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agosto, 1986:

La iglesia del Salvador en Cifuentes

 

En un viaje que, aprovechando el tiempo vacacional, puede el lector realizar este fin de  semana a la alcarreña villa de Cifuentes, tendrá ocasión de conocer uno de los pueblos de mas interesante histo­ria de nuestra provincia, con un riquísimo venero de monumentalidad y tipismo, del que destaca muy especialmente la iglesia principal, de la que a continuación me ocupo con detenimiento. La iglesia parroquial de El Salvador es una magnifica obra arquitectónica del periodo de tran­sito entre el románico y el gótico. Fue construida hacia la séptima decena del siglo XIII, dejando detalles románicos en sus portadas, y una severa y elegante arquitectura gótica en su edificio e interior.

Al exterior, destaca la portada románica de Santiago, abier­ta en el muro de poniente, y constituida por una profunda bocina que se derrama por varias arquivoltas en degradación, siendo la mas interna liso cancel, y el resto repetidamente boceladas, con una de ellas cuajada de talladas puntas de diamante, y mostrando la interna y externa grupos iconográficos de gran fuerza expresiva.

La fecha de construcción de esta puerta puede situarse entre 1261 y 1268. Si desde 1258 era señora de Cifuentes doña Mayor Guillen de Guzmán, entre los anos citados fue obispo de Sigüenza don Andrés, que esta representado en el conjunto de figuras de la arquivolta exterior. Es, pues, de una época muy tardía, segunda mitad del siglo XIII, y todavía estructurada en una clásica disposición románica. Por su conjunto iconográfico podemos afirmar que ha recibido claramente las influencias del arte románico francés, especialmente de la región de Poitou, e incluso de Borgoña. Esta temática es traída por peregrinos santiaguistas. Ciudades del Camino de Santiago, como Saintes y Aulnay, poseen iglesias con conjuntos iconográficos similares a este de Ci­fuentes.

El conjunto de esta portada viene a representar el antiquí­simo poema de Prudencio que titulo la Psicomaquia en el que se desa­rrollaba una batalla entre la Fe y la Idolatría, dentro del alma, siendo ambas posturas socorridas por un ejército de virtudes y de vicios. La batalla terminaba con el triunfo de la Fe y la construcción de un templo. Era, pues, elemento preferido para colocar sobre una puerta de Iglesia. La Edad Media europea lo utiliza profusamente, y a España nos llega con cierto retraso, al menos en Cifuentes. La iglesia francesa de Argenton‑Chateau muestra una disposición similar: una arquivolta con la Psicomaquia; otra más inferior con las vírgenes prudentes; otra con los apóstoles, acompañándose de ángeles, y con Cristo en la Clave.

Lo que vemos en Cifuentes, en la arquivolta exterior de su portada, es lo siguiente, de izquierda a derecha del espectador, surgen siete figuras diabólicas, provistas de elementos de martirio y pecado. Una de ellas sorprende por su verismo: es una diablesa, horri­ble, deforme, desnuda, de grandes pechos lacios, que esta pariendo una pequeña figurilla, puesta boca abajo, coronada y con cetro en la mano; viene a representar, con gran crudeza, el origen diabólico del rey. Son representaciones de vicios. En la parte derecha de esta arquivolta externa se ven otras siluetas de siete figuras que, por este orden, representan, de abajo arriba, una pareja humana, con amplios mantos vestida, que aplastan con sus pies una cabeza monstruosa; el obispo don Andrés, de Sigüenza; un peregrino con sombrero, bordón, cantimplo­ra y manto, que pisa a un demonio; un hombre devoto, orante, con vara de autoridad, pisando otro demonio; una mujer anciana, con vara; y finalmente, una reina. Son las virtudes. Y aun podríamos añadir que la señora de Cifuentes, al participar en la ordenación iconográfica de la puerta de la iglesia que mando levantar, quiso poner algo de su propia biografía; ella, una reina, figura entre las virtudes. Y el rey, aquel Alfonso X que después de gozar de ella la despidió dándole la limosna de unos pueblos, se representa entre los vicios, heredero directísimo del demonio.

