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septiembre, 1985:

La Calle del Cardenal González de Mendoza

 

En nuestro paseo por las calles de Guadalajara, nos vamos a dirigir hoy a uno de los enclaves más animados y poblados de la ciudad actualmente. La calle dedicada al Cardenal don Pedro González de Mendoza, nombre que abarca todo un barrio, dada la configuración urba­nística de la zona, en las llamadas «casas del Rey» que S.M. Juan Carlos I inauguro en rápida visita hace unos años.

Comienza esta vía pública en la Avenida del Ejército, en la rotonda frente al Colegio de María Cristina, y continúa cuesta arriba hasta concluir en el Paseo de Fernández Iparraguirre, junto al Colegio de San José. Esta calle ha recibido su nombre recientemente, pues antes el nombre del Cardenal Mendoza lo ostentaba un insignifican­te callejón de la parte vieja, y las vías que hoy denomina llevaban también, hasta hace 10 años, otros calificativos.

Concretamente la parte primera de la calle del Cardenal Mendoza era antiguamente el «camino del cementerio», que nacía en el puente de San Antonio, y bordeando el barranco del mismo nombre por su costado derecha, avanzaba, junto a las vallas del Cuartel, hasta el Camposanto. Desde el puente a la izquierda, cuesta arriba, surgía la «calle del Matadero», que ascendía en dos niveles hasta el Paseo de las Cruces, habiendo recibido oficialmente desde 1939 el nombre de Paseo del 18 de julio.

Justamente en su parte central, frente al puente de San Antonio, se alzo durante los siglos pasados el convento de frailes franciscanos de dicho nombre. Arrasado tras su abandono en la Desamor­tización de Mendizábal el siglo pasado, quedo la llamada «nevera de los frailes», una huerta a las afueras de la ciudad. Por el camino del cementerio, lugar de tristes evocaciones y melancólicos paseos oto­ñales, solo se veían cortas acacias y derrumbados bancos. Enfrente, al otro lado del barranco, las ruinas de la muralla y el torreón de Alvar­fáñez. Por allá anduvo el Castil de Judíos en la Edad Media.

Al otro lado, hacia arriba, la calle del Cardenal Mendoza muestra el valiente ábside del santuario de la Virgen de la Antigua, que fue en siglos antiguos iglesia dedicada a Santo Tome. El desnivel que muestra el Paseo en esa zona, es debido a la estructura antigua de la ciudad: por la parte alta se alzaba la muralla de la Wad‑ al‑Hayara árabe, luego reformada por los cristianos, y la parte baja era camino que bordeaba la ciudad. La urbanización de la zona, el crecimiento de casas individuales por un lado, y de grandes bloques de pisos por otro, hacen casi invisible la estructura antigua. En su lado derecho, precisamente, hasta no hace tanto años se levantaba la colonia del «Cerro del Pimiento», aislada en el altozano como una «ciudad perdida» de la que apenas si queda memoria.

Hablemos ahora un poco de la persona, de la obra de ese espléndido personaje que fue el Cardenal don Pedro González de Mendoza. Figura crucial en la historia de Guadalajara. Hombre polifacético, típico elemento del Renacimiento español. Si en pocas palabras tuviéra­mos que definirle, diríamos de el que fue noble, eclesiástico, políti­co, intelectual, mujeriego, guerrero y muchas cosas más. Y todas ellas en grado superlativo. El Cardenal Mendoza no sabía hacer las cosas a medias.

Nació don Pedro González de Mendoza en Guadalajara, el año 1428, en el antiguo palacio de los Mendozas, caserón viejísimo ya en el siglo XV que habían construidos sus antepasados en la parroquia de Santiago. Su hermano Iñigo sería quien levantara, hacia 1483, el palacio que hoy conocemos como de los duques del Infantado. Don Pedro fue el quinto hijo de don Iñigo López de Mendoza, primer marques de Santillana y famosísimo hombre de letras y de política en la España de los Trastamaras Juan II y Enrique IV. De todos los hijos de este prócer, don Pedro fue el que sin duda más riquezas y más alto poder conquisto en la España de los Reyes Católicos. Le llamaron en su tiempo tercer Rey de España, pues con los monarcas Isabel y Fernando fue, como consejero y Gran Canciller del Estado, quien en muchas ocasiones y en muchos asuntos decidía.

