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julio, 1986:

El templo mayor de Santa María de Guadalajara

 

Se ha creído siempre que la iglesia de Santa María es la antigua mezquita árabe transformada por los cristianos tras la Reconquista de la ciudad en el siglo XI. Y ello no es cierto. Por una parte, contribuyo a dicha teoría el hecho de que en cada ciudad tomada a los árabes, solía denominarse con el nombre de Santa María al edifi­cio que había servido de sede a los rezos comunitarios islámicos. Pero esto no ocurrió con carácter general. Y por otra, se sabe que la mezquita de Guadalajara estuvo situada en el «almajil», en torno al actual convento de Carmelitas de Abajo.

El hecho cierto es que este templo, tan típico y carac­terístico de Guadalajara, fue construido de nueva planta a comienzos del siglo XIV, y que fue realizado tanto en su diseño de planta y alzados, como en los detalles de su ornamentación, por artistas mudé­jares de procedencia nazarí. En siglos posteriores, especialmente a partir del XVI, fue recibiendo numerosas modificaciones que le han alterado en su aspecto interior, añadiéndole obras de arte notables (su gran retablo mayor, la capilla de los Guzmanes) pero perdiendo gran parte de su primitivo sabor mudéjar, por el que este templo debió ser tan parecido al del conventual de Santa Clara, hoy parroquia de Santiago.

Su nombre fue tradicionalmente el de Santa María de la Fuente, aunque en escrito antiguo se denomina como Santa María la Blanca. En cuanto a la descripción del templo, podemos decir que conserva gran parte del exterior primitivo. Sobre el muro de poniente, aparece una puerta de ingreso al templo. Sobre el muro meridional, otra puerta, apareciendo un tercer ingreso, hoy condenado, en el muro de la antigua sacristía, que se adhería a este costado del templo. Estas puertas constituyen unos magníficos ejemplos de estilo mudéjar, y se forman con arcos de herradura apuntados o aquillados, de tradi­ción nazarí muy evidente, pues similares ejemplares se encuentran en la Alhambra de Granada (puertas del Vino, de la Justicia y de los Siete Suelos), en las atarazanas de Málaga y en el castillo de San Servando de Toledo. De ladrillo visto, en toda su estructura, el arco propiamente dicho se forma con resaltes en disposición radiada, con­torneándose por una hilada de ladrillo que a trechos forma lazadas sencillas, incluyendo en el interior de ellas fragmentos cerámicos de color verde. Se flanquean de aplanadas pilastras, y en el alfiz mues­tran, la occidental, una decoración en resaltes de ladrillos dispues­tos en radiación convergente hacia el centro de la puerta, mientras que en la meridional este alfiz se constituye por tres pequeños arqui­tos que repiten la misma disposición que la portada, marcando una imposta del mismo material. La puerta de la antigua sacristía repite la estructura de la principal.

La torre se adosa al muro meridional, cerca de la cabecera del templo. Existen indicios de que antiguamente estuvo aislada del resto del templo. Es de planta cuadrada, con gruesos muros de mampostería revestidos de ladrillo, horadados solamente, en sus dos cuerpos inferiores, por estrechas saeteras que iluminan una interesan­te escalera que asciende hasta el cuerpo de las campanas, en que estas aparecen cobijadas por arcos de medio punto, muy elevados, enmarcados por líneas de ladrillo profusamente decoradas a base de juegos y combinaciones con este material. Rematando este cuerpo, airosa cornisa también de ladrillo, y encima otro cuerpo, mas moderno, del siglo XVI, que remata en chapitel de estilo madrileño.

Se circuyen los muros de sur y poniente por airosa porticada sostenida por altas columnas que rematan en capiteles de estilo Renacimiento alcarreño, puesta en los comienzos del siglo XVI, gracias al mecenazgo artístico y constructivo del Cardenal don Pedro González de Mendoza. El resto de los muros del templo se forman por hiladas de ladrillo entre el mampuesto, con enfoscados de diversos tipos. Sobre el crucero resalta una linterna, cuadrada, también de ladrillo, puesta a comienzos del siglo XVII.