En la arquivolta interna están tallados, en relieve menos acusado, y por mano evidentemente distinta, tres grandes ángeles, parejas de apóstoles, y San Pedro y San Pablo con sus atributos.

Todos estos arcos descansan en una línea de capiteles que se cobija bajo una imposta corrida que se prolonga por el muro de la iglesia que alberga a la portada. En los capiteles vemos diversas escenas que, en la línea de la izquierda del espectador pueden asimi­larse a una Natividad y varias figuras de monstruos, mientras que en la derecha se ve la Anunciación, escenas de la Pasión de Cristo muy desgastadas, y motivos vegetales. Las representaciones de la imposta, en el lado izquierdo, son verdaderamente curiosas, pues aparece clara­mente una pareja, a punto de ser devorados por la gran cabeza de un monstruo, pareja de hombre y mujer, desnudos y en acto carnal; y siguen otras imágenes de seres humanos en lucha con diablos, así como varias representaciones, entre las que parecíamos: un hombre con jarro de vino, y otro con flauta, que es devorado por las piernas por un monstruo. Un diablo que se cubra la cara con una mascara de botarga sonriente. Un hombre orante que es mordido en ambas piernas por sendas cabezas de serpientes que se enrollan entre si a lo largo de la imposta; esta es una clara representación del pecado de la lujuria, que de este modo se representa en varios monumentos románicos europeos y españoles. También parejas de leones, de lechuzas, de alanos y otros monstruos extraídos del bestiario medieval. Sobre la escena de la Anunciación quedan restos de una leyenda, ilegible, y varias flores de lis talladas. Sobre dicha portada de Santiago, luce un magnífico rosetón gótico.

La otra puerta románica que el templo tenia, la principal orientada al mediodía, desapareció en el siglo XVII al construir el nuevo y soso ingreso que ahora vemos. En la esquina del templo, entre ambas puertas, se levanto en el siglo la airosa torre, que remata en voladiza cornisa amatacanada, como si de una fortaleza militar se tratase. Del triple ábside que en sus inicios tuviera, hoy solo queda el central, que alberga a la capilla mayor. Es de un estilizado aire gótico, y su masa parda se alza sobre la plaza del pueblo, presentando una planta octogonal, con contrafuertes en los ángulos, rematados de florones y pináculos, y cegadas ventanas góticas con cenefa de puntas de diamantes. En sus muros lucen algunos escudos de la familia Calde­rón. La puerta principal es obra de hacia 1645, de sobrias líneas clasicistas.

El interior del templo es de tres naves. El enlucido de sus muros y columnas, y las escayolas falsas de sus techumbres, ocultan la majestuosa traza gótica que el templo tenia siglos atrás. Los pilares son cilíndricos, con adosadas columnillas que rematan en frisos de capiteles unidos y sostienen la nervatura de sus bóvedas. La capilla mayor tiene una bóveda de casquete de esfera, con nervaturas apoyadas en capiteles y columnillas que descienden por los ángulos descansando a un tercio de altura del ábside sobre bellas repisas góticas.

A los pies del templo aparece gran coro alto, y en las naves laterales se abren varias capillas, algunas de ellas con portadas de severa traza barroca y escudos de armas en los frontones. En la nave de la epístola, se visitan las capillas de los Arces o del Cristo de la Misericordia, la de la Concepción y, en la cabecera, la de la Virgen del Rosario o de las Flores, donde se encuentran, engarzados en un altar moderno, cinco magníficos grupos policromados, de talla en madera, que proceden de un altar gótico existente en la ya desapareci­da ermita de Nuestra Señora de Belén. Son cinco grupos de extraordina­ria factura gótica, obra de finales del siglo XV, en los que se representan las escenas de los Desposorios de la Virgen, la Anuncia­ción, la Natividad de Jesús, la Adoración de los Reyes, y la Presenta­ción del Niño en el Templo.

