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noviembre, 1980:

Uceda monumental

 

Entre los diversos monumentos que la interesante villa de Uceda conserva de su antiguo esplendor histórico, destaca en su patrimonio la iglesia románica de Nuestra Señora de la Varga. Asienta este edificio en el extremo poniente del pueblo. Está hoy en ruina parcial y alberga al camposanto. Se quiere, de todos modos, comenzar pronto una tarea que urge de refuerzo de muros y restauración imprescindible. Es obra de transición del románico al gótico, levantada en la primera mitad del siglo XIII por los arzobispos toledanos, señores de la villa (quizás por don Rodrigo Ximénez de Rada introductor de las normas arquitectónicas cistercienses en España. Toda ella construida en sillar calizo, blanco‑grisáceo, asoma sobre un paisaje por el que pasa en hondo valle el río Jarama. De lo más antiguo muestra ahora el muro de mediodía, en el que se abre la portada principal, que se alberga en un cuerpo saliente, y se forma por ocho arquivoltas sobre columnas adosadas, excepto la más externa y más interna que apoyan sobre pilastras. Los capiteles son sencillos y sin decoración. La traza del arco es ligeramente apuntada. En el muro de poniente aparece otra puerta, hoy tapiada formada por varias arquivoltas apuntadas. Es un elemento muy sencillo y, por los mensulones que aparecen en su parte superior, se puede colegir que antiguamente estuvo protegida por un porche. La planta del templo, al que hoy le falta la cubierta y por lo tanto está transformado en un gran patio, es cuadrada. Su extremo oriental está ocupado por los tres ábsides, el principal y dos laterales, que se abrían a las correspondientes naves por sendos arcos apuntalados doblados, sobre pilares en cuyos frentes van adosadas semicolumnas con capiteles y cimacios decorados con motivos vegetales esquemáticos. En la capilla mayor que va precedida de un corto tramo recto, se ve muy bien conservado un capitel en el que aparece una figura humana escoltada de dos animales. Las tres capillas absidiales separadas entre sí por arcos de medio punto abiertos en el grueso muro. Se iluminan por delgadas ventanas abocinadas, escoltadas por molduras semicirculares, con columnillas y capiteles vegetales del estilo. Las bóvedas son de cuarto de esfera y tramos de cañón. Al exterior, se marcan columnas adosadas y cornisa sostenida por canecillos. En la mampostería que forma el muro norte se ven todavía numerosos fragmentos de finas tallas de cardinas, arcos y otros detalles que denotan haber existido uno o varios enterramientos de época gótica. Su interior, que debía ser riquísimo de obras de arte, altares, orfebrería enterramientos nobles y muchos otros detalles, está solamente ocupado de sepulturas modernas. No obstante, constituye aún un notable ejemplo de la arquitectura románica rural de la provincia de Guadalajara. De las otras dos iglesias parroquiales que existieron Santiago y San Juan probablemente también románicas, ya nada queda.

En el centro de la villa, y presidiendo su bella plaza mayor, se encuentra la actual iglesia parroquial, también dedicada a Nuestra Señora de la Virgen de la Varga. Se trata de un enorme edificio construido en sillar calizo y sillarejo, de grandes proporciones externas e internas. Se abre una puerta de ingreso, tras breve atrio descubierto, y elevado, a mediodía; y otra puerta, más principal y solemne, a poniente: sobre ésta aparece un bello relieve tallado en piedra representando a la Santísima Virgen de la Varga, patrona de Uceda, escoltada de dos escenas tradicionales de la villa: un caballero matando una gran serpiente, y un cautivo con sus cadenas rotas por milagro de la Virgen. Esta fachada de los pies de la iglesia es monumental, realizada conforme al estilo severamente clasicista de la segunda mitad del siglo XVI, con cuatro medias pilastras toscanas y hornacinas, más la puerta adintelada. Una torre altísima, sin rematar en el chapitel que tenía proyectado asienta en el ángulo suroeste del templo. Es curiosa en ella la ejecución de su centenar largo de escalones, hechos con lápidas sepulcrales traídas quizás de la antigua iglesia. El interior es de una sola nave, con crucero levemente acentuado y capilla mayor elevada El crucero se cubre con cúpula semiesférica, y el resto del templo con bóveda de yeserías en estilo barroco. Su interior está vació de obras de arte pues lo poco que tenía, y eso moderno o procedente del convento de franciscanos de la villa, acabó por desaparecer en la guerra civil española.