Su interior es muy vulgar, pues ha sufrido reformas sucesivas que le han conferido un aspecto anodino. De tres naves, separadas por fuertes pilastras y arcos de medio punto, con acentuado crucero cubierto de cúpula con linterna, y presbiterio elevado. La techumbre de la nave es de escayola, y sobre ella se conserva, hoy invisible al espectador, un artesonado primitivo mudéjar con estructu­ra de par y nudillo, consistente en ocho pares de tirantes sostenidos por sendos canecillos lobulados. A los pies del templo, coro alto.

Se abren capillas a los lados. En la nave de la epísto­la, se encuentra primeramente la capilla de los Figueroa y Torres, ocupando el lugar de la antigua sacristía. Contiene los enterramientos de esta noble familia, con buen altar en mármol, obra del siglo XIX, y varias lápidas sepulcrales. En la cabecera de esta nave, se abre la capilla de la Visitación, fundada en 1480 por don Alonso Yáñez de Mendoza, beneficiado de esta iglesia y canónigo de la de Toledo, familiar del cardenal Mendoza. Solo se conserva de lo primitivo la estatua yacente, en alabastro, que le representa revestido con hábitos religiosos, y manos orantes. Lo demás es añadido del siglo XVIII, en que un descendiente puso hornacina de gusto neoclásico conteniendo el escudo de Yáñez timbrado de capelo.

En la nave del evangelio se pueden ver empotradas dos lápidas sepulcrales, con escudos, pertenecientes a Juan Suárez Hurta­do, comisario de la Inquisición y cura de Santa Maria en 1636, y a Manuel de Albornoz y Sotomayor, también cura de esta iglesia, limosne­ro mayor de los duques del Infantado, hombre piadoso a cuya costa se hizo el altar mayor del templo, en el primer cuarto del siglo XVII. Se ve en ese muro un lienzo representando a la Virgen de la Varga. Se abre la caspilla del Santísimo, fundada por la familia Guzmán a prin­cipios del siglo XVI, en la que fueron enterrándose todos sus miembros hasta el pasado XIX. El primer enterramiento fue el de don Nuño Beltrán de Guzmán, caballero de Calatrava, comendador de Auñón, Bernin­ches y Azequilla, muerto en 1501, y el mas moderno enterramiento fue el de dona Maria Domínguez de Baquedaz Vigil de Quiñones, Zúñiga y Guzmán, marquesa de Andía, de Villasinda, de Auñón y de la Ribera, duquesa de Rivas, fallecida en 1828. Sobre la puerta de entrada, se ven policromas las armas de Guzmán, y en el interior de la capilla aparecen también varios grandes escudos de esta familia con sus diver­sos entronques, y esta leyenda que corre por el friso: Esta capilla de Nuestra Señora de la Paz y Misericordia fue fundada por el M.N. Cavo. don Luís de Guzmán y Maria de Guzmán su muger SSres. de la Villa de Alvolleque Lugar de Enterramiento y descanso y sus suzesores en su casa y Mayorazgos, y se an de poder enterrar en ella los dhos patronos y todos sus hijos y descendientes y demas personas que los dhos patro­nos quisieran señalando ellos el entierro a cada uno y se han de traer y depositar que todos los huesos de la capilla mayor. Buena talla, procedente de antiguo retablo, en su altar.

En la nave central, al pie del presbiterio, se ven varias lapidas o fragmentos recogidos de los muchos que ocuparon antiguamente el templo. Aun se ven las lápidas de Pedro Aguilar y Vera, Juan de Contreras, el conde Colombo, un Enríquez y Zúñiga, un Hurtado, y un Ximenez de Cárdenas, este en desgastada lapida a la entrada del templo. Todos ellos de la más linajuda hidalguía de la ciudad.

