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diciembre, 1979:

Molina: la tierra, los pueblos, los caminos

 

Para el caminante de España, llegar a este recóndito enclave del Señorío, alto y recio en el corazón de Hispania, puede resultar sorprendente porque junto a vastos campos de cereal, suaves ondulaciones sobre el mesetario erial, se ven los barrancos profundos, rocosos, revestidos de exuberante verdor por donde discurren ríos cargados de límpidos líquidos surgidos de la hondura. El territorio molinés es, en frase descriptiva y geográfica de uno de sus mejores conocedores, el Profesor Julián Alonso Fernández, una llanura esteparia, sin casi agua, de clima durísimo y de aspecto desolador. Esta paramera molinesa estuvo antes cubierta, en buena parte, por pinares que fueron descuajados por el hombre, para destinar a cereales un suelo que hoy a todas luces está resultando improductivo. Como testigo aparece actualmente, salpicando el paisaje algún sabinar aislado, o, simplemente, alguna sabina. Si los campos inacabables de Tortuera, de Tartanedo o de La Yunta pueden parecer monótonos, la exuberancia paisajística de Chequilla, de Buenafuente, de Peralejos, de Villel de Mesa y tantos otros, acuden a ganar una partida que, de todos modos, resulta claramente favorable para el bando de los paisajes hermosos, de las presencias inolvidables de esta tierra multicolor y anchísima.

Sabrá el viajero, en primer lugar, que el Señorío de Molina se divide en Sesmas: seis partes tuvo el territorio cuando allá por la primera mitad del siglo XII lo fundó don Manrique de Lara. Era ese un modo práctico de iniciar el reparto de las tierras. Cada sesma poseía fragmentos, llamados consiguientemente veintenas, en cada una de las cuales colocó un pueblo. Y cada veintena tenía cinco guiñones que homogéneamente, y por calidades de terreno, dividían el naciente municipio. De Las Sesmas, dos se incorporaron a las Comunidades vecinas de Daroca y Albarracín, por lo que con cuatro nos encontramos al repasar y patear el actual Señorío: el Sabinar, la Sierra, el Pedregal, y el Campo. Bellos nombres que son como el título de un cuadro en el que se muestra la alegría o el pesar de una tierra.

El Sabinar nos da su gris imagen en la que salpican las viejas plantas de aromática madera sobre el duro pavimento rocoso. Al norte de ella se alza majestuoso el pico Aragoncillo, adusto y reseco, mientras los barrancos van profundizando y dando herida a la tierra: así el del río Mesa, con rumbo a Aragón, o el Arandilla que va por el santuario de Montesinos a caer luego en el Tajo, foso profundo donde se mira el Señorío por el Sur. Destacan de sus pueblos el linajudo Selas; Cobeta con su torre medieval, Canales con su Peña Escrita, y Corduente con todos los pueblecillos de su entorno, en que la naturaleza surge esplendorosa, verde, radiante. El Monasterio de Buenafuente, en donde las piedras destilan historia, y los amantes del arte y de la espiritualidad encontrarán su gozo y recogida. O diversos santuarios como el de la Virgen de Montesinos, en un precioso barranco junto a Cobeta, y el de la Virgen de la Hoz, bello sobre toda ponderación.

La Sierra presenta las mayores alturas del Señorío, los más intrincados vericuetos, caminos y rincones. Junto a extensiones abundantes de pinos se desbordan los roquedales oscuros e inhóspitos. La Sierra Molina que llamaron los antiguos, representa la sesma más meridional del Señorío, la más pobre también pues posee paisajes, sí; pinares, pero poco más. De sus poblaciones destacan Peralejos de las Truchas, en la orilla derecha del Tajo; y Checa con Orea, ambos pueblos grandes y de antigua tradición ganadera, de gentes trashumantes y sacrificadas, Alustante es la puerta de la Sierra viniendo desde las tierras de Teruel: el arte increíble que encierra su iglesia parroquial es también para ser tenido en cuenta; y entre los enclaves típicos, no olvidaremos a Terzaga, con una colección impresionante de rejas antiguas; o a Megina, Traid, incluso los paisajes más bellos del Señorío.

