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junio, 1980:

Órganos de iglesia

 

Una de las tareas, a nivel general, que en estos momentos se imponen en el desamparado panorama cultural de nuestro país, es el de inventariar todos los recursos y el patrimonio artístico, histórico y cultural que en el mismo constituye la raíz y esencia de nuestra identidad peculiarísima. Como una parte de esa tarea tan amplia, el Ministerio de Cultura está llevando a cabo el inventario de órganos de iglesia, esas piezas del arte de la carpintería y de la música, que tantas páginas han escrito en el libro de nuestra historia. Y, concretamente en nuestra provincia alcarreña, también se esta realizando este inventario, que por el momento sabemos ha recogido ya algunos frutos de interés, a pesar de que el sistema utilizado (por medio de cuestionarios escritos que deben contestar los párrocos) no es el más idóneo.

Sobre los órganos de iglesia en Guadalajara existen pocos estudios a pesar de que todavía se conservan valiosas piezas aisladas. Aunque reconociendo que en siglos pasados, especialmente a lo largo del siglo XVIII, fueron muy numerosas y de gran calidad estas piezas, hoy todavía permanecen ejemplares de gran interés, como los órganos de la catedral de Sigüenza, el de Pastrana, el de Milmarcos, y algunos otros.

Un magnífico trabajo de Louis Jambou, publicado hace tres años en los «Melanges de la Casa Velázquez», nos dio a conocer algunos de los autores de los órganos de la catedral de Sigüenza, y así resaltan los nombres del maestro Domingo Mendoza, y los de los artesanos José Leytegui, Cristóbal Cortijo y Vicente Alemán, estos dos últimos del siglo XVI. También hicieron reparaciones en estos órganos seguntinos los aragoneses Alonso y Gonzalo de Córdoba, en el mismo siglo.

Entre los nombres de maestros de hacer órganos de nuestra tierra, es necesario recordar a la familla de los Verdalonga. El primero de ellos, José Verdalonga, nació en Escamilla,  1746, y pronto se trasladó a la capital de la Alcarria, donde se instaló con un gran taller de órganos, del que después destacaron sus hermanos y continuadores Juan Francisco y Bernardo. A esta estirpe de organeros encontramos en varios pueblos de la comarca (Loranca, Mondéjar, Alcalá de Henares, el mismo Guadalajara…)

También sobre el órgano de la Colegiata de Pastrana, que es un maravilloso ejemplar barroco y que es verdaderamente lastimoso que aún esté sin restaurar, tenemos datos muy recientes, pues en el último número aparecido de la revista «Wad al hayara», don Francisco Cortijo Ayuso publica un documentado artículo sobre esta pieza de arte, y viene a informarnos de cómo fue encargado y realizado en 1703, por Domingo de Mendoza «maestro de su Majestad Felipe V y de su Real Capilla», a quien también hemos visto en Sigüenza. El documento de contrato entre el Cabildo Colegial de Pastrana, y el artista organero, es por demás curioso, y viene a demostrar palpablemente lo que se deseaba siempre fuera un órgano: eso es, una orquesta completa, saturada de todos los sonidos melodiosos que los más variados instrumentos de la época podían conseguir. Se pide así que se hagan registros que suenen como los címbalos, cornetas, trompetas, dulzainas, clarines, y otros artilugios que consiguieran ecos, finales solemnes, reducciones y aún timbales y ruedas de cascabeles.

Un lugar de la Alcarria donde hasta 1936 existió magnífico órgano, fue la villa de Mondéjar, que en su iglesia parroquial-joya del primer renacimiento español-lució a lo largo de los siglos varios órganos, siendo el mejor el que en 1730 construyó el maestro zamorano Manuel Caballero, que luego repararía, 35 años después, el maestro suizo Francisco Martín Sager. Son datos estos totalmente inéditos que en fechas posteriores aparecerán publicados con más detalle en la revista «Wad‑al‑hayara».

Son todos estos datos sueltos, apuntes relevantes de lo que debiera ser un estudio completo y pormenorizado, que afortunadamente parece haberse iniciado por parte del Ministerio de Cultura. Si ello sirve, no sólo para acumular datos documentales de historia del arte, e incluso para completar la nómina o inventario de estas piezas, sino también para defenderlas y cuidarlas, haciéndolas, por vivas, partícipes de la vida de un pueblo, deberemos estar realmente satisfechos. Esperamos que esta tarea siga adelante y en plazo breve sea una realidad completa.