En el presbiterio se pueden admirar un frontal de altar, y un pulpito con abundante decoración plateresca, policromados. En la pared del evangelio, aparece el enterramiento de don Juan de Morales, natural de Guadalajara. Bajo moderno arcosolio, aparece la estatua orante, arrodillada sobre un almohadón, del donante, que se cubre la cabeza con bonete de finales del XV. Ante el, buena escena en medio relieve: la Resurrección, con cuatro figuras y un paisaje. Sobre el grupo, escudo del personaje. Debajo, esta leyenda: Este bulto es del honrrado Juan de Morales, tesorero de los muy altos e muy podero­sos señores D. Fernando y dona Isabel, Reyes de Castilla e de Leon, e de Aragon, e de las Sicilias, e de Jerusalem, e de Granada. Falleció a XXII de Abril de MDII años.

El fondo del presbiterio es ocupado por un magnifico retablo, obra del primer tercio del siglo XVII, de autor desconocido. Gracias a las investigaciones de Muñoz Jiménez, hoy sabemos que fue construido exactamente en 1622, con las trazas de fray Francisco Mir, y por los escultores Juan de la Fuente y Diego de Jadraque, habiendo sido dorado y pintado por Lorenzo de Viana. Fue encargado y sufragado por el licenciado Manuel de Albornoz y Sotomayor, clérigo de la Casa de los Infantado, hombre de buen gusto y saneados posibles. Se estruc­tura en dos cuerpos y tres calles, estando ocupados sus espacios expositivos por magnificas escenas de talla en relieve representando pasajes de la Vida de la Virgen, así: la Natividad, la Epifanía y otras, presididas todas al centro por una representación magnífica de la Asunción de María, y en lo alto un Calvario. Es obra renacentista bien policromada y tratada en sus tallas y aspectos estructurales con mesura y elegancia.

Esta es, en breves líneas, la historia y la descripción de este templo mayor de la ciudad, la iglesia de Santa María de la Fuente, que desde el siglo XIV hasta nuestros días ha sabido concer­tar, en su arte constructivo y en las funciones que ha realizado, el devenir histórico de Guadalajara. En su aspecto mudéjar se lee la influencia de una raza y una cultura que fue no solo fundadora de la ciudad, sino gestora de algunos de sus momentos más relevantes. Y en su secuencia secular de funciones, siempre como iglesia principal, y hoy en calidad de Concatedral, Santa María ha servido de «cáliz de ladrillo» para recoger y encauzar el fervor cristiano de las gentes de Guadalajara. Es, por tanto, un digno ejemplo de edificio público que bien merece nuestra atención, nuestro cariño y nuestro recuerdo.

Doncel inexplicable

 

A principios de este ano, de este 1986 que nos ha traído, más vivida que nunca, la memoria del doncel seguntino don Martín Vázquez de Arce, dedique algunos capítulos de este «Glosario» a recordar aspectos puntuales de este personaje, que murió hace ahora cinco siglos. Con puntualidad nos llega, en esta hora, el aniversario de su caída.

Aunque las viejas crónicas no cuidaron de ponerle cifra al día caluroso en que Martín cayera herido, tuvo que ser por ahora, en pleno julio, cuando ya iba avanzada la campana veraniega de guerra y reconquista (era la primavera la que tocaba el clamor de la marcha, y el verano cuando se recogía la sangrienta cosecha) contra Granada, cuando la aventura de la Acequia Gorda, ‑que fue límpida y cortante como el relámpago culmino con la fatalidad de esa muerte, y dio vida al aliento eterno de la estatua.

Aunque reconozco que esto esta muy mal hecho, y previ­niendo a todos que, como el rebañar un plato con la lengua, «estas cosas no se hacen», hoy me pongo añorante y le traigo a este «Glosa­rio» contenido antiguo. Simplemente porque le cuadra, y porque, aunque ya viejo el texto, quizás hasta con un estilo que tuvo su momento y hoy anda fuera de tono, a mi me gusta: este Doncel Inexplicable se publicó en Nueva Alcarria el 24 de junio de 1972, y tuvo la fortuna de ser, en ese mismo ano, recompensado con el Premio de periodismo de la Jornada de Exaltación alcarreña. Es mi homenaje, y que todos me perdo­nen por no saberlo hacer mejor, hacia la memoria de aquel joven caba­llero, hijo de algo más que de su propia hidalguía, y venero de tantas páginas sinceras y emocionadas: de don Martín Vázquez de Arce, al que, afortunadamente, cinco siglos después de su caída, sigo sin explicar­me.

