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febrero, 1980:

El poblado de Villaflores

 

Ya en ocasiones anteriores hemos dejado en estas páginas nuestra preocupación por los elementos y conjuntos de la arquitectura del siglo XIX en nuestra ciudad y provincia. Concretamente en la ciudad de Guadalajara hay varias muestras importantísimas del eclecticismo arquitectónico de finales de la pasada centuria y comienzos de la actual, que suman uno de los conjuntos más valiosos que hoy pueden encontrarse en ciudad alguna. Muy especial es la mezcla del ladrillo y la piedra caliza que en este estilo se consigue, y en nuestro burgo encontramos ejemplos que van desde la magnificencia de la Fundación de la Condesa de la Vega del Pozo, con su panteón, su iglesia, sus edificios principales, la valla y tantos otros detalles, hasta elementos como el Mercado de Abastos, la Cárcel provincial, el conjunto de talleres y viviendas del Fuerte de San Francisco, la fábrica de la Hispano‑Suiza, el Cementerio municipal con su capilla y diversos elementos, del depósito de agua, el mismo ayuntamiento. Y muchos otros monumentos, asta ahora poco conocidos y apreciados, que ‑repito‑ suman un acervo patrimonial interesantísimo. Ello ha hecho que todos hayan sido estudiados y clasificados convenientemente en el recién concluido Inventario Arquitectónico de interés histórico-artístico de la provincia de Guadalajara.

En el actual término municipal de Guadalajara, enclavado en territorio de lo que durante siglos fue término de Iriépal, asienta el llamado poblado de Villafiores, conjunto de edificaciones y espacios constituyentes de una explotación agraria y ganadera, que en los últimos años del siglo XIX fue ordenada construir, conforme a un plan racional y homogéneo, por su propietaria la condesa de la Vega del Pozo. Se encuentra este poblado en el borde de la antigua galiana de ganados trashumantes, que desde tierras y sierras de Molina y el Ducado se dirigían a la Mancha, Extremadura y Andalucía. Subiendo desde Iriépal, remontando el barranco del Val, pasando la fuente del mismo nombre y dejando a la derecha los altos de Chicharrero y Cabaña, se llegaba fácilmente a la Alcarria de este pueblo ‑que así llaman al alto llano cerealista ocupado a trechos por carrascal y monte bajo- donde siguiendo la galiana se llega enseguida a Villaflores. Es de reseñar que este nombre fue el que llevó durante los siglos XVII y XVIII el actual pueblo de Iriépal, y que una serie de señores y familias potentadas mantuvieron durante varias centurias la preeminencia territorial del término, desde los Cárdenas en el siglo XVII, a los Ibarra y posteriormente Cortizos, propietarios de gran parte de las tierras productivas. Tras la revolución liberal de comienzos del siglo XIX, estos terrenos pasaron a los de la Vega del Pozo quienes afortunadamente para Guadalajara tuvieron una clara visión social en su actuación

Ocurrió, pues, que al recuperar Iriépal su antiguo nombre, el usado de Villaflores quedara como nominativo de una de sus más amplias parcelas. Y en ella instaló esta familia su poblado agrícola, que hoy admiramos. Consta fundamentalmente de un gran edificio central, con corrales, graneros, amplio patio, cuadras, etc.; una capilla minúscula precedida de cementerio; una serie de viviendas adosadas, de dos pisos; un palomar gigantesco, cilíndrico, va entre los campos de míes, y un par de grandes pozos con norias para extraer el agua con abrevaderos adjuntos para el ganado. También existen aún diversos almacenes, una caseta junto a la carretera de Cuenca, y una entrada subterránea a un espacio hoy derrumbado de uso incierto, quizás bodega.

Todos los edificios son grandiosos, perfectamente acabados, bellísimos de composición. En ellos alterna el ladrillo con el sillarejo calizo, siempre tratado con el meticuloso cuidado de unos indudables planos previos, en los que no sería muy aventurado pensar que habrá puesto la mano el arquitecto Velázquez Bosco. El edificio central es de proporciones inmensas. Su frente está formado por gran portalón rematado en cuerpo con el nombre del poblado, el escudo de la familia, el año de la construcción (1887) un reloj y un campanil, y a ambos lados aparecen cinco ventanales por lado, con frisos de ladrillo y segunda línea en lo alto de ventanas más pequeñas. Frente al edificio, una gran espacio empedrado apto para la trilla y faenas agrícolas.

