Castillos molineses: el de Embid
De los múltiples castillos medievales que poseen aún el Señorío de Molina, uno de los más espectaculares, cargados de historia y lejano de todos los caminos, es el de Embid, adonde en un día de excursión podemos dirigir nuestros pasos, evocadores del pasado de nuestra tierra.
Se encuentra la villa de Embid en el último extremo, el más oriental, de la sesma del Campo y del Señorío de Molina, en posición rayana con Aragón. Surgen ante el viajero entre los repliegues secos y rocosos del páramo, que va dibujando mínimos surcos de los que nacerá luego el río Piedra. El caserío se apiña bajo los alerones pétreos del castillo y de la iglesia. El silencio del paisaje, la inmensidad del horizonte parecen imponer respeto ante la visión primera de este pueblo.
Existió como aldea desde los inicios de la repoblación del Señorío, cayendo en los límites del mismo según el Fuero de 1154 dado por don Manrique. Siempre en el orden del Común de Villa y Tierra de Molina, la señora doña Blanca en su testamento (finales del siglo XIII) dice dejárselo en propiedad a su caballero Sancho López. Fue realmente en 1331 cuando pasó en señorío a manos particulares, pues en esa fecha el rey Alfonso XI extendió privilegio de donación y mínimo Fuero para este enclave, disponiendo que fuera su señor Diego Ordóñez de Villaquirán, quien estaba facultado para repoblarlo con veinte vecinos, que no debían ser de otros lugares de Molina, ni siquiera castellanos, y facultándole para levantar un castillo.
En 1347, los Villaquirán vendieron Embid al caballero Adán García de Vargas, repostero del rey, en 150.000 maravedises de la moneda de Castilla. Su hija Sancha, en 1379, vendió el lugar a Gutiérrez Ruiz de Vera, y éste lo perdió por usurpación que de Embid hizo, en algarada guerrera, y como acostumbraba hacer por toda la zona, el conde de Medinaceli. Ya en el siglo XV (1426), esta familia se lo cedió, con otros pueblos molineses, a don Juan Ruiz de Molina o de los Quemadales, el llamado Caballero viejo de las crónicas del Señorío, jurista y guerrero, en cuya familia quedó para siempre. Por sucesión directa fue transmitiéndose el señorío del lugar, y en 1698 un privilegio del rey Carlos II hizo marqués de Embid a su noveno señor, don Diego de Molina. Uno de sus más modernos sucesores, don Luís Díaz Millán, fue autor de varios interesantes libros y estudios sobre Molina, y hoy se conserva el magnífico archivo de la casa en poder del heredero del título.
En rápida visita al pueblo, destaca sobre todo la silueta de su magnífico castillo, ya en avanzada ruina, que consta de una torre fuerte central, desmochada y con sólo dos muros, y una cerca altísima, o muralla almenada, que sólo mantiene en pie dos de sus lienzos, con diversos cubos esquineros. Mantiene, sin embargo, todavía un aire digno y resueltamente medieval. Este castillo fue construido en el siglo XIV por su primer señor, y luego rehecho por el caballero viejo a mediados del siglo XV. Sirvió de lugar de refugio de los castellanos en numerosas contiendas contra el reino de Aragón, cuya frontera establece.
La iglesia parroquial de Embid, que ya en tan lejano lugar no debemos dejar de ver, está dedicada a Santa Catalina, y es obra de grandes proporciones, construida en el siglo XVI. Se precede de ancho atrio descubierto, y muestra su portada principal orientada al sur, consistente en arcada semicircular, adovelada y con adornos sencillos de rosetas, con un cierto aire arcaizante. El interior es de una sola nave, y muestra numerosos altares de gran interés, de los siglos XVI y XVII, y alguno más barroco. Destacan los de la Virgen del Rosario, y el de San Francisco, con tablas buenas de escuela aragonesa; fue fundación, en el siglo XVI, del alcalde y regidor de Embid don Diego Sanz de Rillo, poderoso ganadero.
Son también destacables, distribuidas por el pueblo, algunas casonas molinesas de típica traza: la de los Sanz de Rillo Mayoral, obra del siglo XVII con ancha fachada de sillarejo y un gran portón adintelado en el que se inscriben diversos símbolos alusivos a la dedicación ganadera de los dueños; la de los Ordóñez de Villaquirán, obra del siglo XVII también, con amplio patio anterior y entrada sencilla adintelada; y la del Dr. Martínez Molinero, también llamada «la casa del vínculo», obra del siglo XVIII con portada adintelada y gran dovelaje y jambas de bien labrado sillar, mostrando encima un curiosísimo escudo emblemático, en forma de jeroglífico, que viene a relatar la historia de la familia, y del que ya nos ocupamos hace tiempo en otro Glosario (ver «Nueva Alcarria» de 2 junio 1979).
A la entrada del pueblo se ve una sencilla picota o pairón indicador de cruces de caminos, y a la salida, hacia Aragón, la ermita de Santo Domingo, edificio religioso popular del siglo XVIII, enclavado en ameno prado junto al río Piedra.
El viajero volverá cruzando los páramos ahora helados de la sesma del Campo, por Tortuera y Cillas, rememorando las épocas en que aquellas alturas fueron frontera y disputado territorio entre dos reinos. Habrá conocido, de todos modos, uno de los más curiosos rincones del Señorío y de la provincia toda, y habrá puesto, en definitiva, una pica más en ese quehacer cotidiano de revitalizar el turismo provincial a base de conocer a fondo sus pueblos y caminos.