Guadalajara de hoy, Guadalajara de siempre
Su historia
De esta ciudad, que es vieja a fuerza de lágrimas y fiestas, se saben muchas cosas. Tantas que contarlas por menos llevaría largos años. Empezó la cosa en una reunión de antiguas gentes, íberos, hechos a la guerra y a la labranza en las márgenes del río Henares. Luego, según los tiempos vinieron marcados por el imperio romano, la ciudad fue custodiada por soldados, pretores y esas cosas. De visigodos, ni se sabe. Y de los árabes, sí. Aquí pusieron los mahometanos, a partir del año 711 en que hicieron suya esta altura, una ciudad fuerte y numerosa en habitantes, base principal de los desplazamientos hacia el norte siguiendo el ancho valle del Henares, una de las comunicaciones naturales de ambas mesetas. Pero fundamentalmente era Guadalajara entonces cabeza militar de la Marca media de Al-Andalus, punto fuerte y principal de la resistencia árabe contra el progresivo avance cristiano. Que, de todos modos, se hizo muy lentamente, y aun permitió que en los casi cuatrocientos años que fue mora, la ciudad de Guadalajara tuviera en su nómina de gentes importantes un largo desgranar de sabios, historiadores, ascetas, poetas y guerreros. En 1085, Alvar Fáñez conquista, en fácil tarea, el burgo, y este queda como cabeza de común, bastión de las libertades populares castellanas, en el reino de Castilla engarzado. Durante largos siglos, el poder de la ciudad pertenecerá al Concejo. Guadalajara es villa independiente, cabeza de un vasto territorio, y en ocasiones, breves, es dada en señorío o algún príncipe, a alguna infanta, etc. Pero son episodios cortos, que no rompen la tradición de autogobierno. Aunque esto era de un modo teórico, pues en la práctica quien mandaba entre estos muros, y aun en muchos kilómetros a la redonda, era la poderosa familia de los Mendoza, que aquí tuvieron, desde el siglo XIV, su principal palacio y la oficina suma de su poder económico y social. Ellos eran los que ponían y quitaban alcaldes, desafiando a un pueblo que, en 1519, en plena Guerra de las Comunidades a punto estuvo de cortarle el cuello al insolente Iñigo López de Mendoza, tercer duque del Infantado que les hizo cara. Corte de mecenas y de poetas, Guadalajara llegó a tener el calificativo de «la Atenas alcarreña» en el siglo XVI. Después, la despoblación fue haciendo presa en ella. Cruce de caminos, apetencia estratégica en las guerras, por sus callejas han sonado más tiros de los necesarios, y tanto ruido estuvo a punto de dar al traste con su vida. Ahora parece ser que rebulle, (a la vista está) y esperamos todos -de verdad, con ilusión- que esto sea una ciudad, auténtica, de cara al futuro.
La vieja muralla
Una cosa que, en secreto, nos ha gustado hacer a todos los que amamos a Guadalajara y la queremos encontrar sus más íntimas palabras, ha sido recorrer su perímetro amurallado, el seguro y ya casi imperceptible contorno de antiguas defensas medievales, como tratando de cogerle por el talle -de piedra desgastada- a esta damisela parda. Y no es cosa difícil hoy, solamente de ponerse. Como ciudad cabeza de una Comunidad de Villa y Tierra, Guadalajara tuvo cerca completa, hecha de argamasa, mampuesto y ladrillo en las esquinas, con basamentos de sillar. En los puntos cardinales, y a la entrada de los principales caminos, puertas defensivas de envergadura notable. Su situación geográfica ya le daba un signo de fortaleza, pues está circuida, a levante y poniente, por sendos barrancos que le dan protección. Desde el río, atravesado por puente pétreo desde época romana, la muralla subía ascendiendo por el barranco del Alamín encerrando al alcázar o castillo cerca del Henares. Más arriba se abría la puerta del Alamín, protegido por el torreón del mismo nombre, a la que se llegaba cruzando el puente de las Infantas. Seguía la muralla coronando el barranco, y doblaba luego bruscamente hacia poniente, llegando a constituir la más fuerte de todas sus puertas: la de Bejanque, que recibía el camino de Zaragoza. Aún hoy, se ven los gruesos paramentos de aquel monumento. Seguía la muralla por lo que es hoy calle de la Mina, hasta la plaza grande donde se encontraba la puerta del Mercado, delante de la cual se celebraba los martes habitual y sonadísima reunión de comerciantes de la comarca. Esta puerta se hallaba al inicio mismo de la calle Mayor, y la plaza de Santo Domingo era el habitual campamento de los mercaderes. Seguía la muralla cuesta bajo, por lo que es hoy travesía de Santo Domingo, llegando hasta el actual santuario de Nuestra Señora de la Antigua, donde había otro fuerte cubo defensivo, en el interior del cual dicen que se encontró en época remota la imagen de la Virgen Patrona de la Ciudad. La muralla seguía el barranco de San Antonio, y a poco se abría en ella la puerta de Alvar Fáñez, escoltada del fuerte torreón que aún hoy sobrevive. Continuaba toda la barrancada hasta más abajo de la iglesia y convento de los Remedios, donde, delante del alcázar, se abría la puerta de Bradamarte o puerta de Madrid.