El Pedregal muestra su cara sobria, reseca, también, surcada de la sierra de Zafra que como una espina la centra. A un lado y otro de ella, los suaves campos de cereal, y algunos barrancos que van profundizando, en derechura del Gallo, que recorre entera la sesma. Destacan también los serrijones colorados de Sierra Menera, donde el hierro aflora cada día en estallido de riqueza. Como un murallón inexpugnable, estas alturas cercan por el sur y levante el Pedregal. Y en su resumida geografía, los nombres de Setiles, reducto castillero y palaciego de la familia Malo; o Tordesilos pletórico de casas, de arte, de recuerdos de una pasada grandeza y Anquela de Seca; de Tordelpalo sobre una roca, o de Castellar de la Muela, en su empinguruchada atalaya; de Hombrados, dispuesto a no morir, y siempre en animación que se contagia al viajero, o Prados Redondos, lugar de nobles piedras y magníficos caserones nobiliarios. Como una bandera, el Pedregal se centra con la altiva frente del castillo de Zafra.

El Campo, en fin, al norte del Señorío, ceñido de las gargantas de los ríos Mesa y Piedra; volcado hacia Aragón en voluntades geográfica e histórica. De su páramo monótono y productivo poco cabe decir, si no es el encomio de ser granero generoso del Señorío. El cereal pugna por salir, y las distancias son dilatadas, azules, inalcanzables casi. Solamente leves elevaciones que van subiendo hacia el Aragoncillo o la Sierra de Zafra. Y en sus hondonadas saludable, los pueblos más grandes del territorio: Milmarcos, Tartanedo, Hinojosa, Fuentelsaz, Concha, La Yunta, Embid, Tortuera…, y tantos otros en los que magníficos ejemplares de iglesias, de casonas, de arte por todas partes hace razón mas que suficiente para acercarse a ellos y con tranquilidad mirarlos.

Y en el centro la capital. La Molina de Aragón, amparada por las rojizas torres de su castillo medieval, poniendo con su historia, su arte y su expresión urbana el sello inconfundible de una tierra diferente a todas, con una clara conciencia de su sentido histórico, de su dimensión humana, de su ser cordial con respecto al Señorío que en apiñada urdimbre le rodea.

Tierra, pueblos y caminos de Molina: para vagar por unos y otros buscando la huella perdida de los pasados siglos; la frase sabia de sus gentes; el pálpito renovado de sus campos. Tierra, pueblos y caminos molineses, justa meta para quien desea entrar en esa España lejana, nueva de tan vieja y desconocida, pulcra en su aislamiento, sorprendente siempre, y siempre querida y añorada.

El románico de Sierra Pela

 

La gran cantidad de muestras de arte románico en nuestra provincia hace que sea tarea fundamental la de catalogar, y aún tratar de agrupar, en lo posible, por escuelas o subestilos a tan amplio muestrario artístico, para así poder estudiarlo y conocerlo mejor. El Dr. Layna Serrano, infatigable estudioso de nuestra tierra, había hecho ese estudio, ya en 1935, con los edificios más señalados del románico de Guadalajara, clasificando sus ejemplares en un orden geográfico exclusivamente. Pero sería conveniente iniciar la tarea (que ya apunté en una conferencia sobre el románico en Guadalajara dada hace años, y cuyos conceptos aún no han sido publicados) de agrupar estas iglesias, portadas, ábsides y atrios por escuelas o influencias. Así, es bastante claro que casi todo el románico tiene una clara influencia francesa, lanquedociana concretamente; que existe un románico de la Sierra de Pela, cuyos magníficos ejemplos se extienden a una y otra vertiente de dicha cordillera unificando en un mismo estiló las iglesias de tierras sorianas y atencianas, que también se puede hablar de una escuela seguntina, que nutre con su uniforme estructura las sierras centrales de la provincia, sierras del Ducado, altas campiñas de Henares y Tajuña. Y aún quizá un otro aspecto, con clara influencia cisterciense y europeo‑toledana, traída por don Rodrigo Ximénez de Rada a Brihuega y otras partes de la Alcarria. Quede, pues, tan interesante, urgente y complicada tarea para ocasión futura.