I

Si Loja en el Genil no hubiera estado; si Illora y Moclín al sur de la Parapanda, y Colmera con su arroyo e Iznalloz se hubiera disuelto en el Cubillas; si Alhendín no tuviera callejuelas ni Montefrío altos campaniles; si Zafayona, Lachar y Armilla hubieran sido el norte vascongado; si Afacar y Cogollos Vera en un atardecer se desvanecieran; si Granada con su Albaicín y sus judos y su Alhambra nunca hubieran existido…

Si Hermes no hubiera sido un infatigable caminante, tan ágil y vigoroso; si los cisnes de Maionia no hubieran dado siete vueltas a la isla cuando en ella nació Apolo; si Ares se hubiera dedicado más a Afrodita que a la guerra; si Hades no hubiera dado tantos cabezazos a Medusa, ni hubiera sido auxiliado por Erinies y Tanatos, ni a Kerberos diera tanto de comer; si a Dionisios no se le hubiera ocurrido la gran idea de plantar viñas, ni Gamínedes fuera tan bello, ni tan juguetón, ni Herakles tan heroico…

Si Fernando el Católico no hubiera cabalgado muy bien a caballo en silla de la guisa e la gineta. Si Isabel la Católica no hubiera criado en su palacio doncellas nobles, fijas de los Grandes de sus Reynos. Si a don Diego Hurtado de Mendoza, duque del Infantado, no le hubiesen visto jamas fazer mudança de aquello que una vez asentara de fazer. Si don Alonso Carrillo arzobispo de Toledo, no hubiera sido omme tan belicoso, ni siguiendo su condición hubierale plazido tener continuamente gente de armas e andar en guerras e juntamientos de gentes…

II

No habría habido tu gloriosa muerte, tu cantada donce­llez, tu cruz tan roja. No habría habido, pequeño Martín Vázquez, las guerras duras polvorientas locas y casi suntuosas del final del XV. No moros por allí danzando y gritando Corán en manojos del aire. No tierras pisoteadas con sangre y aspaventosamente corridas. No tiendas de campana donde velar los tibios pasos de la muerte. Ni habría habido tu aureola dionisiaca y efébica, tu sonrisa poderosa de dios truncado y suficiente, tu quieto afán de leer los troncos de los árboles, coger pequeñas faças relucientes y abrir vientres de infieles para ver los porvenires inciertos. No habría habido tampoco tu casco blanco de plata, tu sideral cruz de santiaguista, tu armadura porcelánica, tu lacia esclavina hecha de pétalos o tus espuelas.

No hubieras sido lo que eres: un fallo de la nada, una grieta de luz en el raído mundo, un cúmulo de polvo brillante y estelar.

III

La historia y el hombre han sido de siempre buenos amigos. Pérfidamente aliados. Contra si mismos, claro. Contra su autentica profesión de historia y de hombres. Nosotros nos hemos reunido en torno a una estatua, que es historia, y, como hombres que somos, hemos entablado amistad con ella. Hemos pensado siempre en lo que hubiera sido de nosotros sin su presencia, sin su apaciguada llega­da cotidiana hasta nuestros ojos. Y hemos creído que nos habrían faltado muchos latidos al corazón, muchas canas en las sienes, muchas horas tranquilas.

