La campaña de Alfonso VI contra Toledo

viernes, 22 febrero 1985 0 Por Herrera Casado

 

El año 1085 registra en los anales de la historia de España un hecho capital, trascendente como pocos: la conquista de Toledo por el reino de Castilla, dirigido entonces por su monarca Alfonso VI. Ese hecho con­dicionó el paso de muchos otros territorios, ciudades y pueblos a la corona de Castilla, y entre ellos Guadalajara y buena parte de la Alcarria Baja,

La conquista de Toledo por los cristianos causó sensación en todo el mundo. Debe considerarse, desde un principio, que no era la toma de una simple ciudad, sino la rendición de todo un reino, de un territorio famoso que hasta entonces había pertenecido al área islámica, y que durante mucho tiempo había sido luz de su cultura, y envidiado por su fortaleza, su prosperidad y el bienestar de sus habitantes. Para los cristianos hispánicos, los castella­nos, leoneses, navarros y aragone­ses, Toledo era algo más era la cabeza simbólica, el pedestal político, religioso y cultural de la antigua Es­paña; era la justificación de nom­brar «reconquista» a la empresa guerrera en la que, con más o menos ímpetu, se estaban dedicando los cristianos norteños contra los meridionales andalusíes.

La gran victoria del cristianismo, la gran derrota que el Islam sufría con la caída de Toledo, fue llevada inmediatamente, con velocidad de corceles, por mensajeros enviados por el rey castellano, a todos los confines del mundo occidental. La sorpresa fue unánime un reino fuerte, próspero, culto, se había venido abajo con una rapidez catastrófica. Y, además, sin guerras. Sin sangre. Prácticamente, sin violencias. Un brusco cambio político acabó con varios años de debilidades internas toledanas y culminó con la victoria de la estrategia alfonsí.

Veamos ahora, en rápida y sintética película, los hechos acaecidos los años anteriores a la conquista. La muerte del sabio y generoso rey Al‑Mamún de Toledo, en el año 1076, hizo nacer de inmediato graves luchas interiores en su reino. El nuevo monarca, Al‑Qadir, inauguró su periplo ejecutando al primer ministro Al‑Hadidí, haciendo oídos a consejeros ambiciosos. Ello originó una grave revuelta en la ciudad, y una primera división de opiniones, que en los años sucesivos continuaría ahondándose hasta dividir, en poco tiempo, a la población toledana en dos bandos antagónicos e irreconciliables.

Ante este irregular estado, los reinos taifas vecinos, de Valencia, Córdoba y Murcia, atacaron las fronteras de Toledo. Al‑Qadir, asustado, vio una salida única a sus fulgurantes problemas, pidiendo la ayuda y protección de Alfonso VI de Castilla. Este le brindó lo que pedía, pero a cambio del pago de unos impuestos o parias bastante regulares. En ese equilibrio inestable, se mantiene la cosa hasta el año 1080, en que una nueva revuelta altera la sociedad toledana hasta sus cimientos. Dos grupos fuertes pugnan por controlar al rey y al Estado: de una parte, el clero islámico y la nobleza de ascendencia árabe y bereber, que prefieren el socorro de los reyes taifas de Zaragoza, y por otra las gentes de raíz hispánica, mozárabes y mudéjares, que, aun deseando la independencia de su reino, son partidarios de un entendimiento con Alfonso VI. En esos momentos, Al-Qadir, siempre dubitativo, entrega el mando a jefes civiles y militares que sólo piensan en enriquecerse.

La revuelta del 1080 fuerza la huida de Al‑Qadir a Huete. El rey de Badajoz, Al‑Motawakil, entra en Toledo. Por poco tiempo. La ayuda de Alfonso VI al legítimo rey toledano supone el cerco de la ciudad en 1081, y la huida del de Badajoz a su tierra. Al‑Qadir, agradecido, se compromete con Alfonso al pago de grandes sumas de dinero y productos agrícolas. Recibe además los castillos de Canales, Zorita y Canturias. Pero el rey castellano, se retira a sus tierras norteñas. Sabe que Toledo caerá sola, como un fruto maduro. Sitúa peones en su torno, ve complacido su división interna, su debilidad progresiva. Y espera… En ese mismo año, Alfonso VI solicita del Papa la restauración del Obispado de Toledo. Tan seguro estaba de poder levantar allí, muy pronto, una gran catedral.