Fue destinado por su padre a la carrera eclesiástica, y muy pronto mostró su inteligencia y su claro deseo de adelantarse ante sus hermanos. Traductor de obras latinas, estudiante en Salamanca, desde muy joven, apenas un adolescente, ocupó los puestos de arcipreste de Hita en el cabildo de la catedral toledana, y luego arcediano de Guadalajara. Subió inmediatamente a la carrera de los obispados, dis­frutando todos estos en su vida, por el siguiente orden: Calahorra, Santo Domingo de la Calzada, Osma, Sigüenza, Sevilla y Toledo, poseyen­do los tres últimos al mismo tiempo. Abad de múltiples abadías benedic­tinas y cistercienses, incluso en países extranjeros; primado de la Iglesia española, cardenal por tres títulos, y patriarca de Alejandría, no fue Papa porque no se lo propuso.

En el orden civil fue Canciller mayor del Estado unifi­cado por Isabel y Fernando, quienes en todo confiaban de don Pedro. De sus actuaciones guerreras, de su astucia política, de su generosidad en la fundación de obras pías, y de su entusiasmo por las bellas artes y las construcciones renacentistas no voy a tratar en este lugar, pues daría para muchas páginas.

Tuvo don Pedro, aunque eclesiástico, dos hijos  legiti­mados con dona Mencía de Lemos: don Rodrigo de Vivar y Mendoza, quien caso con la hija única del duque de Medinaceli y recibió de sus padri­nos de boda, los Reyes Católicos, el título de marqués de Cenete, que dejó a sus descendientes, y el señorío de Jadraque, donde ocupó el castillo que llaman del Cid. El segundo hijo del Cardenal, don Diego Hurtado de Mendoza, caso con dona Ana de la Cerda, y al heredero de su ancho mayorazgo, en el que llevaba pueblos como Argecilla, Mandayona, Tamajón y Palazuelos, le concedió el Rey los títulos de príncipe de Melito, duque de Francavilla, marqués de Argecilla, conde de Miedes y otros muchos, que pasarían a la casa ducal de Pastrana. Aun tuvo un tercer hijo el Cardenal Mendoza, este salido de las carnes de doña Inés de Tovar, llamado Juan Hurtado de Mendoza, de cuyo tronco surgiría el canónigo toledano don Pedro Salazar y Mendoza, biógrafo y cronista de las variadas hazañas de su tatarabuelo.

En enero de 1495, después de haber pasado sus últimos años muy decaído de salud, y retirado en su palacio de Guadalajara, adonde acudían a visitar y pedir consejo los Monarcas Isabel y Fernan­do, murió este hombre que, durante la segunda mitad del siglo XV lo fue todo en España. Fue llevado su cuerpo, en procesión solemne acompañada de todo el aparato del Estado, hasta Toledo, en cuya catedral, en la parte más noble del presbiterio, quedó sepultado. El es quien hoy, paseando por su animada calle de Guadalajara, nos ha permitido viajar a la historia llevados de su nombre.

Cuando el rey de Francia vino a Guadalajara

 

En estos días que la ciudad entera de Guadalajara vive con ilusión y alegría desbordadas sus Fiestas anuales, de cara al Otoño que se acerca, y en culminación de una serie de preparativos y de trabajos de muchos, quisiéramos poner nuestro pequeño grano de arena en esta ocasión, recordando algo sonado que dio a Guadalajara renombre y fama en tiempos antiguos. Si hoy son los encierros calleje­ros y la animación inusitada de la Fiesta lo que hace llevar de boca en boca, y a muy lejanas distancias, el nombre de Guadalajara, en el siglo XVI también ocurrió un hecho sensacional que sirvió para que nuestra ciudad corriera, en la boca de todos los españoles, allá por el año 1525. Ahora veremos de que manera.