Alvargómez de Ciudad Real, el latinisimo

 

Siempre fue Guadalajara ciudad donde florecieron en abundancia los poetas y literatos. Y fue muy especialmente su siglo de Oro el XVI, cuando de mano de los Mendozas alcanzó la ciudad del Henares su título de «Atenas alcarreña», ocupando calles, plazas y palacios los ilustres varones dedicados a la contemplación de las letras y las ideas; acogidos en el palacio del Infantado, donde la tertulia o Ateneo de humanistas alcanzó su auge a mediados de siglo, cuando era el dueño de la casa don Iñigo López de Mendoza, el cuarto y viejo duque, autor él mismo de un «Memorial de Cosas Notables» que mandó imprimir, y así se hizo, en una imprenta montada al efecto en los salones de su casona. Aquí fueron los Poetas, los pensadores, los historiadores y los exegetas. Aquí corrió con fuerza, sobre la vena galante de los alcarreños, el vino fuerte de la disputa teológica y la suavísima carga ambarina de los poemas. Entre las fibras de ese manto se colaron, hilo a hilo, con fuerza arrolladora, los alumbrados de Ruiz de Alcaraz y María de Cazalla (1). Una preocupación honda por la fe y el dogma, por la salvación del alma y las relaciones humanas y divinas se extendía en Guadalajara a todos los niveles. Preocupaba la forma, se atendía la erudición. Cuantos se daban a pensar, eran admirados.

En esa pléyade de humanistas alcarreños, surge uno de gran fuerza y acusada personalidad. Representante característico del Renacimiento hispano, aquí en Guadalajara nació, murió y dio su obra toda. Perteneciente a familia de nueva nobleza, autodidacta muy posiblemente; crecido y educado en el ambiente intelectual del palacio del Infantado, se ocupó de versificar en lengua latina, y trató de hacer, siguiendo las recomendaciones del humanista italiano Pico della Mirandola, una «teología poética que remedara y aun unificara las grandes creaciones poéticas del clasicismo latino con el cuerpo dogmático cristiano. Nebrija le llamó «el Virgilio cristiano», y Juan Catalina García dice de él que fue «el poeta latino más notable de la gente española de su tiempo» (2). Fue, sin duda ni discusión, un imitador felicísimo, quizás el mejor de su país y época, de de los poetas cristianos (3)

Nació Alvar Gómez de Ciudad Real en Guadalajara, el año 1488. Hijo único y heredero del importante mayorazgo que fundó su abuelo. Este, también llamado Alvar Gómez, ocupó el cargo de secretario real con Juan II, Enrique IV y aun alcanzó la primera época de los Reyes Cristianos. Se distinguió por su capacidad de maniobra política, sabiendo traicionar y quedar bien con todos. El consiguió por trueques y negocios con el Gran Cardenal de España don Pedro González de Mendoza, el señorío de Pioz, Atanzón, el Pozo de Guadalajara, los Yélamos y otros pequeños lugares. La familia fue, en todo caso, de escasos recursos. Fueron sus casas, inicialmente, un palacio o «casas mayores», en la parroquia de San Esteban, que se caían de viejas. El hijo del poeta levantó unas nuevas junto a la iglesia de. San Gines, y puso por fin en práctica el deseo de todos sus antepasados de erigir convento de concepcionistas, cosa que se hizo frente a su nuevo palacio. Con más dinero, se ocupó en erigir nueva iglesia a su villa de Atanzón.

