Figuras Seguntinas: Una de obispos
En estos días en que Sigüenza celebró, con la alegría que es tradicional, sus fiestas veraniegas en recuerdo de San Roque, merece que nos detengamos un tanto en ciertas figuras que, a lo largo de muchos siglos, conformaron la historia de la ciudad tan densa en lances y pletórica de acontecimientos curiosos. Entre esas figuras, directivas y, por lo tanto, catalizadoras de todas las miradas, se encuentran algunos de los obispos que ocuparon la silla principal del coro catedralicio. Santos varones y elementos de cuidado: hubo de todo en los pretéritos días.
Recordaremos algunos de ellos, fijándonos especialmente en los más ejemplares, en los que la ciudad se espeja y entretiene.
Durante el siglo XII, el primero en que Sigüenza, ya reconquistada, se organizó en torno a la institución episcopal, son cinco los obispos que ostentan la mitra, todos ellos franceses, lo cual no puede ser ninguna casualidad. Es un dato que confirma la enorme influencia de la cultura franca en el Medievo castellano. Gentes venidas de la Aquitania y de la Provenza ocupan puestos de responsabilidad en la corte de los Alfonsos. Así, serán don Bernardo de Agen, don Pedro de Leucata, don Cerebruno, don Joscelmo y don Arderico los cinco primeros nombres de las listas episcopales seguntinas. Todos ellos de feliz recordación: caballeros, guerreros, intelectuales y buenos hombres.
El primero reconquistó la ciudad a los árabes. Inició la construcción de la catedral, que continuaron los demás. Don Cerebruno reorganizó la diócesis y construyó por doquier iglesias románicas con gentes traídas de su Aquitania natal.
En los últimos años del siglo XII ocupó la silla episcopal un hombre tan virtuoso que alcanzó tras su muerte el título de santo. Ha sido el único de todos los obispos seguntinos que ha llegado a tan alto calificativo. Gobernó con acierto la diócesis durante siete años, entre 1186 y 1192, y antes había sido abad en Santa María de Huerta, y un gran impulsor del monasterio de Las Huelgas, en Burgos. Se piensa que fue el mismo arquitecto que construyó las iglesias de estos monasterios y la catedral de Sigüenza, en orden a su parecido mutuo, y que San Martín de Finojosa, cuyo es el nombre de este obispo, le había hecho venir de Francia. De todos modos, un nombre del episcopologio seguntino que tiene luz propia.
El primer cuarto del siglo XIV está marcado por el mandato de don Simón Girón de Cisneros, ilustre varón procedente de una de las más nobles familias de Castilla. Militar y político, además de eclesiástico, fue durante muchos años canciller mayor o primer ministro del Reino castellano. Edificó en Sigüenza gran parte del castillo, y de él queda el recuerdo en la hoy monumental entrada con rastrillo y flanqueada por torres almenadas.
También políticos a la par que eclesiásticos, pero más de lo primero que de lo segundo, fueron dos jerarcas del siglo XV, miembros de una misma familia, que jugó capital papel en las guerras civiles de la Castilla bajomedieval: don Alfonso Carrillo de Albornoz, cardenal de San Eustaquio, de quien la pasada semana veíamos su biografía sucinta y recordábamos su enterramiento sorprendente en la capilla mayor de la catedral. Y su sobrino don Alonso Carrillo de Acuña, que llegó a arzobispo de Toledo y fue uno de los más significados políticos de su de su tiempo, pues alcanzó también el grado de canciller mayor de Castilla. Gobernó Sigüenza entre 1434 y 1446, aunque paró poco por estas tierras.
En los finales del siglo XV aparece en Sigüenza, como obispo y señor del territorio, don Pedro González Mendoza, uno de los más destacados miembros de la familia de los Mendoza, y quizás el hombre que más cargos, todos ellos bien retribuidos, almacenó en el transcurso de su vida. Entre otros altísimos puestos, tuvo los obispados de Calahorra, de Sigüenza, de Sevilla y de Toledo, estos tres últimos acaparados al mismo tiempo. Gozó de varias abadías, incluso por países europeos y asiáticos; fue cardenal con tres títulos y patriarca de Alejandría. Rodeado siempre de una nutrida corte de familiares y amigos, ayudantes y acólitos, según le vemos en el adjunto retrato que Hernando de Rincón le hiciera para el retablo de San Francisco de Guadalajara, don Pedro González de Mendoza no paró tampoco mucho por Sigüenza, pero sí dejó una profunda huella en la ciudad y su diócesis, pues fue el mecenas, a caballo entre la Edad Media y el primer Renacimiento, de multitud de edificios, obras de arte y obras sociales que le han mantenido en el recuerdo, agradecido, de todos los seguntinos, durante las largas centurias que median desde su desaparición.
Todavía en el Renacimiento, en la primera mitad del siglo XVI, acudió a gobernar la diócesis de Fadrique de Portugal, también más tentado por la carrera política que por la eclesiástica. Aunque casi no apareció por Sigüenza, y murió en Barcelona ocupando el puesto de virrey y capitán general de aquel territorio, decidió ser enterrado en la catedral de Sigüenza, y aquí, en el brazo norte del crucero, se levanta, soberbio y afiligranado, su enterramiento, que más parece retablo plateresco. El mandó levantar, con encargos a los mejores artistas de la época (Vasco de la Zarza, Alonso de Covarrubias, Juan de Soreda) el altar de Santa Librada, y allí en sus muros dejó su escudo tallado, tenido por ángeles, como en el adjunto dibujo mostramos.
Y en los siglos siguientes, una pléyade de obispos, progresivamente más apegados estrictamente a su misión pastoral, cada vez más dispuestos a dedicarse por entero al bien espiritual de sus gentes, a la prosperidad material de ellas, incluso. Son los nombres más destacados los de Fernando Niño de Guevara, que gobernó Sigüenza entre 1546 y 1552, y que alcanzó el patriarcado de las Indias; el de Diego de Espinosa, ministro de Felipe II, presidente del Consejo de Castilla y regente de Navarra (1568‑1572), todavía volcado a la política con preferencia; el de don Sancho Dávila y Toledo, rector de la Universidad de Salamanca y confesor de Santa Teresa (1615‑1622); el de Francisco de Mendoza, una curiosa personalidad que le hizo ser obispo tras haber dedicado su vida a la lucha armada en Flandes y a haber sido un notable almirante (1622‑1623); el de Francisco Rodríguez de Mendarozqueta y Zárate, presidente de los Consejos de Castilla y de Estado (1714‑1722); el de Francisco Díaz Santos‑Bullón, también presidente del Consejo de Castilla. que llegó desde el obispado de Barcelona y pasó luego al de Burgos (1750‑1761); el de Juan Díaz de la Guerra, quizás uno de los mejores obispos de toda la historia seguntina, a quien hemos apelado el «obispo albañil» por la cantidad de obras públicas y artísticas que desarrolló en Sigüenza y su tierra (1777‑1800), y Pedro Inocencio Bejarano (1800‑1819), a quien tocó entregar el Señorío de la ciudad y su entorno a la potestad civil; sin olvidar finalmente la figura de un mártir, don Eustaquio Nieto y Martín, muerto en el verano de 1936 de forma sangrienta, y hoy enterrado en la capilla de la Anunciación catedralicia, bajo bella escultura del aragonés Bayod.
Son todos ellos nombres que quieren ser recuerdo de tantos y tantos obispos que dejaron horas, sacrificios e ilusiones en la tarea de completar, poco a poco, esta insigne historia seguntina, una de cuyas páginas acabamos de repasar.