Eugenio de Salazar, otra gloria de la Universidad de Sigüenza

viernes, 11 abril 1986 0 Por Herrera Casado

 

Podríamos, considerarlo, humorísticamente, como un «mareado ilustre», o como un «almadiado» que él decía. Confiesa en sus escritos este personaje que cuantas veces puso su pie en un barco, se mareó profundamente, y más que sentirse molesto o inquieto por los efectos del mar en su sistema vegetativo, y por ende en el estómago, lo que sentía era estar muy próximo a «dar el alma», o sea, a irse de este mundo en poco tiempo. Y a eso le llamaba el «almadiar».

Eugenio de Salazar es una de las glorias de la literatura castellana. Posiblemente el lector se ponga ahora a buscar en los diccionarios y tratados de este arte de ligar palabras, y no encuentre rastro de él. La verdad es que en un siglo XVI español, donde tanta pluma bien cortada anduvo suelta, era difícil que todos encontraran un puesto en la orla de la eternidad. Pero no exagero, o al menos lo hago con total conformidad intima, si digo que este Salazar fue un portentoso escritor, un fino humorista, un exquisito decidor de noticias, de versos y, posiblemente, un buen amigo de sus amigos y un hombre de grata compañía.

Muchos le preguntarán ahora qué hace un escritor como Salazar en un Glosario como éste. Pues muy sencillo. Aunque no fuera alcarreño, sino madrileño de pura cepa, Eugenio de Salazar estudió leyes en la Universidad de Sigüenza, y tan bien le probó la ciudad del alto Henares, que allá se graduó de licenciado en tal materia hacia mil quinientos cincuenta y tantos. Había estado antes de estudiantón por Alcalá de Henares y Salamanca, pero no le probaron los aires bullangueros de tales sitios, y al parecer sólo pudo concentrarse en la mística ciudad del Doncel.  

Fue hijo de Pedro de Salazar, el cronista de Carlos, V, y de María de Alarcón. Nació en Madrid hacia 1530. Después de sus años estudiantiles y su licenciatura en Sigüenza, casó en 1557 con doña Catalina Carrillo, «dama principal, hermosa y discreta», como dicen sus biógrafos, y aun más diría yo sabiendo, como quedó demostrado, el amor apasionado que Salazar la tuvo toda la vida. En la corte del recién llegado Felipe II anduvo Salazar huroneando cargos, Como debía ser despabilado además de gracioso (y, por supuesto, inteligente), se colocó enseguida, mandando primero en algunos juzgados y ocupando luego el cargo de fiscal en la Audiencia de Galicia.

En 1567 se inició su carrera auténtica. Larga y florida. Nada menos que de gobernador le mandaron a Tenerife y La Palma, en Canarias. Cuatro años después fue nombrado Oidor en la isla de Santo Domingo, por lo que hubo de dar su primer brinco al Atlántico, cosa que le resultó ardua hasta hacerle decir, en muchas ocasiones, que «la tierra para los hombres, y el mar para los peces». Allí estuvo hasta 1580 en que pasó a Tierra Firme, y en la Audiencia de Guatemala ocupó el puesto de Fiscal. Al año siguiente se trasladó a México, primeramente como fiscal Y luego como Oidor. En la capital azteca, emporio por entonces de la cultura castellana, destacó Salazar como poeta y escritor, hombre imprescindible en la organización de actos y aun sabemos que para las exequias del rey Felipe que allá se hicieron cuando se enteraron de su muerte, él puso los emblemas y los versos que eran de rigor en tales ocasiones.

En México aún tuvo tiempo de seguir con los estudios, y se doctoró en 1591, llegando luego, al año siguiente, a ser Rector de aquella Universidad americana. Finalmente, en septiembre de 1600 el rey Felipe III le nombró ministro del Consejo de Indias. Y en aquella altura terminó, porque en octubre de 1602 murió y poco a poco se fueron apagando los ecos de su vida, de su figura y de su decir, que tanta fama habían alcanzado en vida, y tantos amigos le habían granjeado.

Eugenio de Salazar dejó escrita una voluminosa Silva de Poesía que aún permanece inédita, guardada en su original manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid. Don Bartolomé Gallardo, en su Ensayo de una biblioteca española de libros raros y curiosos, publicó algunos versos y composiciones de Eugenio de Salazar que son francamente buenas. Una dedicada a la Laguna de México, que él aun conoció, y otras a su amada mujer Catalina, en todos sus renglones palpita el hombre culto, el, hombre alegre, el español poeta y eterno que de vez en cuando surge por nuestros pagos. Cuando tanto poetastro anda hoy suelto y largando ayes que ni se entienden, ahí tenemos la Silva de Salazar, muerta de risa en una estantería polvorienta. Así es la vida.

Pero donde se ve aún mejor la personalidad de este personaje es en su prosa, que él realizó en forma de Epístolas o cartas dirigidas a sus amigos, aunque con longitud y pormenor suficientes como para constituir, -y eso pretendían entidades literarias- de consistencia muy definida. Cuatro de esas epístolas fueron publicadas en 1866 por la Sociedad de Bibliófilos Españoles, y luego en 1926 Eugenio de Ochoa en su «Epistolario Español», tomo II, las volvió a poner en letra impresa. En ellas se ve toda la gracia, la facilidad con la pluma, la exquisitez de lenguaje y la cultura honda de este hombre. En la que escribió,  -era 1573-,  al licenciado Miranda de Ron, «en que pinta un navío, y la vida y ejercicios de los oficiales y marineros del, y cómo lo pasan los que hacen viajes por el, mar» ésta la quinta esencia de este escritor. Es curiosa, también, por que pinta al vivo la forma en que se viajaba a América en el siglo XVI, lo cual aún nos aumenta la admiración y nos arranca el aplauso hacia aquellos hombres y mujeres que llevaron España a América.

Y, en fin, nada más sobre este tan magnífico escritor corno poco conocido personaje. Que se cold, campechano y reidor, en nuestras páginas, sólo porque sus retinas tuvieron durante unos años la silueta «toda oliveña y rosa» de la catedral seguntina grabada. Que se apunte en la nómina de glorias de la Universidad de Sigüenza, que hasta ‘ahora se nos había olvidado.