Un viaje a Tendilla

sábado, 28 noviembre 1981 0 Por Herrera Casado

Uno de los numerosos lugares que en nuestra tierra de Alcarria muestran el suficiente interés histórico, y conservan el patrimonio artístico en cantidad tal que bien merecen una visita detenida, es sin duda la villa de Tendilla, famosa desde antiguos siglos por su emplazamiento en caminos transitados, por ser núcleo de famosa feria, y por ser sede preferida y bien tratada de una de las potentes ramas de los Mendozas alcarreños: los condes de Tendilla. Como recuerdo para quienes ya la conocen, y como acicate para cuantos deseen visitar un nuevo enclave alcarreño, son estas líneas de nuestro semanal Glosario.

Asienta la villa en lo profundo del valle de su mismo nombre, por donde corre un arroyo entre huertas y arboledas, escoltado de los páramos olivareros en que se derrama la Alcarria.

De antiquísimo origen, las primeras noticias hacen referencia a su pertenencia al Común de la tierra de Guadalajara. A finales del siglo XIV, Enrique III de Castilla la dio el título de villa, y se la entregó en señorío al almirante mayor de su reino, entonces cabeza de la ya pujante estirpe mendocina, don Diego Hurtado de Mendoza. Intentó de varios modos recuperar Guadalajara esta parte de su territorio desmembrado, pero tras largos pleitos se confirmó la merced real. En la familia de Mendoza permaneció, pues, desde el año 1395 hasta la desaparición de los señoríos en el siglo XIX. Y estuvo en ella ligada a los bienes de mayorazgo como una de sus más distinguidas posesiones El hijo del primer marqués de Santillana, también llamado don Iñigo López de Mendoza, recibió del rey Enrique IV el título de condado para lo que había heredado como señorío de Tendilla, recibiendo también el beneficio de las rentas reales de esta villa y de los otros pueblos de su estado: Loranca, Fuentelviejo, Aranzueque, Armuña y Meco. Ocurrió esto en 1468. Fue este primer Conde de Tendilla, junto a su mujer doña Elvira de Quiñones, quienes más favorecieron y ayudaron a esta villa. También el hijo de éstos, don Diego Hurtado de Mendoza, obispo de Palencia, y luego patriarca de Antioquía y Cardenal‑Arzobispo de Sevilla, hizo importantes donaciones al pueblo y monasterios en él asentados. La cadena de gloriosos nombres de la familia Mendoza que llevó los títulos de Conde de Tendilla y Marqués de Mondéjar, están unidos, año tras año, al devenir de la cotidiana historia del pueblo.

Fue especialmente desde la Baja Edad Media, un lugar dedicado a la agricultura y muy especialmente al comercio, dado su emplazamiento estratégico en un valle bien comunicado de la Alcarria. Fue poblado de judíos y fueron famosísimas sus ferias, que se celebraban en torno a la fiesta de San Matías, llenándose la calle principal, y sus castizos soportales, con todo el bullicio y la multicolor algarabía del comercio castellano: paños velartes, finos paños traídos de Segovia; paños de subidos y cendrados colores de las serranías de Cuenca, de Molina, de Medinaceli, de Sigüenza y de Soria; cordellates de Aragón; paños de la Alcarria y el Infantado; granas, sedas y terciopelos de Toledo, de Alcalá, de Medina del Campo, de Flandes… y frente a cada columna de la calle, un puesto o tienda de joyería, de mercería, de lienzos e hilos portugueses, de especería, de añil y drogas y conservas de la India, cereros, plateros, pescaderos, alabando todos la buena disposición de tan ancha y magnífica calle, y de los bajos impuestos a que el Conde les sometía, favoreciendo así la feria, que duraba quince días. La villa, además, era industriosa en muchas artes durante el resto del año. En el siglo XVI tenía entre sus vecinos importantes bordadores, plateros, carpinteros, organistas, tracistas, ensambladores y hasta arquitectos, todos con taller propio y ancha clientela repartida por la región.

De su primitivo aspecto y obras de arte, aún quedan algunas cosas que admirar. Es la primera su conocida «calle mayor», declarada como Conjunto de interés histórico­-artístico de carácter nacional. Más de un kilómetro de soportalados racimos de casas, con un sabor tradicional castellano, ensanchando a trechos su cauce con una plaza, con la iglesia parroquial, con el ayuntamiento, con algún palacio, etc.

De sus primitivas murallas y castillo nada queda. Estuvo cercada en todo su ámbito por fuerte muro, y a la entrada de la villa existió hasta el siglo pasado una puerta de fuerte aspecto, con arco apuntado y torreones adyacentes, llamada «la puerta de Guadalajara». En un cerro al sur del pueblo, y en el lugar que aún la tradición señala con el nombre del Castillo, se conservan mínimos restos de lo que fue una magnífica fortaleza, construida en el siglo XV por los primeros Mendozas que aquí asentaron. Sobre abrupta roca, rodeado de foso, el castillo se componía de muros, varios torreones y, en su cogollo, de un edificio con cuatro torres, una de las cuales, más fuerte y ancha, era la del homenaje. En su interior se guardaban importantes pertrechos de los ejércitos mendocinos. Estuvo casi entera hasta el siglo XIX, en que toda su piedra fue aprovechada para construir en el pueblo.