De los otros edificios que forman el interesante conjunto de Villaflores, destacan la pequeña iglesia o capilla, con un cuerpo avanzado en el que se abre la puerta semicircular, y un cuerpo alto en cuyo frente se adosan anchas pilastras de ladrillo sosteniendo gran friso y frontón con labores finas de ladrillo. Arriba un alto campanil. Y al mismo palomar, que se columbra airoso sobre el campo alcarreño, es ya habitual elemento para quien cruza la carretera de Cuenca habitualmente: de planta circular, con alta basa de piedra, el ladrillo y el sillarejo alternan, con algunos detalles de cerámica. Todo es interesante en Villaflores: las mismas casas para la dueña y funcionarios, con sus patios posteriores, todo perfectamente diseñado; o los pozos con su airosa estructura metálica. Es, en definitiva, un conjunto arquitectónico de altísimo valor, del que la ciudad de Guadalajara debe estar orgullosa, no sobrando nunca un paseo hasta su entorno, y haciendo falta, por supuesto, que todos lo respetemos y hagamos cuanto esté en nuestra mano para que no se pierda.

La actual propiedad lo tiene aquello en relativo abandono. Grandes temporadas cerrado el edificio grande; la iglesia sin uso; las casas ya vacías y con desplomes en los patios y aleros que nadie arregla. Si Villaflores se ha mantenido hasta ahora en buenas condiciones, durante un siglo, es porque se ha utilizado y ha cumplido su misión. Pero diversos factores comienzan a amenazar el conjunto, lo que ha hecho preocuparnos. Por una parte, repito, el abandono creciente de los propietarios actuales. Por otra, la afluencia que en primavera y verano allí se observa de multitud de gentes de la ciudad que suben a pasar la tarde, ensuciándolo todo, y dejando que sus jóvenes crías se suban a las tapias y se entretengan en romper cristales y descolocar ladrillos. Deporte que, a falta de otros, siempre ha practicado con asiduidad nuestra imberbe cantera de retoños.

Y aquí viene la llamada de atención para cuantos tienen responsabilidades en la cosa común y pública. Aunque este poblado de Villaflores es un propiedad privada, supone sin duda alguna un importante capítulo del acervo de Guadalajara. El ayuntamiento de ella, el día en que se ponga a tener ideas geniales para hacer más grata la vida, el trabajo y esparcimiento de sus ciudadanos, pudiera ir dándose una vuelta por allí, y meditando qué puede hacer (qué convenio con los dueños, qué uso como lugar de esparcimiento, de convivencia, etc.) con Villaflores. Tras casi un año de trabajos concejiles de pura rutina, podría ser que se encontraran con que muchas soluciones a ciertos problemas no tratados (léase lugar de deportes, parque abierto para pic‑nic, centros juveniles, colonias infantiles veraniegas, pistas de footing, incluso centros culturales varios, de cine, de espontánea declamación o cante, etc.) tendrían un nombre y un lugar esperando: Villaflores.

El arcipreste de Hita

 

Para aventuras e inesperados aconteceres, las del Arcipreste de Hita, que en estos últimos años ha tenido que sufrir varios sobresaltos en su tumba, cuando diversos investigadores se han dado a desentrañar su auténtica personalidad, el profundo significado de su obra, la clave de una época a la que él puso el lacre ferocísimo y genial del Libro de Buen Amor. Y tanta investigación ha dado en resultas encontrar la personalidad exacta del escritor, la del Arcipreste (que no son la misma cosa) y poner por tapiz geográfico del libro toda una ancha comarca en derredor de Toledo, que tiene a Hita como uno de sus más destacados jalones, pero no el único, ni siquiera el principal.