El poeta no parece que fuera a Universidad alguna. Ocupado en su corta hacienda, por sus dotes de poeta y humanista fue muy querido de sus conciudadanos. Ocupó algunos cargos en el gobierno del concejo, y en las cortes de Valladolid en 1518, consta que representó a Guadalajara. Se casó con doña Brianda de Mendoza, hija ilegítima del tercer duque del Infantado. Se ocupó en guerras de las que el Imperio carolino siempre anduvo metido. Y con el César Carlos acudió a Bolonia, formando en la comitiva de su coronación imperial. Allá en Italia, se acercó a los Papas, formó en sus cortes. Al flamenco Adriano dedicó su «Thalichristia», y a Clemente VII la «Musa Paulina», en 1522 y 1529 respectivamente. Una larga temporada pasó en la península itálica, y es muy de notar que ese «exilio» o larga vacación en el extranjero coincidió con el otro ilustre alcarreño, Luís de Lucena, médico de los Papas y preocupado siempre de la hondura cristiana. Las relaciones entre ambos, aun por aclarar, son innegables. Es la época, al unísono, en que se desata en España la persecución inquisitorial contra los alumbrados, cayendo en las garras del Santo Oficio, y luego en sus hogueras, varios personajes de Guadalajara que se habían destacado en los oficios del quietismo, la dexadez y el libre interpretar de libros sagrados. A Alvar Gómez no llegó a tocarle el tribunal severísimo, pero él se mantuvo en Italia, por si acaso. Y con el aprecio de los Sumos Pontífices, como tarjeta. Volvió a España, sin embargo, y aquí murió, en su ciudad natal, el domingo 14 de julio de 1538, siendo enterrado en la iglesia conventual de San Francisco, en la capilla familiar que fundó su abuelo.

La obra de Alvar Gómez de Ciudad Real es amplia, aunque no variada. Todos sus temas coinciden en la inspiración religiosa, cristiana, católica. Usa por norma la lengua latina, y es tal su conocimiento de ella, su maestría en el manejo de su difícil mecanismo, que puede decirse no tenía ningún secreto para él, y algunos de sus traductores afirmaron que era tan difícil de traducir como el más clásico de los romanos. De ese renombre como latino le vino la admiración que le profesó sin duda el mismo Erasmo de Rotterdam, quien con gusto accedió a poner unos versos, también latinos, en la presentación del «De Militia Principis Burgundi» del alcarreño. Es ésta una nueva oportunidad que nos permite sospechar del erasmismo y posible heterodoxia de Alvar Gómez. En realidad, toda su obra poética, y en definitiva su ideario, están aún sin estudiar a fondo.

Vamos a traer aquí una relación cronológica y brevemente descriptiva de sus obras. Será muy necesario, en lo futuro, acometer en profundidad el análisis de esta «opera omnia» del latinismo Gómez de Ciudad Real. No sólo en su aspecto estilístico, gramático, poético puro. Sino en el más capital de lo dogmático, decantando de su brillante dicción aquello que su inquietud humanística le lleva a plantearse como eje de sus vivencias religiosas y espirituales. Quizás sea este ropaje de la forma latina, cuajada de exquisitez, el mismo que utilizó Luís de Lucena en las pinturas de la techumbre de su capilla de Guadalajara: caminos de arte para una expresión profunda de renovación, de renacimiento cultural y religioso (4).