En la parroquia se puede ver una gran lámpara de plata, obra de los talleres de Alcalá de Henares en el siglo XVII, y que fue regalada por la Cofradía del Santísimo Sacramento. También destaca un interesante incensario, y una magnífica cruz procesional, de gran tamaño, en planchas de plata repujada, toda ella realizada a mano por un buen orfebre de Toledo de comienzos del siglo XVI, llamado Abanda. Son magníficos el Cristo que centra el anverso de la cruz, y algunos de los grande medallones que cubren los extremos de sus brazos, con escenas de la vida de Jesús y varias imágenes de Santos. También posee esta parroquia una interesante colección de telas y un buen archivo, en el que destaca el manuscrito original de la «Historia de la Antigüedad venerable y aparición milagrosa de la sacrosanta imagen de Nuestra Señora de la Varga», que el cura Bernardo Mateos escribió en el siglo XVIII y donde anota gran cantidad de interesantes datos relativos a la historia de Uceda. Una importante colección de lápidas sepulcrales procedentes de la antigua parroquia y de los primeros años de esta, cubren el suelo de la nave del templo, con profusión de escudos y leyendas relativas a muchos hidalgos de la villa.

Este magnífico templo, cuando en el siglo XVI comenzó a tomar incremento lo que hasta entonces había sido solamente arrabal, fue mandado construir por el Cardenal Silíceo, arzobispo de Toledo y señor de Uceda, en 1553. Autorizó la recolecta de limosnas por la diócesis y territorio adyacente, consiguiendo así una gran cantidad de dinero para poder levantar dicha iglesia. Fue encargado de construir el famoso maestro de cantería, vecino de Cogolludo, Juan del Pozo.

Fue ayudado en principio por el complutense Diego de Espinosa, y más tarde por Fernando del Pozo, Juan del Pozo de la Muela y Pedro de la Sota. Hata 1557, año de la muerte del arzobispo, se levantaron muros, portadas y la torre. Pero luego se paralizaron las obras, prosiguiéndose con arreglo al plan original en 1627, esta vez  dirigidas por el maestro Jerónimo de la Vega. Nuevamente paralizadas, dieron remate a fines del siglo XVIII, por el enérgico impulso que todo el pueblo, apoyado del arzobispo de Toledo Cardenal Lorenzana, le dio a las obras, terminándose en 1800 según reza una inscripción en piedra que puede leerse sobre la puerta que da al atrio meridional: «Fabricóse esta iglesia por disposición del Excmo. señor Cardenal de Lorenzana, arzobispo de Toledo, a solicitud de su cura propio don Joaquín Alonso Carrera año de MDCCC».

Del antiguo convento de franciscanos dedicado a San Buenaventura, nada queda, sino el lugar en  que asentó, solamente unos paredones y restos de una puerta. Se fundó en 1610 bajo el patronato de los duques de Uceda, y en el siglo XVIII aún mantenía 23 religiosos franciscanos y un lego de la cartuja del Paular. Fue suprimido a raíz de la Desamortización de Mendizábal en 1835, y a partir de entonces se ha borrado toda huella de esta institución.

Por el pueblo se ven algunas importantes y bellas casas nobles, de linajudas familias de hidalgos de la villa. Son construcciones del siglo XVII, con grandes escudos sobre la entrada, y arquitectura peculiar de la zona a base de aparejo de ladrillo y sillarejo. Una de estas casonas posee un gran sótano practicable con bóveda de cañón muy curiosa. También pueden admirarse diversos ejemplares de arquitectura popular de esta zona, con aparejos del estilo descrito, entramados, adobes, sillarejo en plantas bajas, y magníficos ejemplos de forja popular en forma de rejas, clavos, llamadores, etc.

Uceda histórica

 