De tanta rebusca en los archivos, de tan profundo cavilar en torno a una obra literaria y a sus protagonistas, ha resultado quitarle al enclave alcarreño de Hita una pretendida gloria de las letras hispanas. Ahora resulta que poner al Arcipreste y su libro en la nómina de literatos guadalajareños es error y fruto de escasa información científica. Pero, aun sabiéndole, incluso aun exponiéndolo líneas abajo, en su verdad más aquilatada, en este vasar de lo alcarreño seguimos instalando a Juan Ruiz y al Arcipreste, al Libro de Buen Amor y al Cardenal Albornoz, que, como se verá, es parte capital de la historia. Un paisano de corazón, un sabio despistado pero de lleno metido en la búsqueda de las razones últimas de este jeroglífico, don Manuel Criado de Val, es quien más ha laborado en este rastreo del personaje, de sus razones y sinrazones, de su oficio literario, de su raigambre hondamente hispana. Pero Criado ha sido quien, al desvelar la clave que encerraba el Buen Amor, y destronar a Hita de su solo pedestal en este tema, la ha puesto, y a toda la tierra de Campiña y Alcarria que la rodea, en su justo y más valioso término; se ha fundido con los personajes y con el suelo, y en ese mito que hoy es incontrovertible realidad histórica surge de la parda faz de Castilla (de Toledo, de Hita, de Calatrava o Rascafría) un monolito que lleva los rasgos de Juan Ruiz, del Arcipreste, de Gil de Albornoz y de Criado de Val. Vamos, pues, con esa verídica y apasionante historia desvelada.

Caminando el viajero por las veredas polvorientas, arterias envejecidas de la Alcarria, entre rastrojales y choperas tenues, se divisa el cerro testigo de Hita, como un dedo apuntando al cielo, y en su regazo acogido el pueblón que gotea historia. En ese silencioso entorno se mece la realidad y la leyenda. El contrapunto del paisaje -pobre y luminoso‑ es perfecto para la conversación entre unas páginas literarias que llevan la medida fuerza de toda una época y los personajes que desde la fábula intentan sentarse en la realidad.

Las cavilaciones y pacientes rebuscas en los más extraños archivos han hecho que Emilio Sáez, José Trenchs, Manuel Criado y otros hayan llegado recientemente a hilar esta verídica historia. El autor del Libro de Buen Amor fue Juan Ruiz de Cisneros, eclesiástico. La historia familiar y personal de este sujeto es una pura narración de aventuras, y describe con precisión a un personaje de pura cepa mozárabe. Su abuelo, Rodrigo González, muere en una batalla contra la morisma, cuando, los ejércitos de Alfonso XI, en las postrimerías del siglo XIII, dan la campaña más cruda, que parecía iba a ser la definitiva, contra Al­Andalus. El padre de nuestro personaje, Arias González, es hecho prisionero de los moros, y entre ellos queda viviendo durante veinticinco años. Por su calidad de noble, los árabes le respetan y le dejan vivir libremente, casándose con una cautiva cristiana, manteniendo su religión y costumbres. El único límite es la imposibilidad de volver a Castilla y la exigencia de que, de los hijos que hayan, las hembras han de quedar cautivas en el reino moro, mientras que los varones podrán volver libres a su tierra castellana. Arias González tuvo suerte: su mujer solamente le dio varones. Uno de ellos fue Juan Ruiz, nacido el año 1302. El joven resulta ser, también, cercano pariente de Simón de Cisneros, elevado al obispado de Sigüenza, y allá que se lleva a su sobrino Juan Ruiz, que pronto hace fortuna en la carrera eclesial. En 1316 ya era canónigo de Sigüenza, ostentando el título de arcediano de Molina, y en 1318 obtiene el más importante de arcediano mayor o de Sigüenza. Pero pronto, y a tenor de la protección que su tío el obispo, y aun el mismo Papa Juan XXII le dispersaron, en 1319 pasa a obtener el cargo de canónigo de Palencia, conservando sus anteriores beneficios. Pasa pronto, en 1321, a ser «familiar» o allegado en la corte de Alfonso XI, obteniendo otras canonjías en Valladolid y Burgos. En 1327, al morir su tío, el obispo Simón, es ejecutor testamentario de sus bienes, disponiendo de ellos ante la Cámara apostólica, junto a su hermano Rodrigo González. En ese mismo año es nombrado capellán papal y autorizado para cobrar todos sus beneficios sin tener que asistir a ellos. En 1332 es facultado para poder alcanzar la dignidad de obispo, aunque nunca llega a ella. Luego entra a formar parte de la casa y familiaridad del arzobispo toledano, gran cardenal don Gil Carrillo de Albornoz, con quien le uniría una; relación parasitaria de la que no llegó ya a obtener muchos frutos, pues alguna nueva canonjía que don Gil solicitó para Juan Ruiz en Calahorra no le fue concedida. Nuestro autor acompañó al cardenal en sus últimos días de estancia en España, cuando se refugiara en el convento por el fundado de Villaviciosa de Tajuña, y aun después le siguió a su exilio en Francia e Italia. Pero la buena estrella de Juan Ruiz se quebró repentinamente en 1353, pues desde entonces no vuelve a tenerse noticia cierta de él. Esa es la fecha en que, con gran probabilidad, ordenó su encarcelamiento el cardenal Albornoz. La redacción de su Libro de Buen Amor será de pocos años antes. Carrera brillante, con empujones familiares, con ayudas y «enchufes» de las más altas jerarquías. Cargado de dinero, sin la más mínima vocación religiosa Juan Ruiz se nos muestra con la figura típica del corrupto clero del siglo XIV. Nadie mejor que él para hacer su más virulenta critica.