Cuando las guerras europeas de comienzos del siglo XVI (en las que, por motivos no solo relacionados con la defensa de la Cristiandad, sino del comercio y de la hegemonía política) el Empera­dor Carlos I, que era monarca a la vez en España y en Alemania, se enfrento violentamente, en Guerra abierta, contra Francia y su jefe de Estado, el orgulloso y valiente Francisco I, figura típica del Renaci­miento y también gran monarca de la nación vecina.

Corría el año 1525, y luego de una dura y prolongada batalla en Pavía, las armas y la estrategia dieron la victoria al César hispano, quitándole al francés Francisco no solo la victoria, sino también la libertad. Prisionero «el de Pavía», fue traído hasta España en gesto de humillación más que otra cosa. Las dos naciones más poderosas del momento, enfrentadas en una guerra durísima. Y uno de sus jefes de Estado, perdedor, era tomado prisionero y llevado a la capital del reino vencedor, para encerrarle en una mazmorra. Carlos I trajo al rey francés hasta Madrid, y en la Torre de los Lujanes le tuvo recluido una temporada.

En su viaje por España, la sensación que causaba el hecho era desbordante. Lugares mínimos se vestían de fiesta. Señores de todo pelaje acudían a admirar y rendir homenaje a tan grandes personajes, el vencedor y el vencido. La comitiva pasó, ello es lógi­co, por Guadalajara. Varios han sido los cronistas que anotaron enton­ces todo lo ocurrido aquellos días en nuestra ciudad. De uno de ellos, el padre Hernando Pecha, apenas se ha utilizado su información. Esa es la que hoy vamos a recordar, transcrita a nuestro actual lenguaje.

Venía acompañado el Rey francés, entre otros, de diver­sos caballeros alcarreños, cortesanos de don Carlos: el señor de Alarcón era carcelero. Uno de sus capitanes era Hernando de Figueroa, hijo de Hernan Beltrán de Guzmán, que peleó en Pavía. Y otro era Gregorio de Lezcano, alférez del ejército. Acompañaba también Gómez Suárez de Figueroa, capitán de Caballería en Lombardía.

La ciudad entera se volcó en el recibimiento. Llego la comitiva por el camino de Zaragoza y Torija. Subió la carrera de San Francisco, fuera de la muralla, y se formo el desfile junto a la ermita del arrabal del Amparo. Se iniciaba la procesión con trompetas y atabales, y en ella formaron todos los caballeros de Guadalajara, cuajados de joyas, armaduras y caballos enjaezados primorosamente, acompañados de sus pajes y criados vestidos para la ocasión. Dice el Cronista que se puso en marcha la comitiva, y era tan larga, que cuando los primeros tambores entraban por la puerta del palacio del Infantado, todavía había caballeros que no habían salido de la ermita del Amparo.

Acompañaba el cortejo don Iñigo López, conde de Salda­ña, heredero de los estados mendocinos, pues el duque tercero, don Diego Hurtado, ya viejo y muy achacoso de la gota, no podía moverse, y así le sacaron sentado en una silla al patio de su palacio cuando llego la comitiva. Un paje hubo de quitarle la gorra, pues no podía hacer gesto alguno.

Al Rey Francisco de Francia le aposentaron en el Salón de Linages del Palacio, todo el recubierto de riquísimas colgaduras y tapices, y el techo mas que nunca hecho un ascua de oro, brillando el conjunto mudéjar, los escudos, los personajes y las leyendas sobre los frisos de la habitación. El duque recibió pomposamente a todo el acompañamiento, dando de comer con gran abundancia a todos, señores y criados, cuidando de sus caballos y pertenencias.