Fue su primera publicación la Thalichristia, dedicada al Papa Adriano, con dos ediciones, en Alcalá, los años 1522 y 1525. Aunque es obra cristiana, son numerosos los recuerdos e invocaciones a las figuras de la antigüedad greco‑romana, y a sus figuras mitológicas, demostrando Alvar Gómez en ese campo una erudición notable. El mismo titulo de la obra parece cristalizar la voluntad del poeta en hermanar lo religioso cristiano (Cristo) con lo mitológico pagano (Thalia, musa de la poesía), tarea, por lo demás, muy común de la época (5). Pocos años después aparece editada su segunda obra poética, la Musa Paulina (Alcalá 1529) que dedica al Papa Clemente VII y que escribe en dísticos latinos, de gran altura estilística. En tercer lugar presenta una obra que viene a engarzar notablemente con el movimiento de indagación bíblico que Erasmo propone y otros muchos siguen, son Los Proverbios de Salomón puestos en verso, y editados primero en Roma, 1535 y luego en Alcalá, 1536. En esa vía de acceso poético a los Libros veterotestamentarios, Gómez de Ciudad Real compone y da a luz (Toledo, 1538) las Septem elegiae in septem penitentiae psalmos. Es el año de su muerte, inesperada, en una madurez granada que aún prometía cosecha larga de sabidurías y elegancias. La admiración y fidelidad de su hijo Pero Gómez permitió que en 1540, la toledana imprenta de Juan de Ayala diera a luz el De Militia Principis Burgundi, dedicada a la glosa de los príncipes de Borgoña, y muy en especial a la historia del Vellocino de Oro. El libro estaba dedicado, como es lógico, al Emperador Carlos, y en sus preámbulos, tras la dedicatoria, figuran unos versos de Erasmo dirigido a Alvar Gómez. Fue traducido este libro por el bachiller Juan Bravo, y publicado con el título de El Vellocino Dorado, ese mismo año, también en Toledo. A la piedad de su hijo débese también que saliera a la pública consideración una obra originalmente compuesta por Alvar Gómez en metro castellano: la Theología descripción de los misterios sagrados, partida en doze cantares dedicada al Cardenal Talavera, impresa en Toledo en 1541. Años más tarde dentro de la antología que Esteban de Villalobos imprimió-era 1604-con el título de Primera parte del Tesoro de Divina Poesía», aparecen las Sátiras morales de nuestro autor, en arte mayor y redondillas, no malas. Y aun es preciso recordar ciertas cosas inéditas, y casi con seguridad perdidas, que Venegas cita en un prólogo a otra obra de Alvar Gómez, como compuestas por el arriacense: De prostiatione bestiarum adversus haeresiarchas, De conceptione Virginis, y De las tres Marías. Obra fecunda meritísima, surgida no sólo del hombre, sino del ambiente, de la ciudad en la que ha crecido y madurado. Guadalajara renacentista, patria chica de Alvar Gómez de Ciudad Real, musa a su vez de este poeta y de su poesía. Hasta aquí su recuerdo. Desde ahora el compromiso de conocerle mejor, de valorarle en su equilibrio.

Notas

(1) Márquez, A.: Los Alumbrados: orígenes y filosofía, Madrid 1972; Serrano y Sanz, M.: Pedro Ruiz de Alcaraz, iluminado alcarreño del siglo XVI. Revista de Arch.: Bibl. y Museos, 7 (1903), 1‑16; 126‑139.

(2) García López, J.C. Biblioteca de escritores de la provincia de Guadalajara, Madrid, 1899.

(3) Marineo Sículo, L.: Cosas memorables de España. Alcalá 1530, fol. 249. Dice así de él: «Más entre los nobles y caballeros señalados en letras Álvaro Gómez poeta singular con razón debe de ser contado. Al gual demás de las obras que a scripto conocimos en su Musa Paulina muy grande ingenio y mayor erudición. En la qual Musa muy ingeniosa assi en la facultad del verso como en la elegancia del estilo igualó a los poetas antiguos».

(4) Herrera Casado, A.: La CapiIla de Luís de Lucena en Guadalajara (revisión y estudio iconográfico), Revista Wad‑al­hayara, 2 (1975), 5‑26.

(5) Pérez de Moya, Filosofía secreta, Madrid 1585.

El palacio del Infantado cumple 500 años

 

En una tierra como la nuestra la alcarreña, tan densa de historias y aconteceres, cada año tiene su señalado aniversario, su tiempo justo y cumplido de recuerdos. Una batalla, un personaje, un edificio: cada cual su cumpleaños, su cumplesiglos, mejor dicho. Y conviene de vez en cuando traer a la memoria de las gentes estas cosas que ven su tiempo puntualmente encuadrado.

Alguna de estas cosas que cumplen aniversarios, las tenemos vistas y oídas de continuo. Las tenemos celebradas cada día, y por ello es casi superfluo querer acentuar su encomio. Pero de una de ellas no puede pasar este año sin que, al menos, se le dedique un expreso recuerdo. Es ello el quinto centenario (bonita cifra: 500 años justos) del palacio del Infantado. Ya reedificado, restaurado, utilizado (en menor medida de lo que todos quisiéramos) por la ciudad, el palacio de los Mendoza ha cambiado su uso y destino. De asiento brillante de una casta social, vino a ser cobijo comunitario de la ciudad en sus actos culturales, en su biblioteca, en su Museo… Pero el cariño que todos los arriacenses tuvieron-siempre, a lo largo de los siglos-por esta monumental casona, se ha mantenido vigente hasta hoy. Ella es el símbolo de nuestra ciudad. Y es lógico que la ciudad lo conmemore, de alguna manera. Que le digamos al edificio que sí, que es nuestro, que le queremos de veras. Que en esta ocasión se lo manifestamos especialmente.