Pero dejemos ahora la figura del poeta Juan Ruiz y pasemos a la del firmante del libro, el «Arcipreste de Hita», su figura paródica: el cardenal don Gil Carrillo de Albornoz, arzobispo de Toledo. El es el típico ejemplo del hombre medieval, resuelto y sabio, ambicioso y opulento. Son mil sus caras, esquinadas siempre bondadoso y cruel, místico y mundano. Humlide y ostentoso. Es militar y eclesiástico, político e intelectual. Nace, entre 1310 y 1316, en el seno de una poderosa familia castellana en la que confluyen sangres de Luna, Albornoz y Carrillo. Es Cuenca su patria. Interviene activamente en la corte de Alfonso XI, colaborando estrechamente con el monarca en preparación de su campaña reconquistadora que culminará con la gran victoria del Salado. En esos años (1340‑1350) es don Gil quien domina la corte, y, con el arzobispado de Toledo en sus manos, no conoce rival en la política del momento. Como es descrito en el Libro de Buen Amor:

las cejas apartadas,

prietas como carbón…

la su nariz es luenga,

esto le descompon…

la boca non pequeña,

labios al comunal,

más gordos que delgados,

bermejos como coral…

Así nos aparece en los retratos que de él se conservan en la Capilla de los Caballeros, de la catedral de Cuenca, y en la Biblioteca Nacional de Madrid.

La llegada al trono de Pedro I el Cruel pone en huída al cardenal Albornoz, que se refugia en la corte papal de Avignón, donde alcanza también -dotes no le faltaban-el más alto grado de cardenal. Legado pontificio, vicario papal y privado de una larga serie de pontífices. Pudo llegar a la silla de San Pedro, pero prefirió su sombra, más cómoda y manejable, llevando con tan buen gobierno los asuntos de la Iglesia que consiguió trasladar nuevamente a los papas desde Avignón a Roma, haciendo que los Estados Vaticanos reconocieran nuevamente al sucesor de San Pedro, Urbano V. Poco después, en 1567, y en la italiana ciudad de Viterbo, moría don Gil.

Así como de Juan Ruiz no ha podido probarse que fuera «arcipreste de Hita», sí que está demostrado con rigor de datos y amplia satisfacción que este cargo estuvo durante veinticuatro años en poder de muy allegados deudos e incluso del mismo cardenal Albornoz: de 1343 a 1351 fue arcipreste de Hita Pedro Fernández, procurador y muy devoto de don Gil; de 1351 a 1353 lo fue Pedro Alvarez de Albornoz, su sobrino, veinteañero, y desde 1353 hasta 1367, año de su muerte, fue el propio cardenal don Gil de Albornoz el que tuvo, entre otros muchos cargos y prebendas, la de «arcipreste de Hita». Hacer un libro de poemas alegóricos ridiculizando al clero, y poniendo de figura central, parodiada y parodiante, al arcipreste alcarreño, era poner en la picota directamente a tan alta eminencia, que podía, y así ocurrió, sentirse aludido.