En la nave del evangelio, se abren las capillas de los Calderones o de San Vicente Ferrer, la sacristía, la capilla del Sagrario, y en la cabecera, la de los condes y señores de Cifuentes, en la que se ve una tribuna a donde llegaban a escuchar la misa y oficios divinos desde su palacio en la plaza. De la abundante colec­ción de altares, cuadros, estatuas y joyas artísticas que guardaba este templo, nada quedo tras la Guerra Civil, de 1936‑39. Destaca, tras su recuperación y restauración, el pulpito gótico de la segunda mitad del siglo XV, tallado en alabastro y procedente del convento de Santo Domingo de la villa. Se apoya en pedestal piramidal invertido, en el que aparece tallado prolijo escudo de armas que apoya sobre una cabeza bifronte,  consta el dicho pulpito de cuatro paneles decorados con flamígera traza de arquillos y pináculos, destacando el central, con escena de la Pentecostés, y los otros con imágenes de frailes domini­cos que sostienen vitelas con frases de caracteres góticos, así como variados escudos nobiliarios, todo ello en un magnifico medio relieve.

El Cardenal Mendoza, abad de Fècamp

 

 La tarde brumosa del Mar del Norte, en la que cada partícula del aire es agua pura, salitre, lejanía opaca, parece el lugar donde menos podría pensarse en los Mendoza. Ellos, apegados siempre a la luz firme de Castilla, al calor rebosante de Andalucía, no podrían nunca asociarse a esta parcela del paisaje centroeuropeo, a esta costa gris y apacible de la Normandía. Y, sin embargo, esta tarde me he encontrado con el recuerdo de los Mendoza, aquí, en la costera ciudad de Fècamp, en el Pays de Caux, después de pasear por los muelles poblados de marineros y curiosos, de trajinantes y orondos camiones metalizados.

Fècamp es un apacible lugar de la costa del norte de Normandía, de donde proverbialmente salieron, desde hace siglos, las flotas de bacaladeros normandos a hacer la Terranova. Las calles de limpieza absoluta, las pequeñas tiendas de aparejos, los muelles donde el mar expresa su latido: el Feycinet que mira balancearse a los barcos de recreo; el de la Marne donde se descarga el pescado fresco; el de Verdun donde entran las mercancías de construcción; los muelles de Berigny y Sadi‑ Carnot, que ven pasar las grandes cargas de madera de los países escandinavos o de Marruecos…

El recuerdo de Mendoza ha surgido en el centro de la villa: frente a la majestuosa portada de la abadía de la Trinidad. De ella fue abad honorario don Pedro González, el Gran Cardenal Mendoza. Eran, si, los anos finales del siglo XV. De su amistad con el rey de Francia, Luís XI, a quien conoció con motivo de algunos tratados, especialmente las vistas del Bidasoa sobre el asunto del Rosellón y la Cerdaña, derivo la petición de que le fuera concedida alguna abadía francesa, con el objeto de así poder servir mas directamente, con la devoción que decía profesarle, al monarca galo. En 1469, el rey Luís le concedió el abadiato de Fècamp en Normandía. El Cardenal no llego nunca a viajar hasta aquella brumosa costa, pero envió en su nombre, para encargarse del gobierno de la abadía, a su familiar y deudo don Alonso Yáñez de Mendoza.

Desde el siglo VII tuvo Fècamp abadía de monjes benedictinos, cuidadores de su mas preciada reliquia: la «Preciosa Sangre». A comienzos del siglo XI, el duque de Normandía mando llamar a los monjes negros de Cluny, en la Borgoña, para que hicieran reformación del monasterio. El propio Guillermo de Volpiano vino a Fècamp y se encargo de reformar y reconstruir el monasterio. Anos después, el arzobispo de Dol comparo a este centro con una «Jerusalem celeste», teniéndola por autentica «Puerta del Cielo». Durante toda la Edad Media fue Fècamp un gran centro de peregrinación.