Veamos ahora, -y lo puede ver también el viajero que decida, cualquier día de estos, desplazarse hasta Atienza y seguir por rutas serranas rumbo a las inciertas metas que separan, o unen, las provincias de Guadalajara, Soria y Segovia- el románico que denominamos de Sierra Pela, y que posee unas características precisas, aún con ser heredero directo del románico burgalés, que es como decir del arte‑cuna de Castilla.

El lado norte de esa pequeña cordillera (que alcanza alturas de 1600 metros, aún sin relieves notables, excepto el Pico de Grado) tenemos la magnífica iglesia (segoviana) de Grado de Pico, obra exquisita del arte del siglo XII, con una galería porticada en cuyos capiteles se dan cita escenas del Evangelio y animalística fantástica medieval, en esa mezcla tan característica de los siglos medios europeos. También a la parte norte de la serranía ahora en tierras sorianas, nos sorprenden muy especialmente dos ejemplares magníficos: la ermita de Tiermes y la iglesia parroquial de Caracena, que están directísimamente emparentadas (por ser origen de temas iconográficos de distribución de espacio, y muestrario de calidades) con las iglesias de la parte sur de la sierra en terrenos del común de Atienza. Muy especialmente con las iglesias parroquiales de Villacadima, Campisábalos y Albendiego, que se unifican entre sí gracias a otra serie de particularidades que las hacen formar subgrupo independiente. En el románico de Sierra Pela, en la parte de Guadalajara, formaron siglos atrás dos iglesias magníficas, ya desaparecidas: la de Cantalojas, que fue derribada para construir la actual, en el siglo XVII, y de la que aún quedan leves vestigios decorativos, y la de Galve de Sorbe, que fue demolida en el siglo pasado, y de la que aún nos quedan referencias indirectas que nos la muestran como un ejemplar con atrio porticado y un gran portalón abocinado, todo ello cuajado de decoración geométrica y de capiteles con escenas mitológicas y evangélicas, de los que aún quedan algunos ejemplares en casas particulares del pueblo.

Las iglesias supervivientes del románico de Sierra Pela en la provincia de Guadalajara han sorprendido siempre al visitante (escaso y valiente visitante que se atreve a ir hasta tan lejos) y han dejado en él una impronta imborrable, por diversos motivos. Uno de ellos es su situación aislada, en medio de peladas y tristes sierras a las que dan el toque de su gracia artística, como si fueran el resto pétreo de una fiesta en el páramo desolado del olvido. Otro motivo es, sin duda, el decidido carácter orientalizante, mudéjar en una palabra, de sus decoraciones. Si precisamente es eso lo que define al estilo o voluntad mudéjar del arte (estructura occidental con decoración oriental) estas iglesias de Sierra Pela son clasificables dentro de un «románico‑mudéjar» claro.