Es finalmente la bellísima tarea de mostrar el simbolismo del Libro de Buen Amor la que ha acometido, con acierto y clara visión, el investigador Criado de Val. En los varios miles de versos que contiene nuestra más alta pieza de poesía medieval, se retrata y metamorfosea a don Gil, al rey Pedro, a su tesorero general Samuel Leví, y a otros muchos protagonistas de la historia castellana de mediado el siglo XIV, poniendo siempre el dedo en la llaga de vicios y escándalos. No es cuestión ahora de desmenuzar tema por tema; baste recordar aquella mención tan conocida del ratón Guadalajara y el ratón de Mohernando, cuando el poeta refiere e insiste en el miedo que demuestra siempre este último. La razón de la huida de España de Gil de Albornoz fue la exigencia del rey Pedro de que devolviera la encomienda santiaguista de Mohernando, que le había sido regalada o donada en condiciones poco claras por la amante de Alfonso XI, doña Leonor de Guzmán, a cuyo círculo fue muy adepto el cardenal. Sus vacilantes excusas le sirvieron para poner tierra por medio. Con este objetivo clarificante, el Libro de Buen Amor es dedo fiel que señala una época, una situación, un personaje. Si el «arcipreste de Hita», ya provisto de carnet de identidad en forma de fraile mozárabe y vividor, no se nos queda con la etiqueta de «gloria local» que hasta aquí tuvo, si al menos permaneceremos en la órbita castellana, alcarreña y campiñera de este primoroso cantar, parodia y emblema, que obliga a entrar en baile frenético a toda la sociedad del siglo XIV. Sigue siendo esta tierra de sendas polvorientas, rastrojales y choperas tenues el paso seguro y aun latiente de tanta algarabía.

Bibliografía:

Criado de Val, M.: Historia de Hita y su arcipreste. Madrid, 1976.

Criado de Val, M.: El cardenal Albornoz y el arcipreste de Hita, en «Studia Albornotiana», XI, páginas 91‑97 (1972).

Sáez, E., y Trenchs, J.: Juan Ruiz de Cisneros, autor del «Buen Amor», «Actas del Primer Congreso Internacional sobre el Arcipreste de Hita». Barcelona, 1973: pp. 365‑368.

Trenchs Odena, T‑: La iglesia de Sigüenza durante los primeros años de Juan XXII: Episcopologio de Simón de Cisneros, en revista

Wad‑al‑hayara, 6 (1979); páginas 83-95

Real de la Riva, C. El Libro de Buen Amor. Estudio histórico‑critico del Códice de Salamanca. Madrid, 1975.

La cárcel de Brihuega

 

Entre las muchas tarea de reconstrucción y adecuación a usos actuales que el Ministerio de Cultura, a través de su Dirección General del Patrimonio Artístico ha acometido recientemente, está la de restauración y habilitación para biblioteca pública del bello edificio neoclásico que en Brihuega llaman la cárcel vieja. Será con libros y estampas, con el fragor amigo de las letras y los saberes, con que se dará nueva vida, a este edificio que fue concebido para represión y hostigamiento de los hombres.