De todas estas piedras, puertas, torreones e historia, no quedan sino leves huellas difíciles de reconocer. Siempre supone, para el que tiene ganas y un par de horas, o algo más, por delante, hacerse este recorrido, un nostálgico ejercicio de historia local.
Un recorrido por la ciudad
Para quien llega por primera vez a esta ciudad de Guadalajara, lo primero es hacer una primera y ritual visita al Palacio del Infantado, que según todas las lenguas es lo mejor del conjunto, y un monumento singular sin comparación posible en España. Esto se puede cumplir a cualquier hora, pues lo mejor de todo es la portada, y ésa, mientras haya sol, se contempla fácilmente. Algo más difícil es pasar al interior, especialmente si se va en horas en que el estrecho horario del Museo Provincial proclama que la puerta está cerrada hasta el día siguiente. En ese caso, el turista se perderá el sabroso «patio de los Leones» que es también pieza soberbia de la arquitectura española. Por las habitaciones, merecen verse los techos que en el siglo XVI pintó Rómulo Cincinato, cubiertos de pavorosas escenas de batallas y asuntos mitológicos; también las cuatro salas del Museo Provincial permiten pasarse media hora viendo cuadros de tema religioso, algunos buenos. De aquellos artesonados que llevaban fama por el mundo entero, gloria del arte mudéjar, no queda nada. Este palacio es obra de los duques del Infantado, concretamente del segundo personaje de la serie, don Iñigo López de Mendoza, cortesano en la corte de los Reyes Católicos, y hombre fastuoso y peleón. Se comenzó a levantar en 1480 (ahora cumple, pues, los cinco siglos justos) y fueron sus autores Juan Guas y Enrique Egas, borgoñones de pro. En su portada y patio luce la filigrana del gótico isabelino, con toques arrebatados de mudejarismo y algo del incipiente Renacimiento. Ha sido reconstruido en los últimos años y espera ahora ser sede de la Casa de Cultura que Guadalajara pide y necesita.
También se irá el viajero, si viene como turista buscador de viejas piedras, a ver los monumentos más singulares, protagonistas de un espíritu único, intérpretes de una estampa irrepetible. Y así no dejará de ver la iglesia de Santiago, antiguo templo conventual de las clarisas, que es una obra magnífica de la arquitectura religiosa mudéjar, con tres altas naves que culminan en sendas capillas de cabecera, la central con cúpula de cuarto de esfera, gallonada, en ladrillo, y las laterales con expresiones vivaces del gótico y el plateresco. También muy cerca se encuentra el palacio de don Antonio de Mendoza, uno de los mejores ejemplos de la arquitectura civil del Renacimiento hispano, con una portada y un patio que trazara Lorenzo Vázquez, y que es una hispanización de modelos varios italianos. Junto a él, la iglesia del convento de la Piedad, obra que diseñó y talló personalmente el gran artífice Alonso de Covarrubias, como un verdadero tapiz de filigranas pétreas, cuajado todo él de escudos mendocinos, sello irrenunciable de cualquier empresa artística en Guadalajara. Seguirá luego el viajero dando repaso, si lleva tiempo suficiente, a conventos que marcaron la vida del siglo XVII en la ciudad. Tantos, y de tantos colores, que parecen todos juntos una feria mística y soñada: el de San José, o de monjas carmelitas, con portada sencilla, estatuas y escudos de doña Ana de Mendoza, sexta duquesa del Infantado su fundadora; el del Carmelo masculino (hoy iglesia del Carmen) con portada de iglesia que es paradigma de la arquitectura celestial de la Orden; el de San Francisco en la cota más alta de la ciudad, gran templo gótico que alzara el Cardenal Mendoza en el siglo XV; el de los jesuitas, hoy iglesia parroquial de San Nicolás, con el barroco sello de la orden en planta, ornamentos y aire de dominio; el de los dominicos, hoy iglesia parroquial de San Ginés, macizo y triste como el destino del arzobispo Carranza que lo comenzó a edificar; y el de las jerónimas (hoy abandonada iglesia de los Remedios, junto a la Escuela Normal que muestra en su fachada, en su lonja y en las proporciones interiores, el equilibrio perfecto a que llegó, en la segunda mitad del siglo XVI, la arquitectura renacentista en esta ciudad.
