieron que ver con los enterramientos de Alvaro de Luna y su mujer en la Catedral primada de Toledo, con el del caballero Rodrigo de Campuzano en San Nicolás de Guadalajara, y aún con el mismo de Martín Vázquez de Arce en Sigüenza, a su vez están íntimamente enlazados los sepulcros del chantre Juan Ruiz de Pelegrina, en la catedral seguntina, que luego examinaremos en detalle, con los de los clérigos Martín Fernández en de Jirueque. Y ambos grupos, indudablemente, están relaciona entre sí. 

 Pero más que los problemas formales de estilo, influencias, autores, escuelas y fechas, me preocupa, y nos entretendrá en los siguientes minutos, el tema de la forma, de la estructura, de la iconografía, y en definitiva, del significado de estos enterramientos. En fin, expresión clara de manifestación de fe y humanismo, simbiosis muy propia del momento de crisis, el siglo XV, en que se hacen estos monumentos. 

   

BERNARDO DE AGEN 

Obispo don Bernardo, en la catedral de Sigüenza

Aunque no es, ni mucho menos, totalmente significativo del momento que estudiamos, es preciso traer también a colación el enterramiento del que fuera primer obispo y reconquistador de la ciudad, D. Bernardo de Agén. Efectivamente, este hombre sabio y valeroso, del que la leyenda dice que murió peleando contra los moros en Huertahernando, tuvo un primitivo enterramiento en la catedral del que ignoramos lugar y forma. En los años finales del siglo XV se consideró la necesidad de hacerle un enterramiento quizás más aparente del que tenía, y así fue Martín de Lande, en 1499, quien se encargó de poner nueva traza para el sepulcro de Don Bernardo. Lo hizo en un lucillo, con un frontal ornado de elocuencias góticas, y su estatua yacente, muy inclinada hacia la vista.del espectador, nos lo muestra vestido de sus vestiduras episcopales, apoyada la cabeza sobre almohadones, y escoltado a sus pies por un perro, símbolo de fidelidad. A pesar de lo anodino de la estampa, es significativo sin embargo el conjunto de imágenes que aparecen en el fondo del lucillo: son concretamente las que constituyen un Calvario, Cristo crucificado con María y Juan a los lados. Signo último y justificativo de la Redención. Los dos angelotes, toscos y desaliñados, que aún escoltan la escena portando una cruz y un cáliz, son muy posteriores. 

En este caso vemos como aún se presentan, finalizado el siglo los signos de una Fe insistente, que se justifican con el perro simbólico de una virtud moral y la escena evangélica que pone detalle teológico a la esencia de la muerte. Dos escudos del obispo de Agen escoltan la larga leyenda explicativa de su vida, que a finales del siglo XVI se colocó cuando el traslado al lugar actual de este enterramiento, que es uno de los menos interesantes del conjunto que hoy comentamos. 

JUAN RUIZ DE PELEGRINA 

 Fue este personaje protonotario apostólico, maestrescuela de Burgos, y chantre del Cabildo de la Catedral de Sigüenza. En 1497 fundó una capilla en la catedral, en honor de San Marcos y San Catalina. A su muerte, en ese mismo año, fue colocado su cuerpo tal como había dispuesto, en un suntuoso enterramiento en el centro de la capilla. La necesidad de espacio, forzó tiempo adelante a desplazar este sepulcro, diseñado para ser exento, a un muro de la capilla, ajustando estatua y relieves como Dios dio a entender a los reformadores.  

Todavía hoy podemos contemplar, afortunadamente, todos los elementos que conformaban este sepulcro, el último de los realizados en la época que estudiamos, en esta Catedral. El túmulo apoyaba sobre una serie de agazapados cuerpos de leones. El bulto del difunto aparece yacente, cubierto de hábito talar con casulla muy finamente tallada, y tocado con un bonete de cascos sobre otro de malla. En las escenas de medio relieve que adornaban los lados de la cama sepulcral, vemos por una parte dos escudos del personaje así como al chantre fundador, arrodillado y orante ante San Marcos que aparece escribiendo sobre un pupitre. Pérez Villamil interpreta esta escena como Santa Catalina y San Marcos, pero es evidente que se trata de la estatua del comitente, orante, con la cabeza rasurada y descubierta, guardando a un lado, en el suelo, su bonete. 