Uno de los placeres que encuentra el viajero en su deambular por los caminos y los pueblos de la provincia, es llegar a lugares desconocidos de antes, pletóricos por sus cuatro costados de edificios, de detalles urbanos, de gentes amables. Y así, cuando por primera vez el caminante se encuentra en el centro de la plaza del Coso de Brihuega, saturado ya seguramente de tantos otros edificios y entornos de la villa ‑ jardín de la Alcarria (puerta de Santa María arco de la Cadena, iglesia y prado de Santa María de la Peña, castillo, fuente Blanquina, arco de Cozagón, iglesia de San Felipe, murallas, fábrica de Paños) la sorpresa y el encanto renace en sus ojos. Esta gran plaza del Coso, amplísima y luminosa, tiene a un costado, sobre una alta barbacana de piedra, la graciosa irregularidad de una serie de edificaciones populares (madera al descubierto, yeso y piedra caliza) típicamente alcarreñas. Por otro costado, el mismo tema pero con soportales añadidos y algún escudo heráldico. Arriba, donde se abre la calle de Montes Jovellar, escolta de dos enormes fuentes de piedra por donde surge el agua cantarina. Y al Sur el ayuntamiento, hoy remozado, y la Cárcel vieja. Entre 1796 y 1798 levantaron el edificio concejil los maestros Fernando Tadey, de Trijueque, y Juan José Oñate, de Villar del Saz, dando un aire de sencillo neoclasicismo al edificio.

La historia de la construcción de la cárcel vieja de Brihuega es curiosa y merece recordarse. En 1779 el Ayuntamiento acordó levantar, en la plaza del Coso o Concejo, un edificio‑fortaleza para albergar la sede de cárcel, preeminencia de todo Ayuntamiento legalmente constituido. Se encargó la obra y planos a un maestro arquitecto que residía en el mismo Brihuega: don Feliciano de la Yzeguilla se llamaba el tal. Pero enviado el proyecto realizado por éste a ser informado por don Ventura Rodríguez, el famosísimo arquitecto de la corte de Carlos III éste no la consideró bella o útil, y la calificó de «obra desarreglada, fuera de arte y de toda razón».

Y el mismo Ventura Rodríguez elaboró nueva traza y proyecto, por valor de 54.000 reales. Esto le pareció muy caro al Concejo, quien la puso en subasta, y al fin la remató en 34.000 reales, a favor del maestro Benito Fernández, vecino de Madrid. Este, que debía ser un informal, comenzó la obra y enseguida la paró cobró dos tercios del presupuesto, y no volvió a aparecer por Brihuega. Se le apremió, se le llevó a tribunales, se le embargó, y finalmente, tras los retrasos correspondientes, se entregó la obra, apenas comenzada al primer maestro briocense, Feliciano de la Yzeguilla, quien en poco tiempo y con probidad demostrada, terminó la obra a gusto de todos. Era el 27 de noviembre de 1781.

De esta pequeña historia, que con mucho más detalle consta en los libros de actas y cuentas del Ayuntamiento de Brihuega, sacamos en conclusión la fecha exacta de realización del edificio de la cárcel vieja (1781) y del autor de su traza (Ventura Rodríguez nada menos) y de su cuerpo (el briocense Feliciano de la Yzeguilla).

Al viajero que nuevamente se sitúe ante la estampa recia de este monumento, le sorprenderá su aspecto fuerte, su fachada completamente realizada en piedra caliza, clara, de la Alcarria. Tiene una anchura de 8,30 metros, y una profundidad escasa, de 8,60 metros. Una cenefa también de piedra separa los pisos, que son el bajo y dos más. Las ventanas (demasiadas, quizás, para una cárcel) se enmarcan por sillares perfectamente tallados, y sobre la puerta se alza una cartela, apoyada en sencillos roleos, en la que se inscribe el título y función del edificio, el monarca reinante y la fecha de ejecución.

Ahora, como ya he comentado al principio, esta cárcel vieja de Brihuega renacerá del abandono de los siglos, y quizás sea al año próximo -en ese 1981 en que cumplirá exactamente su segundo centenario- cuando nuevamente acicalada y bella, su arquitectura sea útil para el pueblo briocense, que tanto ha demostrado quererla, y en su portón vea el ir y venir de los lectores los que den un color de contrapunto al blanco de sus piedras.

Los sellos concejiles

 

Busca el lector cada día un motivo de asombro, de conocimiento. La actualidad sorprende y aburre al mismo tiempo. Y es la historia en sus hechos reales, pero ya olvidados; o en sus testimonios arqueológicos o artísticos, a medio caer o en triunfo de la muerte, que encontramos a veces ese motivo, esa alegría súbita de ponernos frente a la palabra, al mensaje de nuestros antepasados. Así, los sellos concejiles quieren poner hoy su rostro céreo, duro, oloroso y pleno de matices en nuestra cotidiana tertulia, en nuestra obligatoria búsqueda de las raíces.