 El nombre que hoy ostenta de Abadía de la Trinidad le vino por la decisión de un personaje celeste. Se encontraban (era el ano 943) reunidos los obispos normandos, discutiendo sobre el nombre que la pondrían, y en estas se apareció un Ángel que ordeno se le pusiera el nombre de «Santa e Indivisible Trinidad». Dejo su huella milagrosa posada en una piedra del templo, que hoy se conserva dentro de un relicario muy curioso, y es conocido como «la pisada del Ángel».

La iglesia del monasterio benito de Fècamp es impresionante, una verdadera joya del arte gótico normando. Tiene tres naves en su interior, y esta dividida en diez tramos que le confieren gran majestuosidad. La torre de 65 metros de altura se alza sobre el crucero. Una preciosa portada llena de decoración gótica se abre al norte. Toda ella es de los siglos XII y XIII, aunque presenta también algunos detalles de renovación en el Renacimiento y Barroco.

Estas notas breves he tomado al paso, rápido pero emocionante, por este «village» de la costa vikinga. Quizás en próxima ocasión me detenga un tanto a analizar el hecho de que nuestro Cardenal Mendoza, hombre que por esta nueva anécdota consolida su fama de ambicioso, fuera abad de tan remoto y hermoso lugar. De momento, sigo gozando de esta húmeda, fresca y sonora placidez del paisaje de Normandía, en el que la presencia del mar en sus violentos acantilados, y la campiña riente y siempre cuajada de pueblos y caseríos, es la imagen diametralmente opuesta de nuestra dorada y luminosa Alcarria, comida del sol y la sequía, pulcra de horizontes y siempre añorada.

Pairones de Molina

 

En los caminos de Molina hay muchas piedras que vigi­lan, hoy como hace siglos, los pasos resonantes. Son los llamados hitos o pairones, aunque existen otras modalidades de apelación, con inflexiones de pronunciación que llegan a variar de pueblo en pueblo. Hoy los encontramos a decenas por toda la comarca de Molina. La costumbre, heredada de antiguo, es mantener uno de estos monumentos en cada uno de los caminos que llegan al pueblo. Así, lo normal es que cada municipio tenga seis o siete de estos pairones. Todos tienen dedicación a un santo, advocación de la Virgen o figura cualquiera del celeste imperio.

Lo normal es que pongan, sobre la columna pétrea, y dentro de breves hornacinas que la rematan, las imágenes de alguno de los santos que mas devotamente son venerados en el pueblo. Y, en gran numero de ocasiones, esos pairones están dedicados a San Roque (que fue un santo caminero) o a las ánimas del Purgatorio, por lo que luego veremos. Cada uno, pues, tiene su apelativo, y como digo, es raro el pueblo molinés que no tiene alrededor de la media docena de estos elementos, con lo que nos viene a salir una cifra que ronda los 5oo pairones en todo el Señorío.

No es exagerada, y de ellos hay algunos ejemplares realmente hermosos. La mayoría están construidos en los siglos XVIII y XIX. Hay alguno que sobrevive desde hace varios siglos. Y otros relativamente recientes. La costumbre, en realidad, es de raíz celtibera, como todo lo profundamente molinés, luego in­fluenciada por los romanos. Y dorada con el manto cristiano que hasta hoy sobrevive. Pero es algo tan realmente nacido de la esencia de la raza, que aunque pasen miles de anos, yo diría que lo último que se perderá en Molina son sus pairones.

En cuanto a su origen primitivo, podemos remontarnos a la costumbre romana, y muy posiblemente celtibera, de que cada caminante que pasara por un lugar de frontera o por un cruce de caminos, debía ir echando una piedra en un montón ya previamente formado. Al pasar de un dominio a otro, al dejar un territorio y entrar en otro, o simplemente al llegar a un cruce de caminos: todo lo que podía suponer una novedad, un cambio en la marcha, se recordaba echando una piedra que pasara a engrosar un montón que, poco a poco, iba creciendo. Es curioso comprobar como esta costumbre aun permanece hoy en día. Al atravesar la raya de Castilla con Aragón, entre Milmarcos y Campillo, los habitantes y caminantes suelen echar pedruscos a lo que ya casi es una montaña de piedras sueltas, tras siglos de práctica y rito. Eso viene a ser el antecedente del pairón, que fue considerado como pieza definitiva, montón de piedras reglamentado y permanente, de sepa­ración de municipios y de señalamiento de cruces de caminos.

