Viaje a Milmarcos (I)
Largo se le hace al viajero el caminar hasta Milmarcos, lejano de cualquier parte, en su hondón recogido y silencioso, como la página de un libro antañón abierta y oferente. Pero Milmarcos, aunque lejano, callado y recóndito es lugar de vida entera, de bullicio en ocasiones, de anhelado recuerdo siempre. Aunque la emigración ha sacudido fuerte a las puertas de sus casas, dejando tantas vacías y otras en reposo, los ánimos de cuantos aquí nacieron o sienten su ascendiente, Se vuelven seguros en ansiosa mirada hacia aquel entorno molinés donde descansa el pueblo; que aún señala, en su extensión, aspecto y señas, haber sido importante de veras, emporio de riqueza ganadera, seguro puerto de empresas agrícolas y de comercios.
Del afán viajero de sus vecinos da fe un dato que al visitante de hoy sorprende: la existencia de una jerga propia, de un vocabulario amplísimo, con reglas propias constructivas, que confiere el carácter de secreto lo que a voces se comunican entre sí los milmarqueños: se trata de la migaña, jerga utilizada aquí y en Fuentelsaz, y que ya pusieron en valor sus habitantes cuando recorrían toda España en los oficios de esquiladores y músicos. Juanmondas los primeros y trigos los segundos, este lenguaje iniciático, que aún se utiliza habitualmente en las conversaciones domésticas servía para matizar mejor cualquier detalle que no convenía saltara a la general conciencia. Nacido de relaciones comerciales y artesanales muy concretas, hoy se utiliza para todo tipo de conversación familiar, amistosa y festiva. En Milmarcos se conoce y se habla la migaña, y hay quien,-me consta incluso-piensa en ella. Es un elemento importante del acervo cultural molinés, que debe a toda costa protegerse.
Llegará el viajero y procurará sea un día tranquilo del verano o la primavera. En cualquier otra época del año, Milmarcos le recibirá con cierto vientecillo fresco que a nada que se altere toma la consideración de huracán gélido. Su altura-1053 metros sobre el nivel del mar- le imprime el lógico ambiente frescachón, que suele ser movido por estar entre los montes destacados en el Sistema Ibérico, raya entre Castilla y Aragón, por más señas.
Antes de entrar en pormenores conviene saber algo, aunque somero, de la historia de Milmarcos. Que perteneció, desde los primeros años del siglo XII, como aldea al Común de Villa y Tierra de Calatayud. Junto a Guisema, fue el rey de Aragón don Alfonso X el Batallador quien lo puso en esa tierra comunera. Poco después, cuando en 1129 don Manrique de Lara creó el Señorío de Molina, incluyó a Milmarcos, en su seno, como atestiguan los límites señalados en su Fuero, y en él continúa. El insigne historiador molinés don Diego Sánchez de Portocarrero, (dice así hablando de este pueblo, en su manuscrita historia que redactara en el siglo XVII «algunos pensaron que en él hubo algún antiguo Monasterio por ver en un Privilegio del Infante Don Alonso Quarto señor de Molina, por testigo a don Marzelo Abad de Milmarcos, que acaso sería Cura porque yo no hallo luz dello. Su fundación no se averigua. Su nombre claro castellano y es en él tradición que le tomó por averse vendido en una ocasión por Mil marcos de oro, suma a mi parezer muy desigual. En él hay un barrio y sitio eminente que llaman la Muela (nombre que en lo antiguo daban a lo más alto y fuerte de los pueblos) en él se ven ruinas de fortaleza y se conserva una hermita, alrededor de la qual es tradición del pueblo que vivían doze familias de los más antiguos apellidos del lugar, de los quales algunas se preservan»
En torno a los orígenes del pueblo, y de su nombre, como se ve, existen ya desde antiguo interpretaciones y leyendas. Con más imaginación que lógica, aún se dice que en su principio fueron dos pueblos muy cercanos, que se unieron en tiempo no determinado, y en conversaciones de café se insiste en que alguien pagó, en fecha arcana, mil marcos de oro por el pueblo. Yo aventuraría una explicación para su controvertido nombre, pero siempre con la salvedad de que se trata de una teoría, de una posibilidad: sin querer sentar cátedra de nada. Y precisamente porque su nombre es radicalmente castellano, viene a confirmar su clara ascendencia latina. El prefijo «mil» se utiliza en muchos pueblos y topónimos de la Hispania romana. Viene a significar «Miliarium» (puesto en abreviatura, que en las formas antiguas se enfatiza con la grafía «Mill») esto es: piedra miliar, que señalaba las distancias en los caminos. La España seca del interior sólo fue usada por los ejércitos imperiales para trasladarse, para llegar a los terrenos ricos. Por Milmarcos pasaría un camino, una calzada, y allí pondrían los romanos un «miliario» indicativo. Que casi con seguridad estaría dedicado a algún dios de su mitología, como solían. ¿No podría ser a Marte, el «dios de la guerra»? La palabra Martius-derivada de «Mars», el nominativo del dios-significa «consagrado a Marte». Derivaría posiblemente, en los largos siglos de la Edad Media a Marcius o Marcos, y así Milmarcos nos daría prontamente su secreto, su significado fácil: » piedra miliaria consagrada al dios Marte», camino de legiones y poetas, de ingenieros, legistas y carretas.
Estuvo nuestra villa prendida indisolublemente al señorío molinés, y con él pasó a la corona de Castilla y posteriormente al unificado reino de las Españas. En 1679, el monarca Carlos II concedió a Milmarcos un escudo heráldico que se puso en lo alto de la fachada del ayuntamiento. En esa piedra radica también otro de los enigmas que hoy se plantean los milmarqueños. No merece romperse demasiado la cabeza desentrañando el significado de ese escudo, que es creación moderna (del siglo XVII, por supuesto) en época con desmesurada afición por inventarse símbolos y emblemas. Algún rey de armas cortesano a quien encargaron componer un escudo para lejana villa con nombre de Milmarcos, puso en su centro un castillo y un león, símbolos unidos de los reinos básicos de la corona de los Austrias. En su orla puso las letras «M» y «C» como iniciales de dos sílabas de la palabra. Y alrededor colocó una decena de recipientes o «medidas» en reducido símbolo de esos mil «marcos» o medidas de oro a que su nombre parecía hacer referencia. Una corona real en lo alto y un recargado lambrequín de ajado y retorcido pergamino completan el escudo de esta villa molinesa.
Siglos después, siguiendo el crecimiento, quedará incluida en la efímera provincia de Calatayud -formada en 1821 de la que fue cabeza de partido judicial. Poco después disgregada esa organización nacida del trienio constitucional, pasaría al territorio molinés, quedando definitivamente en la provincia de Guadalajara desde la reforma de Javier de Burgos en 1833. Seguiría muchos años siendo centro comercial importante, ruta señalada entre Aragón y Castilla, feria grande de la ganadería serrana. Después, ya se sabe, la emigración y el silencio. Y ahora-en apogeo que debe ir a más, porque se lo merece el pueblo y sus gentes-otra vez receptáculo de querencias, de oriundos, de tradiciones y de cultura. Por mucho tiempo.