El torreón del Alamín

viernes, 4 julio 1986 0 Por Herrera Casado

 

El pasado año en que se cumplieron los nueve siglos de la Reconquista de Guadalajara a los árabes por parte del ejercito y el estado castellano de Alfonso VI, ya dijimos algo respecto a este monumento, parte integrante, y de las más significadas, del entorno amurallado medieval de la ciudad. Hubiera sido entonces un buena ocasión para haberlo restaurado y, en todo caso, haberle dado algún cometido más digno del que hoy tiene, que no es sino el triste escapa­rate de un abandono por lo demasiado viejo.

El Torreón del Alamín es, sin duda, uno de nuestros más antiguos y representativos monumentos. Se trata de un cubo de la antigua muralla que se alza sobre el barranco del mismo nombre, frente al barrio árabe también así denominado. Este torreón es uno de los escasos restos de la muralla fortísima que rodeaba por completo la ciudad, y equivale a la puerta de septentrión de la misma, como auxi­liar de la principal de esta vertiente, que era la de Bejanque.

Viene este torreón a ser también una huella, aunque mínima, de la primitiva organización social de Guadalajara, que en el siglo XII se constituyo en Comunidad de Villa y Tierra con otros cincuenta pueblos de la Campiña y la Alcarria. Como cabeza de este amplio y muy poblado Común, Guadalajara ciudad estaba completamente rodeada de murallas, presentando en principio cuatro grandes puertas, defendidas por torreones, y orientadas a los cuatro puntos cardinales. Aunque sabemos que la primitiva muralla y sus portones fueron cons­truidos por los árabes, posteriormente a la reconquista de la ciudad por Alvar Fáñez, ya en tiempos del reinado de Alfonso VII, se recons­truyeron.

Uno de esos elementos tan consustanciales con el urba­nismo de Guadalajara como ciudad comunera, fue este torreón del Alamín, que en principio recibió el nombre del barrio al que daba frente, sirviendo para la entrada un arco que tenia junto a si, y que permitía el acceso a los viajeros que procedían de Aragón, o bien a los que subiendo desde el rió, habían rodeado a la ciudad por el camino sali­nero. Para cruzar el barranco, no profundo en ese lugar, existía un puente levadizo.

Ya en el siglo XIII en sus finales, las infantas Bea­triz e Isabel, hijas de Sancho IV el Bravo, rey de Castilla, que poseían en señorío a la ciudad de Guadalajara, ordenaron la construcción de un nuevo puente, para así poder pasar con comodidad al conven­to de monjas bernardas que ellas habían mandado levantar también extramuros. Al puente nuevo le llamaron de las Infantas, y ese nombre tomo la puerta y torreón anejos. Anos adelante, recibió el nombre de puerta postigo, y al final dicha puerta cayo derribada, como toda la muralla de su entorno, quedando tan solo el puente y la torre albarra­na, que se forma, en esencia, por dos pisos con bóvedas de medio canon de ladrillo, que descansan en series de pilastras t arquillos de medio punto corridos, y muros fortísimos de sillar esquinero y mampuesto de fuerte grosor, rematando arriba con curiosas ventanas de ladrillo y restos de antiguos matacanes. En siglos pasados, este torreón tuvo los mil usos que en las ciudades muy viejas suelen tener los monumentos muy viejos: fue hospital de pobres y peregrinos, y acabo sirviendo de perrera municipal.

El destino de este venerable monumento no ha podido ser más desilusionador y triste. Por lo que se refiere a la representati­vidad de la historia y el ser de Guadalajara, el torreón del Alamín es una pieza clave de nuestro patrimonio cultural. Y ese detalle esta pidiendo a gritos que se estudien los posibles usos que debiera reci­bir. El y el torreón de Alvar Fáñez, al otro lado de la muralla, han sido un poco las «ovejas negras» del patrimonio histórico‑artísitico arriacense. Ambos deben ser rescatados de su olvido y menosprecio públicos. Si el ano pasado, que fue un instante de señalada oportuni­dad para hacerlo, se dejo huir sin acometer su recuperación, esperamos que sea este o en un futuro próximo cuando nos sea dado contemplar su restauración, que en cualquier caso no seria muy costosa; el adecenta­miento de sus entornos; y un acondicionamiento mínimo de su interior. Si además se pone imaginación en el asunto, hasta puede conseguirse algo original y novedoso: ¿un centro cultural de barrio? ¿Una sala de exposiciones? ¿Un pequeño museo municipal? ¿Una casa de la juventud? Cualquier cosa podría servir, con tal de salvar ese evocador y simpático torreón del Alamín, para que cobre y mantenga su vida entre los arriacenses de nuestros días.