Quizás de esta costumbre puede derivar el controvertido nombre de Milmarcos, pueblo de los más grandes de la sesma del Campo, en el Señorío de Molina. El prefijo Mil (que en los docu­mentos antiguos se escribe Mill, con dos eles) puede derivar de la palabra latina Miliarium (piedra que señala distancias en los caminos) y el resto de la palabra, Marcos, podría ser transforma­ción de la latina Martius que significa: dedicado al dios Marte. De hecho, generalmente los Miliarios que se ponían en los caminos solían estar dedicados a algún dios, y a Marte, el de la guerra, eran especialmente numerosos. Así, Milmarcos vendría a signifi­car: piedra dedicada a Marte, y en ese nombre veríamos una prueba del antiguo origen de los pairones, que podrían ser derivaciones domesticas, estrictamente rurales, de los Miliarios de las calza­das romanas. En Milmarcos se han mantenido en pie los correspon­dientes pairones de todos sus caminos. Y así recordamos el de San Antonio, tras la ermita de Jesús Nazareno; el de San Blas, en los caminos de Calmarza y Algar de Mesa; el de Santa Lucía, en el camino de Campillo de Aragón; el de San Miguel, en el camino vecinal que enlaza con la carretera de Cillas a Alhama de Aragón; el de Nuestra Señora de la Cabeza, en la carretera de Hinojosa, y el de Jesús Nazareno, en el camino de Jaraba. Todos ellos son grandes ejemplares, bien cuidados, merecedores de un recuerdo.

Pero aun hay otro aspecto de interés relacionado con estos monumentos. Es evidente que muchos de ellos, podríamos decir que la mayoría, están dedicados a las ánimas del Purgato­rio, que se representan en populares azulejos, tallas simples, o el nombre exclusivamente. Es, en definitiva, un recuerdo a los muertos, a los hombres y mujeres del pueblo que vivieron en épocas anteriores. Los romanos enterraban sus muertos a la orilla de los caminos, a la salida de las poblaciones. Allí, unas sim­ples lapidas o estelas ponían el nombre del muerto, y tras el aparecía la frase simple Séate la tierra leve que como plegaria todos recibían.

Esos pairones molineses, a la orilla de los caminos, a la salida de las poblaciones, en que se pide un recuerdo y una oración cristiana para las ánimas del Purgatorio, son claros herederos del culto a los muertos practicado en nuestra tierra desde lejanos siglos. En definitiva, todos estos datos vienen a demostrar el antiquísimo e hispano origen de los pairones moli­neses, que tan honda raíz meten en el pretérito.

Son centenares los que todavía quedan distribuidos por los 3000 kilómetros cuadrados del Señorío de Molina. Es curioso que fuera de el, son rarísimos de encontrar en el territorio de la provincia de Guadalajara. La costumbre queda, pues, como una prueba más de la autóctona cultura molinesa, con razones prehis­tóricas incluso que prueban su idiosincrasia. Los hay entre ellos muy hermosos. Estas palabras quisieran ser un acicate para que tu, lector amigo, pruebes a descubrir estos pairones, recrearte en el hallazgo de los más grandes y pulcros, admirarte por la visión sencilla de los mas austeros y populares. Algunos de ellos son tan peculiares, que han quedado registrados incluso como elementos conformantes del patrimonio artístico de Guadalajara. Entre estos valiosos, recordamos ahora el dedicado a las ánimas a la entrada de Tortuera, o el mismo que hoy adorna una de las plazas de este pueblo. En Rueda de la Sierra hay otro magnifico, del siglo XVIII.