Todavía más cosas puede el viajero degustar y meter en su máquina de fotos, en su morral de recuerdos. Cosas con sabor árabe son la iglesia de Santa María, que muestra tres grandes puertas de tipo sirio (con arcos de herradura apuntados) que fueron hechas en el siglo XIV por alarifes mudéjares, mostrando en el interior un buen retablo del Siglo de Oro, con tallas bien hechas y policromadas. Y también enfrente puede admirarse, aunque todavía solamente por fuera, la capilla de Luís de Lucena, que este humanista alcarreño, exilado en Italia, diseñó y patrocinó a mediados del siglo XVI, construida en un espectacular y único estilo mudéjar, con las bóvedas de su interior cubiertas de pinturas de tradición manierista florentina. Y, entre la arquitectura ya más moderna, hay quien se extasía contemplando el panteón de la Condesa de la Vega del Pozo, con su institución, colegio, iglesia, etc., anejos, que es obra del eclecticismo de fines del XIX, trazada y ejecutada por el arquitecto Ricardo Velázquez. Cosas muy modernas son la Caja de Ahorro Provincial de Guadalajara, en la calle mayor, con puertas y detalles de José Luís Coomonte, y el Banco Exterior de España, en la Mariblanca, diseñado de arriba abajo por el geometrista Sobrino. Si el viajero quiere, después de esta visita turística, morirse de un susto, debe pasar a echar un vistazo a la plaza de San Gil (hoy denominada oficialmente del Concejo) donde una arquitectura ciudadana y pulcra del siglo XIX se ve pisoteada y herida por el edificio de negro cristal que, como anuncio del Apocalipsis, construyó el ayuntamiento hace unos años y ahora lo tiene abandonado y como proscrito. No es para menos.
Sus fiestas
Si el motor de la vida de las gentes y de sus ciudades ha sido siempre el motivo económico, esta misma razón encontramos también en el origen de las fiestas. Concretamente en las de Guadalajara. En la época larga de ocupación árabe las transacciones comerciales de sus habitantes y los de comarcanas aldeas se celebraban en el interior de la ciudad amurallada. Eran épocas de guerra y alteración constante, y era más seguro hacer el comercio en las estrechas calles del centro, en el zoco que se formaba por callejuelas cuyo centro estaba en la actual vía de Bardales, ancha para las costumbres de los árabes. Después de la reconquista, y dado el carácter de Guadalajara como cabeza de Comunidad, una de sus más caracterizadas funciones era la de servir de sede a un mercado semanal y a una feria anual de gran categoría. El mercado se celebraba en la gran explanada que se abría ante la Puerta de levante, delante de la actual iglesia de San Ginés. Todos los martes del año, allá se daban cita aldeanos del campo (con hortalizas de la campiña) y gentes de la alcarria (con cereal, frutos y artesanías).