El siguiente día de la llegada, hubo juegos de canas, cucañas y toros, en la plaza delante del palacio. Solamente participa­ron caballeros arriacenses, pues tantos y tan buenos los había como para estar todo el día en la celebración. Al día siguiente, el entre­tenimiento que preparo el duque fue una «lid de animales feroces», celebrando todos la lucha que mantuvieron un león muy fiero y un toro. Todavía el día siguiente hubo una Justa Real con su Tela, con valiosísimos premios para los justadores, y finalmente se preparo, para el ultimo día, un torneo de a caballo que resulto lucidísimo. Entre todo ello, tardes y noches, se multiplicaron por las calles y plazas los bailes, los saraos, las comidas al aire libre, y las músicas calleje­ras. Guadalajara entera ardía en fiestas como pocas veces se había visto igual.

El Rey francés recibió, para su mayor sorpresa, una serie impresionante de regalos que el duque del Infantado quiso hacer­le: así, don Diego le hizo entrega de magníficos caballos andaluces, telas bordadas en oro, mulas con guarniciones, gualdrapas y reposteros de terciopelo, magníficos pájaros para la caza, como halcones, geri­faltes, zaires y neblíes; dióle también perros de caza, mas joyas, armas y riquezas sin cuento.

Ni que decir tiene que Francisco I de Francia quedo impresionado de tal recibimiento, cuando caminaba prisionero a ser encerrado en un torreón mal dispuesto. Y es fama, por diversos autores que lo han repetido, que el francés no sabía como expresarse ante la magnitud de las atenciones del duque, terminando en decir que el emperador le hacía injusticia (al duque del Infantado) en llamarle como a los otros, duque, sino que le avia de llamar por excelencia Príncipe. Y añadió Francisco que la mayor grandeza que había visto en España, de las cosas del Emperador, era tener tal Vasallo, como el duque del Infantado, y tan lucida ciudad como la de Guadalaxara, poblada de tanta caballería y nobleza.

La «propaganda política» que este recibimiento supuso al imperio español, fue premiada poco después por el Cesar Carlos entregando al duque Mendoza el Toisón de Oro, condecoración que muy pocos príncipes de la nobleza europea ostentaban hasta entonces. Fue sin duda un momento espléndido en la vida de la ciudad: una fiesta que Guadalajara desarrollo espontáneamente y que, por deslumbrar al rey de los franceses hizo que la historia de nuestra patria chica quedara mas alta y mejor compuesta.

En días como estos en los que hoy corren, de fiesta y divertimento, estos recuerdos son siempre expresivos de una corriente que, afortunadamente, no se agota. Pero que tampoco se inventa.

El antiguo retablo de Renera

 

En un tranquilo valle de la Alcarria se encuentra la villa de Renera, que durante siglos transcurrió en paz sus horas y las de sus vecinos, dedicado a la agricultura y ocupado en ocasiones en fiestas y realización de obras que hicieran pasar a la posteridad el nombre del pueblo y sus gentes. El viajero de hoy podrá admirar, especialmente, un par de cosas en Renera: la iglesia parroquial, obra de grandes dimensiones, como desmesurada en su barroquismo sobre el caserío, y el Ayuntamiento, que aunque muy modificado y maltratado a lo largo de los siglos, aun deja hoy entrever la pureza de sus líneas, y lo tradicional de su concepto.

En la iglesia parroquial de Renera hubo un gran retablo ya desaparecido. Vamos a recordar algunos datos sobre dicha obra de arte que pueden interesar a algunos, especialmente teniendo en cuenta que todavía quedan en el templo, distribuidos por sus paredes, numero­sas tablas procedentes de aquel gran retablo, y que como por un mila­gro, y gracias a la preocupación de algunos párrocos, se han podido salvar.

El retablo se construyo en 1549. Se componía de una serie de tablas de pintura y de paneles de escultura, a lo que acompa­ñaba una profusa obra de mazonería en la que destacaban columnas aba­laustradas y grutescos numerosísimos confiriéndole todo ello una ma­jestuosidad y una impresión de riqueza impresionantes. Su historia reciente es de lo más triste. Fue desmontado en 1936 por el Servicio de protección a las obras de arte del Gobierno de la II Republica. Fue llevado, ya desmontado, a los sótanos del Museo del Prado, donde permaneció durante la Guerra Civil. Después de ella, se le pierde la pista. Hoy sabemos que una de las tablas del retablo, la mejor, esta en una colección de Paris. Y varias otras tablas de pintura, las correspondientes al bancal, se encuentran en una colección privada de Barcelona. El resto de las pinturas volvieron a la parroquia, donde han sido colocadas sobre los muros. Solo pequeños fragmentos de la mazonería y paneles escultóricos se han salvado, encontrándose algu­nos, de magnifica factura, en el Museo Diocesano de Arte Antiguo de Sigüenza.