En Cillas también hay pairón barroco, lo mismo que en Cubillejo del Sitio, muy bien cuidado. En Milmarcos destaca el de San Antonio, tras la ermita de Jesús Nazareno, y son especialmen­te curiosos los que en termino de Tordesilos se esparcen por los campos señalando en medio de las extensiones de cereal el trazo de sus caminos.

Será, de todos modos, su descubrimiento y admiración, uno a uno, por el viajero interesado, lo que le haga cobrar un valor real e inolvidable a estas piezas sencillas y hermosas del patrimonio molinés: los pairones.

Sigüenza, una ciudad medieval

 

Inicia ahora la ciudad de Sigüenza sus fiestas patro­nales, con la misma alegría de siempre, y para ella evocamos algunos aspectos y facetas de su pasado antiquísimo. Tiene Sigüenza, como núcleo urbano, varias caras, todas ellas a cual mas interesante, y que de un modo u otro han sido puestas de mani­fiesto por escritores y comentaristas. Por una parte, su rango multisecular de burgo cabeza de una diócesis, señorío durante largas centurias de unos obispos omnipotentes. Por otra, asiento del arte hispano en sus más característicos estilos y formas. Y aun, en un sentido más moderno, ciudad eminentemente de atractivo turístico, por la voluntad de sus habitantes de mantener y defen­der a toda costa esos valores históricos y artísticos que la confieren rango y categoría únicos.

Otro aun es su valor o faceta de subido interés: el de Sigüenza como ciudad; como burgo corazón de un territorio, en el que se concentra una población, unos servicios y unas funciones que le confieren supremacía sobre las villas y aldeas que la circundan. Esa función de Sigüenza como ciudad ha sido analizada en otros aspectos secundarios por diversos investigadores, re­cientemente. Así, Terán estudió su tipología constructiva y la división del burgo en barrios y funciones. Blázquez ha hecho un análisis cuidadoso de su funcionalismo ciudadano desde la neofundación en el siglo XXII por los obispos aquitanos; Martínez Taboada ha indagado sobre el desarrollo y estructuración progre­siva de barrios, calles y funciones a lo largo del tiempo. Davara nos ha presentado su visión completa de la ciudad mitrada como objeto que recibe y emana mensajes comunicativos. Nosotros mis­mos, en fin, hemos desarrollado recientemente una obra que toca al especto de Sigüenza como ciudad medieval fundamentalmente.

Todos estos aspectos urbanísticos, sociales y geográficos se imbrican entre si perfectamente, y su evolución a lo largo del tiempo entronca con la actualidad. De ser una ciudad de mera avanzadilla ante territorio enemigo, árabe, pasa a ser cabeza de tierra señorial con el prestigio que una catedral, un cabildo y un obispo le daban a una población en la Edad Media.

Se circunda de murallas, abre puertas a los cuatro puntos cardinales, y ejerce sus funciones de centro jurídico, administrativo, mercantil y cultural. En ella se asientan conven­tos, luego la Universidad, también cuarteles y se hace con una gran Plaza de Mercado que ejerce lo que en definitiva alza y prima a un burgo sobre el resto de la tierra circundante: el poder económico. La perdida del señorío sobre ciudad y tierra por parte de los obispos, en las postrimerías del siglo XVIII, y su consiguiente igualación ‑a nivel de simple ayuntamiento‑ con las poblaciones antaño supeditadas, parece imprimir un parón en la vida ciudadana. La igualdad social que apunta la Constitución de Cádiz, heredera directa de la Revolución francesa, parece frenar su función de ciudad con batuta. Su propio dinamismo la saca del episodio, y vuelve a tener rango y cuerda para rato

Una población muy reducida hoy en día (pero al máximo de habitantes de toda su historia) se conjunta a la perfección con su cometido: ciudad cabecera de comarca, con los servicios correspondientes. Ciudad cabecera de obispado, con otros tantos de su rango. Centro cultural en cuanto a densidad de colegios y escuelas, y en el sentido de conglomerar actividades culturales veraniegas sobre un círculo más amplio, que abarca a la capital de España.