Esta villa antiquísima y cargada de historia, asienta en un alto llano, al borde norte de la meseta, de características alcarreñas, que también cortada por pequeños y poco profundos vallejos, media entre el Henares y el Jarama. Asomada por alta y agria vertiente al valle hondo de este último río, su situación muy estratégica fue utilizada y codiciada desde muy remotas épocas. Con seguridad fue asiento de pueblos primitivos y de celtíberos, y aun los romanos desde ella controlaron el paso por el valle, teniendo un castro o ciudadela que se ha querido identificar con la Vescelia de las crónicas. Los árabes, por supuesto, pusieron aquí población fortificada. De tal modo que durante los siglos medios de la Reconquista, los cristianos castellanos trataron en varias ocasiones de apoderarse de ella, haciéndolo Fernando I hacia 1060, y luego Alfonso VI, definitivamente, en 1085, en aquella campaña crucial en que cobró para Castilla los enclaves de Atienza, Hita, Guadalajara y Toledo, entre otros. Desde ese momento, la villa se repuebla intensamente: su castillo se reconstruye; se fortifica el poblado, con buena muralla. Los reyes amparan bajo su directo señorío a este lugar y le otorgan fuero propio, concediendo a Uceda un amplio alfoz o territorio de su jurisdicción. Comprendió éste las aldeas de Torremocha, Redueña, Venturada, Cabanillas, El Berrueco, Fuentelfresco, Torrelaguna, Valdesotos, Tortuero, Valdepeñas, Alpedrete, Casa de Uceda, Cubillo de Uceda, Villaseca de Uceda, Mesones, Matarrubia, Puebla de Valles, Viñuelas, Fuentelahiguera de Albatages y Valdenuño Fernández. Momentáneamente, en 1119, la reina doña Urraca cedió el señorío de Uceda, junto al de Hita y muchos otros lugares de la Transierra, a don Fernando García de Hita y a su mujer doña Estefanía Ermengot. Pero enseguida volvió de nuevo a la corona de Castilla. Fue en la primera mitad del siglo XIII que el rey don Fernando III lo entregó, tal como había prometido al comienzo de su reinado, al arzobispo de Toledo, regido a la sazón por su hijo el infante don Sancho. Ese mismo Rey, en 1222 concedió nuevos privilegios a Uceda, ampliando su Fuero. Pero aún en el señorío de los arzobispos toledanos, el Concejo de la villa fue muy fuerte y rico, manteniendo sus habitantes una próspera actividad de tipo mercantil y agrícola. Sostuvo dicho Concejo una serie de largos pleitos con los Mendozas, señores del frontero territorio o Común de Buitrago, así como con el de Guadalajara. El rey Juan II, en el siglo XV, visitó Uceda, fundando en ella la Congregación de Curas y Beneficiados del Común, así como una gran feria que duraba veinte días: los diez últimos de agosto y los diez primeros de septiembre. Ya en 1390, Torrelaguna había conseguido eximirse de la jurisdicción de Uceda y hacerse Villa por sí. Esto hizo que muchos de los vecinos de Uceda decidieran bajarse a vivir al más cómodo asentamiento del valle, dejando allí sus bienes e impuestos. Esto propició la decadencia de Uceda a partir sobre todo del siglo XVI.

En 1575, Felipe II que necesitaba recursos económicos abundantes con que hacer frente a sus numerosos conflictos bélicos, guerras de religión, de sucesión, etc. en que fue integrándose, decidió apartar numerosos bienes y propiedades de la Iglesia y las órdenes militares, y ponerlas a la venta. Esto hizo con Uceda y toda su tierra. La villa fue adquirida, en ese año, por don Diego Mejía de Ávila y Ovando, casado con doña Leonor de Guzmán. El rey le dio, por tanto, el señorío total de la villa, haciéndole Conde de Uceda. Pero los vecinos solicitaron ejercer el derecho de tanteo, realizando su propio rescate y exención. Esto ocurrió en 1593, quedando como villa exenta e independiente, solo sometida al poder real. Tuvo que sostener posteriormente varios pleitos con los herederos del primero y único señor, ya duque de Uceda. Y con los lugares de su antigua jurisdicción, ya exentos también, y declarados villas al mismo tiempo. Durante el siglo XVI, Uceda fue también cabeza de Partido (en orden a la recogida de alcabalas y rentas reales). Entraban en dicho partido, además de los lugares de su propia jurisdicción, las villas y tierras de Torrelaguna, Talamanca, Hita, Almoguera, Almonacid, Zorita, Brihuega y otras villas y lugares. La actividad de los vecinos fue siempre dedicada a la agricultura, muy especialmente hacia el secano de la meseta y el regadío del valle. Para mejorar éste, en 1775, un vecino de Madrid, don Pedro de Echauz, hizo construir una gran presa recogiendo las aguas de los ríos Lozoya y Jarama, para así ordenar los riegos de la vega de Uceda y Torrelaguna. La construyó el arquitecto don Vicente Tornels. Más adelante, en 1858, y con destino a almacenamiento de aguas para el Canal de Isabel II, se construyó en su término la gran obra del Pontón de la Oliva, una presa sobre el río Lozoya, encajonada entre altos riscos, y que aún hoy está en servicio y es curiosa de ver, Mide 27 metros de altura la presa, y su longitud de coronación es de 70 metros. Es una interesante obra hidráulica del siglo XIX.