Porque el doncel deja de ser, después de muchos anos, puro dato escueto, rancia leyenda enquistada o erudita duda metafísica. Sonrisa o pena. Gil de Siloé o Sansovino. Soltero o paternal. Nos llega puramente astral. Vacío de estatuas y cargado de sangres y carnes y valentías. Con una sombra de árboles sobre su cuerpo, una apenas brotada hierba en las costillas, diez caballos y otros siete perros blancos y lejanos pastando en la miel de su garganta, un apre­tado programa de festejos en su cota de malla, y saltos de paracaidis­tas en los pelos, si, bailes y terremotos, el Diluvio y Noe con un par de mosquitos por las juntas de la coraza, un concierto de Vivaldi entre sus brazos que estrujan una mueca, no es un libro, de algún orondo fraile fallecido de viruela, cascadas o, mejor dicho, canta­rines arroyos por el casco, una nevada tal vez, y San Cristóbal o Rousseau calibrando el numero de pie, otro perro león o dinosaurio recitando versos del marques de Santillana, una hoguera en rescoldo bajo el codo, cuerdas o afiladas ventanas haciendo la guardia de los anhelos veinteañeros, la carne duramente afirmada como un aragonito, capa de sol y lluvia, y cara de cinco de la tarde, de a mi que me importa todo esto, de hay que fastidiarse en que lío me han metido, o ya que ha salido así la cosa pongamos por lo menos cara de circunstan­cias, pero mira que estaría yo ahora bien cazando jabalíes.

Martín Vázquez de Arce murió en guerra. Tantos hay y ha habido con su mismo final… Su hermano, que era eclesiástico y con dinero, le quiso conservar como en un limpio y aséptico formol, tal vez para seguir conversando de santos, de heroísmos, de proyectos… tal vez para mirar su muerte y ver que no es una cosa tan macabra ni inmisericorde. El caso es que esta ahí, que nos ha sucedido, que ahí se quedará, y que intentamos explicárnoslo y no hay manera. Porque esa estatua de hombre, ese hombre petrificado, ese gesto, esa lectura, ese estar tranquilo y conforme no cuadra con la idea que llevamos nosotros de la vida, ni achaca violencia, ni arguye inconformismos. Ni siquiera se preocupa de renovar su libro. Más esfuerzos aun. Nuestra mirada y nuestro cerebro trabajan lentos. Fluye tu imagen por la larga avenida de Sigüenza, por el ancho plazal de Castilla, por el gran truco feria­do del mundo esférico. Tu gesto inerte, tu pálido estar, tú. Calculamos otra vez la posibilidad de que haya sido un ángel el que sirviera de modelo y se cambiara por ti. O la de que el diablo tentador nos engañara con ese signo de adolescencia imberbe y resignada. Todo cabe en tu posible interrogante. Pero nosotros nos quedamos fuera. Sabiendo tan solo que nos has sido dado como un regalo de la historia, como una fabula en silencio, como un florecer los árboles y campos en la prima­vera, o el desfallecimiento de fábricas y altavoces ante el fin ultimo de la vida que se aparece: leer tranquilo, sonriente, bajo la pálida coraza del alabastro.

Literatura popular en Guadalajara (Cuentos, Leyendas, Autos Sacramentales)

 

La provincia de Guadalajara, que tiene una población eminen­temente rural, y siempre ha vivido de esa tierra que todo lo preside y lo determina, posee un rico patrimonio etiológico en forma de litera­tura popular, que creemos interesante debe ser conocido y, sobre todo, protegido y alentado.

Dentro de una tradición eminentemente castellana, la provin­cia de Guadalajara nos muestra hoy su rica variedad de cuentos, de leyendas, de romances, de loas y de autos sacramentales. Evidentemen­te, solo una pequeña cantidad de ellos ha llegado hasta nuestros días. Las nuevas condiciones de vida, y especialmente la homogenización de la información y las metas culturales han impuesto, como en otros aspectos de lo etiológico y costumbrista, la desaparición por olvido e incluso por rechazo de muchas formas tradicionales del vivir.

Los cuentos que «las viejas cuentan al amor de la lumbre» son similares a los del resto de Castilla. Algunas figuras tradicio­nales de la literatura de ficción en Guadalajara están en muchos otros lugares de nuestra región: el hombre del saco, la princesa encantada, los animales que hablan, etc. Todo ello deriva de una tradición que es a la particultista y popular. Se pierde en la remota Edad Media, de trovadores y poetas palatinos, el origen de estos cuentos hoy popu­lares, y que se han ido transmitiendo de boca en boca durante largos siglos.