Y, en fin, burgo de capacidad y posibilidad turística, con ofrecimiento de un patrimonio histórico‑artístico de alto rango, que atrae miles de visitantes esporádicos, y con clima e infraestructura que permite el asentamiento permanente de vera­neantes en numero creciente. La posibilidad industrial siempre anduvo a trasmano; nunca fue pedida con entusiasmo por la población, consciente de que no es ese su camino, y el clima de permanente crisis industrial y económica que vive actualmente la sociedad occidental, esta claro que no va a ser por ahí su despegue.

Sigüenza, ciudad medieval, ciudad eterna, es en estos días núcleo festivo de toda su comarca. Acumulando funciones, los cultos religiosos y festejos populares en honor de San Roque, el hombre que anduvo peregrino por los caminos de Europa, son también fiesta para toda la comarca, que aquí se reúne en torno a unos fuegos de artificio, un desfile de carrozas, un pregón y unas penas que suponen un espejo, inalcanzable, para las aldeas y lugares del entorno. Aparte de estatuas, portadas, joyas de orfebrería y castillos; aparte de abultadas nominas de obispos y escritores, de hechos y fábricas, esta la realidad densa de Sigüenza como ciudad, simplemente. Como otro aspecto capital de su personalidad inconfundible.

Que estos días sean muy felices para cuantos en ella viven y a ella llegan, peregrinos del gozo y abiertos a la admiración de su embrujo.

Un viaje a Ruguilla

En estas calurosas jornadas del verano es casi obligado el viaje a nuestros pueblos, a los entornos frescos que forman los arroyos y umbrías por los parajes recónditos de la Alcarria. Uno de los pueblos que se rodean de más hermoso paisaje en nues­tra tierra es, sin duda, el de Ruguilla. Hasta allí llegamos esta semana, con este bagaje de noticias que pueden ser de utilidad para el lector.

Asienta este típico pueblo alcarreño en la falda de un cerro coronado por peñasco de piedra tobiza (sobre el que asienta la ermita de Santa Bárbara). Sus calles son cuestudas e irregu­lares. Por noroeste, levante y sur, el pueblo se rodea de rocosas eminencias denominadas las covachas, las cuevas y la muela en las que aparecen numerosas cavernas o perforaciones, muchas de ellas artificiales. Entre unas y otras alturas, bajan por estrechos y profundos barranquillos las aguas de pequeños arroyos que, reuni­dos y encaminados hacia Sotoca, darán finalmente en el río Tajo por su margen derecha.

Aparte la curiosa e inolvidable disposición del caserío de Ruguilla, su termino abunda en deliciosos paisajes cubiertos de espesas bosquedas y roquedales: así el valle de trasmuela, o la callejuela cercana al pueblo; o el peñascoso barranco de las Carcamas, entre cuyas rocas de variada silueta crecen mas de mil quinientas variedades de plantas silvestres que dan oportunidad a las abejas de formar la miel mas exquisita de toda la Alcarria. Lugares amenos para la excursión o periodos de descanso.

El nombre del pueblo deriva de las varias rocas de sus contornos, y quizás más concretamente de la roca o roquilla en que asienta. En sus cercanías se descubrieron muy concretas muestras de culturas prehistóricas: así, en el cerro de las Covachas hay restos de calles y un dolmen; sobre el cerro de la Muela se encuentra cerámica que atestigua la existencia de anti­guo poblado, quizás celtibérico; en la falda del cerro de las Covachas, restos de necrópolis de la misma época tardo‑romana o hispano‑romana. Tras la reconquista a los árabes de la zona, realizada a finales del siglo XI, quedo este lugar incluido en el Común de Villa y Tierra de Atienza, que hasta la margen derecha del Tajo extendió sus limites.