Una magnífica fuente de corte popular, y ancho pilón se ve en una plaza al extremo norte del pueblo, ostentando un gastado escudo de armas de los Mendoza.

En un respiro que la calle mayor se da a sí misma, surge la gran iglesia parroquial, dedicada a la Asunción de Nuestra Señora, obra inacabada, pero que fue trazada con ideas de sobrepasar con mucho a lo que en toda la Alcarria hasta entonces, y era el siglo XVI, se conocía. De su gran edificio sólo se terminó la cabecera y parte de la nave, quedando tan sólo iniciados los arranques de muros y pilastras de los pies del templo, que hoy pueden verse penetrando a un patiecillo desde la iglesia. Su tamaño y calidad da idea de la pujanza económica del pueblo en el momento de iniciarse la obra. De su primer impulso, en el siglo XVI, es el ábside de paramentos robustos, contrafuertes moldurados, y ventanales con dobles arcos de medio punto, lo mismo que se observa en los muros laterales. La portada es obra de comienzos del siglo XVII con severidad de líneas, achatada proporción, y un exorno lineal de cuatro columnas jónicas, un frontoncillo y varias hornacinas vacías de estatuas. De las dos torres proyectadas, sólo se terminó una, en el siglo XVIII, bajo la dirección del arquitecto Brandi. En su interior se pueden admirar algunas losas sepulcrales con escudos de armas en ellas tallados, y la imagen de la Virgen de la Salceda, de unos diez centímetros de altura, tallada en madera, y procedente del cercano monasterio de franciscanos de La Salceda.

En la calle mayor se encuentra también el palacio que construyó el secretario real de Hacienda don Juan de la Plaza Solano, nacido en Yélamos de Arriba, y muerto en Madrid en 1739. Es obra sencilla de arquitectura barroca, con portón de almohadillados sillares y escudo cimero. Anejo al palacio está el oratorio o capilla de la Sagrada Familia, obra suya, y de la misma época y estilo. El interior del palacio, conserva intacta su primitiva estructura, y en él se conservan interesantes recuerdos, muebles y retratos de varios miembros de esta familia.

En la calle Franca, paralela por el sur a la calle Mayor, pueden admirarse varias casonas nobles con escudos nobiliarios, grandes portones y hermosas rejas de hierro labrado.

En una de ellas, junto al escudo de un hidalgo, cubierto de yelmo y con el símbolo de la cruz, la palma y la espada, significativo de ser de «familiar» de la Inquisición, se lee esta frase: «Siendo inquisidor general el Ilmo. Sr. Diego de Arze y Reynoso, obispo de Plasencia» puesto en honor del máximo gerente del Santo Oficio por su agente alcarreño.

También sobre una eminencia que al mediodía del pueblo se levanta, pueden visitarse las hoy escuetas ruinas del monasterio jerónimo de Santa Ana, que fue erigido en el lugar donde desde siglos antes asentaba una ermita con esa advocación, por el primer Conde de Tendilla, don Iñigo López de Mendoza Fue fundado en 1473 y entregado a la rama isidra de los jerónimos, con sede en Sevilla. Pronto se enriqueció el monasterio, con donaciones de sus señores y de todas las gentes de la comarca. Poseyó una iglesia fastuosa, de estilo gótico flamígero. La sacristía, levantada a instancias del hijo del conde, a la sazón obispo de Palencia y arzobispo de Sevilla, don Diego Hurtado de Mendoza, era obra «que paresce nave de Yglesia principal de mucha autoridad», según antiguos cronistas, y pertenecía sin duda a lo primero y mejor del Protorrenacimiento castellano‑mendocino. Dos claustros y múltiples dependencias embellecían este monasterio, en cuya iglesia se enterraron los fundadores, don Iñigo y doña Elvira, en sendos mausoleos a ambos lados del altar mayor. Obra gótica de exquisita fortuna, tras quedar abandonado el cenobio en el siglo XIX fueron trasladados a la iglesia de San Ginés de Guadalajara, donde hoy se conservan sus restos. El altar mayor del monasterio jerónimo de Santa Ana, como tantas otras obras de arte que atesoraba, fue malvendido a raíz de su abandono, y hoy se puede admirar en el Museo de Bellas Artes de Cincinati, en los Estados Unidos de Norteamérica: se trata de un retablo renacentista con tablas magníficas del círculo que creó en España, en el segundo cuarto del siglo XVI, el flamenco Ambrosio Benson, destacando las figuras centrales de San Jerónimo y el Calvario, así como las de la predela con San Francisco, Santa Isabel y San Sebastián.

La familia Mendoza protegió muy especialmente este monasterio así como otros naturales de Tendilla, entre ellos don Tomás López Medel, un rico indiano, quien fundó una capilla con reja, altares, tallas y ornamentos, dejando muy curiosas disposiciones en su testamento para el mantenimiento de su fundación. Hoy sólo queda de todo ello el hastial de levante del presbiterio, en el que se aprecian los góticos arranques de sus nervadas techumbres, sostenido por recios contrafuertes: en revuelto caos yacen por el suelo sillares y dovelas, talladas claves y restos de capiteles: todo un mundo perdido lastimosamente.