En el interior de la ciudad, la situación se agrava. Una auténtica guerra civil surge: quejas masivas contra los impuestos progresivos. Hay exiliados voluntarios; se inician represiones. En la primavera de 1082 hubo nuevas revueltas callejeras: un atentado contra la vida de Al‑Qadir, y un buen puñado de rebeldes que, fracasados, se encastillan en Madrid. Al‑Qadir los persigue y castiga. Otros se exilian en Zaragoza…

La primavera de 1083 lleva a Alfonso VI ante los muros de Toledo. Va a cobrar sus impuestos: recauda dineros y, sobre todo, avituallamientos. Toledo se sumerge en una aguda crisis económica y de escasez de alimentos. El nerviosismo de sus habitantes se agudiza. Los intransigentes quieren pedir ayuda militar a los árabes de Zaragoza y Sevilla. Los moderados propugnan un entendimiento con el castellano, y llegan a pedirle que tome cuanto antes la ciudad, y acabe con ese estado de cosas. Es evidente que, en ese momento, la muerte de una cultura como era la árabe en Toledo, se veía como una auténtica liberación por parte de sus mismos individuos. El acabamiento del reino, parecía como la mejor solución a tantos males. Indudablemente, era el mejor montaje que podía haber realizado el castellano.

Al finalizar el verano de 1084, y ante la desesperada situación econ6mica y social, una gran parte de la población en contra del monarca, Al‑Qadir ofrece a Alfonso VI la entrega de Toledo y sus cercanías a cambio de una ayuda militar contra el rey de Valencia. El castellano ve cercano su éxito. No necesita hacer conveníos. Sabe que su golpe será total y definitivo. Se sitúa, con toda su Corte, en las afueras de Toledo, concretamente en la llamada «Huerta del Rey” palacio oriental que había labrado Al‑Mamún para su recreo. Allí pasó Alfonso el invierno del 84 al 85. Fue muy lluvioso, dicen los cronistas, aunque no, frío. Arriba, en el alcázar, Al‑Qadir no sabía qué decisión tomar. El ham­bre azotaba a su pueblo. Estaba so­metido a un asedio «de guante blan­co». En algunas ocasiones, ambos monarcas se juntaron a escuchar música, a contemplar bailarines, a comer y a jugar.

Dentro de Toledo, los radicales consiguieron enviar emisarios con petición de socorro a Zaragoza, a Sevilla, a Murcia. Con resultados nulos. Quizás los castellanos les hi­cieron ver la inutilidad de sus ges­tiones. En la primavera de 10851 la situación hizo crisis. La población estaba hambrienta, desesperada. Y él no veía otra salida que la rendi­ción. Así se hizo. Las condiciones que puso Alfonso fueron suavísimas. Pero la mayor parte de los toleda­nos prefirieron marcharse, rumbo al sur, a otros territorios andalusíes más favorables, la noticia de la caí­da de Toledo tuvo en Al‑Andalus y en todo el Islam, una enorme reso­nancia. Sus habitantes se llenaron de espanto, y creyeron llegada la ho­ra de su irreversible caída.

La fecha de la conquista de Tole­do es admitida hoy como el 25 de mayo de 1085. Era domingo, día de San Urbano. Autores como Ibn Jal­dun, el Nuyuairi, y Kitag ‑ al ‑ Ikti­fá, la confirman. Otros dan el 17 de mayo, como Ibn Alkania, y el 29 de mayo, como Ibn Idhari.

Inmediatamente, el reino entero de Toledo pasó al poder de Castilla. Tanto las grandes ciudades, populo­sas y ricas, como Talavera, Madrid, Alcalá de Henares y Guadalajara, como las aldeas y fortalezas de su territorio, pasaron a engrosar el rei­no castellano. Toda la Marca Media de Al‑Andalus cayó junto a Toledo. Las dimensiones del hecho eran, por tanto, enormes. Y su repercusión en el equilibrio de fuerzas sobre la Pe­nínsula, cruciales y definitivas.

En un documento de 1086, cuan­do Alfonso VI erige al obispo de To­ledo en Primado de España, y le concede gran cantidad de ciudades y territorios, dice así: «civitates po­pulosas et castella fortíssima, adiu­vante Dei Gratia cepi». Allí figuran Santa Olalla, Maqueda, Alamín, Ca­nales, Madrid, Talamanca, Uceda, Guadalajara, Hita y la Riba de San­tiuste. A las que el arzobispo Jimé­nez de Rada, en su «De Rebus His­paniae», añade Talavera y Almogue­ra, y a la que con seguridad hay que sumar Alcalá de Henares y Brihue­ga, esta última en posesión de Al­fonso VI antes de la campaña tole­dana. Pero en todo caso es preciso añadir, y en ello han insistido diver­sos historiadores, en que no hubo ningún caso de asedio militar, y la operación pudo calificarse de limpio traspaso político.

Inmediatamente después, con Al-­Qadir exiliado en Valencia, ciudad que conquistó al árabe Otman con ayuda de Alvar Fáñez de Minaya, el rey Alfonso VI se dedicó a com­batir a los otros reinos de taifas, que se levantaron contra él. En junio de 1086, los almorávides cruza­ban el estrecho de Gibraltar, y, al llamado de los andalusíes, aterrori­zados por la caída de Toledo, des­embarcaban e invadían España. Pe­ro eso es ya otra historia…