En cuanto a los autores de tan extraordinaria obra de arte, y a pesar de no haberse encontrado todavía la documentación que lo acredite sin lugar a dudas, parece ser que fueron, en lo escultóri­co, Francisco de Giralte, que ya había trabajado en otros retablos de la Alcarria, y en lo pictórico, Juan de Villoldo, autor castellano, que durante la primera mitad del siglo XVI trabajo en numerosos lu­gares del reino de Toledo, así como en la catedral de Sigüenza y en la parroquia de San Juan de Atienza. El estilo de Villoldo esta inmerso plenamente en el manierismo post‑renacentista, con formas y escorzos dados a sus imágenes que le hacen entrar en el círculo de Berruguete, y a mayor distancia, en el de Michelangelo Buonarotti. Lo de Giralte es también heredado en gran modo de Berruguete, pues usa y abusa de las formas contorsionadas y los efectos patéticos.

De las tablas que han quedado en la iglesia de Renera, y que hoy el viajero puede contemplar, destacan diversas escenas de la Vida de la virgen Maria, pues a ella estaba dedicado el retablo. Entre estas encontramos el Abrazo ante la Puerta Dorada; la Anunciación de Maria; Cristo con la Cruz a cuestas camino del Calvario. Se sabe que ocupando el lugar central y preferente del retablo había una gran tabla con una escena del Descendimiento.

En cuanto a las tablas que permanecen en una colección privada de Barcelona, y que muestran a los Profetas, podemos decir que están representados, pictóricamente, pero como si de estatuas se tratara. Se encuentran sentados, en muy forzados escorzos y posturas violentas. Se apoyan sobre bloques pétreos que muestran como en re­lieve, en sus frentes, escenas alegóricas diversas, y van apoyados a su vez en «putti» renacentistas.

Daniel tiene una pluma en la mano, y un tintero en la otra. Se acompaña de dos ángeles, y le escolta el anagrama de Cristo (JHS) y la inscripción «Eslabón me es toda cosa». Ezequiel nos ofrece su pie derecho apoyado en un bloque sobre el que se han tallado dos jóvenes que entre si pelean. Jeremías sostiene una filacteria en sus manos en la que leemos: «Jeremias filius Helchiae», y aparece apoyando su rodilla izquierda en un basamento en que se representan unos perso­najes que gesticulan en el espacio. Uno de ellos se esta suicidando con un puñal, y el otro se mesa los cabellos. Las figuras son muy estilizadas y expresivas, con un aire manierista completo. Finalmente Isaías, que porta un gran libro en el que aparecen las frases del versículo 14 del capitulo VII de los vaticinios contra Judá e Israel: «Ecce Virgo concipiet et pariet filium». Debajo de esta figura profé­tica se ve la fecha de realización del retablo, de este modo: «Fa/cie/bam A.D. 1549»

De todos modos, y a pesar de los escasos y fragmentados restos que quedan del que fue magnifico retablo de la parroquia de Renera, merece visitarse aquel templo alcarreño y admirar estas breves tablas que, en su idioma arcano, nos hablan de las formas de ver la vida, la religión y el arte en el siglo XVI, época de esplendor y de riqueza en nuestra tierra.