Una fecha, pues, a la que trasladarnos: 1480. Sabido de todos es que el marqués de Santillana, don Iñigo López de Mendoza, guerrero, político y poeta, encumbrado personaje de la corte de Juan II y Enrique IV de Castilla, eligió Guadalajara para vivir, y aquí murió. Edificó un palacio fuerte, aunque no hermoso, en zona próxima a las murallas, orientado cerca del alcázar que, si no suyo, sí tenía por misión defender y controlar. Sería su nieto, también llamado Iñigo López de Mendoza, segundo duque del Infantado, quien acometería la empresa de derribar el viejo palacio mendocino y levantar uno nuevo, lujoso y espléndido, cual es el que ha llegado hasta nuestros días. Aunque no existe un documento concreto que diga que fue en 1480 cuando comenzó a levantarse el palacio, sí hay diversos datos e indicios que nos lo indican. Uno de ellos es la fecha de 1479, en que murió don Diego Hurtado de Mendoza, primer duque del Infantado, quien, aparte de asistir a todas las campañas guerreras de los Reyes Católicos había dejado un tanto de lado su residencia alcarreña para afincarse en el castillo‑palacio de Manzanares, donde Juan Guas, su arquitecto preferido, puso la galanura gótica en patio, galerías y salones. El hijo de don Diego, ya segundo duque en 1480, decidió derribar las casas viejas de sus mayores y levantar unas nuevas, magníficas y brillantes, que acrecentaran su gloria y la de sus antepasados. Llamó también a Juan Guas para que dirigiera la empresa. Fue ese año sin duda, el que se inició obra y eternidad: así lo decía, también, la leyenda que circuye la puerta principal de entrada al palacio, en letra gótica, y que en el siglo XVIII aún alcanzó a leer don Pedro Alcántara de Toledo, marqués de Távara, quien en su manuscrito inédito titulado «Linaje de Mendoza», conservado en la sección de Manuscritos de la Biblioteca Nacional, dice que fue el año 1480 en que se comenzó a levantar el palacio, terminándose en ese mismo año la fachada magnífica (en la que los estilos mudéjar y gótico se entremezclan). Poco después, en 1483, estaba también terminado el «patio de los Leones» y todo el cuerpo palaciego que le rodea. Esa fecha esta confirmada en la larga leyenda que, entre leones y grifos, escudos y jaqueles, corre a lo largo de las arcadas bajas del mismo. En esa leyenda figura el año 1483 como el de terminación del patio por Juan Guas y Enrique Egas. Cronología que se confirma, también, por el hecho de que estos artistas están trabajando ya, en 1484 en la catedral de Toledo y otros edificios de la ciudad imperial. En el perdido artesonado del «salón de linajes», del que no han quedado estudios concretos ni fotografías completas, existía al parecer una leyenda que decía haber sido el año 1482 cuando se terminó el palacio. Podrían ser consideraciones variables (la fachada, el patio, los muros) lo que hacían variar estas fechas, pero unos y otros datos vienen a centrar muy bien una época, corta y fructífera, en que nuestro Palacio del Infantado nació a la historia del arte: 1480­1483 son las fechas límites del parto arquitectónico. Ya en 1484 estaban viviendo sus señores en él. Doña Juana Pimentel, viuda de Álvaro de Luna, y suegra del duque constructor, fechó su testamento en julio de 1484, y consta expresamente haberlo hecho en las nuevas casas de su yerno, don Iñigo. Por supuesto que las obras del palacio continuaron en mil detalles: decoración de los salones con artesonados y tapices, con muebles y telas; construcción de la galería sur; puesta a punto de los jardines moriscos, etc.

Otra fecha auténtica es la de 1487, en que consta que los Reyes Católicos, doña Isabel de Castilla y don Fernando de Aragón, estuvieron alojados unos días en esta casona, cuando en compañía de su canciller, el Cardenal Mendoza, tío del duque constructor, viajaban hacia Aragón con su corte itinerante. Otros viajeros, españoles y europeos, hicieron constar en sus escritos y relaciones como a finales del siglo XV ya era proverbial y conocido el moderno y sorprendente palacio que el duque del Infantado había construido en la ciudad de Guadalajara. Será en julio de 1500 cuando muere, entre sus muros, el constructor de tan alta maravilla.