De todos es ya sabido que Castilla, único país de Europa con organización puramente democrática en la Edad Media, se organizó en comunidades semiautónomas, de pujante vida y economía, en el pleno Medievo. Esos Comunes de Villa y Tierra, de los que tanto habrá que hablar a partir de las recientes investigaciones que hemos efectuado, y sobre los que todavía quedan muchos e interesantes puntos que aclarar, tenían también sus enseñas propias, sus sellos concejiles. Elementos de rúbrica documental, resumen de su historia, de sus tradiciones, de su personalidad. Y emblema representativo de la comunidad. Muchos de ellos se han perdido, han sido olvidados. Otros se conservan, o nos han quedado de ellos descripciones y dibujos. Vamos a repasar someramente algunos de ellos, como aportación inicial a lo que deberá ser su estudio meticuloso.

Guadalajara

Queda un solo ejemplar en el archivo municipal de lo que fue el sello del concejo arriacense. Gran presencia la de este elemento sigilográfico, que nos muestra por una cara la ciudad del Henares, con su río en primer término, y varias torres de muralla, una iglesia y diversos edificios al fondo, representando el aspecto (muy idealizado seguramente) de la ciudad en la Edad Media, cuando en el siglo XII o XIII se hiciera este sello. En la otra cara, un hombre montado a caballo, galopando y desplegando gran pendón de bandas horizontales; una borrosa palabra señala que este personaje es el juez del Concejo y Común, la personalidad primera en el grupo de «aportellados» o autoridades representativas. El juez en los Comunes de Villa y Tierra castellanos era la primera jerarquía, electiva entre todo el vecindario de la tierra. El llevaba la «enseña» y guardaba el sello. En un principio lo podía ser cualquiera luego, el «fuero nuevo» de Fernando III, en el siglo XIII dispuso que este cargo lo debía desempeñar siempre un caballero. Para llegar a este grado bastaba con tener caballo útil y algunas armas. Cada año debía cambiar el juez.

Molina

Derivado de su nombre, remotísimo y del siglo XII, es el sello concejil molinés: dos ruedas de molino, una sobre otra, sencillamente. Ese escudo quedó grabado en las murallas de la ciudad de Cuenca, significando que los hombres buenos y caballeros del concejo de Molina habían labrado el duro batallar de la conquista de Cuenca. Al parecer, existe otro sello del conejo molinés, del siglo XIII, en un documento de hermandad suscrito en 1262 entre las villas de Molina y Teruel. En ese sello, conservado en el Archivo de la corona de Aragón, se ve en el anverso una sola rueda de Molino, rodeándose de la leyenda «+ Sigillum Concilii Moline» y en el reverso un castillo o torre de cuatro almenas, dos ventanas y una portal, con dos leones rampantes a los lados.

Uceda

El importante concejo de Uceda, cabeza de un común de Villa y Tierra situada al sur del Jarama, fruto de la conquista de Alfonso VI, nos ha llegado también la memoria de su sello concejil. Consiste éste en un castillo de tres torres, más elevada la central que las laterales. Sobre la primera, una bandera, y sobre las otras torres gemelas, sendas estrellas. Alrededor, la leyenda «Sigillum: Concilii: Ucetenis». Este común fue en principio libre y de realengo. Solo al Rey de Castilla reconocía como superior, y de ahí el símbolo único de su céreo emblema: el castillo de tres torres. Luego fue donado en señorío a los arzobispos toledanos, pero siempre gozó de cierta autonomía y fuero propio.