La feria grande se tenía señalada para San Lucas, alrededor del 18 de octubre, que fue la fecha concedida por el monarca castellano Alfonso VIII como privilegio de celebrar anualmente feria con exenciones importantes de impuestos a los comerciantes. Estas concesiones suponían un gran favor y ayuda al burgo, pues estimulaba el asiento en él de comerciantes y artesanos, y favorecía el aflujo de muchas gentes de la comarca y aun de todo el reino. La feria otoñal de Guadalajara fue siempre una de las sonadas de Castilla en el aspecto ganadero, especialmente en su parcela de «ganado de trabajo» (mulas, etc.) Esta costumbre, cada vez más preterida en los tiempos modernos por el bullicio de la fiesta popular sin más, se ha mantenido hasta hace muy pocos años. Tradicionalmente la feria se celebró al otro lado del barranco de San Antonio, frente al torreón de Alvarfáñez que también llamaban «puerta de Feria». Después, el ferial ganadero se puso en las lomas que bordean por mediodía a la ciudad, y aun algunos recordamos estas reuniones de ganaderos, traficantes, muleteros y maranchoneros, más algún que otro gitano, extendiéndose con su ganado por las entonces verdes cotillas que se alzaban al final de la Llanilla, donde habitualmente quedaban todo el año cercados de madera, fuentes y abrevaderos. Hoy se levantan en aquellos lugares torres de once plantas, apretujadas al máximo, sin memoria de los tiempos idos.
Estas ferias tradicionales de San Lucas fueron traspasadas hace ahora 17 años (en 1963) a la última semana de septiembre, pues en la fecha habitual solía llover y refrescaba bastante, lo cual deslucía con harta frecuencia las corridas de toros y cualquier otra actividad festiva. Se trasladó a unas fechas que también guardaban bastante tradición en la ciudad: al veranillo de San Miguel, pues este día (el 29 de septiembre) era habitualmente el inicio del año «administrativo» en multitud de asuntos comunitarios (contratos, mandatos de autoridades, elección de alcaldes y ediles, etc.) y de siempre se había hecho en esa jornada la vistosa «cabalgada» o «parada» de los caballeros arriacenses, muy numerosos en los siglos XV y XVI, que salían lujosamente ataviados y acompañados de toda su casa, pajes, escudos, etc., haciendo incluso juegos caballerescos, justas, cintas y cosas así en lo alto de la cuesta del Amparo, que era límite del arrabal de Santa Ana. Así pues, las fiestas actuales de septiembre mantienen una clara herencia festiva de siglos pasados, aunque ahora con modos y costumbres nuevas (correr el toro, actos musicales) que debieran convivir un poco con esas tradiciones tan antiguas de la «parada caballeresca» que llevada a los tiempos actuales, podría ser un plato fuerte y muy divertido. En cierto modo, el desfile nocturno de disfraces es, inconscientemente aplicado, un equivalente lejano de esta «parada». Y el desfile de carrozas que hasta hace un par de años se ha hecho con aplauso de la ciudad toda, también tenía su fuerza tradicional, pues en varias ocasiones al año, los «gremios» de artesanos sacaban «invenciones» sobre ruedas con alegorías a la actualidad, iluminados de antorchas y recitando composiciones poéticas que a todos divertían. Si nuestras autoridades municipales se dejaran aconsejar… qué de cosas interesantes y realmente populares, tradicionales, se podrían llevar a cabo.
Para pasar las fiestas
En estas fiestas septembrinas que, el próximo martes 23 comienzan, podrá el bullanguero pasarse en blanco seis días con sus correspondientes noches. Todo es proponérselo. Y hasta divertirse. Para ello, lo más adecuado y lógico, es apuntarse a unas de las muchas «Peñas» que en estos días tienen su apogeo sonoro. Todo está en ellas permitido, «dentro de un orden», y así puede cantarse, disfrazarse, olvidarse del trabajo y la familia, marcarse un chotis o una jota, correr los toros (o las vaquillas, que a esas horas ya ni se sabe lo que a uno le viene encima) y degustar pinchitos.
En pandilla o solitario, la semana ofrece buenas películas en los cines comerciales; obras de teatro que van del drama al vodevil, pasando por la horterada verdusca, y recitales musicales que en el Pabellón de Deportes brinda el Ayuntamiento: el grupo Mocedades es nuestro favorito; pero también vendrá un fabuloso conjunto jotero aragonés, y los de Comunidad Castellana pondrán con su valeroso ritmo y sus pendones (heroicidad suma) la nota popular, folklórica y reivindicativa.