Las leyendas, que suelen ser más puntuales, breves y rela­cionadas con el punto geográfico en que se refieren, tienen en Guada­lajara una amplia representación en todas sus formas. Reconocen las leyendas orígenes comunes a otras regiones, a otros pueblos. Como toda literatura popular, las leyendas tienen un origen ancestral, primiti­vo, remodelado por la religión, los usos sociales, la política e incluso las formas de vida de cada pueblo. Y, aunque tamizadas por lo local, muestran un fondo común a muchos lugares.

Pueden considerarse tres tipos de leyendas: las de carácter general; las de carácter estrictamente local, especialmente relaciona­das con hechos milagrosos, apariciones de vírgenes, etc.; y las comar­cales, referidas a hechos semi‑históricos. De todas ellas exis­ten nutrida representación en nuestra tierra alcarreña.

De las leyendas de tema general no merece la pena insistir. De aquellas que tienen un carácter localista, existen bonitos ejem­plos, como la que refiere que los montes Ocejón, Santo Alto Rey y Moncayo eran tres hermanos a los que, por estar siempre peleándose, su madre los castigo a estar siempre viéndose pero nunca juntos; o aque­llas que en Sigüenza, en Molina y Brihuega refieren de la existencia de largos túneles que comunicaban castillos con catedrales; e incluso las que hablan de castillos huecos como en Zafra. También hay leyendas de tipo zoológico, en las que intervienen animales fantásticos, creci­dos por la fantasía popular: la serpiente que cerraba el paso a los viajeros en Salmerón, el oso con el que lucho Alfonso VI en los paramos boscosos del Badiel, o el perro que en Albalate encontró a la orilla del Tajo la Cruz milagrosa.

La mayoría de las leyendas, sin embargo, son de tipo mario­lógico, relacionadas con la aparición de la Virgen María, en los inicios siempre de la repoblación de la comarca, en los momentos en que surge el pueblo de la nada. La variedad de leyendas relacionadas con apariciones e invenciones de la Virgen es tan grande que se hace imposible particularizar. Abundan las formas de aparición sobre árboles, en ruinas, en cabañas, y aquellas otras que ante pastores, labradores y gentes casi siempre humildes, María pide que en aquel lugar se levante una ermita o santuario en su honor.

En el plano de las leyendas de fondo histórico, nuestra tierra posee un rico venero de dichos relacionados con los moros y la reconquista del territorio por parte de los cristianos. Son leyendas elaboradas durante los siglos en que esa reconquista se llevaba a cabo, o poco después, pero siempre por parte del elemento conquista­dor. Destacan algunas como las que suponen las conversiones milagrosas de destacados gerifaltes árabes: del terrible moro Montesinos que asolaba las alturas de Cobeta; de Aly‑Maymon en las cercanías de Sopetrán; de la princesa Elima en su castillo de la Pena Bermeja de Brihuega, etc. También hay leyendas que cuentan amores de guerreros cristianos y princesas moras. O las que refieren lugares y trances donde los islamitas dejaron enterrados sus valiosos tesoros, todos ellos encantados. Finalmente, han sido las leyendas referidas a la reconquista del territorio las que con mayor viveza han llegado hasta nuestros días, e incluso aun suscitan discusiones y estudios: sirva de ejemplo la conseja que dice como Alvar Fáñez de Minaya conquisto la noche de San Juan del ano 1085 la ciudad de Guadalajara, y en otros pueblos de la Alcarria, aplicados a si mismos, refieren parecida hazaña. En algunos puntos de nuestra geografía provin­cial, esa con­quista guerrera y preñada de heroísmos la protagoniza Ruy Díaz de Vivar, el Cid Campeador.

Los romances son composiciones rimadas que cuentan leyendas o cuentos conocidos de otro modo. En este sentido, es bastante escasa la tradición en Guadalajara, o al menos han sido muy escasos los ejemplos de romances específicamente alcarreños, serranos o molineses que se han conservado hasta nuestros días.