El Castillo de Uceda es hoy solo una ruina, sombra pálida de lo que fue, pues su origen árabe es indudable. Presentaba su núcleo fuerte principal en una eminencia del terreno avanzada sobre el valle y cortada a pico en sus vertientes norte y poniente. El pequeño recinto poseía en un ángulo una torre pentagonal, y se rodeaba de un foso hoy ya casi cegado. Sus muros eran espesos, muy fuertes, construidos de argamasa bien trabada. Le rodeaba un amplio recinto del que aún se ven restos, y que se extendía por la meseta circundante: presentaba al Nordeste la Torre Herreña de la que aún quedan restos, de planta pentagonal, y junto a la cual había un complejo de puertas delante de las cuales aparecía un puente levadizo. Nada queda de la puerta Nueva, que se situaba entre dos fuertes torres. En esta gran fortaleza guardaban los arzobispos de Toledo sus tesoros y rentas dinerarias. En él se sublevó Alfonso Carrillo, junto a otros obispos castellanos, contra Enrique IV, y aquí padecieron prisión, entre otros, Francisco Jiménez de Cisneros, luego cardenal y regente (por orden del arzobispo Carrillo), el duque de Alba (por orden de Felipe II) y aun el propio duque de Uceda según mandó Felipe IV. Este poderoso baluarte sirvió para conferir a la villa de Uceda su propio escudo de armas pues según se ve en algún sello de cera de antiguos documentos, este escudo se componía de un castillo cerrado, con tres torres, y en la central una bandera, llevando en las laterales sendas estrellas, y alrededor esta frase: + SIGILLVM: CONCILII: VZETENSIS.

Hita, un bastión castellano

 

En el aporte riquísimo y abultado que nuestra tierra de Guadalajara ha dado al común acervo de la Castilla histórica, debe destacarse el enclave de Hita, vigilante y altivo sobre el tumultuoso ir y venir de tierras alcarreñas y campiñeras, como una atalaya siempre atenta sobre los caminos, los ríos los cielos y las arboledas de esta parte de Castilla. Conocer, aunque sólo sea muy de pasada, la historia de Hita, es apercibirse de una manera clara de la íntima conexión que la Alcarria y la Transierra del sur de la Cordillera Central supuso en la consolidación histórica de Castilla como reino fuerte, creador de una cultura y una tradición propia, tanto en sus aspectos netamente culturales como en los socio políticos. En estos últimos especialmente, la palabra que pronuncia Hita es la de una formación genuina de Comunidad de Villa y Tierra nacida en el siglo XII y pervivida hasta muchos siglos después, aun bajo el directo señorío de los Mendozas alcarreños. Su aspecto incluso, de fuerte posición con muralla circundante, castillo en lo alto de la peña enriscada, iglesias mudéjares, y estrechas callejuelas, pinta netamente la imagen de un pueblo medieval y castellano.

La importancia estratégica e histórica de Hita, comienza en la Prehistoria, siendo lugar fuerte de la población ibérica autóctona, y posteriormente ocupación señalada de los romanos, que durante varios siglos la ocuparon con el nombre de Caesada, tal como se la menciona en el itinerario de Antonino Pío, 22 millas arriba de Arriaca (Guadalajara). Situada sobre la calzada romana que conducía desde Mérida a Zaragoza, el puesto o mansión que Roma tenía allí instalado vigilaba el camino que desde Guadalajara ascendía por la margen derecha del Henares, pasando por tierras de Marchamalo, Fontanar y Yunquera, cruzando el río por donde luego estuvo «la barca» de Heras. Continuó su población hispano‑romana creciendo en siglos posteriores, y el año 712 vio arrasada su fortaleza y conquistada su posición por las tropas árabes En el mismo siglo VIII, un moro rebelado contra Abderramán, llamado Saquía, se hace dueño de amplias zonas de las orillas del Tajo y el Guadiana, y viene a los alrededores de Hita a establecer su cuartel general: en el cerro de Sabatrán, entre los actuales lugares de Hita y Torre del Burgo. Todavía se encuentran en este lugar restos de edificaciones y cerámicas que demuestran la estancia guerrera de este moro rebelde.