En el fondo del lucillo hoy, pero como relieve de otro de los costados de la cama en su concepto original, vemos la Anunciación con el jarrón de azucenas entre María y el Arcángel, que lleva en sus manos un candelero y una cinta. En otro rincón aparece una placa Santa Catalina, esta vez fácilmente identificable por su atributos iconográficos, especialmente la gran espada en la diestra mano.  

El ya referido estudio de López Torrijos hace una detallada comparación estilística y formal entre la disposición y los elementos gráficos del enterramiento del chantre Ruiz de Pelegrina, con los de los clérigos Martín Fernández de Pozancos, y Alonso Fernández de Jirueque, sepultados en sus respectivas iglesias parroquiales, y que demuestran haber salido de la misma mente diseñadora, cuando no de idéntica mano. 

 Lo que nos interesa ahora respecto al enterramiento catedralicio de Ruiz de Pelegrina es, de nuevo, ese acentuado interés por demostrar la vigorosa Fe del muerto, que de una y otra manera expresa su preparativo para la Vida Eterna, dejando en la tallada piedra que él quiere perenne las escenas que parecen asegurarle esa tranquilidad celeste: mientras los leones que sostienen el sepulcro son, lo hemos visto, símbolos de la Resurrección, la devoción manifiesta del clérigo en la otra vida. La alusión a la Anunciación está en la raiz teológica de su afirmación cristiana: es una señal de su Fe evangélica. 

ENTERRAMIENTOS DE LA CAPILLA DE SAN JUAN Y SANTA CATALINA 

Para terminar este estudio, es lógico dirigirse a uno de los puntos donde el arte seguntino ha alcanzado su mayor esplendor. La capilla de San Juan y Santa Catalina, propiedad de la familia de los Vázquez de Arce, contiene una serie de enterramientos en los que la dicotomía entre la Fe y el Humanismo de la última mitad del siglo XV alcanza su más expresiva realidad. Tanto el Doncel don Martín Vázquez de Arce, como sus hermanos, sus padres y otros varios familiares, en enterramientos de variadas formas que van de la simple lauda al exquisito desarrollo de la sublimidad humana frente a la muerte, poseen elementos iconográficos suficientes como para dedicar a esa capilla en exclusividad un nuevo estudio detenido. Espero poder realizarlo en ocasión próxima. 

Ahora, y para terminar esta intervención y estudio, solamente recapitular muy brevemente sobre lo visto. Han sido un grupo de enterramientos, de clérigos y civiles, distribuidos a lo largo y ancho del templo mayor de Sigüenza. Un espacio sagrado, impregnado del teocentrismo medieval, acoge por igual los cuerpos sin vida de obispos, chantres y cortesanos. Todos ellos tienen una Fe absoluta en el Evangelio que les promete una Vida Eterna tras la muerte terrena, y hacia esa vida se encaminan mostrando en sus enterramientos figuras y escenas que, simbólica o directamente expresan esa Fe: santos y santas les acompañan hacia la Gloria, la Anunciación y el Calvario son estrellas que les guían y afianzan en su creencia. Los emblemas de la esperanza en la Resurrección, como los leones, insisten en su confianza. 

Pero al mismo tiempo surgen otros detalles, novedosos ahora, que amplían el espectro de aspiraciones del humano ante la muerte: surgen multiplicados los escudos de sus apellidos, las señales de pertenencia a un linaje, exclusivamente humano. Aparecen los signos de una pena, que obligadamente ha de ser humana, pues el Evangelio no promete al cristiano sino alegrías tras la muerte. Y fin, algunos símbolos, como el haz de laureles, que pregonan méritos exclusivamente civiles del personaje, su fuerza varonil y valentía en la batalla.

En definitiva, un reflejo en el arte, -oscuro y olvidado muchas veces, pero elocuente y aleccionador siempre- de la escultura funeraria, de lo que va a suponer la crisis del pensamiento humano en el final de la Edad Media, el siglo XV, momento en el que comienza el Renacimiento. La vigencia d ela Fe medieval no se opone a la llegada de un modo Humanista de ver la vida. En estas piezas escultóricas de la catedral de Sigüenza, hemos visto reflejado ese momento tan apasionante y cigoroso, de la evolución de la Humanidad. 

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