Viaje a Milmarcos (II)
La pasada semana hemos hecho un repaso inicial a la villa de Milmarcos, encalvada en la misma raya de Aragón, todavía dentro del Señorío de Molina. Siempre merecedora de un viaje y detenido examen.
Pero si esto ha sido un repaso, inquieto y somero, al espíritu de Milmarcos (su historia, su afán…) hemos de comenzar ya con su corpacho cuajado de interesantes obras arquitectónicas, de curiosos rincones, de obras de arte esplendorosas. ¿Por dónde empezar, cuando tanto edificio reclama nuestra atención?
Vamos al templo, a la iglesia parroquial, dedicada de San Juan. Tuvo en siglos medievales una iglesia de segura adscripción románica. Ahora vemos, como una única reliquia de aquélla, una pila bautismal pesada y bella, con cenefa tallada al modo románico. Pero el edificio actual es renacentista, fruto de los buenos tiempos que aconsejaron tirar el viejo templo y levantar uno nuevo. Este fue terminado en 1627 (según se lee en la clave de la bóveda del coro) y es magnífico, mostrando el exterior, todo él de buena piedra sillar, una espadaña-torre de horizontal remate, sobre el costado de poniente, a la que se sube por escalera embutida en una saliente cilíndrico adosado al muro. La portada principal, al mediodía, sobre la plaza mayor del pueblo, se constituye con severas y elegantes trazas renacentistas, rematándose en hornacina que muestra una muy antigua talla de San Juan Bautista. El ábside es de planta poligonal, y el templo todo se halla completamente aislado.
El interior es de una sola nave. Se forma de varios tramos, con pilastras laterales sobre pedestales, rematando en capiteles compuestos, también adosados a los muros, de los que parten arcos fajones entre los que las bóvedas lucen gallonadas, elegantes nervaturas con claves decoradas. Es extraordinaria la riqueza decorativa de la bóveda que culmina el presbiterio. A los pies se eleva una coro alto. Añade el templo, a la izquierda de sus nave, la capilla de los López Montenegro, de finales del siglo XVIII. Por el recinto principal se exponen diversos retablos renacentistas y barrocos, con tallas y pinturas de calidad. Así, el de San Sebastián, con pinturas en las que se ve a San Jerónimo, San Blas, San Gregorio y San Roque. O el de la Virgen del Rosario, con buena talla barroca de la titular. O, incluso, el de San Francisco, con magnífica talla sobredorada del seráfico santo y algunas tablillas pintadas en la predela. Hay, en fin, otro altarcillo dedicado a la Virgen del Pilar, que lleva en el manto las armas de los Iturbe. En el coro destaca un extraordinario órgano barroco, del siglo XVIII, y en las puertas de entrada buenas cerrajas de la misma época.
Pero lo que destaca, con mucho, en este templo, es el retablo del altar mayor, obra espléndida del manierismo del siglo XVII. Se forma este retablo, que mide nueve metros de alto por ocho de ancho de tres calles en vertical, y una banco, un piso y un ático en horizontal. Se mantiene su estructura a base de columnas corintias de fustes decorados en su tercio inferior y entorchados a arpón los dos restantes. Arquitrabe, frisos y cornisas con frontón curvo partido rematan el conjunto principal. Se trata de un «retablo-fachada», y su iconografía muestra, en el banco, dos escenas de la vida de San Juan: la degollación del Bautista y el Bautismo de Jesús. En los plintos del banco se muestran buenas tallas de cuerpo entero, de algunos santos: San Vicente, San Lorenzo, San Francisco y San Antonio. En el sagrario central hay dos escenas talladas que representan a David tocando la lira ante el Tabernáculo, y el sueño de Jacob. Las estatuas del retablo propiamente dicho son las de San Juan Bautista, en el centro, de magnífica calidad artística, y otras cuatro de los evangelista. El ático alberga un calvario, con Santa Lucía y Santa Apolonia a los lados, y a los extremos San Pedro y San Pablo. También son interesantes las credencias laterales que descansan sobre grandes ménsulas. Se ven en ellas escenas representando a dos virtudes (la Justicia y la Fortaleza) en posición horizontal, y, sobre dichos cuerpos, las representaciones de San José y San Miguel. Se trata, en definitiva, de un grandioso conjunto de arquitectura y escultura, joya de la parroquia de Milmarcos.