La población de Hita, bajo el do minio árabe, siguió engrandeciéndose. Gran parte de ella era cristiana, mozárabe, y otra numerosa colonia de judíos fue asentándose, como siempre al murmullo del comercio que en los cruces de caminos tiene su puesto. Próspera y fortificada, Hita fue uno de los objetivos de las tropas castellanas en su Reconquista de la Transierra de las vertientes más norteñas del Tajo. Alfonso VI, por medio de su capitán Alvarfáñez, reconquistó la zona del Jarama y el Henares, llegando hasta Toledo, en 1085. Tras esta toma de posesión de Hita por parte de las armas castellanas, la villa continuó albergando entre sus muros a la población heterogénea de razas y religiones que eran los cristianos-de gran carga mozárabe-los hebreos y los moros-ya en su aspecto mudéjar-. Es ésta, la de los siglos XII y XIII, la época de mayor apogeo de Hita, en que se crea su Concejo, su Común y su Tierra se hace poderosa y ancha, abarcando más allá de los ríos de Ungría y de Tajuña, amplias zonas de la Alcarria. Las milicias concejiles de Hita participan en todas las batallas cruciales de la reconquista con Alfonso VIII (en Las Navas) y Fernando III (en Sevilla). Su población hebrea, establece uno de los puntos de recaudación de impuestos de Castilla, bajo la dirección de Samuel Levy, que en su castillo hace centro de sus operaciones financieras. La población mudéjar, en fin, se dedica a construir edificios, iglesias, obras públicas, y a la artesanía manual de todo tipo. En estos momentos, Hita cuenta con un Fuero propio, que se extiende, homogéneo, a toda su población y a la del alfoz que comprende su Tierra y Común. El año de 1348, en que aparece la gran «peste negra» en España, es el momento en que se puede marcar el inicio del declive de Hita

El señorío de Hita durante la Edad Media castellana pasó con frecuencia de unas a otras manos: conquistada por Alvar Fáñez para el poder real, la reina doña Urraca se lo regaló, en 1119, a su «pariente» Fernando García, también conocido en las antiguas crónicas como Ferrán García de Hita, que estuvo casado en primeras nupcias con una hija del conquistador Alvar Fáñez de Minaya. Sucedió en el dominio del lugar su también pariente Martín Fernández, famoso capitán en las tropas castellanas de Alfonso VII. En el siglo siguiente, en 1274, aparece como señora de Hita la Infanta doña Berenguela, hija de Alfonso X, a la que sucede su sobrina la infanta doña Isabel, hija de Sancho IV. Junto a Hita y Ayllón, doña Isabel figura como señora de Guadalajara en 1280. Pasó luego al rico hombre don Diego Fernández de Orozco, y de éste a su hijo Iñigo López de Orozco, gran capitán en los ejércitos de Alfonso XI, y hombre que llegó a apoderarse y hacer señorío de grandes extensiones en la actual provincia de Guadalajara. Extensiones que, por unos u otros medios, habían de pasar luego, aun ampliadas, a la familia Mendoza. Así ocurrió con Hita. El enganche de don Iñigo López de Orozco al partido de Pedro I el Cruel, y el de don Pedro González de Mendoza al de su hermanastro Enrique de Trastamara, hizo que, ya en camino de victoria este último, y aun sin haber logrado su total asentamiento en el trono, le hiciera donación al Mendoza de los señoríos de Hita y Buitrago, por carta dada en 1 de enero de 1368. Este don Pedro González de Mendoza instituyó en 1378 un mayorazgo dejando a su hijo don Diego Hurtado de Mendoza, almirante de Castilla, estas villas de Hita y Buitrago, con sus ya anchos territorios. Así fue éste de Hita, enclave primero de la presencia mendocina en tierras de la Alcarria. Estos magnates fortificaron la villa, levantaron definitivo y majestuoso el castillo en lo alto del cerro, tallaron su bellísima puerta fuerte a la entrada de la población, y establecieron en ella para su cuidado y defensa, a diversos alcaides entroncados con su propia familia. De mediados del siglo XV datan, pues, la puerta y el castillo, hoy este último totalmente en ruinas, y aquélla a medio restaurar tras su desmoche en la guerra civil de 1936‑39. Incluida en el señorío de los Mendoza, Hita fue desde el siglo XIV asiendo de una importante aljama hebrea; centro de convivencia de mudéjares; y reducto de linajudas familias de hidalgos castellanos, representando fielmente, todavía durante varios siglos, el espíritu aglutinante de razas y culturas que había mantenido la Castilla Nueva de la Baja Edad Media. Hasta el siglo XIX es tuvo incluida en el señorío de Mendozas y Osunas. En la Guerra Civil de 1936‑39, largo tiempo mantenida como línea de frente de batalla, quedó reducida a escombros desapareciendo prácticamente, incluso sus más distinguidos monumentos, entre los que se encontraba alguna iglesia mudéjar y varios palacios.