Recordaremos sus características especiales: la iglesia de Villacadima, hoy en condiciones de semi‑ruina, abandonado el pueblo y su entorno, muestra la portada exquisita con un cuerpo saliente en el que se inscribe profunda bocina de arquivoltas semicirculares, decoradas todas ellas con trazos lineales, en zig-zag, rosetas, etc., de clara filiación mudéjar. La iglesia de Campisábalos tiene, bajo atrio más moderno, y torre añadida con posterioridad una puerta de similares características a la anterior, aunque de mayores proporciones. Y un ábside semicircular con impostas de entrelazos, capiteles de encestado, y canecillos de alegres temas rurales. A esta iglesia se añade, en su costado meridional, la «capilla del caballero San Galindo», a la que se accede desde el exterior por un pórtico también incrito en cuerpo saliente, con abocinado grupo de arquivoltas semicirculares, en las que van incritos jerebeques mudéjares, apoyando en capiteles foliados y en sendas columnas, con alero que apoya sobre canes de cosas. En su muro meridional, esta capilla presenta un interesante «mensario» horizontal, con representaciones de las tareas agrícolas y ganaderas propias de la zona, personificando en ellas los meses del año, así como otras escenas, de caza y guerra. Añade algún ventanillo de calada tracería orientalizante. Y finalmente el grandioso ejemplo de Albendiego, con su ermita de Santa Colomba sin duda el mejor edificio de románico rural de toda la provincia. En su exterior se muestra el ábside de amplia curva con tres ventanales cuajados de rosetones calados en los que la geometría se explaya y goza formando formas nuevas, combinaciones inéditas en el románico castellano. Aún en el exterior del templo, que posee elegantísima espadaña de tres vanos sobre el hastial de poniente, se ven otros ventanales ajimezados, volutas con estrellas de Salomón inscritas y más rosetones. El interior es bellísimo, majestuoso. Una sola nave aboca, a través de gran arco triunfal, en el presbiterio cubierto de bóveda encañonada, surgiendo de él a los lados dos capillas (quizás proyectadas como cabeceras de sendas naves; laterales que no llegaron a construirse, y rematando en el ábside central de esbeltas proporciones, al que dan luz los rosetones arabizantes del exterior. Esta iglesia necesita,-por su importancia capital y por el mal estado de su techumbre y entorno- una restauración inmediata, urgentísima.

De la iglesia de Cantalojas y Galve de Sorbe, sólo nos quedan como ya he dicho, breves referencias de su estructura, estilo, y decoración. Pero podemos asegurar que eran tan importantes y bellas, si no más, que las referidas y hoy existentes. Hacia Atienza y el Sur, el románico sigue abundando, pero goza ya de otras características: algo de Aragón, influjos atencinos, burgaleses, rasgos autóctonos en amalgama que, sin duda, requiere también estudio y sistematización. Hoy hemos repasado un breve espacio de nuestro románico, que viene a mostrar el rasgo unitivo, clarísimo y antiguo de tierras altas castellanas como son estas de Soria, Segovia y Guadalajara a través de Sierra Pela definitivamente unidas.

La Sacristía de las Cabezas

 

Ya en otras ocasiones hemos hablado de esta joya de la arquitectura y el arte de Sigüenza: el Sagrario Nuevo o Sacristía de las Cabezas, que es, sin exageración, uno de los elementos más relevantes de la historia del arte español. Situada en el costado norte de la girola de la catedral, se levantó en el siglo XVI, en momento de empuje reformador y constructivo en este templo cabeza de la diócesis. El obispo García de Loaysa fue quien decidió llevarla a cabo y la impulsó especialmente.

Debe recordarse que las funciones de la Sacristía, o Sagrario Nuevo, como se llamó mucho tiempo, fueron las de almacenar los ornamentos litúrgicos, los elementos de orfebrería y en especial las reliquias de todo tipo que, hasta la primera mitad del siglo XVI fueron consideradas como joyas preciosas, maná celestial y guía segura de salvación. El erasmismo y otras reformas dieron al traste con tanta superstición, fuente de sabrosos ingresos para la Iglesia durante muchos siglos.

Esta sacristía fue diseñada y programada por el famoso arquitecto y escultor Alonso de Covarrubias, en 1532. Vino de Toledo a Sigüenza, en el mes de enero de dicho año, y aquí concertó con el cabildo catedralicio las condiciones de su trabajo. Muy posiblemente en Sigüenza, donde permaneció aproximadamente un mes, diseñó Covarrubias este templo del arte, y los dibujos soberbios que darían justa fama a su techumbre. De su fuerte mano saldría esa galería de rostros retorcidos y firmes, doloridos y en éxtasis, que dan gozo a la vista y cavilación al espíritu. Pero la sacristía grande de la catedral de Sigüenza supone para la historia del arte y la civilización en España algo más que su mera presencia de piedra tallada y equilibrado ámbito arquitectónico. Supone un auténtico mensaje, una dicción de principios, un largo epitafio de algunos seres que en el silencio meditativo de un cuarto renacentista programaron ese techo, esos muros, esos medallones, para que dijeran algo concreto.