Ahora que llegamos, tras tantas vicisitudes, a cumplir los cinco siglos exactos del inicio de este palacio, parece que algo nos llama a conmemorarlo de una manera especial. Desde estas páginas, atentas siempre a rememorar nuestro pasado, era obligado mencionar el hecho, señalar la efemérides. Pero quizás sería conveniente hacer algo más. El Ayuntamiento de la ciudad, el Ministerio de Cultura, las propias instituciones culturales que en su edificio tienen cabida (Biblioteca y Museo provinciales) están obligados a honrar este palacio, a decirle -aunque sea con brevedad y sin demasiado boato innecesario-que sigue siendo símbolo y cumbre de la ciudad de Guadalajara, que por él, gracias a él, Guadalajara aún tiene un aire y un perfil de gótica añoranza, de paso renacentista, de Mendocino y poético cristal.

Si no hay tarta, ni velas, por lo menos que tenga este palacio un recuerdo y una sonrisa de nuestra parte, de parte de todos los que ahora, en 1980, sabemos que es su «cumplesiglos» y le queremos.

Los Lara, conde de Molina

 

Dice el historiador Julio González de los Lara: «No hay en Castilla, durante todo el siglo XII y principios del XIII, una familia tan influyente como la que ostenta en sus escudos de armas los dos calderos, símbolo que, unido al pendón representa las numerosas compañías que la casa levantaba entre sus vasallos». Repartido por pendones, reposteros, sepulcros, muros de iglesias y palacios, gualdrapas de caballos y cortinajes, este escudo fue temido y admirado por Castilla y León durante la plena edad Media. Un símbolo que con exactitud definen los heraldistas posteriores, como un campo rojo sobre el que asientan, en vertical, dos calderas jaqueladas de oro y negro, de cuyas asas surgen siete sierpes verdes en cada una.

Ya en el siglo XI surgen sus primeros personajes. Nobles de la Corte castellana, que han reunido multitud de tierras en la cuenca del alto Arlanza. El año 1089, encontramos por vez primera mencionado el señor de Lara: se trata de don Gonzalo Núñez, magnate en la corte de Alfonso VI. Serán sus hijos los que, con rapidez y garra, añadan a la casa nuevas y abundantes tierras desde las Asturias de Santillana a la Extremadura del Duero. Los hijos del creador de la casta son Rodrigo González y Pedro González. El primero, y mayor, fue señor de amplios dominios en las Asturias, Cantabria y Castilla primitiva. Casó con la infanta doña Sancha, hija del rey Alfonso VI, y éste, tras la conquista de Toledo, nombró a su yerno teniente alcaide primero de la gran ciudad del Tajo. Pero poco después caería en desgracia con Alfonso VII, viéndose obligado a expatriarse, yéndose de peregrinación a Jerusalén, y muriendo lejos. Su hijo Pedro Rodríguez alcanzó al cargo de notario real en la corte de Alfonso VIII, viviendo a lo largo del siglo XII. Fue teniente de diversos alfoces en Castilla la Vieja (Nájera, Cerezo Belorado…) y más tarde su hija doña Mencía, escribirá también otra gloriosa página en la historia de Castilla, al fundar en 1189 el monasterio de San Andrés de Arroyo, en la comarca de Ojeda, donde fue abadesa hasta su muerte, y donde reposa en magnífico arcón de tallada piedra cubierta de su escudo.

El otro hijo del fundador de la estirpe, don Pedro González, medró con demasía en la corte leonesa. Favorable a doña Urraca, hasta el punto de ser su amante una larga temporada, y haber hijos de ella, luchó continuamente contra Alfonso VII. Con Urraca tuvo por hijos a Fernando Pérez, que alcanzó la mayordomía con Sancho III, y a Elvira, dedicada a fundar monasterios por Castilla. Es interesante señalar cómo Pedro González trajo a esta tierra gentes como el duque de Narbona y a Armengol VI, conde Urgel, introductores de una fructífera corriente cultural que sería en la época de su hijo don Manrrique cuando tendría su más alto apoyo. La boda legal de don Pedro González, fue con doña Eva Pérez de Traba, de antigua e influyente familia gallega. Con ella tuvo una descendencia que daría, definitivamente, renombre universal a la familia Lara.