Uno de los aspectos más interesantes de la literatura popu­lar de Guadalajara son las loas y los autos sacramentales. Ambas son piezas literarias destinadas a la representación teatral, comunitaria, que suele ponerse en práctica en espacios abiertos, como plazas de pueblos, puertas de santuarios, etc., y en ocasiones festivas de tipo religioso. La tradición popular confunde generalmente con ambos nom­bres, loas y autos, a estas representaciones. E incluso les da otros muchos y variados nombres: sainetes, comedias o funciones. Por ello creemos que es más conveniente, al menos desde un punto referencial único, denominarlas como piezas de representación.

De ellas, unas tienen por contenido aspectos divertidos de las relaciones humanas. Se ven retratados tipos o personajes conocidos de todos. Y se celebran humorísticamente sus andanzas y problemas. Pero las piezas que más raigambre poseen en Guadalajara, y se han hecho famosas incluso fuera de nuestras fronteras son las llamadas loas y los autos sacramentales de determinados lugares. Sin llegar a tener el carácter del auto barroco culto, como el presentan situa­ciones de maniqueísmo a ultranza, con perennes luchas del Bien y el Mal, y triunfo permanente del primero. Se relacionan, por supuesto, con la religión católica, sus misterios y ritos, y se representan con motivo de fiestas populares religiosas, muy especialmente en torno al «Corpus Christi» o sus octavas.

Sabemos por noticias documentales de la existencia de estos Autos en lugares como Horche, Valdenuño‑Fernández, Sauca e incluso el mismo Guadalajara. Las calles y plazas de estos lugares servían en los inicios del verano para representar estos autos. Hoy en día aun quedan algunos y se siguen representando en Utande, en Molina de Aragón, junto al barranco de la Virgen de la Hoz, en la fiesta llamada de la Loa, y en Hinojosa, con motivo de la Soldadesca. En Majaelrayo también se representan las loas del Santo Niño. Pero donde estas piezas de la literatura  popular alcanzan mayor variedad e interés es en el serrano pueblecillo de Valverde de los Arroyos, donde se han conservado al menos cinco de estas piezas, y se tiene referencia de la antigua existencia de muchas otras.

En las fiestas de la Octava del Corpus, Valverde revive todos los anos, al compás de las danzas y los vivos colores de sus cofrades del Santísimo, la representación de sus ancestrales piezas en el portalejo junto a la iglesia. Obras como El papel del Género huma­no, El Auto de San Miguel, El sainete de Cucharón, la Loa de las Tres Virtudes y la Loa del Pastor y del Galán, ponen en estas fiestas su nota de color y de gracia espontánea. Las representaciones se hacen por hijos del pueblo, a costa de su trabajo personal, de su preparación y entusiasmo. De ese carácter eminentemente popular de las obras de Valverde surgieron cosas como esa pieza titulada La Mentira Prove­chosa que escribió en 1929 Macario Benito bajo el seudónimo de Beyma, pastor de Ocejón, y que venia a ser «un juguete cómico para represen­tar en verso en dos actos y un epilogo», bueno para ser hecho entre amigos. En esa misma tradición popular, ha surgido en los pasados meses otra excelente pieza, firmada por los autores Cuenca y del Olmo, en que con la técnica ancestral de la loa versificada se pone en representación una leyenda que habla de la aparición y devoción a la Virgen de Castejón en la Villa de Jadraque.

Todas estas son, en definitiva, formas tradicionales, pero vivas y permanentemente renovadas, de la literatura popular, que en la provincia de Guadalajara han tenido durante muchos siglos un gran predicamento entre su población de carácter eminentemente rural, y gracias al continuado interés por salvar y proteger las raíces autóctonas y costumbristas, siguen interesando y manteniéndose. El esfuerzo de todos por recoger, cultivar y mantener viva esta «literatura popu­lar» nunca será en vano.

El torreón del Alamín

 

El pasado año en que se cumplieron los nueve siglos de la Reconquista de Guadalajara a los árabes por parte del ejercito y el estado castellano de Alfonso VI, ya dijimos algo respecto a este monumento, parte integrante, y de las más significadas, del entorno amurallado medieval de la ciudad. Hubiera sido entonces un buena ocasión para haberlo restaurado y, en todo caso, haberle dado algún cometido más digno del que hoy tiene, que no es sino el triste escapa­rate de un abandono por lo demasiado viejo.