Realmente es difícil asegurar la total paternidad de Alonso de Covarrubias para con esta Sacristía de las Cabezas. Tardó en construirse 42 años, y al maestro de la catedral toledana siguieron aquí Nicolás de Durango y Martín de Vandoma, de los que sabemos recibieron poderes del Cabildo para seguir la obra «de la manera y forma que les paresciere». ¿Cambiaron ellos el diseño primero? No parece probable: la personalidad de Covarrubias está muy clara en esta pieza, y sus tallas son originadas de su estilo inconfundible. Pero, en definitiva, ¿quién fue la persona que dio el programa y equilibrio final de las figuras? En investigaciones que he realizado, a ratos perdidos, en el magnífico archivo de la catedral y cabildo de Sigüenza, vi en cierta ocasión cómo quedaban disputados 2 eclesiásticos capitulares para elaborar la temática que había de ponerse en esta pieza de la sacristía. No recuerdo ahora sus nombres; fue en 1532, e indudablemente fueron doctores, quienes dieron a Covarrubias la pauta iconológica a seguir.

Y aquí radica hoy nuestra final pregunta, nuestro definitivo ruego a cuantos visiten esta sacristía. De esas 304 cabezas que la coronan ¿cuántas son realidad, y cuántas mito? Porque muchas de ellas son auténticos retratos: el florentino Julio de Médicis, a la sazón Sumo Pontífice de la iglesia romana con el nombre de Clemente VII, está retratado en un medallón. Y también el obispo García de Loaysa. Y el cardenal de Toledo, y el emperador Carlos I con su esposa Isabel de Portugal; y el príncipe Felipe; y algunos cortesanos, y otros clérigos, canónigos, frailes, artesanos y canteros de la catedral, mendigos de la plaza, trajinantes de las serranías del Ducado, moriscos de la Alpujarra prisioneros, soldados, peraíles, viejos al sol… no cabe duda que son retratos, la mayoría, de gentes del momento. La escala social está representada en su totalidad. Y lo está precisamente en un lugar de bóveda, de altura, de cubrición de un espacio sagrado: esto fue utilizado siempre en el arte como representaci6n del cielo, de la gloria. Quizás signifique la comunión del pueblo de Dios en el Día Final. La bóveda se sujeta por capiteles y enjutas en las que aparecen, sin duda, profetas y Sibilas de la antigua ley.

La sacristía de las Cabezas, de Sigüenza, es un marco magnífico donde contemplar en su pureza el arte plateresco hispano. Pero es al mismo tiempo un interrogante abierto y un acicate para el estudio. Todo es cuestión de pasarse algo más que el simple instante de una visita turística, ante sus piedras talladas y violentas. Tarea que recomiendo vivamente.

La iglesia parroquial de El Cubillo de Uceda

 

Encontramos el pueblo de El Cubillo de Uceda sobre una meseta alta y despejada, en esas tierras llanas que forman el extremo norte de la campiña, entre Henares y Jarama. Oreada de vientos, con magníficas vistas sobre la sierra del Guadarrama, este lugar fue desde la reconquista uno más de los pertenecientes al alfoz o Común de Villa y Tierra de Uceda. En el siglo XVI, desmembrado el señorío que sobre dicho territorio mantenían los arzobispos toledanos, disueltos en gran modo el uso del Común, Cubillo adquirió el título de Villa, con el que sigue.

Lo más característico y curioso de su conjunto urbano es la iglesia parroquial, que está dedicada a Nuestra Señora de la Asunción. En el Inventario del Patrimonio Arquitectónico de interés histórico-artístico de la provincia de Guadalajara, que hemos realizado últimamente, se considera a este templo de categoría artística provincial, y en las normas a seguir, se pide su declaración como tal, continuación de las obras de restauración ya iniciadas, y protección del entorno frente a agresiones urbanísticas. Indudablemente, el templo es de los mejores de la comarca campiñera, con portadas y atrio al exterior que forman en la línea de pureza del plateresco toledano. Su interior es de un sobrio equilibrio arquitectónico, con ajustadas proporciones de los cilíndricos pilares, los capiteles tallados y las bóvedas y capilla mayor, que consiguen un aire renacentista muy puro.