Además se podrá uno aburrir a modo (o jugarse el sueldo, si aún le queda) en el Concurso Hípico. Con los chavales puede también el valeroso feriante hartarse a correr delante o detrás de los cabezudos. Y en el ferial cada tarde, echar un duelo con los amigos, a ver quién tira con escopeta más bolitas de anís, a ver si uno sigue duro de brazo, echando vía arriba la plancha esa de hierro que al final explota, o mareándose en los caballitos y en la ola. No es mala cosa proponerse visitar, noche a noche, lo mejor en restaurantes de la capital, y aunque algunos pongan luego cara larga, aquí señalo breve lista de lugares a los que, si posible fuera, ir cada noche a cenar: para empezar, el Ventorrero; seguir en «Rancho Blanco» con Palomo; ir el jueves al Hotel Pax, que tiene cocina muy selecta; seguir el viernes en los Faroles; coronar el sábado con un cenote en la Murciana, y rematar la Feria, el domingo (que lo bueno debe dejarse para el final) en el Minaya.
Con tanto baile, tanto cubata, tanto pinchito y tanta cenorra suprema, amén de las vueltas rituales en la noria, lo más probable es que uno acabe sin blanca en el bolsillo y con un estómago y una cabeza hechas puré, de malas. No importa, con ir el lunes al Seguro…
Artesanía, libros…
Después de estos días de feria sin cuartel, el viajero que se ha enamorado apasionadamente de nosotros, de Guadalajara ciudad, de las costumbres aborígenes, y de más, puede, y debe, llevarse algún recuerdo. Según su elaborado gusto estético, puede optar por el platito ese de plástico que en su centro lleva pegada una postal del palacio del Infantado, y pone «Recuerdo de Guadalajara», o por la más fugaz, pero también más sabrosa, caja de bizcochos borrachos. En punto a artesanías, triste es reconocerlo, aquí no hay nada. Podría haber, si se cuidara, el fruto abundante de esos quehaceres populares de nuestra tierra que poco a poco se van perdiendo, y que una empresa con visión de futuro, o incluso la propia Diputación, Estado, etc. podrían montar y ofrecer una última tabla de salvación a la factura artesanal de la Alcarria: cerámicas y alfarería; trabajos de esparto; tallas en piedra y en madera; muebles típicos y verdaderamente populares; dulces de esos que en la provincia saben hacer de mil formas diferentes; telas, y cien cosas más.
Postales y libros, en todo caso, puede llevarse el turista como recuerdo de su estancia. De estos últimos, también, muy poca cosa. La Guía esa de la provincia que ha editado Everest, que tiene muchos colores, es barata, y sirve para orientarse un poco por la provincia, sin más aspiraciones. O algunas de las publicaciones de la institución cultural «Marqués de Santillana», como por ejemplo, la «Historia de la Ciudad de Guadalaxara» que escribió Hernando Pecha en el siglo XVII y que salió a la luz por primera vez hace un par de años; o el librito, breve y útil que sobre el «Palacio del Infantado» escribió recientemente el cronista provincial. Hay también un «Guión para visitar la ciudad de Guadalajara», debido a la pluma y celo de don José Pradillo, que sólo cuesta veinte duros. Y luego, si uno quiere pasarse las horas muertas en una biblioteca, porque en el comercio, ni siquiera en el de anticuariado, se encuentra, puede meterse con la densa lectura de los cuatro tomos de la «Historia de Guadalajara y sus Mendozas» que escribiera hace cuarenta años don Francisco Layna.
En todo caso, lo que debe hacer el turista, es volver, siempre que pueda, con fiestas o sin ellas, a Guadalajara, a conocerla mejor, a saber de sus gentes, de sus cosas, de sus historias. Y el que es de aquí, el arriacense de cuna o de adopción, preocuparse un poco más por su ciudad, por saber de ella, por los problemas que tiene en su desarrollo, que no son pocos… pero que de ellos, premeditadamente, no vamos hoy a decir ni media. Porque, para eso vienen las Fiestas, y es tiempo de alegría.
¡Que lo sea para todos!