El sentido tradicional castellano del que lógicamente nunca podrá renunciar, lo hereda Hita de esa estructura del Común de Villa y Tierra que durante varios siglos fraguó su ser y fundamentó la razón de ser y de vivir de sus gentes. De ser cabeza de un territorio al que defender, tuvo más acentuado que los pueblos de esa tierra su sentido universalista, al acoger gentes de las tres razas y religiones (los cristianos, los árabes, los judíos). De ese conjuntado caminar de unas y otras culturas, le nació a Hita la fama y la importancia de enclave crucial en la Castilla Nueva, en la Castilla donde lo mozárabe era más rico y lo mudéjar más prolífico.

De su historia ya vemos que queda, flotando sobre el caserío, retazos muy claros y contundentes: una razón de ser castellana que la une sin pausa y sin cisura los pueblos y tierras de entorno al Duero, de las sierras ibéricas y los páramos castellanos. De su arte, que viene a ser la huella de la historia, pocos restos nos quedan. La ya mencionada muralla, a trechos caída y a trechos levantada y el castillo casi fantasmal en lo alto. De la iglesia de Santa María quedan restos notables de su ábside mudéjar, y en lo alto del caserío, la iglesia de San Juan, que es un edificio también de origen mudéjar, reconstruido en gran parte. Guarda de interesante el magnífico artesonado de la capilla de la Virgen de la Cuesta, y la imagen de esta advocación, talla exquisita de estilo gótico policromada. Rodea como zócalo todo el templo, que es de tres naves, una larga e interesante serie de lápidas recogidas entre los escombros de las iglesias que poseyó Hita, y que vienen a ser pétreo documento, sellado por magníficos escudos de armas tallados de lo abundante del grupo hidalgo que habitó Hita en los siglos del Renacimiento y Barroco. Es una de las más antiguas e interesantes lápidas la que cubrió los restos del alcalde de la villa y fortaleza, don Fernando de Mendoza cuyo escudo se ve, repetido, en trazado entre bellos trazos góticos y exquisitas cardinas.

Este ejemplo de Hita, bastión castellano en plena Alcarria, es uno de los muchos ejemplos que en nuestra tierra de Guadalajara podemos encontrar, que nos viene a confirmar el ser hondamente castellano que nuestra provincia tiene, y del que nunca podremos renunciar.

D. Iñigo López de Mendoza, cuarto duque del Infantado

 

Si la historia de la familia Mendoza es interesante por muchos aspectos, tanto por su influencia en la política medieval, como por la protección que extendieron en sus mejores tiempos hacia las artes, o incluso por el cúmulo de curiosas biografías que logra reunir entre los personajes más destacados de sus mayorazgos y principales líneas nobles, hay entre ellos un interesante elemento que merece que nos detengamos unos instantes en su torno. Se trata de don Iñigo López de Mendoza, quien hace el cuarto lugar en el turno de los duques del Infantado, y con el que más de un historiador se ha confundido al coincidir su nombre con el de su ilustre tatarabuelo, el marqués de Santillana; con el de su abuelo, el constructor del palacio del Infantado; con el de otro bisabuelo, el conde de Tendilla; con su propio nieto, también duque, y con algún otro miembro de la familia, en la que siempre existió tradición de nombre tan querido.

Nació nuestro don Iñigo en Guadalajara, en el ya concluido palacio que su abuelo decidiera levantar unos años antes. El 9 de noviembre de 1493, y era hijo del tercer duque don Diego Hurtado de Mendoza, y de su mujer doña María Pimentel, hija del conde de Benavente. En su palacio alcarreño recibió la educación que a los Mendozas proporcionaban una serie de ayos y nobles: en su caso, esta enseñanza le vino de un caballero talaverano, don Francisco Duque de Guzmán, quien debió de poner en el muchacho el interés sincero y apasionado por los sabe res más variados de su tiempo. Aunque no pasó en sus estudios del latín y las humanidades, salió muy aficionado a la cultura, realmente ilustrado en todo, y con un afán continuo y perdurable de estudio y protección a sus manifestaciones: una prueba más de que los títulos que manan de la Universidad no son muchas sino meros papeles sin sentido.