Se rigió por el Fuero de dicha villa realenga. En su término gozaron de grandes y productivas propiedades los monjes del cercano monasterio cisterciense de Ovila, situado en la margen derecha del río. En 1479 aparece incorporada al señorío de los condes de Cifuentes, la familia Silva, y a la jurisdicción ordinaria de dicha villa. Aun dentro del señorío de Silva y Mendoza, en el que llego hasta el siglo XIX, hacia 1750 consiguió el privilegio de villazgo y ser villa eximida de la jurisdicción cifontina. Padeció grave destrucción en la Guerra de Sucesión, por ser su señor partidario del archiduque Carlos; y lo mismo ocurrió en la guerra de la Independencia, asolada por los fran­ceses. Hoy se mantiene con un ritmo de vida y economía un tanto precarios, aunque muchos de sus naturales, emigrados a las gran­des ciudades, regresan al pueblo en los periodos de vacación y descanso, dándole una animación inusitada en estas fechas esti­vales.

El viajero deberá admirar en Ruguilla la iglesia parro­quial dedicada a Santa Catalina. Es una bonita e interesante obra arquitectónica del siglo XVI, con una sola nave e inmenso cruce­ro, que remata en cúpula y linterna. La nave se cubre de bóveda de medio canon. Tras la desamortización, fueron traídos a este templo muchos altares, cuadros, estatuas y joyas del culto del monasterio cisterciense de Ovila, pero en la Guerra Civil de 1936‑39 las milicias republicanas destruyeron todo lo que contenía el templo. Solo queda en el de antiguo la pila bautismal de aire románico, con bonitas tallas geométricas en su taza.

En la parte mas baja del pueblo, a su salida, esta la ermita de la Soledad, con puerta de entrada de doble arco. Sobre la rojiza roca que culmina el pueblo, destaca la sencilla ermita de Santa Bárbara, con un atrio delantero, hoy absolutamente vacía.

Muy numerosas son las fiestas y costumbres que añaden interés a Ruguilla. Se celebra la fiesta de Santa Catalina, patrona del pueblo, el 28 de noviembre; antiguamente se celebra­ban en esta ocasión corridas de toros, y al finalizar el espectáculo, con el astado muerto, se guisaba en la plaza, y todos los asistentes a la fiesta comían de el. Mucho se celebraban los ritos de iniciación de los mayos, con rondas y canciones alusivas de los jóvenes hacia las mozas. El día de la Cruz, el 3 de mayo, se subía a la ermita de Santa Bárbara, y desde allí se bendecían los campos.

En la festividad de Santa Águeda tenían su día señalado los mozos, que en esa jornada ejercían la autoridad municipal, y corrían por las calles un viejo macho cabrio al que se azuzaba para asustar a las mozas, comiéndoselo luego entre todos a la puerta de cualquiera de las muchas bodegas de las inmediaciones; ese mismo día se formaba una especie de tribunal por los jóvenes que dirimía las cuestiones suscitadas entre ellos durante el año.

También era muy celebrada la festividad del Corpus Christie, en la que se sacaba el Sacramento por las calles con altares en las encrucijadas y muchedumbres de florecillas monta­races cubriendo el suelo, o arrojadas desde ventanas y balcones; la flor del cantueso, utilizada para tapizar el suelo de la iglesia, era por eso llamada «la flor del Señor». Muy típica era también la fiesta celebrada la noche y víspera del 14 de noviem­bre, festividad del Cristo: esa noche se reunía todo el vecinda­rio en la plaza y se encendía una gran hoguera: se disparaban cohetes, se departía amigablemente, y el Concejo repartía caña­mones y vino en taza para todos.

Entre los ilustres personajes nacidos en Ruguilla, son a destacar don Manuel Serrano Sanz (1866‑1932), archivero de la Biblioteca Nacional, catedrático de Historia en la Universidad de Zaragoza, y cronista provincial de Guadalajara, gran experto en bibliografía, arte medieval y en Historia de América, dejo escri­tos inmensos acopios de libros y artículos sobre estos temas, así como varios otros en torno a la provincia de Guadalajara. Juan Francisco Yela Utrilla, profesor de latín en varios Institutos de España, dejo escritos numerosos libros y artículos, entre los que destacan sus grandes obras, Gramática latina y España en la Independencia de los Estados Unidos de América.