Atienza

Uno de los más extensos y fuertes concejos libres de la Transierra castellana fue el de Atienza, constituido a finas del siglo XI, y con Fuero otorgado por Alfonso VII a mediados de la XII centuria, señalándolo anchísimo territorio que abarcaba las dos orillas del río Tajo. Siempre de realengo, con autonomía absoluta, ello fue la base para el crecimiento enorme de su población y caserío, albergue de razas y de oficios, de comerciantes, monjes y guerreros. Su sello (que aporta Layna de sus investigaciones en el archivo municipal) consiste en un anverso con un castillo de tres torres, alrededor del cual se lee: «Sigillum Concilii Atentie», y un reverso en el que aparece otro castillo sobre alta peña, con una torre angular poderosísima, y encima el pendón de bandas horizontales, representante casi seguro del propio castillo de la villa.

Brihuega

Habiendo sido incluida, en el reino de Castilla el año 1085 por Alfonso VI tras su conquista triunfal del reino de Toledo, al año siguiente (1086) sería entregado en donación a los arzobispos de Toledo, que lo poseyeron hasta el siglo pasado. Su concejo, sin embargo, fue siempre poderoso y rico, en gran parte autónomo. El Fuero briocense fue promulgado por el obispo historiador Jiménez de Rada, hacia 1224. Su sello, que describe Juan Catalina García, como visto en el archivo municipal el siglo pasado, muestra el anverso un castillo de tres torres, con sendos báculos episcopales entre la torre central y las laterales. En el reverso aparece una imagen de la Virgen Santa María con el Niño Jesús en brazos, en sedente actitud románica, rodeada de la frase «Dominus tecum benedicta tu…» Ambos símbolos han pasado a integrar, lógicamente, el actual escudo heráldico de la villa ‑ jardín de la Alcarria.

Zorita

Muy curioso fue el sello concejil de Zorita de los Canes, territorio que estuvo primeramente en la tenencia o alcaldía de Alvar Fáñez de Minaya, que tuvo también famoso Fuero propio, y que tras 100 años de autonomía completa, pasó a fines del siglo XII a pertenecer en señorío, por donación real, a la orden militar de Calatrava. De su época más remota es el sello que nos recuerda Catalina: al derecho, un castillo de tres torres, apareciendo sobre las laterales sendos pájaros que muy bien podrían ser azores (azor ‑ zorita) o palomas (zurita ‑ zorita), en relación al nombre de villa y comunidad. En el reverso, un caballero armado, al galope en su animal, portando un amplio pendón o bandera.

Cifuentes

El concejo de Cifuentes ser formó en el siglo XII, desgajada su tierra de la antigua y amplia de Atienza. En el archivo municipal hemos visto su sello concejil, en cera, ya muy estropeado, consta de dos castillos y dos leones cruzados, y las quinas de Portugal en su derredor. Al reverso aparecen unas piedras o peñas de las que surgen numerosas ondulaciones, que pudieran significar los nacimientos de varios arroyos en el mismo pueblo; y encima tres ruedas de molino.

Almoguera

Mucho más moderna que las anteriores es la elaboración del sello concejil o escudo de esta importante cabeza de común que fue Almoguera, brazo fuerte de Castilla frente al Islam de Al‑Andalus. Ese escudo, coloreado, que nos describen las Relaciones Topográficas del siglo XVI, muestra un castillo dorado; de tres torres, sobre campo rojo. En lo alto de la torre central, una gran cruz roja. Bajo el castillo, un campo verde con tres cabezas de moros. Y a los lados, dos banderas rojas y una leyenda en caracteres arábigos que viene a decir «No hay vencedor sino Dios».

Son estos algunos de los sellos concejiles que, en rápida visión, exponemos a la consideración de los aficionados a la historia de nuestra tierra. Es curioso advertir cómo en su inmensa mayor parte, un elemento común destaca: el castillo de tres torres, añadido de diversos elementos, y que viene a significar el país -Castilla- al que pertenecen estos Concejos y Comunidades. Se impone una labor de investigación aún más meticulosa que venga a rescatar todos los sellos concejiles de los 19 Comunes de Villa y Tierra que tenían pueblos y aldeas en lo que hoy es provincia de Guadalajara. En principio, sea esta reseña somera un prefacio de tan interesante capítulo de nuestra historia. Que, por otra parte, puede y debe servir como elemento identificador de muchos de nuestros viejos pueblos alcarreños y serranos.