Ya en su juventud se dio una circunstancia que puso de manifiesto su carácter y su formación. En 1520 se suceden los acontecimientos en toda Castilla con la revolución y alzamiento de las tradicionales Comunidades frente al poder imperial que quiere asentar Carlos de Austria, rey legítimo de Castilla, pero que viene a esta tierra a coger impuestos y a modificar su organización y secular forma de vida. En Guadalajara ocurre una muy sonada revuelta, en la que los sublevados se acercan al palacio ducal, penetran en él, y amenazan al duque (el tercero de la serie, don Diego Hurtado de Mendoza) para que éste interceda ante el emperador y respete las instituciones tradicionales castellanas. Entre los comuneros, figuran gente del pueblo, carpinteros, albañiles, algún letrado, y sobre ellos, como director y cerebro, el doctor Francisco de Medina, hombre sabio y prudente, pero castellano hondo que quiere llegar hasta el final. Lo verdaderamente curioso es que entre todos eligen como abanderado y cabeza visible-y él acepta-de la revolución comunera en Guadalajara, al propio hijo del duque, el conde de Saldaña don Iñigo López, quien no consigue otra cosa que el monumental enfado de su padre, y su destierro a tierras de Alcocer. Y hasta es curioso consignar que en el camino desde Guadalajara a la Hoya del Infantado, la mujer de don Iñigo que estaba va muy adelantada en su embarazo, tuvo que dar a luz precipitadamente en el monasterio de Lupiana, naciendo allí el que luego sería -con el nombre de Pedro González de Mendoza- obispo de Salamanca, y una de las mentes más lúcidas del Concilio de Trento.

La revuelta pasó, y en 1531, a la muerte de su padre, don Iñigo accedió a ocupar el puesto de duque, cuarto, del Infantado. En esos momentos, el título español que más poder y riquezas confería. Poseía más de 80.000 vasallos, centenares de pueblos, comarcas enteras de su posesión, desde las orillas del Tajo hasta la costa cantábrica. Nuestro don Iñigo, sin embargo, y siguiendo en sus ideales castellanistas, siempre quedó apartado de la corte, sin andar nunca en buenas relaciones con el emperador Carlos (que alguna vez, a su paso por Guadalajara, se aposentó en el palacio) y mucho menos con su hijo, el rey Felipe II, que para humillarle nombró señora de Guadalajara a su tía Leonor, viuda de Francisco I de Francia, decidiendo el duque irse a vivir fuera del palacio, a las casas viejas de la Plaza de Santa María.

Muchos años vivió don Iñigo López. Moriría, tras llenar con su presencia todo el comedio del siglo XVI alcarreño, en 1566. Le llamaron por eso «el duque viejo». Por supuesto que lo mejor que hizo en su vida fue rodearse de buenas gentes, de hombres sabios, de rectos consejeros. Una de las primeras cosas que hizo al iniciar el gobierno de suS estados, fue nombrar a Francisco de Medina, el viejo comunero, letrado de su tribunal y consejo. También hizo venir a Guadalajara a muchos escritores, artistas y poetas, dando a todos asilo en su palacio, manteniéndoles y animándoles a trabajar cada uno en su parcela. Con un mecenazgo generoso y a la antigua usanza, consiguió don Iñigo formar en su palacio una corte nutrida de intelectuales y artistas, y ganar para Guadalajara el título de «la Atenas alcarreña» que entonces más que nunca mereció con creces. Entre los escritores protegidos, encontramos el ya conocido Luís Gálvez de Montalvo, poeta y novelista que tomó los fundamentos de su obra «El Pastor de Filida» entre los personajes que poblaban la corte del duque: personificados en pastores, faunos, señores y duendes, y escondidos tras nombres inventados, desfilan en valiente retrato muchos elementos de aquella sociedad alcarreña del siglo XVI. Publicó Gálvez de Montalvo su libro en 1580. También al historiador Francisco de Medina y de Mendoza protegió el duque. El padre del científico, también llamado Francisco de Medina, había sido capitán de los comuneros en Guadalajara, cuando el joven duque se dio a esta aventura. Luego, llegado éste al poder, protegió a la familia Medina, y al joven Francisco le ocupó en investigar las glorias familiares mendocinas, tarea de la que resultaron varios tomos en su mayor parte hoy perdidos: los «Anales de la ciudad de Guadalajara», la «Genealogía de la familia Mendoza», la «Vida del Cardenal don Pedro González de Mendoza» y un buen resumen biográfico del Cardenal Cisneros, que sirvió para que otro protegido del duque, el humanista toldado Alvar Gómez de Castro, escribiera su magnífica biografía, en latín del purpurado regente. Este escritor excelso dedicó al duque, en prueba de afecto y agradecimiento, varias de sus mejores obras. Así, sus «Cartas de Marco Bruto», traducidas del griego en romance, y sus «Obras de Epicteto» traducidas de la versión latina del Policiano. Refería Gómez de Castro a su amigo Juan de Vergara que en muchas ocasiones entablaba largas conversaciones con el duque sobre asuntos literarios e históricos, y en diversos momentos le califica de «príncipe sapientísimo». Otros autores fueron protegidos del duque. Así, Pedro Núñez de Avendaño, de ilustre familia arriacense (era sobrino de Luís de Lucena) dedicó al duque su libro «Aviso de Cazadores y Caza» y el biólogo campiñero Antonio de Aguilera ofreció en 1571 una obra médica por él escrita al magnate que le había protegido.