Bibliografía

Se han ocupado en el análisis de la obra de Villoldo en Renera los autores J. Rogelio Buendía y Ana Ávila en su obra La intervención de Juan de Villoldo en la provincia de Guadalajara: el retablo de Renera, publicado en el «Boletín del Seminario de Arte y Arqueología de Valladolid», así como el mismo J.R. Buendía, sobre la obra total de Villoldo, en La Pintura española del siglo XVI, en «Historia del Arte Hispánico», tomo III, 1980. También cita el antiguo retablo de Renera Maria Elisa Gómez de las Heras en su memoria de licenciatura sobre Algunos retablos renacentistas en Guadalajara y su provincia, y para consultar algunos otros datos sobre el patrimonio artístico complementario de la villa de Renera, consultar mi obra Crónica y Guía de la Provincia de Guadalajara, pp.236‑237

Antigüedad de la Virgen de la Antigua

 

Un año mas la ciudad de Guadalajara va a rendirse en fiestas en honor de su Patrona, la Virgen María en advocación de la Antigua. Y aparte de la serie innumerable de actos, que en esta oca­sión van a ser preludio inmediato de las Ferias y Fiestas de Otoño, los fieles cristianos celebraran como cada año, al menos desde hace un siglo, a la protectora  y abogada celestial de Guadalajara.

Sin pretender agotar un tema, ni entrar en profundi­dades investigativas que no hacen al caso, hoy quisiera sumarme a esta fiesta dando algunas noticias, deshilvanadas, pero curiosas todas, y por supuesto útiles para la comprensión global de lo que la Patrona representa en nuestra historia, de esta Virgen de la Antigua que ya casi nos parece ver recorriendo, rodeada de cientos de niñas ataviadas de alcarreñas, las calles de la ciudad.

La tradición dice de su antigüedad. De ella le deriva el nombre, que a tantos sorprende. Cuentan que cuando Alvar Fáñez de Minaya, aquella noche de San Juan del año 1085 (todavía están frescos los ecos de la celebración del IX Centenario de aquella efemérides) en que reconquisto a los árabes la Wad‑al‑Hayara de junto al Henares, lo primero que hizo fue subir la cuesta y llegarse hasta el barrio de los mozárabes, donde en la iglesia de Santo Tomé, que les acogía, venero la imagen antiquísima de la Virgen. Otros dicen que fue el mismo guerrero quien descubrió, oculta entre las piedras de la muralla, la talla en madera de María.

Supone esta conseja que la devoción por la Virgen se mantuvo incluso en la época de dominación árabe. Quizás sea demasiado decir. Pero lo cierto es que, aunque mínimamente, toda la época bajo­medieval, ya cristiana, mantuvo la Fe de las gentes arriacenses por su Virgen, colocada siempre en el altar de una capilla de la parroquia de Santo Tomé. La tradición, envuelta en ampulosas palabras típicas de la retórica finisecular, nos la da entera este fragmento de la petición que en 1883 hizo el Cabildo de Curas de Guadalajara en solicitud del título canónico de Patrona de la Ciudad para la Virgen de la Antigua. No me resisto a pasarlo por alto. Dice así:

«Dominada esta ciudad por el yugo agareno, sus mora­dores conservaron la Iglesia de Santo Tomé, como único consuelo en su terrible aflicción, y al librarse de aquel en 24 de junio de 1085 por las huestes de D. Alonso el VI, capitaneadas por el celebre y esforza­do Caballero Alvarfáñez de Minaya, los historiadores aseguran, que al penetrar en esta ciudad, fue su primer acto ir a posternarse ante aquella Santa Imagen, que los cristianos guardaban como rico Tesoro en la ya mencionada iglesia.  Este hecho y otros mas que han visto escri­tos los suscribientes, prueban que si bien esta ciudad no había decla­rado por actos oficiales como a su Patrona a la Imagen de Nuestra Señora de la Antigua, sin embargo, tenía puestos en ella su corazón y su esperanza para el socorro de sus necesidades, como así lo experi­mento en los años de 1589, 1593, 1609, 1641, 1648, 1676 y 1683, en que la falta de lluvias esterilizaba sus campos, y la peste diezmaba sus moradores, y que en 1725 desapareció la plaga de langosta que talaba los campos y frutos de la tierra…»

Tras tan razonadas expresiones de solicitud, la Virgen de la Antigua fue declarada Patrona de la Ciudad de Guadalajara el 8 de septiembre de 1884. Hace ya ciento y un años de aquello.