Así, a don Nuño Pérez de Lara que si no fue el mayor de los hijos, sí gozó del más alto prestigio y alcanzó sin peros la capitanía del clan. Primeramente alcanzó el grado de alférez de la corte de Alfonso VII. También muy influyente en la de Sancho III, sería en los momentos de la regencia y minoridad de Alfonso VIII cuando escalaría la cumbre de su poder. Designado entonces como amo de rege don Alfonsi y tenente curia regis Aldefonsi, es la encarnación y el empuje principal que sostiene la independiente monarquía castellana, puesta sobre las espaldas de un rey niño, contra los intentos anexionistas de su tío el rey Fernando II de León. En esta protección de los Laras ocurre el episodio de la Caballada de Atienza, expresión del irrenunciable afán castellano de distinguirse del reino godo leonés. Don Nuño Pérez se ocupó de fundar monasterios (así el de Perales, en 1160) y de hacer donaciones benéficas de todo tipo. Su arrogancia y hábil politiquear fueron siempre reconocidos y envidiados. Murió en 1177, luchando junto a su rey en el cerco de Cuenca. Sus hijos tuvieron varia suerte. Pues si el mayor, don Fernando, durante mucho tiempo capitaneó la casta de Lara, finalmente tuvo que exiliarse a Marruecos, muriendo allí. Otros fueron don Alonso Núñez de Lara, residente y acaudalado magnate en Galicia.

El segundo de los hijos de Pedro González fue Álvaro Pérez de Lara, más gris que sus hermanos, pero con ellos metido en la piña de la poderosa familia que durante un siglo llevó las riendas castellanas. Tuvo ciertos cargos en las cortes de Alfonso VII y de Sancho III. Murió en 1772. Y en cuanto a su zona de mayor predominio territorial, patrimonio territorial, patrimonial o jurídico, fue el Norte de Castilla: Asturias y Campoo. Sus hermanos, sin embargo, se distribuirían el reino en zonas de clara influencia, y así mientras el cabeza de grupo, don Nuño Pérez, abarcaba la Castilla Vieja con las tierras de Bureba, Oca, Lara y muchos otros alfoces en Castilla y en Tierra de Campos, el otro de

los hermanos, don Manrrique, extendió su área de período por la Extremadura y la Transierra, en contacto permanente con la frontera de los moros.

Es este don Manrrique Pérez de Lara, el hijo mayor de Pedro González, el que más nos interesa ahora por haber puesto el apellido y los calderones de Lara en las páginas de la historia de nuestra castellana tierra de Guadalajara. Ya en la corte de Alfonso VII ocupó el relevante cargo de alférez real. Con Sancho III será principal valido, y luego durante una temporada se constituyó también, lo mismo que su hermano Nuño, en ayo y custodia del rey niño Alfonso VIII. El año en que éste hereda la monarquía don Manrrique aparece en los documentos señalado como manente super negocia regni, ministro y amo del gobierno de Castilla. Ya de antes había adquirido amplios territorios: unos en tenencia, especialmente en la Extremadura, Transierra y nuevas tierras conquistadas. Fue así el delegado regio en los alfoces de Atienza, de San Esteban de Gormaz, de Ávila, de Toledo, de Baeza y aun de Almería a raíz de su reconquista. Desde 1129 era señor y conde de Molina, inmenso territorio, en la cabeza de la Celtiberia, que al parecer había sido reconquistado previamente por Alfonso I el Batallador, rey de Aragón, y, a ratos, de Castilla. En Molina asentó la familia Lara su nombre y su gloria última. Dio un famoso fuero a su ancho territorio, constituido en Común de Villa y Tierra, prestigiando con sus fórmulas, y poniendo en su modo más claro y bello, el sistema comunero, justo y democrático, del gobierno de las gentes castellanas. Don Manrrique casó con Ermesenda, condesa de Narbona, hija del duque Aimerico. Por parte de estas gentes, que llegaron a Castilla acompañados de su corte, sus sabios y sus clérigos, entró en nuestra tierra un soplo cultural de nuevo corte que cuajaría aquí en formas varias; El arte románico seguntino y molinés, de clara ascendencia gala; fundaciones de monasterios, de cabildos, etc. Así los cuatro primeros obispos de Sigüenza fueron franceses, aquitanos y narboneses por más señas. También francés Juan Sardón, el creador del Cabildo molinés. Y franceses los canónigos regulares de San Agustín que se establecieron en Buenafuente, en el Campillo de Zaorejas, en la Hoz de Corduente, en Sigüenza, en Atienza y en Albendiego. Murió don Manrrique en 1164, haciendo la campaña de Huete: junto a Garci‑Naharro, en un cruel enfrentamiento con su secular enemigo, el jefe de la familia de los Castro.