El Torreón del Alamín es, sin duda, uno de nuestros más antiguos y representativos monumentos. Se trata de un cubo de la antigua muralla que se alza sobre el barranco del mismo nombre, frente al barrio árabe también así denominado. Este torreón es uno de los escasos restos de la muralla fortísima que rodeaba por completo la ciudad, y equivale a la puerta de septentrión de la misma, como auxi­liar de la principal de esta vertiente, que era la de Bejanque.

Viene este torreón a ser también una huella, aunque mínima, de la primitiva organización social de Guadalajara, que en el siglo XII se constituyo en Comunidad de Villa y Tierra con otros cincuenta pueblos de la Campiña y la Alcarria. Como cabeza de este amplio y muy poblado Común, Guadalajara ciudad estaba completamente rodeada de murallas, presentando en principio cuatro grandes puertas, defendidas por torreones, y orientadas a los cuatro puntos cardinales. Aunque sabemos que la primitiva muralla y sus portones fueron cons­truidos por los árabes, posteriormente a la reconquista de la ciudad por Alvar Fáñez, ya en tiempos del reinado de Alfonso VII, se recons­truyeron.

Uno de esos elementos tan consustanciales con el urba­nismo de Guadalajara como ciudad comunera, fue este torreón del Alamín, que en principio recibió el nombre del barrio al que daba frente, sirviendo para la entrada un arco que tenia junto a si, y que permitía el acceso a los viajeros que procedían de Aragón, o bien a los que subiendo desde el rió, habían rodeado a la ciudad por el camino sali­nero. Para cruzar el barranco, no profundo en ese lugar, existía un puente levadizo.

Ya en el siglo XIII en sus finales, las infantas Bea­triz e Isabel, hijas de Sancho IV el Bravo, rey de Castilla, que poseían en señorío a la ciudad de Guadalajara, ordenaron la construcción de un nuevo puente, para así poder pasar con comodidad al conven­to de monjas bernardas que ellas habían mandado levantar también extramuros. Al puente nuevo le llamaron de las Infantas, y ese nombre tomo la puerta y torreón anejos. Anos adelante, recibió el nombre de puerta postigo, y al final dicha puerta cayo derribada, como toda la muralla de su entorno, quedando tan solo el puente y la torre albarra­na, que se forma, en esencia, por dos pisos con bóvedas de medio canon de ladrillo, que descansan en series de pilastras t arquillos de medio punto corridos, y muros fortísimos de sillar esquinero y mampuesto de fuerte grosor, rematando arriba con curiosas ventanas de ladrillo y restos de antiguos matacanes. En siglos pasados, este torreón tuvo los mil usos que en las ciudades muy viejas suelen tener los monumentos muy viejos: fue hospital de pobres y peregrinos, y acabo sirviendo de perrera municipal.

El destino de este venerable monumento no ha podido ser más desilusionador y triste. Por lo que se refiere a la representati­vidad de la historia y el ser de Guadalajara, el torreón del Alamín es una pieza clave de nuestro patrimonio cultural. Y ese detalle esta pidiendo a gritos que se estudien los posibles usos que debiera reci­bir. El y el torreón de Alvar Fáñez, al otro lado de la muralla, han sido un poco las «ovejas negras» del patrimonio histórico‑artísitico arriacense. Ambos deben ser rescatados de su olvido y menosprecio públicos. Si el ano pasado, que fue un instante de señalada oportuni­dad para hacerlo, se dejo huir sin acometer su recuperación, esperamos que sea este o en un futuro próximo cuando nos sea dado contemplar su restauración, que en cualquier caso no seria muy costosa; el adecenta­miento de sus entornos; y un acondicionamiento mínimo de su interior. Si además se pone imaginación en el asunto, hasta puede conseguirse algo original y novedoso: ¿un centro cultural de barrio? ¿Una sala de exposiciones? ¿Un pequeño museo municipal? ¿Una casa de la juventud? Cualquier cosa podría servir, con tal de salvar ese evocador y simpático torreón del Alamín, para que cobre y mantenga su vida entre los arriacenses de nuestros días.