En cuanto a los autores de este retablo, sabemos que en 1636 o poco antes fue encargado de componerlo al escultor Juan Arnal, vecino de Medinaceli (Soria), y lo empezó pero pronto cedió la obra al escultor Francisco Condado, vecino de la ciudad de Calatayud (Zaragoza), quien fue quien realmente lo construyó y esculpió todas sus tallas. Finalmente el ensamblador Pedro Vitro, ayudado de Antonio Bastida, ambos también de Calatayud, terminaron de ajustar las piezas y de colocar el retablo en su sitio. En 1640 estaba concluida la obra, y puesta tal como hoy todavía, 340 años después, la contemplamos con admiración.
De los otros edificios religiosos de Milmarcos, hemos contemplar la ermita de Jesús Nazareno, a un extremo del pueblo, construida en 1747 a instancias y con la aportación económica de don Pascual Herreros, hijo de la villa, que alcanzó el puesto de obispo de León. Es de planta rectangular, con nave única de varios tramos y portada orientada al levante. El presbiterio es circular rematado en gran bóveda semiesférica cuajada de adornos barrocos, mascarones, pinturas y un largo y rococó etcétera de ornamentos. En sus muros, varios altares barrocos completan el conjunto inolvidable de este rural e ilustrado templo: el mayor es para Jesús Nazareno con la cruz a cuestas, y otros están dedicados a la Dolorosa, a Cristo atado a la columna y a San Juan Evangelista.
En lo alto del lugar, la ermita de la Virgen de la Muela goza de la tradición local de ser antiquísimo edificio, raíz ancestral del pueblo. La llaman «la iglesia de Aragón» por creer que caía en el reino tal. Lo que hoy venos es obra del siglo XVII, con portada a poniente, en la que se abre puerta semicircular con muy sencillos moldurajes, y encima una pequeña espadaña. El interior es de una sola nave, amplia, con altar mayor barroco bajo gran venera. La imagen de la Virgen de la Muela es románica, pero tan destrozada, repintada y revestida que ha perdido todo su interior artístico.
Continuando nuestro paseo por Milmarcos, nos vamos a otros monumentos, civiles y ciudadanos, que han de sorprender también en su variedad continua. Junto a la ermita de la Muela, en la plaza de tal nombre, asienta el teatro Zorrilla, todo un símbolo de la mejor época; cuando Milmarcos era centro ganadero y comercial, y el dinero y las gentes daban de sí lo suficiente como para mantener de continuo un teatro abierto con representaciones frecuentes. A fines del siglo XIX se levantó este edificio, con la planta baja de sillarejo y la alta de tapial oscuro. De planta rectangular, su puerta se abre a la plaza, y sobre su dintel, de adovelados sillares se ve un escudo popular grabado. El interior, recoleto y encantador, muestra su patio de butacas, los palcos laterales, el gran escenario con embocadura de maderas pintadas y una enorme talón con anuncios de hacia 1930, año en que se restauró por última vez. Este edificio algo único en la provincia, un hálito de épocas perdidas y olvidadas, que con interés y justo presupuesto podría restaurarse y ser devuelto al comunitario uso de un pueblo que venera su teatro.
La torre del reloj, de varios cuerpos, con chapitel piramidal metálico, es grito severo y algo triste que en medio del caserío se alza. Abajo, en la plaza mayor, surge el ayuntamiento, que según dice el escudo de su fachada, antes comentado, fue erigido en 1679, por la munificencia del rey Carlos II, y, se supone, el trabajo de los del pueblo. Una gran arquería en su planta baja, y una galería abierta en la alta, le dan un tono de sonrisa y franca presencia a este edificio. Delante, la fuente monumental, puesta a fines del XIX o comienzos de la actual centuria, que se forma de gran pilar central rematado en pirámide, surgiendo el agua por las bocas de varios leones de bronce. Junto a ella, los dos viejos olmos del pueblo, centenarios con creces que fueron plantados en 1646 el uno y un siglo justo después el otro – según rezan sendas leyendas grabadas en el muro de la iglesia-. Tan grandes se hicieron, tan alto dejaron volar sus ramas, que las de uno de ellos sobrepasó el tajado del ayuntamiento, y como explosión oscura de frescor y bondad aún reciben al viajero. Pedimos para ellos- como nuestro amigo Monje Ciruelo en bellas palabras hace unos mesas- su declaración como monumentos locales y el homenaje de cuantos amen los árboles y admiren éstos.