En la ocasión, hereda la mitad del señorío de Molina su viuda doña Ermesenda, y la otra mitad va a manos de su hijo mayor, don Pedro Manrrique de Lara. Consiguió éste quedarse con la tenencia de Atienza, que la ostenta, por tanto, desde 1164, y pronto añadió otras, lo que le confirma en el valimiento real: en 1174 obtuvo la tenencia de San Esteban de Gormaz; desde 1173 tuvo la de Toledo; y las de Cuenca y Huete las consiguió en 1188, manteniéndolas hasta su muerte, en el comienzo del nuevo siglo. Por supuesto, continuó con el gobierno de alfoz de Lara y otros territorios de la Extremadura. En 1177 participó de manera notable, junto a su ejército molinés, en el cerco y toma de Cuenca, y posteriormente muchas pertenencias, entregando algunas de ellas a la orden de Calatrava. Fundó varios monasterios en tierra de Molina (Alcallech, Grudes y Arandilla, éste para su enterramiento) y protegió al de Huerta. Su muerte fue en 1202. Casó tres veces: la primera con la infanta doña Sancha (con la que tuvo a García Pérez y a Aimerico, éste vizconde de Narbona), y las sucesivas con la condesa Margarita y la condesa doña Mafalda, de quien tuvo a Gonzalo Pérez, que heredó de su padre la mitad del señorío de Molina, y de su hermanastro García Pérez la otra mitad, pues él la había recibido, a su vez, de su abuela doña Ermesenda. De este tercer matrimonio nació también Rodrigo Pérez, merino mayor del Rey.

La historia y vicisitudes de la familia Lara como señores y condes de Molina, se ve condiciona da en el siglo XIII por los vaivenes de la política castellana y leonesa de esa centuria. Cuando llega al trono Fernando III, da rienda suelta a sus afanes unificadores, e intenta, por muchos medios, mermar las facultades y libertades que señoríos y comunidades poseían en Castilla. En Molina es conminado a dejar su jerarquía el tercer conde don Gonzalo Pérez de Lara, poco después sitiado y vencido en el castillo de Zafra, surgiendo de allí una concordia por la que el heredero del Señorío será la hija del tercer conde, doña Mafalda, a quien nunca hubiera correspondido por línea normal. A ésta casaron con el infante don Alfonso, hermano del rey Fernando, y de ellos nació doña Blanca, quinta y magnífica señora, que a través de su hermana María de Molina, dejó caer el Señorío en manos de la Corona castellana.

A partir de ese período la estrella de los Lara palidece y poco a poco se eclipsa. Su cometido, su misión universal estaba realizada. Su paso por la historia de Castilla, de sobra reconocido como relevante. Y sus figuras, sus hombres principales, fijos ya en el cuadro de notables del país, y de esta tierra nuestra de Guadalajara.

Bibliografía

González, Julio: «El reino de Castilla en la época de Alfonso VII, Madrid 1960, tomo I, pp., 259 293.

Porreño, Baltasar: Historia del santo rey don Alfonso, manuscrito en la Biblioteca Nacional de Madrid (Mass. 778).

Salazar y Castro, Luís: Historia genealógica de la Casa de Lara, Madrid 1697.

López de Haro, Alonso: Nobiliario genealógico de los Reyes y Títulos de España, Madrid, 1622.

Díaz Millán, Luís: Reseña histórica del extinguido Cabildo de Caballeros de Molina de Aragón, Guadalajara, 1886.

Ibáñez de Segovia, Gaspar: Memorias históricas de la vida y acciones del rey don Alonso el Noble, Madrid, 1783.

Salazar y Castro, Luís: Pruebas de la historia de la casa de Lara, Madrid 1964.