La Pasión según Vandoma
En estos días que anuncian y preludian la anual conmemoración por los cristianos de la Pasión y Muerte de Cristo, no está de más hacer recordación y glosa de uno de los monumentos -mejor dicho, de uno de los fragmentos de un monumento- que más densamente proclaman el significado eterno de este hecho, llenando la piedra y modelando el aire con las imágenes poetizadas, pero duras y valientes, de la Pasión cristiana. Se trata del púlpito o predicatorio que adorna el lado del Evangelio del crucero de la catedral de Sigüenza, obra de Martín de Vandoma, en el siglo XVI.
El Cabildo catedralicio, al ver que solamente contaba con un predicatorio (el que a fines del siglo V regala el obispo y cardenal González de Mendoza), decidió construir otro para ser utilizado en las grandes ceremonias religiosas en las que se necesitaban lugares para dos locutores. Y se lo encarga a uno de los más grandes artistas que han pasado por Sigüenza, y, por supuesto, uno de los más relevantes del Renacimiento español (aunque todavía menos conocido de lo le debiera), Martín de Vandoma. Este había sido, desde algún tiempo antes, y tras realizar en la ciudad del alto Henares todo su período formativo, director de las obras de la sacristía y luego de toda la catedral. Entre 1572 y 1573 taIló este púlpito, personalmente, pues además de arquitecto y diseñador era un experto tallista y escultor.
Este púlpito podemos describirlo, en forma breve, como obra plenamente renacentista, sostenido por cilíndrica columna de fuste estriado rematada en capitel jónico‑corintio, sobre el que aparece moldura con cabecillas de ángeles, y encima todavía un cuerpo de sostén en el que se ven los escudos del Cabildo y cuatro cuerpos de niños tenantes. El predicatorio propiamente dicho se forma de ocho panales, en cinco de los cuales se ven magníficamente talladas escenas de la Pasión de Cristo, separadas entre sí por atlantes. Quizás sean éstos representación de la gentilidad que, como siempre que se les utiliza en arte, sirven para sostener, para soportar pesos, labores ingratas, en la exposición de las verdades y prodigios de la religión cristiana.
Aun siendo un puro goce estético, en estos días de la ya cercana Semana Santa, el viajero en Sigüenza puede pararse unos instantes ante este púlpito alabastrino y rememorar la Pasión en sus magníficas tallas, perfectas de composición y modelado. En esos grupos de figuras y escenas evocadoras puede uno darse cuenta en donde se halla la perfección del arte, la lucha difícil con la materia, el poder de las manos contra el duro elemento rocoso, sacando proporciones y sentimientos. Empezará por el panel de la izquierda.
Primeramente se ve «El prendimiento de Jesucristo en el Huerto de los Olivos», y allí se ven dos escenas que se sucedieron en el transcurso de la Pasión. El artista las pone en el mismo punto artístico, aunque realmente se suceden en el tiempo: son el beso de Judas y el milagro de Jesús restituyendo al soldado Marco la oreja que le había cortado San Pedro. Con sólo cuatro figuras se describen estas dos escenas, preámbulo de la Pasión. Aunque en el fondo, y entre florestas, aparecen cabezas y medios cuerpos de apóstoles y soldados.
Le sigue la escena de Jesús ante el Tribunal de Caifás. El Sumo Sacerdote de los judíos se encuentra sentado en una gran silla oriental, presidida por la imagen de la hidra, quizás emblemática en este caso de la malignidad de corazón. Delante se halla, en actitud humilde y postrada, Jesucristo, que es sometido a un juicio humano. Arquitecturas pletóricas de grandeza y proporción se apuntan en los lados de la escena, por la que aparecen algunos rostros de espectadores asombrados. Con sólo dos figuras el artista ha conseguido dar un aire de grandiosidad y tensión a este fragmento de su obra.
En tercer lugar vemos la escena de Jesús cuando es conducido al Tribunal de Pilatos. Sin embargo, vuelve a desdoblar, en un solo panel, dos momentos de la Pasión. El primero de ellos es la comitiva en que Jesús es conducido ante el romano. Pasa el cortejo ante la arquitectura señera del templo, mientras a Cristo, ya desvestido de su túnica, dos sayones le alzan sus látigos. Posteriormente, Cristo es puesto ante la figura lujosamente ataviada de Pilatos, que llena al mismo tiempo que con otros detalles arquitectónicos y decorativos el panel todo.
Sigue una cuarta escena con la representación de Jesús siendo insultado por los soldados, que se burlan de él postrándose. Mientras el Redentor se sienta en un escalón, algunos soldados y judíos le maltratan, empujándole y alzando sus látigos contra Él. Uno de ellos, incluso, lleva la burla más allá y se postra ante el Cristo en tono de fingida humildad. Vandoma consigue en esta escena que cada rostro exprese con fidelidad un estado de ánimo, una intencionalidad concreta, incluso. Es por ello que quizás pueda considerarse el mejor conjunto de los cinco paneles.
Termina el relato de este inicio de la Pasión con el quinto y último panel en el que se ve a Jesús expuesto por Pilatos a la puerta del Pretorio. Es una escena en la que sólo existen, y fragmentarias, tres figuras: desde lo alto de una fingida arquitectura palaciega, Jesús y Pilatos se muestran de frente al pueblo. En éste, un sacerdote judío alza y aprieta su voz contra Cristo, pidiendo su crucifixión, dominando con su estampa violenta el resto de la multitud, apuntada como cabezas y cuerpos.
Sería aún curioso y digno de estudio el por qué en este predicatorio solamente se puso el inicio de la Pasión al querer simbolizar toda ella. Porque igualmente se podría haber usado para llenar estos paneles escenas de Jesús con la Cruz a cuestas, o incluso, las escenas finales del Calvario. Ellas hubieran conseguido, incluso, un mayor sentimiento en el pueblo que las contemplaba. Pero quizás sea ésa idea medieval, la de conseguir una emoción religiosa a costa de la tremebundez de las escenas, la que Vandoma, por indicación del Cabildo seguntino, quiere evitar. En un momento de Renacimiento y humanismo plenos, es precisamente ese fragmento de la Pasión en el que Jesús es sometido a juicio, y donde se esgrime una dialéctica más fina, menos dramática, el que se quiere hacer notar. Da pie, incluso, para que la predicación pueda ser más profunda, más útil en la búsqueda de la verdad.
El hecho cierto es que el viajero que se ponga ante el púlpito del Evangelio en la catedral seguntina dejará volar su imaginación y su sentimiento con las alas fáciles que un artista genial, Martín de Vandoma, le confiere a golpe de buril y gubia: en un alabastro alcarreño de bellos tonos la Pasión de Cristo quedó en el siglo XVI magistralmente tallada para la eternidad.