Antes de pasar a describir esta iglesia de El Cubillo de Uceda, conviene recordar que, por la época en que fue levantado su conjunto plateresco (primera mitad del siglo XVI) eran señores del lugar y del alfoz de Uceda los arzobispos de Toledo, que tenían el castillo de esta última villa como cárcel de castigo para clérigos rebeldes (en ella estuvo Ximénez de Cisneros, y años después el duque de Alba). Es claro que las formas de hacer del plateresco toledano se impongan en este templo, y aún nos atreveríamos a sugerir que Alonso de Covarrubias, el genial artífice y arquitecto de nuestro renacimiento, puso y mente en esta iglesia: la olata y aire interior le repite en otros lugares. Los grutescos y tallas de la fachada son obra cercana a su cincel delicado. Es de advertir también que la iglesia del caucano pueblo (hoy madrileño por haber quedado dentro de los límites de dicha provincia) de Talamanca, siempre relacionado históricamente con Uceda, es muy similar en estructura, división y decoración a esta del Cubillo.

Llegaremos a su presencia con la veneración que un antiguo monumento ‑legado de antiguas generaciones, fruto de muchas ilusiones y trabajos-nos infunde siempre. En su aspecto exterior destaca, en primer lugar, el ábside o cabecera, orientado a levante. Es de planta semicircular, y su fábrica es de ladrillo visto, dispuesto en forma de arquerías ciegas en tres cuerpos, conformando un ejemplar magnífico de románico- mudéjar. Debe ser lo único conservado de la primitiva iglesia del lugar, construida hacia el siglo XII o el XIII. El resto del templo fue erigido de nuevo en el siglo XVI. Destaca sobre el muro de mediodía un atrio muy amplio, compuesto de esbeltas columnas de capitel renacentista, sobre pedestales muy altos, lo que le proporciona una gran airosidad y elegancia. La portada de este muro es obra de severas líneas clasicistas. En el hastial de poniente, a los pies del templo, y centrando un muro de aparejo a base de hiladas de sillar y mampuesto de cantos rodados, muy bello, destaca la portada principal, obra magnífica de la primera mitad del siglo XVI, buen ejemplar del plateresco de escuela toledana. El ingreso se escolta de dos jambas molduradas y se adintela por un arquitrabe de rica decoración tallada con medallón central y abundantes grutescos, amparándose en los extremos por semicolumnas adosadas sobre pedestales decorados y rematadas en capiteles con decoración de grutescos. Lo cubre un gran friso que sostienen a los lados sendos angelillos en oficio de cariátides; dicho friso presenta una decoración a base de movidos y valientes grutescos, rematando en dentellones. En la cumbre de la portada, gran tímpano semicircular cerrado en cenefa con bolas y dentellones, albergando una hornacina avenerada conteniendo talla de San Miguel, y escoltada por sendos flameros. Sobre el todo, ventanal de moldurados límites. El interior, obra de la misma época, mitad del XVI, es un equilibrado ámbito de tres naves, más alta la central, separadas por gruesos pilares cilíndricos rematados en capiteles cubiertos de decoración de grutescos muy bien tallada. Sobre el muro norte aparece un gran medallón de talla en que figura la Virgen y el Niño. La capilla mayor se abre a la nave central, y se cubre con bóveda de cuarto de esfera, mientras que el resto del templo tiene por cubierta un magnífico artesonado de madera, de tradición ornamental mudéjar, aunque con detalles platerescos, todo muy bello y bien conservado, obra de la primera mitad del siglo XVI. El suelo de las naves está cubierto de numerosas lápidas sepulcrales, con leyendas y escudos tallados, correspondientes a diversos vecinos del pueblo, seglares y eclesiásticos, de los siglos XVI y XVII.

Buen tema éste para una excursión inolvidable y para aumentar un poco más el conocimiento del riquísimo patrimonio arquitectónico de nuestra provincia, que aún guarda joyas, como esta iglesia de El Cubillo de Uceda, escondidas y olvidadas de casi todos.