Pero la muestra más elocuente del humanismo que protegía don Iñigo López de Mendoza en su palacio de Guadalajara, nos la ofrece el hecho de que él mismo escribiera y publicara en él un extraordinario libro que le sitúa en la nómina de los humanistas hispanos más esclarecidos. De sus lecturas múltiples, de sus charlas largas con los sabios, de su curiosidad y tesón por aprender, le vino la erudición que permitió elaborar una obra en la que, al modo de las paralelas biografías de Plutarco, él fue poniendo «paralelos fastos» del mundo antiguo y contemporáneo, obteniendo una visión singular, erudita y valiosísima de su propio mundo. Merece el libro de López de Mendoza, duque cuarto del Infantado, un estudio a fondo y detenido que todavía no se ha hecho. Lleva por título «Memorial de cosas notables» y fue impreso en Guadalajara, en las salas bajas del propio palacio ducal, a donde don Iñigo hizo traer maquinaria, planchas, y todo ello dirigido por los impresores alcalinos Pedro de Robles y Francisco de Cormellas, en 1564 fue dado a luz tan singular escrito. Muy escasos ejemplares existen de esta obra, y es, por lo tanto, poco conocida. Una reedición de la misma colocaría, indudablemente, a su autor, el duque del Infantado, en el justo lugar, en el sillón merecido del humanismo español del Renacimiento.

Quizás de todo su libro aprovechemos ahora tan sólo unas frases. Lo que en el prólogo dedica a su hijo, al conde de Saldaña don Diego Hurtado, que, todavía joven, moriría accidentalmente, heredando título y estados el nieto también llamado Iñigo López, que sería el reformador del palacio guadalajareño, y el patrocinador del programa pictórico tan interesante de las salas bajas, cubiertos sus techos de historias, de mitologías y de fastos mendocinos. El germen, de ese manierismo post-humanista, el deseo de glorificar el linaje poniendo sus hechos más notables en los techos del palacio, alternando y conjuntándose con historias romanas y mitologías, surgiría de la obra del cuarto duque, del intelectual don Iñigo. Recordaremos aquí, como justificación de los hechos, las palabras puestas por éste en el prólogo de su libro: » No es liviana carga la que el hombre bien inclinado, ponen los exercicios virtuosos de sus antepasados: especialmente de los que no contentos con la común medida de sus yguales, quisieron senalarse más que ellos». «En tiempo de nuestros mayores, quando nuestra nación tenía la guerra continua en casa contra valientes y rezios adversarios, enemigos nuestros y de nuestra religión: el exercicio de los hombres de estado, era solo el de las armas. En este por la mayor parte se venía a rematar, todo el valor y estimación de sus personas. Este les parecía que bastava, para servir a Dios y a su rrey: socorrer a su patria, y ganar honra para si, y para sus descendientes: los quales procuravan, de no quedar atrás, en aquel mismo menester». De esas palabras, que encubren muchas claves para la comprensión de los hechos y las obras de los Mendozas alcarreños, surgirían como digo los techos del palacio, y muchas de sus historias pintadas están antes prefiguradas en las páginas del «Memorial» ducal.

Fue don Iñigo López, cuarto de los duques magnates de Guadalajara, una de las figuras que sobresalen con luz propia en la serie dilatadísima de los Mendozas alcarreños. Entre los que, si muchos destacan por su gallardía en las armas, otros por su valiosa presencia en la política, y aun algunos por su rematada tontería, este don Iñigo brilló como digo por su cultura y su protección decidida y continuada a las artes y a las letras. Durante sus últimos años de vida sufrió una enfermedad que puso a prueba su paciencia y serenidad. Completamente llagado, murió el 18 de septiembre de 1566, siendo enterrado junto a sus mayores, en el presbiterio de la iglesia del convento alcarreño de San Francisco. Como ellos, escogió a su muerte una empresa alegórica, que él compuso con una esfera y una letra en su centro. Según el padre Hernando Pecha, en su «Historia de Guadalajara y de los Mendozas» fue don Iñigo «alto de cuerpo, airoso, hermoso de rostro, de aspecto grave, semblante alegre, modesto, discreto, entendido y de grande maña en cuanto ponía la mano». Una figura más para nuestra galería de alcarreños ilustres.