La devoción por esta imagen es, sin embargo, mucho más antigua. Dejando ahora aparte la tradición, y buscando los documentos escritos, únicos por los que podemos hablar los historiadores, recor­daremos que quizás la fecha mas antigua registrada en torno a la Patrona es la de 1505, época en la que una vecina de la ciudad, Isabel de Tejada, hacía fundación de una misa semanal en honor de la Virgen de la Antigua. Durante el siglo XVI sabemos que ya se venerable con regularidad y por muchas gentes a la Virgen bajo esta advocación, e incluso entre la aristocracia arriacense nuestra Madre tenía una preferencia evidente. Así, cuando en 1586 estuvo muy enfermo D. Rodri­go de Mendoza, marido de la sexta duquesa del Infantado Dona Ana de Mendoza, esta iba a menudo a orar «ante la Virgen de la Antigua, en la Parrochia de Sancto Thome».

A mediados del siglo XVI, una encumbrada familia de Guadalajara construyo nueva capilla para la Virgen en la referida Parroquia. Era con nombre de la Ascensión que se abría el nuevo espa­cio sagrado, y fueron el licenciado Luís Álvarez Jiménez y su mujer Isabel de Zúñiga y Valdés, que vivían en un palacio con dos torres en la plaza del Ayuntamiento, quienes mandaron hacer esta edificación, poniendo en lo alto sus escudo nobiliarios, que aun hoy se ven poli­cromados. Se comenzó a levantar la capilla en 1576, y sus hijos prosi­guieron la obra.

Pero también entre el pueblo llano de Guadalajara fue siempre muy fuerte la devoción a María de la Antigua. He visto en un testamento conservado en el Archivo Histórico Provincial, suscrito por una humilde mujer arriacense, mediado el siglo XVI, que dejaba «una saya entera de terciopelo leonado guarnecida de raso para la imaxen de nra señora del antigua…» En la capilla mayor del templo, sobre el arco triunfal de traza apuntada, lucía hasta el siglo pasado una leyenda escrita en caracteres góticos que decía que aquella capilla mayor había sido sufragada por Pero Ximénez. Y aun sabemos que, desde el siglo XVI, serían otras familias de alto copete, como los Páez, los Orozco, los Barnuevo, etc, quienes darían limosnas y harían funda­ciones en la parroquia de Santo Tomé en favor de la capilla e imagen de Nuestra Señora la Virgen de la Antigua. El pueblo, con su callado pero fervoroso aplauso, lleno durante siglos la mansión sagrada con cientos de ex‑votos que, hasta el siglo pasado, llenaban las paredes de la capilla.

La devoción por la Virgen de la Antigua no es cosa solamente de Guadalajara. En otras partes de España también existe. Así, en Sevilla, porque el alcarreño Diego Hurtado de Mendoza, hijo del duque del Infantado, a la sazón ocupando la silla arzobispal de Hispalis, y ostentando el Cardenalato, levanto en la catedral sevilla­na una capilla en honor de la Virgen de la Antigua, y pidió ser en ella enterrado. También en Valladolid hay una iglesia dedicada a nuestra Virgen, y en Sevilla aun una pintura mural muy antigua, cele­brada ya en las historias del Rey D. Fernando, conquistador de la ciudad. También hay devoción en Orduña (Vizcaya), en Madrid, en Bri­huega y en El Casar. Es, en definitiva, un canto universal que hacia la Virgen tiende, y en esta «antigua» advocación se concentra en algunos lugares.

Guadalajara acude un año más en clamor de ternura hacia su excelsa Patrona. Es una tradición más de la ciudad, algo que nos identifica con el río de la historia de nuestro burgo. Pero algo también que todos los alcarreños llevamos muy dentro, sacando desde el corazón a la calle la imagen de esta Virgen de la Antigua que ahora, un año más, nos pide nuestra atención y nuestras plegarias.