Castros y torreones por Luzón

sábado, 16 enero 1982 0 Por Herrera Casado

 

La serranía del Ducado, en los límites nortes de nuestra provincia es rica en recursos paisajísticos y en curiosos residuos del pasado, lo que siempre justifica hacer un viaje o mínimo periplo por sus caminos. Perteneciente al secular territorio dependiente de la villa de Medinaceli, que en árabe viene a significar nada menos que «ciudad celeste», en las reformas territoriales del siglo pasado quedó en la provincia de Guadalajara una buena porción de ese territorio. De sus infinitos recovecos, escogemos hoy un o que nos va a deparar un manojo de satisfacciones: un pueblo encantador y pleno de vigor; unos paisajes increíbles y aún sin mancha; unas huellas palpitantes de la historia: vamos a Luzón.

Se esconde el pueblecillo en el estrecho valle que forma el río Tajuña, aun recién nacido. Sobre una rocosa lastra se amontonan el caserío, la iglesia, la fundación Bolaños la alta ermita de la Virgen y él pálpito todo, conjunto y fiel, de la villa. No entramos en descripciones de detalle, aunque el edificio parroquial y el conjunto de la fundación bien lo merecen, porque nuestro objetivo está más allá. Quede bien sentado el interés del templo renacentista, sus hermosas pinturas y retablos barrocos, y aun la medida y elegante arquitectura eclesticísta y neogótica de la capilla Bolaños.

En cuanto al origen del pueblo, sí que merece consignarse algún detalle que puede ser esclarecedor. En esta zona de altas parameras inhóspitas y reducidos y abrigados valles, tuvo lugar el asentamiento de un contingente numeroso de gentes celtíberas allá por el siglo séptimo antes de Jesucristo, aproximadamente. Las razones concretas de por qué fueron elegidos tan altos territorios, y tan fríos no está del todo aclarado, aunque es muy posible que el hecho fuera debido a su abundancia en pastos y favorables condiciones para la ganadería.

Entre el conjunto celtíbero hubo otras subdivisiones en pueblos, y uno de estos fue el de los lusones, que formado por varias tribus, asentó en los límites nortes de la actual provincia de Guadalajara. De ese pueblo derivan los nombres de algunas villas actuales, como Luzaga y Luzón.

Con el paso de los siglos, y siempre poblado el entorno por grupos ganaderos, a partir de la reconquista del territorio adquirió nueva importancia quedando como uno de los puntales norteños del naciente señorío de Molina, creado por la familia de los Lara en el siglo XII. Luego pasó, como ya hemos dicho, al territorio o Común de Medinaceli, quedando en su territorio señorial o ducado durante varios siglos.

Pero de los inicios de su historia han quedado algunos vestigios que bien merecen una excursión detenida sin prisa, con el ojo y el corazón abiertos a la sorpresa. Nada mejor que hacer el camino a pie, por la vereda que desde la fuente del pueblo se echa abajo del río, por su orilla derecha, dejando a un lado la ermita de San Roque y el molino con cuyo propietario, el secretario Samuel Rubio, que es hombre de campos y sierras, y por ello cargado de profundas sapiencias y generosas humanidades, hacemos el viaje de pie en una memorable tarde otoñal, cuando el sol en caída va tiñendo el valle con la luz dulce e íntima de un habitáculo doméstico.

Después de media hora de camino, se llega a una encrucijada del valle, en la que el Tajuña recibe una rambla por cada lado. Le llaman «Torre de Moros» al lugar, y en efecto, sobre una escarpada roca, parece columpiarse un torreón antiquísimo, señero, aprendiz de castillo, y evocador de batallares. En punto dominante se alza una torre de planta cuadrada, con fuerte sillar calizo y de arenisca rojiza en las esquinas construida. La puerta la tiene orientada al sur, a la altura del primer piso, y se remataba con arco apuntado, hoy ya caído. Encima tenía otro piso, cubierto de terraza almenada. Algunas ventanas aspilleradas y oblicuas permanecen. Todo ello nos da idea inmediata del carácter vigía y defensivo de este torreón, que no fue construido por los moros, como dice la tradición, sino por los cristianos repobladores de territorio, en el ya remoto siglo XII, cuando aquel punto se constituyó en uno de los accesos, en una de las «puertas naturales del Señorío de Molina.

Al otro lado del río una suave loma se yergue también vigilante de la encrucijada de los arroyos. Con la sabia dirección de nuestro cicerone montano, llegamos arriba del cerro y descubrimos una de las más antiguas, curiosas y sorprendentes construcciones de la provincia toda: se trata de un castro celtíbero, con más de 25 siglos de antigüedad. Formando un recinto que se nos antoja de forma cuadrilátera, y de reducida amplitud, que no supera en mucho la hectárea, percibimos el antiguo habitáculo fortificado de los remotos lusones. En su costado oriental, se ve perfectamente el muro de enormes sillares, de los que en algunos puntos y esquinazos quedan hasta 10 ó 12 hiladas unas sobre otras. El derrumbe progresivo de murallón ha hecho que se forme una especie de altozano estrecho y alargado en todo el límite de castro, sobre el que a lo largo de los siglos ha ido creciendo una densa maraña de robledal En el recinto interno vemos alguna rueda de molino celtíbero, y no enteramos que de ese tipo de resto arqueológico ya se han re cogido en años anteriores otras piezas. Luego hacemos la bajada hasta el valle por un cómodo sendero que, incluso tallado en la roca por algunos trechos, nos lleva en zig‑zag hasta la orilla izquierda del Tajuña, en un punto donde existió, hasta hace no muchos años, un molino de agua. Parece ser que algunos aficionados locales encontraron tiempo atrás alguna piedra con inscripciones y algunas armas antiguas (espadas, escudos, etc.) en la parte declive del fortín, cerca de arroyo que le rodea por poniente, quizás en el lugar donde estuvo la necrópolis. El hecho cierto es que en el término de Luzón, en un entorno perfecto de estrecho y cómodo valle, se encuentra una más de las pequeñas aldea o castros del pueblo lusón, que forman el conjunto más denso de la Celtiberia, y que, pensamos deberá ser estudiado en un futuro con todo el rigor y la claridad científica que el tema merece.

Vencido el día, con el sano cansancio de la caminata por el monte, volvemos al pueblo, atravesando el robledal denso, oloroso y a veces cargado de sombras inquietantes que cae por la orilla izquierda del valle alto del Tajuña. Una excursión que puede repetir quien guste de leer, en pocas líneas y muchos colores la densa y vibrante historia de nuestra tierra.